Historia Contemporánea, 2021, 66, 595-626 https://doi.org/10.1387/hc.21229
HC
ISSN 1130-2402 – eISSN 2340-0277
POLITICS IN ITS CONTEXT. REFLECTIONS ON A NEW CULTURAL APPROACH TO POLITICS (C. EARLY 20TH CENTURY)
Carlos Hernández Quero* Universidad Complutense de Madrid. Espa
RESUMEN: El artículo propone vías para incorporar a los ciudadanos del mont al relato de los grandes trastornos políticos de principios del siglo XX. Primero se realiza una revisi crítica de la producci sobre culturas políticas en Espa y se pone especial énfasis en la necesidad de ampliar horizontes desde la ciencia política y el análisis del lenguaje hacia la antropología. Así, se planteacomplementar el estudio de conceptos, narrativas y representaciones con una mayor atenci sobre los comportamientos colectivos, las formas de vida y los entornos de politizaci. Segundo, se apuesta por imprimir una mirada urbana a los estudios de cultura política. Se presentan algunos de los enfoques con que la nueva historia urbana se ha aproximado a los fenenos de formaci de la identidad y se pone de manifiesto su potencialidad para abordar un análisis cultural de la política desde lo cotidiano, desde las prácticas y desde el contexto.
PALABRAS CLAVE: cultura política, historia urbana, antropología, prácticas, contexto, gente corriente.
ABSTRACT: This article suggests different ways to incorporate ordinary citizens’ experiences to the political history of the first decades of the 20th century. At first, the paper addresses a critical review of Spanish historiography on political cultures and suggests an anthropological definition for the concept. The author considers historians interested in political cultures should widen their scope of attention from the analysis of discourses, concepts and representations to the study of collective behaviors, lifestyles and the contexts in which people get involved in politics. Secondly, the article underlines the suitability of imposing an urban perspective to political culture. The author reflects on the new urban history and its original approaches to identity building processes. The paper highlights the fertility of this field of research and suggests its importance to achieve new narratives of political action: from everyday life, from the study of the practices and from a thick knowledge of context.
KEYWORDS: political culture, urban history, anthropology, practices, context, common people.
* Correspondencia a: Carlos Hernández Quero. Universidad Complutense de Madrid. Departamento de Historia Moderna e Historia Contemporánea. Edificio B. C/ Profesor Aranguren, s/n. Ciudad Universitaria. 28040 – Madrid (Spain)– chquero@ucm. es – https://orcid.org/0000-0002-2659-2644
Co citar: Hernández Quero, Carlos (2021). «La política en su contexto. Reflexiones para una historia cultural de la política hace cien as»; Historia Contemporánea, 66, 595-626. (https://doi.org/10.1387/hc.21229).
Recibido: 7 noviembre, 2019; aceptado: 22 abril, 2020. ISSN 1130-2402 - eISSN 2340-0277 / © 2020 UPV/EHU
Esta obra está bajo una Licencia
Creative Commons Atribuci-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional
Entre las timas décadas del siglo XIX y los as treinta del XX se produjo un cambio radical en la política occidental. Las formas de sociabilidad, los temas de discusi, las estrategias de movilizaci y los conceptos surgidos de la revoluci liberal se mostraron cada vez menos eficacespara dar respuesta a los retos que imponía el presente. Al mismo tiempo, nuevos sujetos, nuevas promesas de redenci colectiva y nuevos soportes de informaci irrumpieron en escena desordenando todo a su paso.Muchos de los marcos con los que se había entendido la gesti y representaci de las demandas populares se vinieron abajo. Ante el vacío, se abriun período particularmente creativo en el que los más diversos actores pugnaron por conquistar la hegemonía social y cultural.
En Espa, el nacimiento de la política de masas ha suscitado un extenso debate entre historiadores, sociogos y politlogos. Tras una primera hornada de trabajos que podríamos inscribir en el seno de una historia política clásica, preocupada por los líderes, las estructuras y los programas de las diferentes organizaciones, desde los as noventa han cobrado fuerza los análisis que se interrogan por las raíces culturales de los fenenos políticos. Entre todas estas líneas de investigaci, seguramente la más fecunda haya sido la historia de las culturas políticas, una corriente que ha revolucionado la manera de comprender la forja de las subjetividades políticas y ha puesto especial énfasis en la dimensi simbica de todo proceso de socializaci de ideas y valores. Sin embargo, y a pesar de los claros avances cosechados, el conocimiento disponible sobre las prácticas políticas de la gente corriente a sigue siendo limitado. ¿Co imaginaban los vínculos sociales los espales de hace cien as? ¿Qué sentido daban a las transformaciones en curso? ¿Co entraban en contacto con los distintos discursos políticos? ¿En qué lugares o a partir de qué vivencias e inquietudes tejían su identidad? ¿De qué manera interactuaban con sus iguales? ¿Qué formas de intervencin política tenían a su alcance? ¿En qué medida les afectaba para todo ello habitar en unos entornos o en otros? Por paradico que parezca, las motivaciones de los ciudadanos del mont han estado relativamente ausentes en los estudios consagrados a la política de masas. Ya sea por el interés que despiertan las ideas, las representaciones o los liderazgos, ya por la prioridad que se concede a los textos periodísticos o a las fuentes de partido, lo cierto es que han escaseado las investigaciones dedicadas a analizar las conductas políticas a ras de suelo. Las más de las veces los seguidores, los militan-tes o los electores son presentados como destinatarios o propagadores de unos referentes en cuya elaboraci no desemperon ning rol significativo.
Con todo, un simple vistazo a nuestro presente permite constatar que los hombres y mujeres animos observan el mundo y dan sentido a las relaciones sociales a partir de sus propios anhelos, temores, experiencias, necesidades, costumbres o prejuicios. Las opiniones vertidas en foros digitales, los mensajes suscritos en los portales de participaci ciudadana, la politizaci de distintas instancias de la vida privada (tales como la comida, la vestimenta, el sexo o la medicaci) o las campas y juicios orquestados en redes sociales son el mejor ejemplo de lo problemático que es confundir la voz de los supuestos creadores de opini con la de sus teicos prosélitos. Estos casos ponen de manifiesto que la naturaleza de la política es mucho más parecida a una tela de ara o a un ovillo enrevesado que a una línea o vector que une a emisores y receptores de manera limpia y secuencial. Podrá aducirse que los usuarios que se inmiscuyen en controversias políticas en una red social o que los individuos que distribuyen contenidos ideolicos online son un producto de la sociedad de la informaci y que, precisamente por ello, no pueden ser tomados como tipos que rastrear en el pasado. Sin embargo, el acceso libre a la informaci y el intercambio de opiniones sin censura, elementos característicos del mundo actual, desvelan una condici universal, pues permiten apreciar, con una fuente típica de la historia del pensamiento político (el texto de autoría individual), la existencia de discordancias, percepciones autnomas e ideas propias, actitudes que también emergen a la superficie cuando los historiadores estudian con el microscopio a un sujeto concreto, a una familia o a una colectividad reducida. Lo que cambia en la actualidad, por encima de cualquier otra consideraci, es la disponibilidad de testimonios frente a la menor cantidad de registros procedentes de otras épocas. Pero aun siendo pocas, estas huellas existen y muestran que nuestros antepasados no eran meros figurantes de un guion que icamente se escribía en parlamentos, cafés o casas del pueblo. Tampoco eran simplesconsumidores de imágenes o narrativas creadas por otros. Las soluciones de futuro o las propuestas de emancipaci que la historiografía encuentra características de la era de masas no surgieron de la nada: tomaron cuerpo en contextos concretos, se fundieron con tradiciones populares, fueron adaptadas y reelaboradas en pueblos, vecindarios o lugares de trabajo y por eso mismo resultan inseparables de los modos de vida y creencias de la mayoría social.
En este ensayo se plantean vías para incorporar a la gente corriente al relato de los grandes trastornos políticos de hace cien as. Lejos de incubar cualquier actitud adanista, en las siguientes páginas se sostiene que la historia de las culturas políticas puede ser una buena herramienta para dar cauce a esta preocupaci si extiende su mirada desde la ciencia política y el análisis del lenguaje hacia la antropología. Así, en un primer apartado se lleva a cabo un balance crítico de la historia de las culturas políticas en nuestro país y se esboza una definici alternativa de sus objetos de estudio. Se propone que en lo sucesivo la disciplina se interese no solo por los conceptos y artefactos simbicos puestos en circulaci por la elite intelectual de cada movimiento sino también por los conflictos cotidianos, las formas de vida y los entornos concretos en que los individuos debatían, protestaban, votaban o se politizaban. Siguiendo estas premisas, en un segundo apartado se defiende la pertinencia de imprimir una mirada urbana a los estudios de cultura política. Desde mediados del siglo XIX la expansi de la sociedad urbana hizo de las ciudades espacios radicalmente novedosos para la vida en com y, por tanto, también para la resoluci de tensiones y demandas sociales. Fue en sus calles, plazas, barrios y mercados donde las grandes ideologías de la contemporaneidad adquirieron un significado cotidiano y compartido por millones de personas. Con el fin de evitar que el texto se convierta en una declaraci teica bienintencionada pero carente de aplicaci, en esta segunda secci se aportanalgunas referencias bibliográficas fundamentales para abordar un análisis cultural de la política desde lo cotidiano, desde las prácticas y desde el contexto.
