HC 71
HISTORIA CONTEMPORÁNEA
2340-0277
Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea
España
https://doi.org/10.1387/hc.22658
MISCELÁNEA
Trayectoria profesional de los generales de artillería de Isabel II (1843-1868)
Professional Career of the Elizabeth II’s Artillery Generals (1843-1868)
Cameno Mayo
Diego
Universidad Complutense de Madrid, España
2023
I
71
25
55
26
03
2021
30
09
2021
© Historia Contemporánea (UPV/EHU)
2023
REVISTA HISTORIA CONTEMPORÁNEA
Resumen
La atención de los historiadores militares que se han embarcado en el estudio del reinado de Isabel II suele centrarse en la explicación de la intervención del ejército en la política y en las formas de llevarla a cabo: pronunciamientos, motines y golpes de Estado. Por otro lado, el número de trabajos sobre los protagonistas de esas acciones, exceptuando los conocidos como espadones, es bastante escaso. Este texto tiene como objetivo analizar y comparar el desarrollo de la carrera profesional de unos cuantos militares que obtuvieron la faja de general durante dicho reinado (1843-1868). Además, el grupo seleccionado pertenece al Cuerpo de Artillería, un grupo social y profesional especial que, durante todo el siglo xix, presentó unas características propias que le diferenciaron del resto de cuerpos del Ejército español.
Abstract
The attention of military historians who have written about the reign of Elizabeth II is usually focused on the explanation of the military intervention in politics and the ways they had to carry it out: the pronouncement. On the other hand, the number of works on the protagonists of these actions, except for those known as espadones, is quite scarce. The objective of this text is to analyze and compare the development of the professional careers of a few soldiers who obtained the general degree during that reign (1843-1868). In addition, the selected group belongs to the Artillery Corps, a special social and profesional group that, throughout the nineteenth century, presented its own characteristics that diffeerentiated them from the rest of the Army.
Palabras clave
Artillería
Ejército
Isabel II
prosopografía
historia militar
Keywords
Artillery
Army
Isabel II
prosopography
military history
Trayectoria
profesional de los generales
de artillería de Isabel II (1843-1868)
Professional Career of the Elizabeth II’s
Artillery Generals (1843-1868)
Diego Cameno Mayo*
Universidad Complutense de Madrid, España
Resumen:
La atención de los historiadores militares que se han
embarcado en el estudio del reinado de Isabel II suele centrarse en la
explicación de la intervención del ejército en la política y en las
formas de llevarla a cabo: pronunciamientos, motines y golpes de
Estado. Por otro lado, el número de trabajos sobre los protagonistas
de esas acciones, exceptuando los conocidos como
espadones,
es bastante escaso. Este texto tiene como objetivo analizar y comparar
el desarrollo de la carrera profesional de unos cuantos militares que
obtuvieron la faja de general durante dicho reinado (1843-1868).
Además, el grupo seleccionado pertenece al Cuerpo de Artillería, un
grupo social y profesional especial que, durante todo el
siglo xix,
presentó unas características propias que le diferenciaron del resto
de cuerpos del Ejército español.
Palabras clave:
Artillería, Ejército, Isabel II, prosopografía,
historia militar.
Abstract:
The attention of military historians who have written
about the reign of Elizabeth II is usually focused on the explanation
of the military intervention in politics and the ways they had to
carry it out: the pronouncement. On the other hand, the number of
works on the protagonists of these actions, except for those known as
espadones, is quite scarce. The objective of this text is to analyze
and compare the development of the professional careers of a few
soldiers who obtained the general degree during that reign
(1843-1868). In addition, the selected group belongs to the Artillery
Corps, a special social and profesional group that, throughout the
nineteenth century, presented its own characteristics that
diffeerentiated them from the rest of the Army.
Keywords:
Artillery, Army, Isabel II, prosopography, military
history.
* Correspondencia a
/ Corresponding author: Diego Cameno Mayo,
Departamento de Historia Moderna e Historia Contemporánea, Facultad de
Geografía e Historia, Universidad Complutense de Madrid. Calle del
Profesor Aranguren, s/n, 28040,Madrid,
España – dcameno@ucm.es – https://orcid.org/0000-0003-1204-6236
Cómo citar / How to
cite: Cameno Mayo, Diego (2023). «Trayectoria
profesional de los generales de artillería de Isabel II (1843-1868)»,
Historia
Contemporánea, 71, -55.
https://doi.org/10.1387/hc.22658
.
Recibido: 26 marzo, 2021; aceptado: 30 septiembre, 2021.
ISSN 1130-2402 - eISSN 2340-0277 / © 2023 Historia Contemporánea
(UPV/EHU)
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obra está bajo una Licencia
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Internacional
Introducción
La Historia Militar Tradicional tiene por objeto de estudio
principal las batallas, los generales famosos y la documentación
oficial. Cuando se tratan diferentes temas, lo más importante es su
comparación, obviando cualquier análisis individualizado de cada uno
de ellos. No obstante, estas preocupaciones ya no son centrales en la
actual Historia
Militar;
dentro de ella van creciendo en importancia cuestiones como las
mentalidades de los mandos y soldados, o su procedencia social.
Este trabajo se halla más cerca de esa nueva Historia Militar, ya
que tiene como objetivo analizar las trayectorias profesionales de los
19 mariscales de campo (hoy llamados generales de división) de
Artillería que alcanzaron dicho empleo durante el reinado de Isabel II
y que fallecieron, como pronto, en la década de
1860.
Para llevar a cabo esta tarea, y debido a que se trata de un grupo con
características comunes, se ha decidido emplear como herramienta
principal la prosopografía, una metodología que, según Cristina
Borreguero o Andújar Castillo, ha demostrado su eficacia para este
tipo de
trabajos.
La atención de los investigadores del ejército durante este periodo
se ha centrado, especialmente, en el estudio de las relaciones entre
el poder civil y el militar, así como las intervenciones de los
generales en
política.
Unido a ello, se encuentran los trabajos sobre las grandes figuras
militares que protagonizaron dichos episodios. De esta forma, es común
encontrar obras relacionadas con los llamados
espadones,
estudiados desde perspectivas cercanas a la prosopografía o la
Historia Social. Bastarreche lidera este tipo de estudios, aunque ha
sido seguido por otros autores como García Baudín que, aunque centrado
únicamente en los capitanes generales de la Restauración (1875-1923),
aporta información sobre los militares que alcanzaron este empleo o
«dignidad» durante la segunda mitad del
xix.
Pocos estudios de esta naturaleza se cuentan para los
artilleros,
pero sí disponemos de fuentes para realizar este tipo de análisis.
Esta es, precisamente, la motivación principal de este trabajo:
conocer más de cerca a un colectivo que, pese a su importancia no solo
en el Ejército sino, también, en la construcción del Estado español a
lo largo del
siglo xix,
ha pasado desapercibido para la mayor parte de historiadores. Gracias
a los expedientes personales, albergados en el Archivo General Militar
de Segovia y trabajos como los de Adolfo Carrasco Sayz, podemos
reconstruir la trayectoria de estos militares. Estos nos permiten
conocer aspectos fundamentales que marcaron su ciclo vital y
profesional como, por ejemplo, los tratados en las siguientes páginas:
su origen social, su etapa como cadetes en la Academia de Artillería,
sus ascensos, su participación en política y cómo esta afectó a su
carrera, así como su misión en los distintos conflictos armados que
jalonaron nuestro
siglo xix,
para, finalmente, atender a otro tipo labores relacionadas con su
profesión (tareas en fábricas, maestranzas y parques de
Artillería).
Ingreso en el servicio: la Academia de Artillería
La creación del Real Colegio de Artillería de Segovia tuvo lugar el
16 de mayo de 1764, bajo el reinado de Carlos III. Constituido en
ejemplo de su política militar, será calificado por el profesor Cepeda
como uno de los «más claros exponentes de una destacada y brillante
Ilustración
Militar».
En la misma dirección se situarán los estudios de Fernández-Quesada,
que destacará siempre la instrucción científica de los oficiales de
Artillería, pioneros en la ciencia de nuestro
país.
Aunque la educación de los militares no era algo propio de los
facultativos, estos siempre defendieron una educación diferenciada y
más
extensa.
Aquellos que llegaron al empleo más elevado del escalafón de
Artillería durante el reinado de Isabel II, ingresaron entre 1800 y
1817, un periodo convulso en el que los cadetes vieron cómo se
publicaba el nuevo reglamento del Colegio (1804) y sufrieron una
guerra que les obligó a abandonar Segovia, ciudad de la que no se
habían movido desde su fundación.
Mateo Hernández Urcullu, nacido en 1786 en la ciudad de La Coruña,
entró en el Colegio en diciembre de 1800 para promocionar a
subteniente en 1804, por lo que no le afectó el Reglamento de
1804.
Su paso por el Colegio de Artillería se reguló con lo dispuesto en
tiempos de Carlos III. Es decir, recibiría una completa formación que
iba desde las matemáticas hasta idiomas, ortografía y baile, sin
descuidar aquellas más relacionadas con su ámbito como eran la
fortificación, el dibujo o la propia artillería. Estática, a menudo
dentro de artillería o de táctica, era muy importante y, especialmente
desde la llegada a España del prestigioso químico Louis Proust a
finales del
xviii,
la química empezó a ganar cada vez más
peso.