El campo de estudio de las culturas políticas es uno de los más prolíficos dentro del panorama historiográfico espal. En los timos veinte as la noci de cultura política ha pasado de ser una categoría de uso excepcional fuera de los círculos de la ciencia política a convertirse en la herramienta preferida de numerosos historiadores. El enorme desarrollo de la disciplina ha servido para desafiar interpretaciones convencionales, pero, sobre todo, para diser un vasto plan de investigaci en torno a los fundamentos ideolicos, lingsticos y simbicos de los fenenos políticos. Tras un par de décadas de siembra intensiva, el balance lanzado por colegas y protagonistas es altamente positivo. Por un lado, esta nueva corriente historiográfica ha tenido la virtud de mostrar una ciudadanía políticamente activa, creativa, discutidora y alejada de los estereotipos de atraso o desidia que hasta hace poco presidían el relato general de la Espa contemporánea. Por otro, los estudios de cultura política han incorporado preocupaciones más o menos ausentes en la agenda de los historiadores políticos, como el análisis de las percepciones, el lenguaje, los imaginarios y las representaciones. Gracias a ello el plico dispone hoy de una lectura más compleja de los conceptos que nutrían el vocabulario político de cada época, así como de las metáforas, símbolos o rituales con que los distintos movimientos trataban de generar adhesi y construir hegemonía. El fruto de esta ola de trabajos es una «nueva historia política» curtida al calor del giro cultural, parcialmente rejuvenecida en sus objetosde investigaci y beneficiada por una notable visibilidad editorial1.
No obstante, tras este balance preliminar cabe hacer un conjunto de matizaciones entrelazadas. La primera de ellas está relacionada con la escasa réplica intelectual que ha suscitado el fulgurante ascenso de la nueva herramienta historiográfica. La segunda tiene que ver con cierta frustraci de las expectativas levantadas. Finalmente, la tercera matizaci hunde sus raíces en el uso que se ha hecho del concepto de «cultura» como sinimo de creaci o representaci. Veamos con mayor detalle cada uno de estos desacuerdos2.
Una de las cuestiones que primero llama la atencin de quien se acerca al nuevo campo de estudios en nuestro país es la práctica ausencia de polémicas. A pesar de los propitos revolucionarios que inspiran a los historiadores de la cultura política, la avalancha de títulos especializados en la materia no ha venido acompada de querellas académicas
1 La bibliografía es sobradamente conocida. Citamos solo obras colectivas: Carasa, 1994; Suárez Cortina, 2006; Canal y Moreno Luz, 2010; Pérez Ledesma y Sierra, 2010; Sierra, Pe y Zurita, 2010; García Monerris, Moreno y Marcuello, 2013; Pérez Ledesma y Saz, 2014-2016.
2 Los desacuerdos pueden llegar a ser infinitos en funci de cuál sea el punto de partida de las críticas (la historia de género, el giro lingstico, la historia postcolonial, etc.). Los que aquí se presentan no son, obviamente, todos los posibles, sino aquellos que resultan más llamativos desde la perspectiva privilegiada por el autor.
de enjundia o sonoras discrepancias. Es cierto que ha habido infinidad de congresos, redes de trabajo y seminarios dedicados a sentar las bases de la disciplina y que en esos foros se han producido controversias inapreciables para el lector del producto académico final, sea este un libro o un artículo. También es cierto que existen maneras dispares, opuestas incluso, de entender lo que es la cultura política. Pero lo más llamativo es que ninguna de estas diferencias ha sido lo suficientemente importante como para agrietar el consenso que parece haberse establecido en torno a su empleo.Aunque separados por su adscripci a distintos paradigmas, «viejos» y «nuevos» historiadores de la política miran con simpatía el rápido desarrollo de la disciplina y comparten diagntico sobre su buen estado de salud. Tanto es así que hay que remontarse casi una década, cuando el desarrollo de la historia cultural de la política estaba en pales, para encontrar revisiones críticas o propuestas teicas audaces3.
Esta relativa falta de debate contrasta con lo sucedido en otras latitudes, donde el despegue de la disciplina tuvo tintes inequívocamente iconoclastas. En Francia, por ejemplo, la historia de las culturas políticas estuvo íntimamente ligada al renacimiento de la historia política trasdécadas a la sombra de la escuela de Annales4. En la historiografía británica, la irrupcin de aproximaciones culturales a la política también removilos cimientos de la academia. En este caso, los responsables del terremoto fueron una serie de autores que, aunque en un primer momento habían destacado como historiadores sociales, más tarde abrazaron las tesis del giro lingstico, desafiaron las influyentes interpretaciones de E. P. Thompson y pusieron en entredicho la vigencia de la «clase» como categoría de análisis5. En Espaa la situacin es ambivalente. Por una parte, hay quienes han considerado la historia de las culturas políticas como una oportunidad de ruptura con prácticas historiográficas anteriores y se han esforzado por incorporar referentes novedosos procedentes del post-estructuralismo, la historia de la vida cotidiana o los estudios sobre politizaci informal u ordinaria6. Por otra, si valoramos la litera
3 Planteamientos críticos e incitantes en De Diego, 2006; Castro, 2007; Cabrera, 2010; Morán, 2010; Sierra, 2010; Miguel, 2011.
4 Berstein, 1992 y 1997; Sirinelli, 1993.
5 Jones, 2014; Joyce, 1991 y 1994; Vernon, 1993.
6 Desde diferentes prismas interpretativos, Pérez Ledesma, Cabrera o Gabriel pueden ser considerados los principales animadores de la historia cultural de la política en Espa. Véanse, a modo de ejemplo, Cruz y Pérez Ledesma, 1997; Cabrera, 2001; Gabriel,
tura disponible en su conjunto, es lícito preguntarse hasta qué punto el análisis cultural de la política ha supuesto realmente una frontera con los usos tradicionales de la historia política o, incluso, si en ocasiones ésta ha mantenido sus estilos y metodologías bajo el barniz de juventud que ofrecía la nueva etiqueta historiográfica. A nuestro entender, el mapa actual de la disciplina se asemeja más al aspecto enmarado de un cajde sastre que al porte pulcro de un género perfectamente reconocible. Dentro de ese caj, los planteamientos originales y las hipesis sugerentes conviven con productos ya conocidos y preguntas de otro tiempo,lo que hace de la noci de cultura política una palanca de renovaci historiográfica a la vez que una estrategia de conservacin de estatus ycapital dentro de la academia7.
La ausencia de un verdadero debate conduce a una segunda problemática ya esbozada en las timas líneas del párrafo anterior: el desequilibrio existente entre las expectativas de regeneraci de la historia política y los resultados finalmente obtenidos. Muchos de los trabajos dedicados a la historia de las culturas políticas comienzan con un repaso de los orígenes y trayectoria del concepto. Una vez sometidas a escrutinio las principales aportaciones teicas, los autores suelen ofrecer entonces una declaraci, más o menos sofisticada, más o menos explícita, de adhesi a una determinada corriente o definici de cultura política. Como consecuencia de este rito académico, en los timos as se han vertido ríos de tinta sobre lo que es o debería ser la cultura política. ¿Un conjunto de representaciones sobre la historia, la justicia, la naci o las relaciones humanas? ¿Una serie de relatos que confieren identidad a un grupo y dan sentido a la acci política de sus componentes? ¿Los símbolos y rituales mediante los
2005; Cabrera, Divass y De Felipe, 2008. Más recientemente una nueva hornada de investigadores ha tratado con fineza el papel del lenguaje en la construcci de los agentes histicos y las identidades políticas. Véanse: García Bala, 2004; Miguel, 2007; De Felipe, 2013. El citado García Bala o Juanjo Romero han bebido de la «política de la vida cotidiana» de la que hablara Alf Ltke y de la historia del trbajo. Véanse: García Bala, 2004; Romero, 2005. Finalmente, es preciso selar el esfuerzo teico desarrollado por el equipo capitaneado por Pedro Rula, que se ha manifestado en la importaci de los debates franceses sobre politizaci informal u ordinaria. Véase Rula y Ram Solans, 2017.
7 Bourdieu, 2008.
cuales se vulgariza un proyecto político? ¿Un fondo de lenguajes sin el cual no pueden articularse intereses ni prácticas políticas?8
Estas son algunas de las preguntas más comunes en progos y estudios introductorios, aunque no son las icas que cabría plantear. Tan importante como realizar estos ejercicios de arqueología intelectual y clarificaci conceptual debería ser atender a otras cuestiones relacionadas con su aplicaci práctica, esto es, con el uso efectivo que los historiadores hacen de la herramienta. ¿Cuál es el objeto de estudio de la historia de las culturas políticas? ¿Qué fuentes documentales permiten abordar ese objeto de estudio? ¿Quiénes han de ser los sujetos protagonistas del relato? ¿De qué naturaleza es la relaci que los investigadores establecen entre los discursos y las prácticas, entre los individuos y los grupos o entre la política organizada y la vida cotidiana? ¿Es necesario conocer el contexto para poder desentrar los significados profundos de un texto? En definitiva: ¿co se hace la historia de las culturas políticas?
Si dejamos a un lado las definiciones y observamos detenidamente lo producido en Espa podemos advertir que en ocasiones la historia de las culturas políticas se ha convertido en una versi amable y remozada de lo que antes eran trabajos sobre ideologías, doctrinas o banderías. El asunto no merecería mayor consideraci si icamente se tratara de una operaci estética, de un mero cambio de denominaci. Pero la cuesti va mucho más allá, pues los propsitos que animan a los historiadores culturales de la política son más ambiciosos que los que anta inspiraban a los interesados en las ideas o en los partidos. Mientras los «viejos» historiadores políticos hacían historias de lo singular (un líder, un grupode pensadores, una fracci sindical, un movimiento), los impulsores del nuevo campo de estudios aspiran a comprender las razones globales que llevan a las personas a creer en lo que creen o a actuar como lo hacen. Bajo este prisma, la cultura política sería el sustrato de referencias, lenguajes o símbolos que hay detrás de la conducta de un determinado colectivo. El depito de recursos con el que los ciudadanos interpretan el mundo y dan sentido a cuanto acontece a su alrededor. Algo así como una llave maestra que abre las estancias a las que antes no podían acceder los
8 Estos interrogantes estarían vinculados a algunas de las definiciones más influyentes en el panorama historiográfico internacional. Los primeros se corresponderían, grossomodo, con la interpretacin de cultura política formalizada por autores como Berstein, 1992 y 1997. El timo interrogante, por el contrario, estaría en línea con las propuestas de Baker, 1990; Somers, 1996.
estudios políticos clásicos. Semejantes perspectivas dibujan para la disciplina una hoja de ruta de lo más prometedora. Nuestra sensaci, sin embargo, es que no siempre se ha logrado alcanzar tan elevados objetivos, que ha habido cierto desfase entre lo que se pretendía responder y las respuestas que se brindaban. Tres han sido las cuestiones que creemos han obstaculizado el cumplimiento de las expectativas: la preferencia por el estudio de los discursos y el consiguiente olvido de las prácticas sociales, la insistencia en hacer de las organizaciones el centro del relato historio-gráfico y la tendencia a explicar la política como una esfera automa y separada del resto de campos que componen la experiencia social. No son estas impugnaciones a la totalidad, sino ideas y sugerencias que, tal vez, puedan servir para complementar los indiscutibles beneficios aportados por la historia de las culturas políticas.