Por último, tampoco olvidaban la instrucción castrense, realizando
ejercicios militares, practicando esgrima y pasando
revistas.
Un segundo bloque estaría formado por aquellos que ingresaron entre
1800 y 1802, viéndose afectados por el cambio de Reglamento. El
primero de este grupo en ser aceptado fue Pablo de la Puente y
Aranguren, nacido en Galicia en 1788, accedió como cadete con 12 años,
saliendo como subteniente en enero de 1805. Ese mismo año ascendería
otro de los que, a la postre, iban a formar parte de la cúpula del
Cuerpo de Artillería: Rodrigo Sánchez Arjona. Natural de Fregenal de
la Sierra (Badajoz), fue dado de alta en el Colegio poco después que
los dos anteriores, en enero de 1801, con 13 años de edad. Un año más
tarde, en 1806, ascendería Antonio Sequera y Carvajal, que había
ingresado en abril de 1802 con 13 años. El último de este grupo en
acceder al Colegio y en obtener el empleo de subteniente fue Santiago
Piñeyro de las Casas que, nacido en La Coruña en 1788, no viajó al
Colegio de Segovia hasta diciembre de 1802, de donde salió como
subteniente casi cuatro años después, en enero de
1807.
Desde 1804 las materias se ampliaron, impartiendo a los cadetes
nuevas disciplinas como levantamiento de planos, historia, religión y
ejercicios de fusil. A partir de ese momento, se estipulaba la
duración de los estudios en cuatro años pero con una salvedad: los
cuatro alumnos más sobresalientes eran enviados a Madrid para cursar
dos años más de «estudios sublimes» (química y metalurgia). Antonio
Sequera fue uno de esos brillantes artilleros que accedieron a dichas
clases.
El general Manuel Pilón y Ortega constituye una excepción. Natural
de El Ferrol (La Coruña), ingresó en febrero de 1804 con 14 años. De
allí salió como subteniente en enero de 1808. Este fue el único que
estudió los cuatro años bajo dicho Reglamento, sin sufrir los
sobresaltos de la Guerra de la Independencia. Suerte que no tuvieron
los siguientes artilleros que, o bien ingresaron poco antes del
estallido del conflicto y su carrera se vio afectada por el mismo, o
comenzaron a formarse en plena guerra, con todos los inconvenientes
que eso conllevó. Entre los primeros se contaría José Ramón Dolz del
Castellar, nacido en La Habana (Cuba) en agosto de
1792.
Ingresó como cadete en agosto de 1805 y, tres años después, ascendió a
subteniente. En 1806 obtendrían plaza de cadete Miguel González del
Valle, nacido en La Coruña en 1795 y subteniente de Artillería en
noviembre de 1809, y Manuel Páez Xaramillo, oriundo de Guadalajara, de
quince años, promovido a subteniente en agosto de 1808. Por último,
Juan Herrera Dávila nació en Jerez de la Frontera (Cádiz) en octubre
de 1793 y entró como cadete en enero de 1807, donde estuvo poco más de
dos años, ya que salió como subteniente en septiembre de
1809.
No es este el lugar de relatar el periplo que realizó el Colegio
durante la Guerra de la
Independencia,
pero sí es necesario señalar aquellos episodios en los que se vieron
inmersos los artilleros que protagonizan este trabajo.
El 3 de junio de 1808, el oficial de guardia del Colegio, Joaquín
Velarde, hermano del héroe de Madrid, informó a los cadetes de que los
franceses estaban a punto de entrar en la ciudad. Entre la sorpresa y
la confusión, se prepararon para la lucha o para la huida. José Ramón
Dolz, Miguel González, Juan Herrera y Manuel Páez estaban allí. Este
último, poco dispuesto a dejar caer en manos francesas la ciudad,
organizó, junto a otros cadetes, una serie de pelotones formados por
civiles segovianos para defender la plaza. Pronto comprendió Páez que
sus compañeros de armas no eran muy de fiar y, ante la defección
generalizada de las tropas paisanas, decidió volver al Alcázar. Sin
embargo, hubo de cambiar de planes, al encontrarse la fortaleza
bloqueada. Para salir de la ciudad, Páez se disfrazó y logró unirse a
los cadetes de mayor edad que partían hacia el ejército de
Extremadura. Sus casi medio centenar de compañeros que quedaron en el
Alcázar no tuvieron más opción que rendir la plaza. Entre ellos estaba
presente Juan Herrera Dávila. No obstante, los franceses les
permitieron continuar sus clases hasta el 21 de
julio.
Lástima que tan solo se tratase de un espejismo, puesto que, el 1 de
diciembre, los cadetes, oficiales y demás personal del Colegio
abandonaban Segovia. Así comenzaba una travesía que les llevaría por
Salamanca, Orense y, finalmente, Sevilla, donde llegarían, desde
Portugal, remontando el Guadalquivir.
Muy lastimoso debía ser el aspecto de estos cadetes al llegar a la
capital hispalense a mediados de marzo de 1809. Parecían haberlo
logrado, se hallaban en terreno seguro y podían reanudar las clases.
Sin embargo, su dicha iba a durar muy poco: las tropas napoleónicas
pusieron sitio a la ciudad de Sevilla a finales de 1809 y el Colegio
tuvo que cerrar sus puertas de nuevo. No obstante, antes de hacerlo,
promovió a subtenientes a una veintena de cadetes, entre los que se
encontraban dos que sufrieron la odisea que les condujo de Segovia a
Sevilla y que, en tiempos de Isabel II, obtuvieron la faja de general:
Miguel González y Juan
Herrera.
Estos dos no viajarían con el Colegio a la Isla de León (Cádiz),
donde se instaló en febrero de 1810. Ante las dificultades creadas por
el asedio francés, las clases se suspendieron
sine die,
los cadetes fueron enviados a casa y los profesores al
Ejército.
Antes se promovieron a oficiales a 69 cadetes y se aceptaron nuevos
alumnos. Entre estos últimos figuraban Francisco Alfonso Villagómez y
Domingo Cuadrado
Plandolit.
Este último, nacido en San Fernando (Cádiz) en 1796, lo hizo como
cadete de menor edad. Un año más tenía su compañero Villagómez con el
que coincidiría en la nueva aventura del Colegio de Artillería. Este,
acosado en Cádiz por los franceses, decidió abandonar la Península,
refugiándose, primero, en la isla de Menorca, donde llegó a finales de
1810. Debido a ciertas dificultades, las clases no comenzarían hasta
febrero de 1811. El lugar elegido fue el pequeño municipio de Villa
Carlos. Allí se les unirían Francisco Antonio Elorza, nacido en Oñate
(Guipúzcoa) en 1798 y cadete desde junio de 1811, y Antonio Jácome y
Manuel de Villena, sevillano que contaba con 12 años cuando sentó
plaza de cadete en
Menorca.
No es difícil imaginar las dificultades con que se encontrarían
estos cadetes. Pese a intentar mantener el horario y las condiciones
de vida que caracterizaban al Colegio de Segovia, muy pronto se
demostró que era tarea imposible. Solo así se entiende la decisión de
trasladar, nuevamente, la escuela a Palma de Mallorca, tomada el mismo
mes en que se reanudaban las clases. Pese a todo, el Colegio no llegó
a su nueva ubicación hasta septiembre de 1812. De allí saldrían como
subtenientes los que habían accedido en Cádiz dos años antes, Cuadrado
y Villagómez. A su vez, en Palma ingresaron Antonio Venenc Andrada,
sevillano, nacido en abril de 1798 y cadete de Artillería desde 1812,
y José Urbina y Daoiz, oriundo de Valladolid, quien contaba con doce
años cuando ingresó junto a
Venenc.
Ambos, con al citado Antonio Jácome, estudiaron dos años en Palma para
regresar, una vez finalizada la contienda, al antiguo Alcázar de
Segovia, donde se instalarían en noviembre de 1814.
Por último, dos generales de Artillería de Isabel II ingresarían
como cadetes una vez finalizada la Guerra de la Independencia. Luis
Bassols Marañosa, nacido en Barcelona en julio de 1802, cursó sus
estudios entre 1815 y 1819, y Carlos López del Hoyo, natural de
Salamanca, ingresó en 1817, con quince años, de donde salió como
subteniente (número uno de su promoción) en
1820.
Aunque sería lícito pensar que, tras los sobresaltos y traslados
sufridos, las condiciones del Colegio (de infraestructura, materiales
y recursos) no serían las mismas con que contaron sus predecesores
antes de la invasión napoleónica, ambos verían con júbilo cómo
Fernando VII visitaba la fortaleza segoviana en 1817 y quedaba
encantando con las obras que se estaban finalizando para
reacondicionar el edificio a los nuevos
cadetes.
Todavía faltaría por citar un artillero un tanto especial: José
Saavedra y Serantes natural de Puente de Una (La Coruña), nació en
1796 y sentó plaza como cadete de Infantería de menor edad en el
Colegio Militar de Santiago. Saavedra solo obtuvo el empleo de
subteniente de Artillería cuando aprobó el examen preceptivo ante una
brigada de jefes y oficiales. Esta es la prueba de que los
facultativos no permitían la entrada a nadie que no aprobase los
exámenes y que no mostrase la necesaria suficiencia, ni siquiera en
una época como aquella, en la que la necesidad de oficiales era
acuciante.
Este hecho resulta llamativo porque contribuye a la formación de
espíritu colectivo de este Cuerpo. Con este tipo de medidas mostraban
su especial naturaleza —teñida de cierta superioridad respecto al
resto de militares— y la importancia y dificultad de su cometido. En
1895, Adolfo Carrasco alababa la preocupación de sus predecesores por
apostar por la educación de los jóvenes cadetes en circunstancias tan
adversas como las que se han comentado más arriba, haciendo todo lo
posible por no descuidar la formación de la oficialidad artillera,
única que no podía
improvisarse.
Menos complacido se mostrará otro artillero, Jorge Vigón, quien
reconocerá dichos esfuerzos, pero no dejará de llamar la atención
sobre la rebaja de las exigencias para llegar a oficial. Según él,
estos oficiales «hubieron de sufrir un examen muy
benigno».
No obstante, es digno de elogio el empeño de las autoridades por
tratar de mantener el prestigio de que gozaba el Colegio. Las
prácticas y rutinas se intentaron mantener tal como se venían
haciendo: horarios, materias, forma de examinar (con pruebas orales
delante de un
tribunal),
metodología educativa (todos los protagonistas de este estudio
disponían ya de manuales como el de Tomás de
Morla)
e idénticos premios y castigos. Entre los primeros cabe destacar la
permanencia de las figuras del brigadier y sub-brigadier, destinados a
fomentar el aprovechamiento y actitud de los cadetes. Estos recibían
el mando de una de las brigadas en que se organizaban los cadetes en
el Colegio. Cada una contaba con un brigadier y dos sub-brigadieres,
que obtenían una remuneración de unos 20 y 10 reales al mes,
respectivamente.
El brigadier era el máximo responsable, mientras los sub-brigadieres
controlaban a los
cadetes.
Algunos de los generales de Isabel II ya mostraron su valía en el
Colegio, siendo nombrados sub-brigadieres (Antonio Venenc, Carlos
López del Hoyo y Manuel Pilón), brigadieres (Juan Herrera y Antonio
Sequera) o ambos (Mateo Hernández). No obstante, este puesto
conllevaba, a su vez, una gran responsabilidad, de la que no podía
sustraerse el cadete o, de lo contrario, sufriría un severo
castigo.
Calidad y clase social de los generales de Artillería
En España, la vinculación entre nobleza y milicia se remonta a los
tiempos medievales, prolongándose hasta el año
1811.
Durante el
siglo xviii,
el Cuerpo de Artillería era el paradigma de este modelo, ya que tan
solo los nobles podían acceder al Colegio, requisito fundamental para
alcanzar la
oficialidad.
Además de esto, los hijos de oficiales (especialmente, los de
Artillería) tenían preferencia sobre el resto. Este sistema de acceso
no era muy diferente al de otros cuerpos como Ingenieros o
Marina.
Esto provocó la creación de castas y familias dentro de la oficialidad
del ejército. Sin embargo, este fenómeno, conocido como
autorreclutamiento, fue visto muy positivamente por algunos
especialistas.
La Guerra de la Independencia varió el ordenamiento militar recién
comentado. Cuando las Cortes liberales de Cádiz asumieron el control,
aprovecharon la ocasión para introducir algunas reformas; entre ellas,
la del Ejército. En opinión de Seco Serrano, los liberales sabían muy
bien lo que debían hacer: mantener la disciplina e introducir en las
Fuerzas Armadas el principio de la «igualdad», esto es, que todos los
ciudadanos, capacitados para ello, fuese cual fuese su origen social,
pudiesen acceder a la
oficialidad.
De esta forma, después de arduas discusiones, los Decretos de 17 de
agosto de 1811 y de 9 de marzo de 1813, suprimieron las pruebas de
nobleza para el ingreso en las Academias
militares.
No obstante, su aplicación práctica no sería tan fácil.
En 1814, Fernando VII ordenó la abolición de todo lo decretado por
las Cortes de Cádiz. Volvieron las pruebas de nobleza, inaugurando un
convulso periodo en el que los cambios políticos produjeron ciertas
modificaciones en los requisitos de acceso al en hasta septiembre de
1836 (Reales Decretos de 21 y 28 de septiembre), ya fallecido
Fernando VII.
Esto no significaba que, desde ese momento, se permitiese a cualquier
persona acceder a la oficialidad del Ejército. Los requisitos de
nobleza fueron sustituidos por las «pruebas de limpieza de sangre y
legitimidad», vigentes hasta mayo de
1865.
Hace ya algún tiempo, Bastarreche, afirmaba que, en el
siglo xix,
el 40% de militares procedían de familias vinculadas con el Ejército,
mientras que el 60% restante, pertenecía a las clases medias y
bajas.
Este autor considera noble a todos aquellos cuya hoja de servicios sea
anterior a 1836 o ingresasen como
cadetes.
Las razones para proceder de esa manera se encontraban en los
requisitos que debían cumplir los aspirantes. Esto será determinante
en estas páginas porque los artilleros aquí citados accedieron al
Cuerpo como cadetes; por tanto, siguiendo a Bastarreche, todos ellos
serían nobles. Ciertamente, todas las hojas de servicio consultadas en
que figura la calidad, califican al artillero como noble.
Por otro lado, también es necesario centrarse en el
autorreclutamiento para conocer el grado de endogamia presente en el
Cuerpo. El Ejército español del
xviii
favorecía este fenómeno, acortando las carreras de los hijos de
oficiales. El
siglo xix
continuó fomentando el autorreclutamiento. Busquets recuerda que los
hijos de militares podían ingresar más jóvenes, algo fundamental en un
Cuerpo en el que se ascendía por
antigüedad.
Este punto es interesante, ya que provocó conflictos en el seno del
Cuerpo de Artillería (como los que desembocaron en la sublevación de
sargentos de San Gil en junio de 1866) y con el resto de Armas, donde
existían los ascensos por méritos. Uno de los problemas consistía en
la manera de graduar el mérito de dos oficiales, uno de ellos,
valiente militar, que había contribuido a una importante victoria en
el campo de batalla y, otro, cuyo saber científico había logrado
mejorar considerablemente la potencia de fuego y resistencia de los
cañones disponibles en su fábrica. Lo que estaba claro, era que no se
podía dejar a ninguno sin recompensa, razón por la que nació el
dualismo: un fenómeno característico de esta época, vigente hasta
1889, que generó gran confusión en las escalas. Este consistía en
otorgar a los militares un grado, es decir, una categoría honorífica
superior a su empleo. Los malentendidos llegaban cuando un capitán de
Artillería era, a su vez, comandante graduado de Infantería, luciendo
ambas insignias en sus uniformes. Así, era complicado conocer el
empleo real del militar quien, además, firmaba con el grado más
elevado, acrecentando las
equivocaciones.
Volviendo a los generales artilleros de Isabel II, encontramos que
cuatro de ellos eran descendientes de militar: Pablo de la Puente era
hijo del capitán de fragata Miguel José Fernández de la Puente;
Santiago Piñeyro de las Casas del coronel de Infantería Gregorio
Piñeyro, IV marqués de Bendaña; José Ramón Dolz, hijo del teniente
coronel de Artillería Joaquín Dolz; y Juan Herrera Dávila, lo era del
general de la Armada Juan Herrera. Uno más, José Urbina y Daoiz, puede
ser incluido en esta lista ya que su madre era prima del héroe del 2
de mayo de 1808, el capitán de Artillería Luis Daoiz. Es decir, uno de
cada cuatro de los generales de Artillería aquí estudiados, procedían
de familias militares, aunque el porcentaje podría ser mayor.
Antes de concluir este apartado, es necesario detenerse en el
análisis de los títulos nobiliarios que ostentaron los generales
artilleros. Es llamativo el hecho de que, entre estos hombres, no
abundasen los títulos nobiliarios. De todos ellos, tan solo Sequera,
hijo del conde de Niebla de Portugal; Antonio Jácome, hijo del
IV marqués de Tablantes; y Santiago Piñeyro, hijo del IV marqués de
Bendaña, pertenecían a familias de la nobleza titulada.
Participación en la Guerra de la Independencia (1808-1814)
Repasando las fechas de nacimiento de estos generales, salta la
vista que no todos participaron en la guerra contra las tropas
napoleónicas. Muchos de ellos acababan de iniciar sus estudios en el
Colegio, otros ingresarían en él durante el conflicto y, los últimos,
una vez finalizado. Por tanto, en este apartado no aparecerán todos,
sino aquellos que tuvieron un papel significativo en la guerra, que
coincide con los más mayores.
Antonio Sequera y Pablo de la Puente fueron de los primeros en
entrar en combate. El primero estuvo presente en las batallas de
Cabezón (12 de junio de 1808) y de Medina de Rioseco (un mes después),
ambas en Valladolid; y el segundo, en los sitios de
Astorga.
Sequera pasó después a Almonacid y a Ocaña, donde le hirieron. Esto no
frenó a este intrépido militar, que siguió combatiendo al invasor
hasta que abandonó nuestras fronteras. Por esto, el capitán Sequera,
recibió el grado de teniente coronel en 1815. De la Puente luchó en
los dos sitios de Astorga, defendiendo la plaza contra los franceses.