A) LA POLÍTICA COMO TEXTO. PRIMACÍA DEL DISCURSO Y OLVIDO DE LAS PRÁCTICAS SOCIALES
El florecimiento de la disciplina se ha notado de manera especialmente acusada en el plano de las visiones de mundo, las narrativas o los valores acuados por la vanguardia intelectual de cada familia política, terrenos de investigaci en los que se ha alcanzado un elevado nivel de excelencia. En cambio, la nueva corriente historiográfica ha dejado una huella mucho menor en el campo de las preocupaciones, las prácticas o las experiencias de politizaci de la mayoría social. En ese sentido, una porci nada desdeble de la historia de las culturas políticas se cimenta sobre las mismas fuentes que la historia política de siempre, mantiene ciertas dosis de idealismo y elitismo y en su versi más prima al giro lingstico parece redoblar esfuerzos en la defensa del carácter unívoco, acabado, coherente y causal de los discursos. A pesar de que entre sus propitos figura el de rastrear los procesos de construcci colectiva de determinadas identidades políticas, con frecuencia estos trabajos se conforman con analizar, en toda su hondura, eso sí, intervenciones parlamentarias, artículos periodísticos, arengas, catecismos y otros elementos de autoría individual que, se entiende, sintetizan y soportan los pilares básicos de toda cultura política.
La inclinaci por reconstruir el canon textual de una tradici política ha dado como resultado un conocimiento perfectamente estructurado de los vocablos, redes conceptuales, premisas subyacentes e imaginarios sociales que la componían. No obstante, este tipo de análisis y preferencias metodolgicas también comportan algunos riesgos. El primero de ellos es el de poder confundir las fuentes con el objeto de estudio. El segundo, tal vez más importante, tiene que ver con los límites explicativos de la fuente y lo aventurado de entender las prácticas políticas como una ejecuci limpia de lo enunciado en un libro, un panfleto o un corpus doctrinal. El estudio de los escritos, discursos y recursos simbicos puestos en circulaci por una constelaci más o menos reducida de autores puede ofrecer mucha informacin sobre tribunos y pensadores, pero apenas aborda otros fenenos culturales a la postre tan importantes como el acto singular de crear marcos de comprensi e interpretacide la realidad. ¿Co se transmitían esos materiales? ¿Qué prácticas y estilos comunicativos utilizaban? ¿Llegaban a sus teicos destinatarios? Si así sucedía, ¿co eran recibidos, aplicados, reelaborados o resignificados? ¿Qué legitimidad tenían? Puesto que los ciudadanos no eran folios en blanco sobre los que pudieran imprimirse las líneas maestras de una cultura política, ¿cmo interactuaban estos elementos con las creencias, vivencias y sensibilidades de un determinado entorno social, estrato de edad, género, etc.? ¿Y con los otros mensajes o referentes que la gente corriente pudiera tener a su alcance? ¿Por qué algunos de sus receptores los asumían y otros los rechazaban?
Estas son solo algunas de las cuestiones que quedan en el aire en los estudios que más atenci han prestado a los contenidos divulgados por dirigentes e intelectuales. Se trata de preguntas que, además, no pueden ser resueltas con una mencin apresurada a las estrategias organizativas de la familia política objeto de análisis o con una descripci epidérmica de sus redes de sociabilidad y aculturaci. Hace falta ir más allá. Generalizando, podríamos afirmar que la historia cultural de la política, o al menos la de uso más extendido en nuestro país, ha sido y es mucho más exigente con la investigaci de los entresijos doctrinales de cada movimiento que con el examen de las opiniones, sentimientos y capacidad deactuaci de los hombres y mujeres del mont. Habrá quien sostenga que estas cuestiones carecen de interés para los estudiosos de los grandes procesos de la contemporaneidad. A nuestro juicio, sin embargo, la incorporaci de estas variables al análisis historiográfico es absolutamente necesaria si se aspira a proporcionar respuestas tan omnicomprensivas como las que en ocasiones parece querer brindar la historia de las culturas políticas. ¿Acaso es posible comprender a los demratas de mediados del XIX, a los republicanos de fin de siglo o a los fascistas de los as treinta sin tener apenas informaci sobre el sujeto demrata, re-publicano o fascista, es decir, sobre los ciudadanos que eventualmente suscribían un programa, se involucraban en protestas o difundían y recreaban su mensaje?
B) LA POLÍTICA COMO BANDERA. UN RELATO CENTRADO EN LAS ORGANIZACIONES
De lo expuesto en el punto anterior se deriva un segundo elemento que, a nuestro entender, ha lastrado las pretensiones rupturistas de la disciplina: la excesiva asociaci entre cultura política y política organizada. En las timas décadas, las nuevas teorías de la acci colectiva (paradigmas de la identidad y los movimientos sociales) y las progresivas trasformaciones de la política occidental (declive de los partidos como agentesexclusivos del devenir político) han permitido poner el foco sobre formas de participaci popular menos rígidas que las que anta copaban el relato tradicional. Así, en sociología o antropología se han hecho cada vez más frecuentes las investigaciones sobre la cultura política de colectivos sociales amplios y transversales como grupos de vecinos, subculturas juveniles, activistas automos, movimientos ciudadanos, asambleas feministas, ligas de inquilinos, etc. A pesar de ello, en la historiografía espaola este enfoque atento a las formas de intervencin pblica poco estructuradas ha tenido un impacto limitado. En términos generales, la historia de las culturas políticas de hace cien as ha tomado como actores principales de su relato a comités, partidos, sindicatos, corporaciones u otras entidades más o menos estables, jerarquizadas y definidas9.
Las razones de esta eleccin son conocidas y descansan no solo en el repertorio de fuentes documentales privilegiadas por los autores, sino también en un hecho difícilmente rebatible: que jamás se viviuna experiencia de encuadramiento tan apabullante como la que tuvo lugar entre las décadas finales del siglo XIX y los as treinta del XX. En ese períodode agitaci sin igual, millones de individuos en todo Occidente unieron su destino al de diferentes organizaciones que aspiraban a la conquista del Estado y, por ese motivo, la historia de las culturas políticas ha sido indi
9 Como es sabido, las nuevas teorías de la acci colectiva se han aplicado exitosamente para analizar las luchas campesinas en los albores de la modernizaci capitalista. Esta tradici historiográfica ha contribuido desde el contacto con la sociología a la renovaci de los estudios políticos en nuestro país, si bien su examen detallado excedería con mucho los propitos de este trabajo, circunscrito a la historia cultural de la política, aunque indudablemente influenciado por los avances de este campo de estudios.
sociable de la historia de esas instituciones. Con todo, la lectura de la política como una actividad formalizada ha entrado algunos problemas.
Por un lado, el excesivo énfasis puesto sobre partidos o sindicatos ha ensombrecido la dimensi cotidiana, azarosa y desregulada de cualquier proceso de construcci de identidades y ha reforzado, tal vez inconscientemente, narrativas que se creían ya superadas, como la del descenso de la política desde las elites hacia las masas. Por otro lado, y fruto de la persistencia de esos esquemas interpretativos verticales, se hace necesaria una mayor reflexi sobre la naturaleza de los actores que tomaban parte en el debate plico. Las organizaciones estructuradas constituían uno de los principales canales de participaci política de la época, mas no eran las icas vías que la gente corriente tenía a su disposici para llamar la atenci de las autoridades o expresar sus demandas. Un examen que pretenda romper con las teorías difusionistas de la política habrá de tener en cuenta no solo esas otras instancias de politizaci o articulaci de intereses sino, también, las propias condiciones de emergencia de partidos y sindicatos y el modo en que estos agentes fueron estilizando su mensaje o mudando su piel en estrecho contacto con la realidad. En ese sentido, sigue siendo conveniente subrayar el carácter abierto e inacabado de las herramientas de participaci política. Partidos y sindicatos justamente estaban siendo inventados a finales del siglo XIX y principios del XX como instrumentos de lucha. No habían estado ahí siempre, ni eran naturales o inevitables para sus contemporáneos, por lo que han de ser analizados en su propia historicidad, sin marcos preconcebidos. La afiliaci o la militancia eran prácticas tan propias de su tiempo como las peticiones populares, los motines o los disturbios callejeros.
Por ltimo, la preferencia por los actores formalmente organizados ha arrojado una visi particularmente restringida o normativa de la política. En muchos de los estudios disponibles ésta parece quedar reducida a los temas más abundantemente citados en programas, mítines, manifiestos o editoriales de periico. Sin embargo, sabemos que el campo de la política no se agotaba en las definiciones que los líderes daban sobre lo que había de ser la naci o la clase ni tampoco en los posicionamientos que cada grupo sostenía sobre la organizaci territorial, los derechos de ciudadanía o el papel de la religi. Evaluando lo producido en su conjunto, podríamos decir que la historia de las culturas políticas ha excluido de su horizonte de intereses un amplio abanico de materiales ordinarios que, lejos de ser anecdicos, fueron centrales para los ciudadanos y resultan imprescindibles para comprender su manera de imaginar el mundo. Cuestiones aparentemente menores como el uso del espacio, la libertad de movimiento, los patrones de consumo o la relacin con las figuras del orden ayudaron a delimitar fronteras y modelar sensibilidades. En lugar de tratar de fijar de antemano los asuntos que pertenecían o no a la esfera plica, quizá lo deseable sea adoptar siempre el punto de vista de los sujetos investigados para así poder recuperar todo aquello que suscitara debate, engendrara esperanzas o resentimientos y llevara a los sujetos a definir un campo de legitimidad, esto es, un «ellos» y un «nosotros»10.