Fue hecho prisionero pero logró escapar al poco tiempo, por lo que
recibió el empleo de teniente coronel y el nombramiento de benemérito
de la Patria. También estuvo en el sitio de 1812, en el que fueron los
españoles los que recuperaron la ciudad maragata de manos
napoleónicas. Allí se portó valerosamente. Además, De la Puente fue
uno de los oficiales que acompañaron al marqués de La Romana en su
expedición por el norte de Europa, recibiendo la condecoración
especial creada para esas tropas por sus acciones en Dinamarca: la
Estrella del Norte. Regresó en octubre de 1808 y estuvo presente en
múltiples acciones del noroeste peninsular: La Bañeza, Puente de
Órbigo, persiguió a los franceses hasta Burgos, acción que le valió la
cruz de San Fernando, y batalla de San Marcial (1813), de la que
resultó contuso en la cabeza.
Como se puede ver, algunos de estos oficiales sufrieron heridas en
su lucha contra el ejército invasor. No obstante, ninguna de las
lesiones de Sequera y De la Puente fue de tanta gravedad como la
sufrida por José Ramón Dolz. Este joven subteniente fue destinado al
ejército de Portugal, con el que participó en el sitio de Elvas. De
allí pasó a Lérida, donde fue hecho prisionero. Como el resto de sus
compañeros apresados, escapó y se refugió en Zaragoza, plaza que
defendió hasta sufrir una grave herida que le apartó de los combates
hasta
1810.
Ese año fue ascendido a teniente y enviado a Valencia, donde fue hecho
prisionero, de nuevo, en 1812 y, otra vez, consiguió zafarse. Un año
después, era ascendido a capitán de Artillería. Dolz coincidió en la
batalla de Burgos (noviembre de 1808) con el subteniente Santiago
Piñeyro, que llegó a dicha ciudad procedente de Badajoz. Piñeyro pasó
a Madrid, donde defendió la ciudad hasta la llegada de Napoleón. Allí
luchó junto a Manuel Pilón, que se enfrentó a los franceses desde las
baterías del Retiro. Ambos huyeron de Madrid hacia Talavera, donde
siguieron combatiendo. Ahí se separaron, pasando el ya capitán Piñeyro
a Badajoz y Pilón al norte de España.
Piñeyro fue comisionado en marzo de 1809 para recoger todo el
material de artillería perdido en la batalla de Medellín, tarea que
desempeñó a la perfección. Tan buena fue su labor que, un año después,
fue encomendado para realizar lo mismo en Campo Mayor. Por esto y por
sus acciones en combate, fue nombrado benemérito de la Patria y
recibió el grado de teniente coronel. En Medellín combatió junto a
Rodrigo Sánchez Arjona que había luchado en el ejército de Portugal
(batalla de Puente Almaraz) y del que pasó al de Extremadura. Fue
hecho prisionero en Don Benito pero consiguió escapar y presentarse en
Cádiz, donde ascendió a capitán en 1811 y pasó al 2.º Ejército. Aún le
quedaría una acción más en esta guerra: en 1813 estuvo en el sitio
contra Morella. Sus acciones le valieron el grado de teniente coronel
en 1815.
Como se ha comentado, Juan Herrera tuvo contacto con los franceses
en su etapa como cadete. Ahora, ascendido a subteniente en 1809,
tendría ocasión de batirse con ellos en distintas acciones de guerra
en Extremadura, Andalucía y País Vasco. A su vez, Miguel González y
Mateo Hernández, combatieron también en distintas batallas. Si el
primero lo hizo en Tarragona, en la batalla de Amposta (19 de agosto
de 1813), el segundo participaría en todas las acciones del Ejército
de Galicia, al que pertenecía como oficial de Artillería.
De los 19 generales aquí recogidos, nueve lucharon en la Guerra de
la Independencia. Todos se destacaron por su valor —que, en ocasiones,
rozaba la temeridad—, por su capacidad de organización y mando y por
su fortaleza para llevar a cabo complicadas misiones. De los nueve,
tres fueron hechos prisioneros, pero lograron escapar y, sin dudarlo,
volvieron a primera línea de batalla. También fueron heridos tres de
ellos y, de la misma manera, en cuanto les fue posible, retornaron a
sus puestos. Esto demuestra que todo aquel saber científico y técnico
que se les exigía a los oficiales de Artillería no sustituía a las
cualidades y características propias del militar, tales como la
valentía, abnegación, capacidad de superación o fortaleza física y
mental.
Prisioneros, exiliados y purificados
Tradicionalmente, se han resaltado las ideas avanzadas de los
facultativos a la altura de
1820.
Por esta razón, bajo Fernando VII, muchos oficiales tuvieron que
elegir entre la emigración o la poco atractiva situación de
«indefinidos», que podía prolongarse largo tiempo. Una vez repuesto en
su trono absolutista, el rey no olvidará lo sucedido poco antes. Así,
iniciará en 1823 una etapa calificada por algún autor como de
«obsesión depuradora», en la que se sentarán las bases del Estado
represor.
La creación de la Policía y de las Comisiones Militares (ambas en
enero de 1824), se sumarán a otras medidas como la formación de los
Voluntarios Realistas y las Juntas de
Purificación.
Con esto, Fernando VII solo tenía un objetivo en mente: que todos los
cargos de su Administración fuesen ocupados por hombres ligados a su
persona.
De todas las instituciones del Estado, la más preocupante era el
Ejército. Los militares fueron los que iniciaron el pronunciamiento
que daría inicio al Trienio Liberal (1820-1823). Por si esto fuera
poco, muchos de ellos se habían enfrentado a las tropas realistas y a
las enviadas por Francia (Cien Mil Hijos de San Luis) para reponerle
en su trono. Las evidencias eran demasiado elocuentes para el monarca:
el Ejército necesitaba una «profunda
revisión».
Tras su derrota, los combatientes españoles sufrieron varios
destinos: los depósitos franceses o españoles. Durante su estancia en
estos lugares, se les dio licencia indefinida o ilimitada (lo que
suponía una merma considerable de sueldo y la pérdida de empleo,
destino y fuero militar), quedando a la espera de ser
purificados.
Algunos de ellos no se fiaban del nuevo régimen y decidieron emigrar a
otros países como refugiados, antes que arriesgar su vida (o plegarse)
a las estructuras represivas de Fernando VII.
Entre los generales de Artillería, vamos a encontrar ejemplos de
exiliados, prisioneros y purificados. La nota común es que, todos
aquellos que se sometieron a dicho proceso, fueron repuestos en sus
empleos y destinos sin más trastorno que el de haber tenido que sufrir
ese procedimiento. Este fue variando con el tiempo hasta convertirse,
desde 1826, en un «trámite burocrático, incómodo y
restrictivo».
De los 19 generales aquí estudiados, tan solo cuatro esquivaron la
purificación: Antonio Sequera, Francisco Antonio Elorza y Santiago
Piñeyro se hallaban en el exilio y Miguel González del Valle fue
destinado, durante el Trienio, a la Guardia Real, de la que llegó a
ser nombrado capitán.
Los quince restantes fueron purificados entre 1825 y 1828. El
primero de todos ellos en aprobar dicho trance fue el subteniente José
Urbina Daoiz, capturado en 1823 cerca de Málaga por tropas francesas.
Permaneció preso en España hasta agosto de 1825, cuando recibió la
licencia ilimitada para marchar a Granada. Ese mismo mes fue destinado
al batallón de Segovia, algo que contravenía lo estipulado, puesto que
era un
impurificado.
Todo se solucionó en octubre de ese año, momento de su
purificación. Tras esto, recibió el empleo de teniente (1826) pero con
antigüedad de 1823, cuando debía ascender. El subteniente Luis Bassols
también pasó su purificación ese año. En situación de indefinido desde
1823, fue readmitido en noviembre de 1825. Carlos López del Hoyo fue
purificado en 1825 tras dos años de licencia absoluta por su
participación en el bloqueo de Peñíscola. En octubre de ese año le
tocó el turno a Manuel Pilón, quien llevaba en situación de indefinido
desde finales de 1823 por su participación en la capitulación de
Badajoz. Allí se encontraba también Mateo Hernández, purificado en
1826 y ascendido a teniente coronel, empleo que le correspondía desde
1823. De hecho, en 1826 pasaron la purificación la mayoría de estos
oficiales: Rodrigo Sánchez Arjona, el teniente Antonio Jácome
(indefinido desde su participación en el sitio de San Fernando en
1823), el capitán Francisco Alfonso Villagómez (indefinido desde su
enfrentamiento con los realistas en Barcelona en 1823), el teniente
Antonio Venenc, Juan Herrera, José Saavedra y Domingo Cuadrado, quien
recibió la licencia en 1824 tras enfrentarse a los franceses el año
anterior. Pablo de la Puente también obtuvo la purificación en 1826,
pero su tiempo como indefinido fue más breve que el del resto, no
llegando a los ocho meses. La razón para someterle a dicho proceso fue
su participación en la represión del intento de sublevación de los
Guardias de Corps en Madrid en julio de 1821. Realmente, De la Puente
tan solo acudió como parlamentario para persuadir a los guardias de
que depusiesen las armas, entregando a los culpables. Había recibido
una cruz de San Fernando por dicha acción.
Por último, tanto José Ramón Dolz como Manuel Páez no pasaron la
purificación hasta 1828. El caso del primero es llamativo porque
parece que no se enfrentó a los franceses, siendo destinado de
guarnición a Valencia en 1820. Fue apresado por el gobernador civil de
Valencia en 1823 «sin más fundamento que haberle visto incluido en una
lista anónima de desafectos que le vino a las
manos».
Páez ascendió a capitán en marzo de 1812, empleo que le vino
acompañado de un puesto en el Departamento de México. Llegó en agosto
de ese año a Veracruz, donde comenzó a organizar su artillería,
creando una compañía a caballo. Permaneció tres años en Puebla de los
Ángeles para pasar después, entre 1816 y 1821, a combatir a los
insurrectos. Evitó en todo momento que sus tropas se pasasen al
enemigo y, si firmó la paz, fue porque el virrey, general O’Donojú,
decidió capitular. Fue un activo organizador de la artillería en
América pero eso, así como su papel en el campo de batalla, no le
impidió verse con licencia en agosto de 1821 y con muchas dificultades
para regresar a la Península. Finalmente, en febrero de 1823 logró
embarcar con su familia. Mal momento eligió para su vuelta ya que,
nada más llegar, fue destinado a Badajoz, participando en su
capitulación y siendo capturado. En enero de 1824 volvía a situación
de indefinido y se veía obligado a pasar el juicio de purificación, no
solo por sus acciones en 1823 sino por haber estado en América.
Fernando VII no se fiaba de nadie, pero menos aún de los que habían
estado al otro lado del charco. Según Cepeda, el monarca percibía en
ellos cierto «tufillo
liberal».
Así, Páez estuvo con licencia en Guadalajara hasta enero de 1828
cuando pasó la purificación por su conducta en la Península y en
México.
Como recordaba Philippe Luis, uno de los mayores expertos en las
depuraciones de Fernando VII, aunque los objetivos y estructuras de
estos procesos fuesen «terribles», sus resultados no fueron tan
perversos como se encargó de difundir la propaganda liberal. Este
autor afirma que, en función pública civil, de unos 23.000 empleados
que pasaron por ellos, tan solo el 10% fueron expulsados de sus
puestos.
No le falta razón si atendemos a lo citado más arriba: de los
artilleros que sufrieron dicho trance, todos fueron purificados en
fechas relativamente tempranas —y muchos de ellos ascendieron después
con la antigüedad de la fecha en que correspondía la promoción—, lo
que contradice el aserto de
Vigón.
En cuanto a los prisioneros y exiliados, el clásico estudio de
Sánchez Mantero cifra en torno a 1.400 los oficiales prisioneros en
Francia a finales de
1823.
Los gobernantes galos se vieron desbordados ante la avalancha de
españoles que cruzaba la
frontera.
Lo primero que hicieron fue separar a los oficiales de suboficiales y
soldados, así como de la población francesa.
Pese a la reglamentación a la que se veían sometidos los internos
en los
depósitos,
había algunos oficiales (sobre todo los considerados como menos
peligrosos) que llevaban una vida «generalmente tranquila y
apacible».
Otros, en cambio, no debieron acostumbrarse a las condiciones
impuestas por los franceses, hasta el punto de intentar suicidarse en
el
depósito.
Tan solo les quedaba resignarse y esperar, apáticamente, a que las
cosas mejorasen para poder volver a su país. Esto les tocó vivir a los
artilleros objeto de análisis ya que, salvo uno, no retornarán del
exilio hasta la década de 1830.
El primero en regresar a España fue Francisco Antonio Elorza, cuyo
caso es especial. En 1819 fue ascendido a teniente, empleo con el que
se unió a la insurrección de Riego. Tres años más tarde, se enfrentó a
los realistas en Cartagena, participando en la capitulación de esta
plaza. Esta es importante, no solo porque fuese de las últimas en
rendirse, sino porque en su artículo 6.º, los franceses prometían a
los militares de dicha ciudad la concesión de un sueldo proporcional a
su
empleo.
Volveremos sobre esta cuestión. Elorza, junto a los 49 militares de la
capitulación de Cartagena, fue embarcado destino a Francia. La
expedición, completada por las familias de algunos afortunados, llegó
a Marsella a finales de 1823. Poco tiempo estaría Elorza en la ciudad
ya que, en la primavera de 1824, los depósitos fueron disueltos por
las autoridades francesas, que se apresuraron a trasladar a los
españoles a la frontera de los Pirineos. Esto coincidió con una
primera amnistía decretada por Fernando VII en mayo de 1824, aunque
«las excepciones eran tan numerosas que hacían escaso el
perdón».
Los planes de Elorza, sin embargo, no pasaban por volver a España sino
por viajar por Europa. Su primera parada, en mayo de 1825, fue
Bruselas, donde trabajó como ingeniero de minas. De Bélgica pasó a
Inglaterra y luego a Italia hasta que, en 1828, se enteró de que un
grupo de oficiales españoles iba a reclamar al gobierno galo los
sueldos que les habían prometido en el artículo 6.º de la capitulación
de Cartagena. Elorza volvió a Francia y se unió a sus compañeros en
dicha negociación. Llegó a figurar en la lista de nueve oficiales
españoles con derecho a sueldo pero, finalmente, le fue
denegado.
Desilusionado, decidió poner fin al viaje europeo y retornó a España
autorizado por el gobierno. Sus conocimientos científicos adquiridos
en Bélgica jugaron un importante papel en esa decisión de la
Administración española.
El periplo de Antonio Sequera también merece nuestra atención. Tras
participar en la defensa de Cádiz contra las tropas galas, Sequera
tuvo que refugiarse en Gibraltar, adonde pudo llegar con su familia.
De ahí, tras una escala en Londres, pasó con ellos a Malta. En dicha
isla nacería su hijo Eduardo, que también haría carrera en Artillería,
ascendiendo hasta brigadier. En Malta se ganó la vida gracias a su
habilidad para el dibujo, lo que llamó la atención del virrey de
Egipto, Mehmet Alí, quien logró convencerle para organizar la naciente
artillería de su Ejército. De esta forma, en 1830, Sequera y su
familia se embarcaron con destino a Egipto. El sueldo y las atenciones
que allí recibió fueron exquisitas, obteniendo el empleo de general
del Ejército egipcio. Sequera fue el fundador de la Academia de
Artillería, labor por la que adquirió renombre internacional. Pese a
su reputación y prestigio allí, se enteró —con retraso debido a la
dificultad de las comunicaciones— de la amnistía decretada a la muerte
de Fernando VII. En 1835, cuando se disponían a partir, la epidemia de
cólera alcanzó a su familia. Marido y mujer contrajeron la enfermedad
y, aunque el primero logró superarla, ella falleció en 1836. Ese mismo
año, Sequera y sus hijos llegaban a Mahón. Tras su ausencia, quedó
como teniente coronel en situación de reemplazo, hasta que logró el
ascenso a brigadier y fue destinado a Alicante. Sin embargo,
Mendizábal, amigo suyo y con el que compartía ideario político, movió
unos cuantos hilos para conseguirle la capitanía general (como
interino) de
Valencia.
Por último, Santiago Piñeyro, prisionero en 1823, no se decidió a
regresar a España hasta 1833. Aunque salió de los depósitos en 1824,
la vigilancia a la que siguieron sometidos los españoles no se relajó.
No obstante, muchos prefirieron sufrir a sus vecinos del otro lado de
los Pirineos antes que acogerse a la amnistía española o arriesgarse a
las posibles venganzas personales de sus compatriotas. Desde un
primero momento, las autoridades francesas hicieron saber a estos
refugiados que no eran bienvenidos en su país. Para tolerarlos, los
109 españoles que habían pedido permiso para continuar allí, debían
cumplir una serie de
requisitos.
Por este proceso pasó Piñeyro, aunque no debió tener excesivos
problemas puesto que se instaló en París, donde, según Mantero, se
estableció la
«élite»
de la emigración, gente con dinero y posición
privilegiada.
Nuevos conflictos en el interior: las guerras carlistas
Fernando VII fallecerá en 1833 y las tendencias que estaban
surgiendo en el seno del Ejército pasarán de la hostilidad al
enfrentamiento abierto. No obstante, los artilleros aquí estudiados
tuvieron claro por quién tomar las armas, puesto que todos lo hicieron
por el bando isabelino. En esta ocasión fueron nueve los que
participaron en la contienda entre 1833 y 1840. La mayoría no había
luchado contra los franceses en la guerra de 1808, notándose un relevo
generacional. Aún así, dos de los más mayores (Pablo de la Puente y
Antonio Sequera), participaron en ambas campañas. Como ya se ha
citado, Sequera había sido nombrado capitán general interino de
Valencia y allí tuvo que enfrentarse, en febrero de 1837, a los
ataques de los carlistas Cabrera y
Llagostera.
El caso de Pablo de la Puente es un tanto peculiar, porque su
participación en la guerra carlista fue algo colateral. En 1835, la
regente María Cristina se hallaba en una encrucijada. La marcha de la
guerra no era favorable a su causa, había rumores de un pacto con don
Carlos y, por si fuera poco, el descontento popular era duramente
reprimido por las autoridades. Este malestar no tardó en
materializarse en un levantamiento por parte de los liberales, que se
extendió por todo el
país.