C) LA POLÍTICA COMO ISLA. LA INDEPENDENCIA DE LA POLÍTICA Y LA INDIFERENCIA POR EL CONTEXTO
Un tercer factor que, consideramos, ha frenado el ímpetu renovador de la disciplina ha sido la tendencia a explicar la política como una esfera automa y separada del resto de campos que componen la experiencia humana. La «autonomía de la política» surgicomo reivindicaci historiográfica cuando las interpretaciones estructuralistas estaban en plenoapogeo y los discursos eran vistos como un mero epifeneno de la posici que los sujetos ocupaban en las relaciones de producci. Ante semejante panorama, muchas voces comenzaron a reclamar un espacio de singularidad para la política. Mientras para los historiadores sociales clásicos las identidades y los intereses estaban prefigurados en unas vivencias cargadas de significado, el nuevo enfoque subrayaba la agencia de los sujetos y ponía el acento en el curso más o menos libre y soberano de los acontecimientos políticos.
A pesar de sus orígenes emancipadores, la insistencia en la autonomía de la política en ocasiones ha derivado en relatos tan restrictivos como aquellos que quería combatir11. De la explicaci de los fenmenos políticos por la clase o la economía parece haberse pasado a la comprensi de la acci política como producto del lenguaje y las representaciones. La determinaci de la infraestructura, vigente en otros tiempos, parece haber dejado su sitio a un deliberado rechazo a tomar en consideraci elementos externos al texto y a una fe, un tanto ingenua, en la ausencia de constremientos y condicionantes. Si, de acuerdo
10 Judde de Larivière y Weisbein, 2017.
11 Significativamente, Sirinelli, uno de los padres de la disciplina en Francia, selque el excesivo énfasis en la autonomía de la política podía conducir a una «automutilaci» del relato historiográfico. Véase Sirinelli, 2015, p. 81.
con las nuevas tendencias, las subjetividades políticas son cinceladas discursivamente y las experiencias solo cobran sentido en el marco del lenguaje, el contexto pierde toda potencia explicativa y se convierte en un acompamiento coreográfico, en un tel de fondo de un guion exclusivamente político. Más que de autonomía, que implica el establecimiento de vasos comunicantes e interacci, quizá cabría hablar de independencia de la política12.
Como es de esperar, la aplicaci de estos supuestos por parte de los historiadores culturales de la política se ha plasmado en una manera muyparticular de entender la disciplina. A primera vista cabría pensar que muchas de las publicaciones aparecidas en las timas décadas toman como espacio de análisis la naci en su conjunto, pues tratan de explorar las estrategias reticas y simbicas con que los agentes políticos buscaban conseguir adeptos y conquistar la hegemonía para transformar el país. Sin embargo, y a pesar de esta impresi original, a menudo la historia de las culturas políticas transcurre en un plano borroso y ambiguo, a medio camino entre todos los sitios y ninguno. Poco o nada se suele especificar en estos estudios sobre las condiciones de producci de consignas o narrativas ni sobre las coordenadas socioculturales específicas que hacían inteligibles los empes, ilusiones o prejuicios que hay detrás de cualquier ideología. Así, en algunos casos, el relato de la configuraci y desarrollo de las culturas políticas adquiere la forma de una conversaci privada entre las cabezas más distinguidas del movimiento objeto de estudio: se intercalan mensajes y se superponen argumentos sin más trama com que la ofrecida por las biografías particulares de estos individuos, los acontecimientos internos del partido, el devenir institucional o el vocabulario de cada época. Se trata de trabajos en los que el co y el dde resultan poco relevantes para la explicaci del qué13.
De nuevo aquí aparecen los fantasmas selados en puntos anteriores. Si la historia de las culturas políticas se conforma con ser una historia del
12 Eley y Nield, 2010.
13 Esta crítica en Jerram, 2010, p. 4. En algunos de los trabajos, especialmente en los más primos al giro lingstico, se puede apreciar una crítica a la noci de contexto que, creemos, no hace justicia a los desarrollos de la historia sociocultural en las timas décadas. Los autores cercanos al giro lingstico selan con solvencia las falencias interpretativas del paradigma causal-objetivista y muestran atinadamente los problemas del análisis culturalista de clase. Sin embargo, manejan (y rechazan) una definici de contexto como sinimo de clase social u oficio que resulta pobre y tremendamente reductora de la complejidad social (e historiográfica).
pensamiento y las representaciones, claro está que no precisa del concurso del contexto para dar cauce a dichos fines. Si aspira a reconstruir co nacen, se expanden y se disuelven las cosmovisiones, o si trata de comprender los significados cotidianos que los ciudadanos otorgan a la acci política, entonces la disciplina seguramente necesite dialogar con infinidad de elementos que suelen considerarse ajenos a la política14.
Como es evidente, la preocupaci por el contexto no permite satisfacer de una tacada esos propitos, pero sí puede ayudar a sortear algunos obstáculos que la historia de las culturas políticas ha encontrado en su camino. En primer lugar, la mirada contextual resulta clave para poder observar el pasado en su condici de continente extra y distinto al nuestro. En segundo lugar, la mayor atenci por los factores «extrapolíticos» quizás ayude a rebajar la capacidad causal que a veces se atribuye a conceptos, lenguajes o discursos y permita valorar que el significado de un texto no está encerrado icamente en sí mismo ni en aquelloque se ha dado en llamar su «contexto textual». En tercer lugar, el manejo de recursos y fuentes de tipo social o cultural puede contribuir a mostrar una realidad que no por obvia ha de dejar de ser repetida: que estos campos, al igual que el político, no son más que compartimentaciones que los historiadores utilizan para encontrar mejores puntos de acceso al pasado. Lo social, lo cultural o lo político formaban un todo indesligable en la experiencia de los sujetos y, por eso mismo, quizá resulte arriesgado estudiar los grandes credos o movimientos de la contemporaneidad como entes aislados o surgidos de la nada. Las familias o corrientes que analiza la historia de las culturas políticas se forjaron en escenarios concretos y se hibridaron con posos culturales externos a su tradici, con componentes que jamás pasaron por el laboratorio de ideas de un líder o una corte de pensadores. ¿Acaso es irrelevante el contexto para desentrar no yael predicamento que el carlismo tuvo en algunas regiones del norte de Espa, sino su esencia misma, sus recetas, sus estilos, sus anhelos o sus rechazos? ¿Podemos comprender los lineamientos fundamentales del anarquismo sin atender a las prácticas sociales y al universo mental de los vecinos de las periferias abandonadas de las grandes ciudades? ¿Podemos
14 Un ejemplo de este diálogo lo constituye la literatura en torno a las actitudes sociales bajo los regímenes dictatoriales, corriente de estudios que ha tenido gran predicamento en Espa y que ha integrado en un mismo haz el análisis de la vida cotidiana, los comportamientos sociales y los asuntos más puramente políticos. Un estudio detallado de la misma excedería las intenciones de este texto.
tomar las culturas políticas como elementos homogéneos que se proyectan por igual sobre el espacio abstracto de la naci?
El tono crítico de las páginas anteriores no ha de llevar a enga. Gracias al extenso desarrollo de la disciplina, en Espa disponemos en la actualidad de un prolijo mapa de los discursos, símbolos e imaginarios desplegados por las distintas corrientes políticas de los siglos XIX y XX. Sin embargo, tal y como se ha tratado de mostrar, el interés por estas parcelas de investigaci ha dejado amplios terrenos a la espera de ser roturados. ¿Qué sabemos de los sentidos comunes, solidaridades, antagonismos
o expectativas de la gente com? ¿Y de los lugares, rutinas o prácticas a partir de los cuales los hombres y mujeres daban significado a sus acciones o imaginaban el mundo? ¿Sabemos co se entretejía lo ideolico con lo cotidiano o lo informal? ¿Acaso no son estas preocupaciones cuestiones propias de la historia cultural? ¿No sería conveniente, por tanto, tratar de integrarlas en los análisis de textos, lenguajes y formulaciones intelectuales?15
A nuestro modo de ver, la inquietud por estas cuestiones permitiría a los historiadores de las culturas políticas realizar interpretaciones an más certeras y penetrantes que las ofrecidas hasta el momento. No obstante, para poder abordar dicha empresa parece necesario imprimir a la disciplina un giro de carácter etnográfico. Muchos de los trabajos disponibles parten de una concepci de cultura como algo restringido al ámbito de las creaciones y las producciones intelectuales. A menudo, en estos estudios la cultura se entiende, además, como una esfera subsidiaria y exterior a la política cuya funci es vulgarizar un mensaje político, exclusivamente político, a través de artefactos (memoria, caricaturas, mitos, pintura, literatura, mica, ropa...) que moldean la mente y las acciones de aquellos que los reciben. Así, la tercera matizaci al tono celebratorio que ha acompado el despegue de la disciplina tiene que ver, precisamente, con la asociaci que habitualmente se ha establecido entre cultura
15 Nos inspiramos en la distinci de Chantal Mouffe entre «lo político» como campode disputas cotidianas y subyacentes y «la política» como ámbito institucional en que se organizan y dirimen demandas e intereses. Véase Mouffe, 2011. También en el énfasis por la «infraestructura de la política» de James C. Scott. Véase Scott, 2003.
y representacin. Nuestra intenci no es negar esa evidente dimensi de la cultura política, sino apostar por ampliarla en un sentido antropolico que permita comprender también las prácticas sociales y los universos mentales de la gente com en la estela de la mejor historia cultural de la Edad Moderna.