En El Ferrol, De la Puente lo tuvo claro desde el principio: él era
partidario de la Reina y, como tal, no dudó en salir a la calle a
combatir a los liberales. Logró salvar su vida porque los militares
que le conocían le detuvieron. Fue recluido en los castillos de San
Felipe y San Antón y, posteriormente, para evitar más problemas, el
Cuerpo le nombró director de la fábrica de Oviedo. Allí se encontraba
cuando, en 1836, el carlista Miguel Gómez inició su expedición por el
noroeste de la Península, perseguido por el general
Espartero.
Gómez atacó la fábrica de Oviedo para apoderarse del armamento allí
existente. Si fracasó, fue en parte por la defensa organizada por el
propio director.
Gómez no solo realizaría expediciones por el norte de la Península
Ibérica. A mediados de septiembre llegó hasta Utiel donde se unió a
Ramón Cabrera, con quien marchó hacia Andalucía. Allí estaba destinado
el capitán de Artillería, Antonio Jácome, que resistió a los
carlistas, tratando de frenar sus
avances.
La expedición de Gómez no fue la única a la que se enfrentaron los
cristinos durante la Primera Guerra Carlista. En septiembre de 1837,
el propio pretendiente carlista, al frente de la conocida como
Expedición Real, llegaba a las puertas de Madrid. Este fue perseguido
por las tropas isabelinas, tratando de evitar que tomase la capital.
En esa persecución participó uno de los oficiales de Artillería que
más se destacaron en esta contienda. Desde 1835, el capitán Antonio
Venenc sirvió en los ejércitos del Norte, del Centro, de Cataluña y de
Reserva. Esto le permitió asistir a numerosas acciones, como la de
Arlabán, Barbastro, Biurrum o la citada persecución del pretendiente,
por las que fue doblemente condecorado con la cruz de San Fernando de
primera clase. En octubre de 1838 fue trasladado a Madrid, a la
Guardia Real, con la que pasó a Cuenca, bajo el mando del general
Manuel Gutiérrez de la Concha, para enfrentarse a Cabrera.
José Urbina también tuvo un papel bastante destacado en esta
guerra. Ascendido a capitán en julio de 1835, fue enviado al ejército
del Norte, donde estuvo catorce meses. Allí combatió bajo las órdenes
de Luis Fernández de Córdova en Puente de la Reina, Cirauqui y Mañeru,
y bajo las del general Marcelino Oráa en la de Belascoain, donde se
destacó mandando cuatro piezas de montaña. Por si fuera poco, antes de
ser destinado a Filipinas (agosto de 1836), tuvo tiempo de participar
en batallas célebres como las de Estella o Montejurra. Urbina
acreditó, sobradamente, su «valor» y «dotes
militares».
Al mando de cuatro piezas de montaña, estuvo también Carlos López del
Hoyo, teniente de Artillería del ejército del Norte, que participó en
acciones como las de Zubiri (junio de 1836). Su compromiso y valor
también estarían fuera de toda duda, puesto que renunció a su destino
en la Guardia Real de Madrid en la primavera de 1837 para continuar en
su puesto en el norte de España.
Villagómez fue otro de los que prestaron servicios en diferentes
lugares (ejército del Norte, Valladolid, Zaragoza y Madrid), ganándose
con ello el grado de teniente coronel. Además, fue cajero, puesto de
suma importancia que desempeñó de manera satisfactoria efectuando
varias compras de ganado, monturas y vestuario.
Por último, retornando al Levante y Cataluña, encontramos a los dos
últimos artilleros que participaron en este conflicto. El comandante
José Saavedra sufrió dos sitios, el primero en Cardona (abril de 1837)
y el segundo en Solsona (en 1838), donde contó con solo dos
cañones.
El también comandante Manuel Páez ascendería a teniente coronel en
1835 y sería enviado a Valencia como Comandante General de Artillería,
encargado de organizar los trenes de sitio y municiones del Ejército
para las acciones de Morella, Alpuente y Bejis. Fue recompensado con
el grado de coronel y la encomienda de Isabel la Católica.
Cuando los carlistas se vuelvan a levantar en 1872, algunos de
estos generales ya habrán fallecido y, los que quedaban con vida,
contaban con una edad considerable. Estas son las razones por las que
tan solo encontraremos a dos de ellos al mando de las tropas. José
Urbina contaba con 73 años cuando fue enviado como Comandante General
de Artillería al ejército del Norte en 1873. Su sordera y la depresión
que le causó la pérdida de su hijo, el capitán de Caballería Cayetano
Urbina, fallecido en la toma de Estella en 1876, no le impidieron
cumplir con su labor, participando en múltiples acciones de guerra.
Como premio por todas ellas fue ascendido a teniente general. Urbina
compartió el mando con el mariscal de campo de Artillería Antonio
Venenc. Este desempeñó el cargo de Comandante General de Artillería en
el ejército de Cataluña, del Norte y del 2.º Ejército hasta su
disolución en 1876, exceptuando unos meses de 1875 que estuvo enfermo,
al cumplir 78 años.
La Guerra de África (1859-1860)
La etapa conocida como el gobierno largo de la Unión Liberal de
O’Donnell (1858-1863), ha pasado a la Historia como una de las más
estables del reinado de Isabel II. O’Donnell tuvo siempre en mente dos
objetivos fundamentales: mantener la paz interior del país y recuperar
prestigio en el
exterior.
Para cumplir ambos, lo mejor era lanzarse a una empresa en el
extranjero, oportunidad que le llegó a finales de 1859 como
consecuencia de un conflicto fronterizo en el norte de África. España
le declaró la guerra a Marruecos y envió allí un importante
contingente de tropas, ante el júbilo nacionalista del pueblo (y gran
parte de la clase
política).
Tres de los futuros generales de Artillería cruzaron el Estrecho en
1859: José Saavedra, José Ramón Dolz y Luis Bassols. El primero había
combatido en la guerra carlista, el segundo en la Guerra de la
Independencia, pero el tercero no había participado en ningún
conflicto de entidad. El coronel Bassols embarcó en Málaga en
diciembre y participó en distintas acciones, incluyendo la toma de
Tetuán, que le valieron la concesión de la cruz de San Fernando (la
segunda de su carrera), la Medalla de África, el empleo de brigadier
del Ejército y ser nombrado benemérito de la Patria.
Saavedra también se destacó en multitud de acciones de diciembre de
1859 y enero de 1860 (entre ellas en las alturas del Serrallo). En
marzo de 1860 participó en la marcha de Tetuán a Tánger, recibiendo la
cruz de San Fernando de primera clase y la Encomienda de Isabel la
Católica. Ese mismo mes hubo de suceder en el cargo de la Comandancia
General del Ejército al fallecido Antonio Larrar y, en ese puesto,
participó en la batalla de Wad-Ras del día 23. Por su comportamiento
en dicha acción ascendió a brigadier del Ejército al mes
siguiente.
Si los dos anteriores lograron salir indemnes de las intensas
escaramuzas mantenidas con los enemigos, así como de la no menos
mortífera epidemia de cólera que sufrieron las
tropas,
el brigadier de Artillería José Ramón Dolz estuvo a punto de fallecer
en tierras africanas. Nombrado Comandante General de Artillería del
Ejército de África, Dolz acompañaba al general en jefe, O’Donnell, el
31 de enero de 1860, día de la batalla de Guad-el-Jelú. Allí, Dolz
recibió un disparo de espingarda en la frente. La herida, de la que
manaba sangre «a borbotones», era mortal, pero el brigaider, de 69
años, logró sobrevivir, siendo recompensado con la cruz laureada de
San Fernando y la Medalla de África.
Otras ocupaciones de los artilleros decimonónicos
Pese a lo comentado hasta ahora, no todo en la vida del oficial
artillero eran campañas bélicas y batallas. Su trayectoria era mucho
más variada que la de los militares de otros cuerpos, hasta encontrar
ejemplos de generales de Artillería que nunca llegaron a participar en
una guerra y, aún así, alcanzaron el empleo más alto del escalafón.
Otros se vieron envueltos en acciones puntuales, que no pueden ser
consideradas como batallas, pero que sí contaron con altas dosis de
violencia como la sublevación del cuartel de San Gil (1866), combatida
por Villagómez; los bombardeos de Barcelona de noviembre de
1842,
o las revueltas tras la salida de Espartero del gobierno en julio de
1856. En estos dos últimos estuvo presente Saavedra y, si salvó la
vida en 1856, fue porque falló el arma del individuo que pretendía
dispararle por la
espalda.
Acciones como esta última tendrían relación directa con la vida
política de la nación española. Algunos artilleros se dedicaron
profesionalmente a la política, ejerciendo como diputados o senadores.
Sequera y Herrera ejercieron como diputados y Santiago Piñeyro fue
senador. Se ha hablado acerca de las ideas liberales de los artilleros
durante, al menos, la primera mitad del
siglo xix,
aunque es cierto que autores como Vigón, apoyando esa tesis, la
matizan, recordando que hubo también fervientes
realistas.
No obstante, como se puede ver, en el Cuerpo primaron otro tipo de
intereses, bastante alejados de la política. Tan solo tres de los 19
generales de Isabel II aceptaron sentarse en las Cortes y, si había
alguno, como Sequera, que compartía amistad e ideario con hombres de
la talla de Mendizábal, también existían artilleros como Urbina, que,
en 1878, rechazó la senaduría vitalicia «por su aversión a intervenir
en la
política».
Si la mayoría de los oficiales de Artillería no dedicaban su tiempo
y energía a la política, ¿qué hacían en tiempos de paz? El Cuerpo
estaba al cargo de las fábricas de armas, municiones y fundiciones, de
las maestranzas y de la formación de los futuros oficiales. Además,
contaban con órganos propios como la Junta Superior Facultativa, la
Junta Superior Económica, la Dirección General o las subinspecciones y
comandancias generales de los departamentos de
Artillería.
Asimismo, desde la subida al trono de Isabel II, se estaban enviando
al extranjero comisiones de oficiales de los Cuerpos facultativos
«para que pueda luego aplicarse al ejército español cuanto se estime
útil y
adecuado».
Todos los generales aquí estudiados pasarán, con mayor o menor
fortuna, por todos esos órganos y maestranzas citadas. Habrá algunos,
como Francisco Antonio Elorza, que demuestren la importancia de lo
aprendido en el extranjero, aplicando su saber de manera
satisfactoria; otros, no tanto, como Antonio Jácome que sufrió una
explosión en la fábrica de Granada cuando él era el máximo
responsable. Otros destacaron por su labor docente, ligando sus
destinos a un órgano fundamental para ellos: la Academia de
Artillería. Este es el caso de Villagómez, Santiago Piñeyro, Sequera,
Venenc o Carlos López del Hoyo, unido al Colegio entre 1829 y 1860,
desempeñando funciones de profesor y Jefe de la Academia. Todos fueron
condecorados por su labor en dicha institución.
También, muchos de ellos, fueron destinados a Ultramar. Venenc
estuvo en Cuba ocho años, desempeñando, durante los conflictos
insurreccionales de la década de 1860, el cargo de capitán general de
la región (de forma interina), con la cantidad de atribuciones que eso
conllevaba.
En 1838 Domingo Cuadrado hizo frente a las insurrecciones de Puerto
Rico. Herrera le seguiría en dicha demarcación para pasar, poco
después, a La Habana, donde ejerció importantes cargos militares hasta
embarcarse para Filipinas. En 1861, recién ascendido a mariscal de
campo, volvió a Cuba hasta 1864. Urbina estuvo diez años en Filipinas
(entre 1836 y 1846). Sequera fue nombrado subinspector de Cuba en
1850, donde también fue capitán general interino. Llama la atención
que estos generales siempre desempeñasen esas funciones con carácter
de interinidad.
Conclusión
Las carreras de los generales artilleros de Isabel II son variadas,
cada una de ellas tiene particularidades pero también multitud de
puntos comunes. Todos ellos eran militares y, además, poseían unos
conocimientos técnicos y científicos que los separaban del resto de
cuerpos, especialmente de Infantería y Caballería, convirtiéndolos en
verdaderos ingenieros industriales capaces de aplicar su conocimiento
en múltiples tareas. La Academia de Artillería, institución por la que
pasaron todos ellos, tuvo mucho que ver en esa formación que, en
algunos casos, como se ha podido comprobar, se completó con lo
estudiado en otros países. No obstante, esto no quiere decir que su
labor fuese puramente intelectual. Muchos de ellos demostraron sus
cualidades guerreras en el campo de batalla o su capacidad de mando,
no solo al frente de baterías sino, también, en los destinos que, como
sus compañeros de armas, desempeñaron en las provincias o en Ultramar.
Sí es cierto que, ante todo, destaca su actividad científica
(considerados la vanguardia de nuestro país en este ámbito) o en
maestranzas y fábricas, desligándose algo más de las funciones
políticas que sí ejercieron generales de otros cuerpos. Sin embargo,
esbozada brevemente la trayectoria de alguno de los miembros que
compusieron el generalato del Cuerpo de Artillería durante el reinado
Isabel II, no se puede negar que, si hubiese que definir a estos
hombres, el título más adecuado sería el de científicos militares,
otorgando la misma importancia a los dos calificativos.
Fuentes y archivos
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Colección de
los decretos y órdenes que han expedido las Cortes Generales y
Extraordinarias, 4
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Madrid: Imprenta Nacional,
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Tomo I, 10/10/1844, pp. 1-3.
El Archivo
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El Boletín del
Ejército, Madrid, Biblioteca Nacional de España,
1845.
El Grito del
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1841.
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1844-1861.
Gaceta de Madrid
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Personal y
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Madrid, Imprenta del Cuerpo de Artillería, 1895.
Reglamento de
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Real Cuerpo de Artillería establecido en Segovia,
Madrid, Imprenta Real, 1804.
De
Alarcón, Pedro Antonio,
Diario de un
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Gaspar y Roig,
Madrid,
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Carrasco
Sayz, Adolfo,
Icono-biografía
del generalato español, Imprenta del Cuerpo de
Artillería, Madrid, 1901.
de
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Datos del autor
Diego Cameno Mayo
graduado en Historia, con estudios de máster en
Historia Contemporánea (Máster Interuniversitario de Historia
Contemporánea) cursados ambos en la Universidad Complutense de Madrid.
Tiene, a su vez, un máster en Historia Militar de España cursado en el
Instituto Gutiérrez Mellado de la UNED. Actualmente es estudiante de
doctorado en la Universidad Complutense en el programa de Historia
Contemporánea. Su área de investigación es la historia social del
ejército, concretamente los valores, conductas y carreras
profesionales de los oficiales de Artillería del reinado de Isabel II
y del Sexenio Democrático (1833-1874). Es autor de «The
Nineteenth-Century Soldier. The Professionalization of the Army», en
SÁNCHEZ, Raquel y MARTÍNEZ-VILCHES, David (eds.),
Respectable
Professionals. The Origins of the Liberal Professiones in
Nineteenh-Century Spain, Oxford, Peter Lang, escrito
junto a Jaime Tribaldos;
«El Grito del
Ejército y
La España
Militar : dos ejemplos de prensa castrense»,
Vínculos de
Historia, (2021), pp. 322-335; «El asesinato de Prim
en la prensa decimonónica española»,
Estudios de
Historia de España, (2021), pp. 23-38; «Un periodista
militar: Antonio Vallecillo Luján y su
Archivo Militar
(1841-1843)»,
Investigaciones
históricas. Época moderna y contemporánea, 40 (2020),
pp. 447-470.
Sobre esta véase Borreguero Beltrán, 2016.
No se incluye en esta categoría a los brigadieres porque, aunque
se les consideraba generales desde 1860, no lo fueron legalmente
hasta la publicación del Real Decreto de 25 de marzo de 1871.
Gaceta de
Madrid, Núm. 86, 27 de marzo de 1871, p. 1. Véase
también Fernández Bastarreche, 1978, pp. 30 y 37. Sobre su
asimilación como generales desde la década de 1860:
La Asamblea
del Ejército y la Armada, Año XIII, Segunda Época,
Tomo Quince, 1867, pp. 44-46. Durante el reinado de Isabel II
(incluyendo las regencias de María Cristina y Espartero)
ascendieron al generalato 35 oficiales de Artillería, de los
cuales solo estos 19 cumplieron los requisitos citados.
Andújar Castillo, 2001, pp. 487-488; Borreguero Beltrán, 2016,
p. 159. En este artículo se entiende por prosopografía la
definición aportada por Stone, 1986, 61: «la investigación
retrospectiva de las características comunes a un grupo de
protagonistas históricos, mediante un estudio colectivo de sus
vidas».
Payne, 1968; Seco Serrano, 1984; Headrick, 1981; Christiansen,
1974; Cepeda Gómez, 1990; Cardona, 1990; Arenas Posadas, 2019;
Alonso Baquer, 1983; Busquets, 1982; Comellas, 1958.
Fernández Bastarreche, 2007; García Baudín, 2019.
Sí hay estudios sobre este Cuerpo: Vigón, 1947; Vigón, 1930;
Borreguero, 1997.
Carrasco Sayz, 1901. También es interesante consultar los
bosquejos biográficos que este mismo autor escribió para
Personal y
organización del Cuerpo de Artillería en 1.º de enero de 1895,
1895.
Prólogo a Herrero Fernández-Quesada, 1990, p. 16.
Herrero Fernández-Quesada, 1990; y Herrero Fernández-Quesada,
1993.
Las autoridades y militares valoraban mucho la educación y
llamaban la atención sobre lo necesario de extenderla a todo el
Ejército: La
Asamblea del Ejército, año 1856, pp. 14-20;
El Archivo
Militar. Sección Militar, 17/03/1842, pp. 1-3;
El Archivo
Militar. Sección Militar, 07/03/1842, pp. 1-3;
El Boletín del
Ejército, Núm. 262, 05/02/1845, pp. 3-4;
El Boletín del
Ejército, Núm. 289, 11/04/1845, pp. 2-3;
El Boletín del
Ejército, Núm. 339, 06/08/1845, pp. 2-7;
El Grito del
Ejército, 01/06/1841, pp. 14-18.
Reglamento de
nueva constitución en el Colegio Militar de Caballeros Cadetes del
Real Cuerpo de Artillería establecido en Segovia,
1804.
Sobre Louis Proust en el Colegio de Artillería: Herrero
Fernández-Quesada, 1990, pp. 176-177.
La lista de materias estudiadas en esta época en Herrero
Fernández-Quesada, 1993, p. 25; y Pieltain de la Peña, 1964,
pp. 101-103. La evolución de las asignaturas 1764 y 1870 en
Herrero Fernández-Quesada, 2001, pp. 242-244.