En ese sentido, en este artículo se propone tomar la cultura como un flujo que los ciudadanos actualizan y reformulan en su día a día y no tanto como un sistema de ideas que se plasma en un discurso, una alocuci parlamentaria o un texto constitucional. Para poder aproximarnos a ese flujo, vivo, cambiante, en constante ebullici, urge, además de afinar las herramientas analíticas, reducir la escala de observaci del fenmeno y adoptar aquello que Robert Darnton denominel «punto de vista del nativo»16. Muchos son los ejemplos que pueden servir de inspiraci a dicha operaci. En los timos tiempos y desde diferentes campos de las ciencias sociales, un variopinto elenco de trabajos ha mostrado que la indagaci antropolica en los «contextos de experiencia y actividad» de los ciudadanos animos es una fértil vía de acceso a las corrientes subterráneas de aquello que llamamos política17. Kathy Cramer ha investigado las bases del resentimiento rural contra las elites progresistas en Wisconsin durante la Gran Recesi y ha brindado una poderosa interpretaci del auge de la nueva derecha estadounidense. En su trabajo los grandes discursos o las ideologías más finamente destiladas dejan su lugar a las concepciones que la gente del mont tiene sobre el mundo que habita o a sus nociones de lo justo o lo legítimo o lo comunitario18. En la misma línea, Arlie Rusell Hochschild ha llevado a cabo un fascinante análisis de las convicciones más profundas de los seguidores del Tea Party en Louisiana, aquellas que los llevaron a creerse tan despreciados y maltratados como para sentirse extranjeros en su propia tierra19.
La inmersi en las actitudes e imaginarios de las personas corrientes permite alterar el objeto de atenci de la disciplina. Como hemos visto, lo habitual entre los historiadores ha sido encarnar la cultura política en
16 Darnton, 1987, p. 264. Esta idea también en Sierra, 2010. Esta manera de acercarse al objeto de estudio en Geertz, 2003; Hall y Jefferson, 2014. Un ejemplo incitante de esta noci de cultura para entender los procesos políticos en Ugarte, 1998.
17 El entrecomillado, así como otras interesantes orientaciones teicas como los «marcos de pertinencia» o las «versiones narrativas» en Cefaï, 1997.
18 Cramer, 2016.
19 Hochschild, 2016.
una tradici, un movimiento o un grupo de pensadores. La reducci de escala y el enfoque etnográfico revelan, sin embargo, que la cultura política no es una propiedad de las familias ideolicas ni algo que se extiende de los líderes a los simpatizantes, sino un atributo de los individuos cualesquiera, algo que ha de ser observado en su contexto y que puede ser analizado histicamente. Los hombres y mujeres de finales del siglo XIX y principios del XX tenían cultura política y ésta se puede observar siguiendo su rastro en archivos policiales, sumarios judiciales, cartas privadas, peticiones y otra documentaci apenas explotada por los expertos en la materia.
Así, creemos que junto a las definiciones ya canicas de lo que es o habría de ser la historia de las culturas políticas, existe espacio para explorar una agenda de investigaci alternativa. Una agenda que se pregunte no solo por la «oferta» de los distintos linajes doctrinales, sino también por las «culturas políticas populares», es decir, por las distintas formas que las personas tenían de relacionarse con la política (por ejemplo, en funcin de su barrio de residencia, su generacin, su ámbito de sociabilidad, su preferencia por determinados estilos de vida) y que no pueden reducirse a su adscripci ideolica. Para lograrlo, para llevar a buen puerto el análisis de estas culturas políticas populares será ineludible prestar atenci a dos facetas de investigaci. De un lado, parece necesario examinar el filtro o bagaje cotidiano desde el cual los individuos se asoman a la política y dan significado a sus acciones: cuáles son sus circunstancias, su fondo de experiencias, sus lugares de vida, sus anhelos y temores, su ethos, su habitus. De otro lado, es preciso atender a las prácticas con las que los ciudadanos crean, interpretan, conjugan o alteran ese patrimonio anterior, que nunca puede ser tomado como algo inamovible. Con todo, el estudio pormenorizado de las culturas políticas populares no debe sustituir el examen de los discursos, los símbolos y las representaciones, sino que ha de ser tomado como el complemento ideo para ver co estos eran apropiados o leídos20.
Al hilo de estas reflexiones, en el siguiente apartado se propone un recorrido por una línea de estudios que no ha gozado de gran predicamento en nuestro país, pero que, creemos, contiene un enorme potencial como herramienta de análisis del pasado político: la historia urbana. Se trata de una corriente heterogénea que en las timas décadas ha ensanchado sus
20 Bourdieu, 1977; Swidler, 1984; Sewell, 1999; Jaramillo, 2017.
intereses desde la arquitectura, la demografía y las infraestructuras hacia los modos de vida, los comportamientos o la influencia del espacio en la configuraci de las identidades sociales. Como consecuencia de estos virajes, la nueva historia urbana lleva tiempo proyectando luz sobre algunos de los ángulos ciegos del análisis cultural de la política: la agencia de los sin nombre, la importancia de las prácticas, el papel del contexto o el rol de las vivencias cotidianas21.
Desde mediados del siglo XIX la expansi desmesurada de la sociedad urbana hizo de las ciudades espacios radicalmente novedosos para la vida en com y, por tanto, también para la resoluci de tensiones y demandas populares. El mundo urbano, sometido a veloces transformaciones, pasa ocupar el centro de la política. En sus calles y plazas tomaron cuerpo las revueltas que impugnaban el orden existente o los movimientos sociales más reivindicativos. También allí se idearon nuevas maneras de comunicaci política, nuevos formatos de agitaci o nuevas concepciones de la representacin popular o el orden pblico. Tanto es así, que en ocasiones parece difícil desligar la historia de las grandes convulsiones contemporáneas de la historia de unas ciudades en constante metamorfosis.
Por una parte, el estallido urbano deparun nuevo tablero de retos y problemáticas para la organizaci social. Retos y problemáticas a los que había que responder y sobre los que fijaron sus acuerdos y rasgos distintivos las familias políticas. Las condiciones de vida, el socorro de la pobreza, el ensanchamiento de las ciudades, la regulaci de la inmigraci, la gesti de la libertad de movimiento, la divisi de espacios civiles y religiosos, la introduccin de nuevas figuras fiscales o los asentamientos caicos, por mencionar solamente unos pocos ejemplos, fueron campos de conflicto y diferenciaci entre las distintas corrientes que pugnaban por obtener el favor popular y escuelas de aprendizaje político para los ciudadanos de a pie. En la medida en que suscitaban enfrentamiento o preocupaci estos asuntos se convirtieron en políticos y politizables. El
21 Sobre el escaso arraigo de la nueva historia urbana en Espa, véase Pallol, 2017.
proceso de adquisici de referentes, configuraci de propuestas y ensayo de recetas políticas, muchas veces descrito sobre el vacío por parte de los historiadores culturales de la política, se hizo en relaci con un panorama urbano en ebullici. Así, la ciudad moderna, con la repentina aparici de necesidades y demandas novedosas fue el terreno sobre el que los grupos políticos estilizaron su ideario y definieron sus técnicas de socializaci. Es más, debido a que hasta bien entrado el siglo XX en la gran mayoría de países occidentales acceder al gobierno nacional fue una quimera para republicanos, radicales o socialistas, las grandes ciudades se convirtieron en el laboratorio en el que los grupos contestatarios pusieron a prueba el valor de sus propuestas desde la experiencia de gesti22.
Por otra parte, la urbanizacin desbocada dibujun nuevo contexto para la experiencia de lo político. Millones de personas dejaron el medio rural o las modestas villas de provincias y se desplazaron a Berlín, Chicago, París, Londres, Milán o Viena. En las calles de las grandes ciudades interactuaban a diario personas extraas y culturalmente distantes, circulaba una avalancha descontrolada de discursos, se erosionaban viejas fidelidades y aparecían nuevos espacios de relaci social y accin política, como las grandes fábricas y tajos o los arrabales proletarios. La barricada, la huelga general, el surgimiento de la culturamilitante, el fin de las elecciones amadas o los grandes rituales de masas fueron expresiones de un magma cultural metropolitano. No es que simple y llanamente fueran fenmenos que ocurrían en ciudades, es que para poder comprenderlos en toda su hondura es necesario conocer, por ejemplo, las fibras que componían el tejido de un vecindario, el modo en que viajaba y se difundía la informaci en una sociedad urbana, la manera en que se edificaban las relaciones entre clases o la forma en que se leían las disputas cotidianas.
Fuera de Espa una historia urbana renovada por el giro espacial y cultural ha mostrado que las transformaciones más descollantes que tuvieronlugar en las ciudades no fueron aquellas relacionadas con su morfología o su paisaje material, aun siendo estas cuestiones capitales, sino aquellas otrasvinculadas a las costumbres, los estilos de vida y las formas de interaccin de sus habitantes. Esto es, la cultura en esa dimensi antropolica que subrayábamos más arriba: preocupada por las percepciones, las sensibilidades
22 Las nuevas formas de gubernamentalidad liberal y el margen para la actuacin desde abajo en Joyce, 2003. Dos ejemplos de ciudades-laboratorio de las fuerzas antisistema en Merriman, 1985; Schorske, 2011.
y las rutinas de los individuos23. Para Simon Gunn, un autor destacado de esta ola de estudios, el espacio es integral a los procesos histricos y resulta una variable imprescindible para analizar la constitucin de las identidades de género, clase o etnia, pero también las políticas. Seg su planteamiento,las identidades sociales son esculpidas o afirmadas en conflictos en torno a las fronteras, la pertenencia, el arraigo, el acceso o el significado emocionalque para los sujetos tenían los distintos espacios y lugares24.
Al haber desafiado convenciones académicas en el plano de la construcci de la identidad, la nueva historia urbana permite realizar una interpretaci alternativa de las culturas políticas populares. La mirada que deposita sobre temas aparentemente prosaicos como las conductas, las vivencias o los hábitos de los sujetos dibuja un sendero para entender todo tipo de prácticas sociales a ras de suelo. En lugar de insistir en la capacidad evangelizadora de los discursos, esta literatura plantea que la consecuencia más clara de la urbanizaci fue la erosi de las convenciones dominantes en cualquier ámbito de la vida civil, ya fuera por la invasi de nuevas narrativas fruto de la alfabetizaci y del desarrollo de los medios de comunicaci, ya porque las propias transformaciones de las ciudades, como la extensin del anonimato, la mutacin de las relaciones laborales o la aparici de nuevas zonas sin control ni vigilancia, favorecieran la ruptura de viejas dependencias o lazos de subordinaci. De esta manera, el contexto en estos trabajos no aparece como una estructura objetiva sino como un medio habilitante o una ventana de oportunidad siempre atravesada por disputas y desigualdades. La relaci que los seguidores de este enfoque establecen entre la ciudad y la política no es directa ni causal, sino articulada, acompasada, engranada. La tesis de fondo es nítida: el mundo urbano contemporáneo fue el escenario en que se hicieron posibles nuevas actitudes, comportamientos, materiales o significados que eran plurales y contradictorios entre sí. Se trata de una concepci abierta y desregulada de la que está especialmente ayuna la historia política, tan proclive a operar con marcos lineales o preconcebidos.
23 Un mapa global de la nueva historia urbana en Ewen, 2016. La interpretaci culturalista de las transformaciones urbanas coincide en buena medida con las primeras reflexiones sobre la vida urbana llevadas a cabo por sociogos contemporáneos como Simmel, Tnies o los miembros de la Escuela de Chicago.
24 Gunn, 2001. Para las diferencias entre «espacio» y «lugar», véase Jerram, 2013. En la misma línea Navickas, 2016, ha desarrollado el concepto de sense of place, que analiza la cargaemocional y material de determinados lugares para las luchas políticas de la gente corriente.
Con todo, el análisis urbano de los fenmenos políticos del pasado ha distado mucho de ser uniforme. Algunos autores se han preocupado por estudiar aquellas fracturas de la vida urbana que aceleraron o fueron semilla de cambios políticos trascendentales como las revoluciones liberales o el ascenso de las culturas proletarias. La investigacin de David Garrioch sobre el París pre-revolucionario es un buen ejemplo de este primer fil analítico. En The Making of Revolutionary Paris, Garrioch huye deliberadamente de los modelos clásicos que interpretan la Revolucin como fruto del ascenso de una nueva clase o como resultado del auge de un nuevo lenguaje político. Frente a esas lecturas, Garrioch pone el foco en los cambios en los modos de vida y en las nuevas formas que tuvieron los parisinos de articular sus relaciones a lo largo del siglo XVIII. El espectacular desarrollo de la ciudad crenuevos problemas en la administracin de la vida en comunidad. Las densas redes vecinales o laborales que antao hacían de argamasa social se desvanecieron ante el empuje de la inmigraci y la transformacin de la estructura productiva. Ser artesano, obrero o inquilino adquirinuevos significados. El magma cultural del Antiguo Régimen fue poco a poco fragmentándose entre una cultura metropolitana cuyas pautas de consumo escapaban del terreno inmediato del barrio, la ciudad o incluso el país, y una cultura de la costumbre anclada en prácticas sociales consuetudinarias y ligada a los espacios de vida. Para Garrioch, muchas de las grandes disputas que hirvieron durante el período revolucionario tuvieron una lenta cocci en la vida ordinaria de los parisinos. La lucha política de la Revoluci no surgía así exclusivamente de un proceso de apostolado de nuevas ideas y referentes, sino que era plenamente congruente con microrroturas anteriores plasmadas en conflictos en torno al uso cívico o religioso del espacio pblico, el rechazo de las nuevas autoridades policiales o la progresiva erosin de los valores corporativos que habían regido la mentalidad colectiva y por cuyos orificios comenzaron a filtrarse nuevas ideologías que rompían los lazos que unían a ricos y pobres. Fue en ese ambiente de confusin de roles donde una porcin cada vez mayor de las clases educadas comenza aspirar a una organizacin distinta de la sociedad, fundada ahora sobre la ley, los derechos individuales y los principios liberales, y no sobre una comunidad armica que desaparecía al mismo tiempo que la ciudad crecía y su gobierno se hacía más complejo. Sin caer en determinismos de ningn tipo, Garrioch propone que fueron los cambios en la ciudad y en las prácticas sociales de sus habitantes los que hicieron posibles algunos de los acontecimientos que tuvieron lugar a partir de 178925.
En la misma línea cabría incluir a otros autores como Maurizio Gribaudi o David Harvey, quienes también han subrayado la íntima relaci existente entre determinados episodios revolucionarios y los cambios producidos en el tuétano de la estructura urbana. Así, Gribaudi ha presentado la revoluci de 1848 como una insurrecci de los habitantes del viejo París contra la amenaza que las reformas urbanísticas liberales suponían para sus pautas de relaci social y estilos de vida callejeros. En su investigaci, Gribaudi pone de manifiesto que la identidad de clase no brotabruptamente de las relaciones de produccin industriales ni descendidesde la aristocracia obrera hacia los sectores menos movilizados, sino que fue tejida en los barrios populares del casco antiguo parisino como rechazo del proyecto capitalista de modernizaci urbana26. Por su parte,Harvey ha ofrecido una explicaci sumamente sugerente de la cristalizaci de la política moderna en un trabajo que hibrida historia urbana, geografía y sociología. Lejos de ser el resultado de un proceso discursivo
o simbico, las identidades políticas que habitualmente se consideran típicas de la modernidad encontraron su cuna y su cauce en las nuevas formas de interacci de la ciudad liberal y en los conflictos por el control del espacio urbano que desatla remodelaci física de París durante el Segundo Imperio27. Los estudios de Garrioch, Gribaudi o Harvey resultan de vital interés para una historia cultural de la política que ha hecho bandera de la autonomía de los fenmenos ideolgicos. En sus páginas aparecen rutinas, costumbres, relaciones de poder o transformaciones materiales esenciales para comprender en toda su hondura la cultura revolucionaria de finales del XVIII, las esperanzas de 1848 o las aspiraciones de los communards de 1871.
El enfoque holístico que impregna estos trabajos no es, sin embargo, la ica aportaci que los historiadores urbanos pueden realizar al esclarecimiento de la política de los siglos XIX y XX. Otra vertiente que conviene tomar en consideraci es aquella que vincula el surgimiento de determinados movimientos o actitudes políticas con espacios característicos de la vida urbana, como los barrios periféricos o los viejos centros abandonados, que adquieren en estas investigaciones la condici de verda
25 Garrioch, 2002.
26 Gribaudi, 2014.
27 Harvey, 2008.
deros nleos productores de cultura política. La apuesta de estos autores no es, desde luego, llevar a cabo una historia política convencional aunque geográficamente localizada, sino interpretar las formas políticas en su contexto, en su zona cero, en aquel medioambiente concreto en que cobraron cuerpo y significado cotidiano para los ciudadanos. Menci especial merece la investigaci de Tyler Stovall sobre la aparici de una cultura política diferenciada en la corona metropolitana de París a principios del siglo XX. En The Rise of the Paris Red Belt, Stovall sostiene que esta cultura, basada en las relaciones de proximidad, la precariedad, la inmigraci, la estabilidad residencial y la sed de infraestructuras colectivas, fue el fermento sobre el que se formel llamado «cintur rojo». Stovall revela que fue a través de las luchas urbanas por los servicios básicos y la mejora del entorno de vida, y no a través de los conflictos laborales o los discursos de los líderes, co el Partido Comunista Francés construysu hegemonía en los suburbios. En su trabajo los términos del relato político se invierten: los comunistas no consiguieron imponer su política de clase sobre las familias proletarias que se amontonaban en las afueras, sino que tuvieron que adaptarse a las ambiciones populares y reformular su propioplan de acci ante las nuevas realidades provocadas por una metamorfosis urbana tan imprevista como difícil de encauzar. En tima instancia, Stovall pone de manifiesto que si bien los suburbios fueron el principal basti del comunismo francés, éste, a su vez, como feneno político de masas, no puede entenderse sin los préstamos culturales que tomde la experiencia suburbana, unos préstamos que alteraron su faz y su doctrina para siempre28.
En una línea similar, en nuestro país disponemos de sidas interpretaciones de la configuraci de distintas culturas políticas como fenenos íntimamente zurcidos a las costuras urbanas. Merced a un concienzudo trabajo con padrones municipales, planos y fichas de afiliaci sindical, José Luis Oy ha brindado un impactante fresco del auge del anarquismo barcelonés durante el período de entreguerras. A su entender, la segregaci social, la inmigraci no cualificada y la construcci de una rica vida callejera y comunitaria en las segundas periferias de Barcelona fueron aspectos inseparables de la propia conformaci del anarquismo como agente político de importancia. Para este autor, el análisis de las relaciones cotidianas y los vínculos sociales labrados en el espacio
28 Stovall, 1990.
del barrio resulta tan relevante como la exégesis de los manifiestos o las resoluciones de la vanguardia revolucionaria29. Más recientemente, Álvaro París, quien se mueve en un terreno híbrido entre la historia urbana y los estudios franceses sobre politizaci, ha puesto a prueba la fertilidad de dicho enfoque para rescatar una realidad totalmente desconocida: la de unos barrios bajos madriles que se convirtieron en el vivero de la contrarrevoluci popular en el primer tercio del siglo XIX. En su trabajo,Álvaro París recrea el ethos de las clases populares madriles y presenta un cuadro completo de sus opiniones y prácticas políticas a partir de documentaci procedente de fuentes policiales. El resultado es una historia protagonizada por jornaleros, artesanos empobrecidos, lavanderas y vendedoras ambulantes, sujetos que rara vez aparecen en las historias culturales de la política y que, cuando lo hacen, suele ser en calidad de espectadores o consumidores, siempre a la zaga de los políticos profesionales30.
Si la primera corriente veía en las transformaciones urbanas un nuevo marco de oportunidades para la actividad política y la segunda se interrogaba por el papel del contexto en la génesis y desarrollo de diferentes tradiciones ideolicas, existe una tercera rama de estudios que se preguntaexplícitamente por los lugares concretos en que la gente corriente participaba de la creaci de léxicos y símbolos políticos. Esto es, por los lugares de politizaci informal u ordinaria. El gran acierto de este cuerpo de trabajos ha sido sacar la política de los clubes, los ateneos y las casas del pueblo para volcarla sobre las calles, mercados y parques de las ciudades, convertidos ahora en locus primordiales de la contienda política. La historia francesa, rica en crisis y episodios revolucionarios, ha vuelto a ser un laboratorio timo para el ensayo de nuevas orientaciones teicas. Así, Lindsay Porter ha realizado un fino trabajo de recreaci de la política popular en el París jacobino de 1792-1794. En un espacio plico crecientemente inestable los rumores informales a la vuelta de la esquina y las palabras de la calle se volvieron un vigoroso medio de circulaci de ideas y estilizaci de la identidad política de los vecinos31. Este enfoque se ha mostrado igualmente válido para estudiar el radicalismo popular en las ciudades británicas de la primera mitad del siglo XIX. Christina Parolin, por ejemplo, ha cartografiado los lugares de reuni, acercamiento de intereses y movilizaci de los sujetos excluidos del juego político. En
29 Oy, 2008.
30 París, 2016.
31 Porter, 2017.
las cárceles, los correccionales, las tabernas o los teatros londinenses los hombres pobres, las mujeres y los jenes dieron cuerpo a una esfera pblica plebeya y contrahegemica sobre la que se levantaría posteriormente el poderoso radicalismo inglés32.
La lucha por y a través del espacio urbano gantrascendencia a medida que las ciudades se convirtieron en entornos inmanejables para las antiguas elites que las habían tutelado. Para Leif Jerram las calles europeas fueron el cuadrilátero en que millones de personas pugnaron por marcar el compás de los nuevos tiempos, bien fueran revolucionarios entusiastas, mujeres liberadas de antiguas cargas u homosexuales, bien aquellos que querían erradicar su presencia del espacio plico33. En la misma línea, en su investigaci sobre los distritos multiétnicos de Los Ángeles Mark Wild ha comprobado la vital importancia que los rituales de encuentro comunitario al aire libre, como los corrillos o los soapboxes, plataformas callejeras para la improvisaci de discursos políticos, tuvieron para configurar una cultura política distintiva («the political culture of street speaking») que facilitaría la conquista de dichos barrios por el Partido Comunista34. En los timos as también han aparecido dos estudios excepcionales de la Replica de Weimar. Se trata de trabajos que combinan la historia de la vida cotidiana y el conocimiento de la realidad urbana para construir una narraci original del radicalismo político desde los vecindarios y calles de Berlín. Pamela Swett trenza en su trabajo tres tipos de crisis que, a su parecer, hicieron posible el envenenamiento de la convivencia en el kiez obrero de Kreuzberg-Nostiz: el enfrentamiento político, los conflictos generacionales y de género en torno al debilitamiento de la autoridad paterna/masculina y la legitimaci de la violencia como vía de resoluci de pleitos locales no ideolicos35. Molly Loberg, por su parte, desplaza el foco hacia los distritos comerciales de Berlín para mostrar la feroz batalla que grandes anunciantes, vendedores ambulantes, policías, comunistas y nacionalsocialistas sostuvieron en las calles por llamar la atenci de sus conciudadanos, selar plicamente a sus enemigos e imponer sus programas36. En estos moldes, el activismo extremista pierde el componente de excepcionalidad y fanatismo que a veces rodea
32 Parolin, 2010. 33 Jerram, 2011. 34 Wild, 2005. 35 Swett, 2004. 36 Loberg, 2018.
los análisis de las conductas en tiempos de apasionamiento y aparece indesligable de las rutinas, sues y temores de las clases populares.
Estas obras dan testimonio del benéfico efecto que ha tenido el enfoque cultural y espacial de la urbanizaci sobre el análisis de los más dispares fenenos políticos. Más allá de la contribuci explícita a la historia local de cada aglomeracin urbana, esta historia contextual resulta un sugerente modelo para complementar algunos de los vicios de la historia de las culturas políticas en Espa. Ya se ha mencionado insistentemente la potencialidad de esta perspectiva para ensanchar los marcos de la política, desbordar el estudio de los discursos y representaciones y observar la acci de los sujetos supuestamente poco importantes. Pero a hay otras virtudes por resaltar.
En primer lugar, la aproximaci a ras de suelo dibuja temporalidades más acordes a las vivencias de los sujetos y menos subordinadas a marcos cronolicos cerrados como gobiernos, reinados, períodos de cristalizaci de determinadas ideologías, etc. En segundo lugar, esta perspectivapermite reintegrar las prácticas, ambiciones e identidades políticas de los individuos en el conjunto de sus comportamientos sociales. En tercer lugar, el enfoque urbano ofrece la posibilidad de conectar el tiempo corto y relativamente extraordinario de los acontecimientos políticos con el lento y trabajoso preparado de referentes culturales que se daba en los espacios de vida de la gente corriente. En cuarto lugar, la apuesta por la contextualizaci esboza un novedoso panorama de fuentes con las que examinar la politizaci popular. Para los practicantes de este nuevo enfoque los censos, los planos, las peticiones vecinales, los partes policiales o los sumarios judiciales contienen al menos tanta informaci política como el más ordenado de los archivos de un partido. En quinto lugar, la perspectiva urbana libera la interpretaci política de la pesada carga del análisis nacional. Al menos por tres razones. Por una parte, porque la recuperaci de las motivaciones que se escondían tras las prácticas de los individuos pone de manifiesto los fuertes anclajes que unían las culturas políticas populares con regiones espaciales diferentes a la naci. Por otra, porque lo urbano fue, en muchas ocasiones, un motor de agitaci y adhesi tan importante como los grandes temas de debate parlamentario. Finalmente, porque a pesar de las peculiaridades de cada ciudad, las crisis y revoluciones que abordan las investigaciones resedas tenían un componente urbano transnacional que escapa de las licas institucionales de cada país. Los retos a los que hacían frente Madrid o Barcelona a principios del siglo XX guardaban mucha mayor relaci con los fenenos de igual cu que tomaban cuerpo en otras metrolis occidentales que con las problemáticas de cualquier provincia rural. Lejos de ser historias políticas francesas, británicas, alemanas o espalas, son historias culturales de la política en una sociedad urbana interconectada y efervescente.
El desarrollo de la historia cultural de la política ha dejado sentir sus efectos en un renovado análisis de lenguajes, discursos, símbolos y representaciones. Tras casi dos décadas, la disciplina se encuentra plenamente consolidada como una de las ramas de estudio más prolíficas de la historiografía nacional. Hay motivos para la satisfacci. Los seguidores de este enfoque han conseguido ampliar los intereses de la historia política tradicional e, igualmente, han logrado desbaratar viejos estereotiposarraigados en la profesi. A pesar de esta notable cosecha, existen a terrenos a la espera de prospecciones más profundas, cuando no de una primera roturaci. Terrenos que permitirían a la disciplina dar un salto cualitativo y aspirar a entender no solo cuanto la elite intelectual de cada familia política proponía, sino también las razones, motivaciones y prácticas de unos ciudadanos que, precisamente, se subieron a lomos de la historia en esa época que llamamos «era de las masas».
En este artículo se ha defendido que la historia de las culturas políticas puede incorporar estas preocupaciones si ensancha sus presupuestosde partida desde la ciencia política y el análisis del lenguaje hacia la antropología, esto es, hacia co los individuos se relacionaban cotidianamente con la política. Para tratar de lograrlo se ha presentado una tradici de estudios que no ha tenido gran eco en Espa pero que lleva as revolucionando el modo en que los historiadores se acercan a los fenenos de formaci de la identidad y a los comportamientos de las personas del mont: la historia urbana.
La perspectiva urbana no resulta por sí misma una panacea ni flexibiliza de un plumazo las rigideces de la historia de las culturas políticas. Sin embargo, sí permite abordar asuntos cruciales de la política moderna como la importancia de las experiencias no institucionalizadas, el papel de la materialidad y los entornos de vida, la relevancia de los lugares de politizaci informal, la relaci que las ideas políticas guardan con unos espacios y tiempos concretos y la capacidad de la gente corriente para atribuir significados propios a conflictos, sucesos, banderas y textos. Del contacto de la historia cultural de la política con este cuerpo de trabajos y preocupaciones quizá pueda surgir una aproximaci a más compleja, integradora y omnicomprensiva que la que ya lleva décadas brindando un extenso elenco de historiadores.
Baker, K. M., Inventing the French Revolution. Essays on French Political Culture in the Eighteenth Century, CUP, Cambridge, 1990.BERSTEIN, S., «L’historien et la culture politique», Vingtième siècle, 35, 1992, pp. 67-77. BERSTEIN, S., «La cultura política», en RIOUX, J. P., SIRINELLI, J. F. (eds.), Para
una historia cultural, Taurus, México, 1997 [1996], pp. 389-407. BOURDIEU, P., Outline of a Theory of Practice, CUP, Cambridge, 1977 [1972].BOURDIEU, P., Homo Academicus, Siglo XXI, Buenos Aires, 2008 [1984]CABRERA, M. Á., Historia, lenguaje y teoría de la sociedad, Alianza, Madrid, 2001. CABRERA, M. Á., «La investigaci histica y el concepto de cultura política»,
en PÉREZ LEDESMA, M., SIERRA, M. (coords.), Culturas políticas: teoría e historia, IFC, Zaragoza, 2010, pp. 19-85.
CABRERA, M. Á., DIVASSÓN, B. y De FELIPE, J., «Historia del movimiento obrero. ¿Una nueva ruptura?», en BURGUERA, M., schmidt-nowara, C. (eds.). Cambio social y giro cultural, PUV, Valencia, 2008, pp. 45-80.
CANAL, J. y MORENO LUZÓN, J. (eds.), Historia cultural de la política contempo
ránea, CEPC, Madrid, 2010. CARASA, P. (coord.), Elites. Prosopografía contemporánea, UVA, Valladolid, 1994. CASTRO, D., «Sobre líderes, elites y cultura(s) política(s)», Ayer, 65, 2010,
pp. 295-313.
CEFAÏ, D., «Otro enfoque de la cultura política. Repertorios de identidad y marcos de interacci, formatos narrativos de los acontecimientos plicos, regímenes denegociaci y arreglos sindicales», Foro Internacional, 147, 1997, pp. 150-162.
CRAMER, K., The Politics of Resentment. Rural Consciousness in Wisconsin and the Rise of Scott Walker, UCP, Chicago, 2016.CRUZ, R. y PÉREZ LEDESMA, M. (eds.), Cultura y movilizaci en la Espa contemporánea, Alianza, Madrid, 1997. DARNTON, R., La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, FCE, México, 1987 [1984].DE DIEGO, J., «El concepto de cultura política en ciencia política y sus implicaciones para la historia», Ayer, 61, 2006, pp. 233-266. DE FELIPE, J., Trabajadores. Lenguaje y experiencia en la formaci del movimiento obrero espal, Genueve, Genueve, 2013.
ELEY, G. y NIELD, K., El futuro de la clase en la historia. ¿Qué queda de lo social?, PUV, Valencia, 2010 [2007]
EWEN, S., What is Urban History, Polity, Cambridge, 2016.
GABRIEL, P., «Sobre la cultura política popular i obrera a Catalunya al segle XIX. Algunes consideracions», Cercles, 8, 2005, pp. 15-42.
GARCÍA BALAÑÀ, A., La fabricacide la fábrica. Treball i política a la Catalunya cotonera, 1784-1874, Abadía de Montserrat, Barcelona, 2004.
GARCÍA MONERRIS, E., MORENO, M., y MARCUELLO, J.I. (eds.), Culturas políticas monárquicas en la Espa liberal. Discursos, representaciones y prácticas (1808-1902), PUV, Valencia, 2013
GARRIOCH, D., The Making of Revolutionary Paris, UCP, Berkeley, 2002.
GEERTZ, C., La interpretaci de las culturas, Gedisa, Barcelona, 2003 [1973].
GRIBAUDI, M., Paris, ville ouvrière. Une histoire occultée, 1789-1848, Découverte, París, 2014.
GUNN, S., «The spatial turn: changing histories of space and place» en GUNN, S., MORRIS, R., Identities in Space. Contested terrains in the Western City since 1850, Aldershot, Ashgate, 2001, pp. 1-15.
HALL, S. y JEFFERSON, T. (eds.), Rituales de resistencia. Subculturas juveniles en la Gran Breta de postguerra, Traficantes de Sues, Madrid, 2014 [1993].
HOCHSCHILD, A. R., Strangers in Their Own Land: Anger and Mourning on the American Right, The New Press, Nueva York, 2016.
JARAMILLO, J., «La cultura y la política en la cultura política», Nueva Antropología, 86, 2017.
JERRAM. L., Streetlife. The Untold History of Europe’s Twentieth Century, OUP, Oxford, 2011.
JERRAM, L., «Space. A useless category for historical analysis?», History and Theory, 52, 2013, pp. 400-419.
JONES, G. S., Lenguajes de clase. Estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa (1832-1982), CUP, Cambridge, 2014 [1983].
JOYCE, P., Visions of the People. Industrial England and the Question of Class, c. 1848-1914, CUP, Cambridge, 1991.
JOYCE, P., Democratic Subjects. The Self and the Social in Nineteenth-Century England, CUP, Cambridge, 1994.
JOYCE, P., The Rule of Freedom. Liberalism and the Modern City, Verso, Londres, 2003.
JUDDE DE LARIVIERE, C. y WEISBEIN, J., «Dire et faire le commun. Les formes de la politisation ordinaire du Moyen Âge à nos jours», Politix, 119, 2017, pp. 7-30.
LOBERG, M., The Struggle for the Streets of Berlin. Politics, Consumption and Urban Space, 1914-1945, CUP, Cambridge, 2018.
MERRIMAN, J., The Red City. Limoges and the French Nineteenth Century, OUP, Oxford, 1985.
MIGUEL, R., La Pasi Revolucionaria. Culturas políticas revolucionarias y movilizaci popular en la Espa del siglo XIX, CEPC, Madrid, 2007.
MIGUEL, R., «El debate sobre el republicanismo histico espal y las culturas políticas», Historia Social, 69, 2011, pp. 143-164.
MORÁN, M. L., «Cultura y política. Nuevas tendencias en los análisis sociopolíticos», en PÉREZ LEDESMA, M., SIERRA, M. (coords.), Culturas políticas: teoría e historia, IFC, Zaragoza, 2010, pp. 87-131.
MOUFFE, C., En torno a lo político, FCE, Buenos Aires, 2011 [2005].
navickas, K., Protest and the Politics of Space and Place, 1789-1848, MUP, Manchester, 2016.
OYÓN, J. L., La quiebra de la ciudad popular. Espacio urbano, inmigraci y anarquismo en la Barcelona de entreguerras, 1914-1936, Serbal, Barcelona, 2008.
PALLOL, R., «Deudas pendientes de la historia urbana en Espa», Ayer, 107, 2017, pp. 287-302.
PARÍS, A., Se susurra en los barrios bajos: Policía, opini y política popular en Madrid, 1825-1827 [tesis doctoral]. UAM, 2016.
PAROLIN, C., Radical Spaces. Venues of Popular Politics in London, 1790-c. 1845, ANUP, Canberra, 2010.
PÉREZ LEDESMA, M., SAZ, I. (eds.), Historia de las culturas políticas en Espaa y América Latina. 6 volmenes, Marcial Pons-PUZ, Madrid-Zaragoza, 2014-2016.
PÉREZ LEDESMA, M., SIERRA, M. (eds.), Culturas políticas: teoría e historia, IFC, Zaragoza, 2010.
PORTER, L., Popular Rumour in Revolutionary Paris, 1792-1794, Palgrave, Londres, 2017.
ROMERO, J., La construcci de la cultura del oficio durante la industrializaci. Barcelona, 1814-1860, Icaria, Barcelona, 2005.
RÚJULA, P. y RAMÓN SOLANS, J. (eds.), El desafío de la revoluci. Reaccionarios, antiliberales y contrarrevolucionarios (siglos XVIII y XIX), Comares, Granada, 2017.
scHorske, C., La Viena de fin de siglo. Política y cultura, Siglo XXI, Buenos Aires, 2011 [1980].
SCOTT, J., Los dominados y el arte de la resistencia, Txalaparta, Tafalla, 2003 [1990].
SEWELL J. R., W., «The Concept of Culture», en BONELL, V., HUNT, L. (coords.), Beyond the Cultural Turn. New Directions in the Study of Society and Culture, UCP, Berkeley, 1999.
SIERRA, M., «La cultura política en el estudio del liberalismo y sus conceptos de representaci», en PÉREZ LEDESMA, M., SIERRA, M. (coords.), Culturas políticas: teoría e historia, IFC, Zaragoza, 2010, pp. 233-261.
SIERRA, M., PEÑA, M. A., ZURITA, R., Elegidos y elegibles. La representacin parlamentaria en la cultura del liberalismo, Marcial Pons, Madrid, 2010.
SIRINELLI, J. F., «El retorno de lo político», Historia Contemporánea, 9, 1993, pp. 25-36, 1993 [1992]. SIRINELLI, J. F., «Del hogar al ágora. Para una historia cultural de lo político», HUMHA, 1, 2015 [1998], pp. 74-82.
SOMERS, M., «¿Qué hay de político o cultural en la cultura política y en la esfera plica? Hacia una sociología histica de la formaci de conceptos», Zona Abierta, 77-78, 1996, pp. 31-94.
STOVALL, T., The Rise of the Paris Red Belt, UCP, Berkeley, 1990.SWETT, P., Neighbors and Enemies. The Culture of Radicalism in Berlin, 1929-1933, CUP, Nueva York, 2004. SWIDLER, A., «Culture in Action: Symbols and Strategies», American Sociological Review 51, 1984, pp. 273-286. UGARTE, J., La nueva Covadonga insurgente. Orígenes sociales y culturales de la sublevaci de 1936 en Navarra y el País Vasco, Biblioteca Nueva, Madrid, 1998. VERNON, J., Politics and the People. A Study in English Political Culture, c. 1815-1867, CUP, Cambridge, 1993.WILD, M., Street Meeting: Multiethnic Neighborhoods in Early Twentieth-Century Los Angeles, CUP, Berkeley, 2005.
Esta investigaci forma parte de las actividades del grupo de investigaci «Espacio, sociedad y cultura en la Edad Contemporánea» de la Universidad Complutense de Madrid. Su realizaci ha sido posible gracias a la concesi del proyecto de investigaci «La sociedad urbana en Espa, 1860-1983. De los Ensanches a las áreas metropolitanas, cambio social y modernizaci» (Ministerio Ciencia, Innovaci y Universidades) (Ref PGC2018-096461-B-C41)
Carlos Hernández Quero es doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid (2020, Mencin Internacional). Es miembro del Grupo de Investigaci «Espacio, Sociedad y Cultura». Sus líneas de investigaci comprenden la historia urbana, la historia de las culturas políticas y la historia de la politizaci popular. También ha hecho incursiones en el terreno de la historia intelectual. En su tesis doctoral abordla formaci de una cultura política radical, comunitaria y antiliberal en los suburbios de Madrid entre 1880 y 1930. Ha realizado estancias de investigaci en el Centre for Urban History de la University of Leicester.