Personal y
organización del Cuerpo de Artillería en 1.º de enero de 1895,
1895,
pp. XLIV- XLIX. Véase también Carrasco Sayz, 1901, pp. 78 y
246-247.
El plan y «estudios sublimes» en el
Reglamento de
nueva constitución en el Colegio Militar de Caballeros Cadetes del
Real Cuerpo de Artillería establecido en Segovia,
1804, pp. 105-117.
AGMS, 1.ª Secc., Exp. 0, Leg.
D-894.
Personal y
organización del Cuerpo de Artillería en 1.º de enero de 1895,
1895,
pp. L-LV. Sobre el primero véase también Carrasco
Sayz,1901,
pp. 479-480; AGMS, 1.ª Secc., Leg, E-1014.
Sobre este episodio véase Herrero Fernández-Quesada, 1995; y
Frontela Carreras, 2014.
Frontela Carreras, 2014, p. 141.
Ambos aparecen en la lista de cadetes que abandonaron Segovia en
diciembre de 1808. Frontela Carreras, 2014, p. 144.
Pieltain de la Peña, 1964, pp. 120-124.
Personal y
organización del Cuerpo de Artillería en 1.º de enero de 1895,
1895,
pp. LV-LVI.
AGMS, 1.ª Secc., Exp. 0, Leg. E-302 y Leg, J-16.
La madre de Urbina Daoiz era prima carnal del héroe del 2 de mayo
de 1808. AGMS, 1.ª Secc., Leg, B-1717. Para Antonio Venenc véase
AGMS, 1.ª Secc., Exp. 0, Leg. B-1717.
Personal y
organización del Cuerpo de Artillería en 1.º de enero de 1895,
1895,
pp. LVIII-LXV. Sobre Elorza y López del Hoyo véase
también Carrasco Sayz, 1901, pp. 146-147 y p. 140.
El Colegio estuvo a punto de cerrar por falta de material básico y
hasta de alumbrado, pero finalmente logró mantenerse a flote.
Frontela Carreras, 2014, pp. 176-180; Herrero Fernández-Quesada,
1990, p. 40. Sobre la visita de los reyes: Vigón, tomo II, 1947,
p. 426.
Personal y
organización del Cuerpo de Artillería en 1.º de enero de 1895,
1895, pp. LVI-LVII.
Personal y
organización del Cuerpo de Artillería en 1.º de enero de 1895,
1895, p. LXI.
Atendiendo a los Reales Decretos de septiembre y noviembre de 1809
que acortaban el tiempo de estudio, rebajándolo a la mitad (de
cuatro a dos años), a la petición de no postergar a los más aptos
para servicio y a permitir la entrada de cadetes de hasta 18 años
de edad, se pueden entender esas palabras de Vigón, tomo II, 1947,
pp. 423-426; y Frontela Carreras, 2014, pp. 151-152.
Herrero Fernández-Quesada, 1990, pp. 136-138.
Herrero Fernández-Quesada, 1990, pp. 169-170. Esta autora ha
trabajado específicamente sobre la figura de este brillante
artillero. Herrero Fernández-Quesada, 1989.
Cotrina Ferrer, 1917, p. 325.
Sobre estas dos figuras véase
Reglamento de
nueva constitución en el Colegio Militar de Caballeros Cadetes del
Real Cuerpo de Artillería establecido en Segovia,
1804, pp. 33-40.
Esto es lo que le ocurrió a Domingo Antonio Loriga que vio cómo le
atrasaron cinco puestos en su promoción por haber desempeñado mal
el papel de brigadier del Colegio y por su «genio disputador». De
nada sirvieron sus súplicas, nunca se le levantó el castigo. Este
revés no le impidió progresar en su carrera, ya que falleció como
mariscal de campo en 1855.
Personal y
organización del Cuerpo de Artillería en 1.º de enero de 1895,
1895, pp. XL-XLI.
Morales Moya, 1988: 123-124. Por otro lado, en opinión de Payne,
1968: 9; nunca se había cumplido «estrictamente» el requisito de
la nobleza. Busquets, 1984: 19; fijará ese desdén por la norma en
1768, cuando las Ordenanzas de Carlos III cedieron «los
privilegios de sangre a la personal valía del individuo».
Cotrina Ferrer, 1917: 320-321. Sobre esta cuestión véase: Fajardo
Gómez de
Tracevedo,
1977.
Busquets, 1984: 51-52. Un ejemplo muy bien estudiado es el de los
guardiamarinas, véase Ortega-del-Cerro, 2018b: 597-618. Sobre los
decretos de regulación de acceso a la oficialidad de Artillería
entre 1755 y 1830 en Morales Moya, 1988: 125-126.
Véase Vigón, 1947, tomo I: 301-302.
Seco Serrano, 1984: 32. Para Casado Burbano, 1982: 56-58 y
249-250, la escasez de mandos propiciada por la guerra ayudó mucho
a la apertura de la oficialidad. Por otro lado, Ortega-del Cerro,
2018a, ya demostró cómo el mérito fue desplazando al origen social
en la Armada.
Colección de
los decretos y órdenes que han expedido las Cortes Generales y
Extraordinarias, 4
vols.,
Madrid: Imprenta Nacional, (1813-1814), vol. 1,
188-189 y vol. 4, 6-7.
Ambos Reales Decretos restablecían el Decreto de agosto de 1811.
Gaceta de
Madrid (en adelante
GM),
Núm. 651, 25 de septiembre de 1836, p. 1 y
Núm. 657, 29 de septiembre de 1836, p. 1. Un buen resumen de estas
supresiones en De Ocerin, 1959: XXI. Busquets, 1984: 61-62; y
Morales Moya (1988): 127-128.
GM,
Núm. 138, 18 de mayo de 1865, p. 1.
Fernández Bastarreche, 1978: 108-109.
Fernández Bastarreche, 1978: 105-106.
Busquets, 1984: 63-65.
Acerca del dualismo véanse Baldovín, 2018, pp. 303-309; Headrick,
1981, 92-93.
Es interesante la relación entre esta batalla y la ciudad leonesa.
Véase García Fuertes, 2002. En Rioseco también estaría presente
José María de Santocildes, héroe de los sitios de Astorga que,
además, detalló en un libro de memorias: De Santocildes, 1815.
Sobre el sitio de Zaragoza escribirían los oficiales de
Artillería: El
Memorial de Artillería, Serie I, Tomo IV, Núm. 52,
30/09/1848, pp. 1-26.
Pensamiento que plasmó, incluso, Benito Pérez Galdós en sus
Episodios
Nacionales. Pérez Galdós, 2019 [Ed. Original:
1876], p. 87; Payne, 1977, pp. 24-25. Por otro lado, Vigón no se
olvida de la existencia de artilleros que pidieron el retiro entre
1820 y 1823 para no actuar contra el Rey y la Iglesia. Vigón, tomo
II, 1947, pp. 70-72. No obstante, de los aquí estudiados, la gran
mayoría se enfrentó a Fernando VII.
Así denominada en Luis, 2001, p. 90.
Sobre las Comisiones Militares véase Pegenaute, 1974.
La Parra, 2018, pp. 498 y 505.
Peset Reig y Peset Reig, 1967, p. 476.
Las purificaciones para oficiales se regularon en agosto de 1824 y
era obligatorio pasarlas para todos aquellos que quisiesen volver
al Ejército. Peset Reig y Peset Reig, 1967, p. 479.
Cepeda Gómez, 1981, p. 156. Sobre el sistema de purificación véase
Peset Reig y Peset Reig, 1967, pp. 479-480
Personal y
organización del Cuerpo de Artillería en 1.º de enero de 1895,
1895, p. LI.
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Luis, 2001, p. 90. Los porcentajes en Luis,1994, pp. 18-23.
Vigón, 1947, tomo II, pp. 70-72.
Sánchez Mantero, 1975, p. 52. El otro estudio clásico sobre los
liberales, aunque en este caso para los que se refugiaron en
Inglaterra, es el de Llorens, 1969.
Más recientemente, Alejandro Gutiérrez Pacios ha retomado el
estudio de cuestiones como la represión y el exilio en Francia:
Gutiérrez Pacios, 2019.
Sobre los traslados de prisioneros y su estancia en Francia véase
Alfaro Pérez, 2015, pp. 203-226.
El reglamento de los depósitos en Sánchez Mantero, 1975,
pp. 43-50.
Esto afirma Sánchez Mantero siguiendo las memorias del oficial
Juan López Pinto, interno en el depósito de Alençon. Sánchez
Mantero, 1975, pp. 56-58.
El futuro
espadón
Ramón María Narváez intentó suicidarse en marzo de
1824 cuando estaba en el depósito de Briançon (donde la vigilancia
era más asfixiante por residir allí los oficiales considerados más
peligroso). Véase Sánchez Mantero, 1975, pp. 58-59; y Fernández
Bastarreche,
2007,
pp. 382. Acerca de lo que vivió Narváez en
Francia: Pabón, 1983, pp. 204-209.
Sánchez Mantero, 1975, p. 25.
Peset Reig y Peset Reig, 1967, p. 471. Según estos autores, el
perdón era solo propaganda de cara al exterior (especialmente
hacia Francia).
Sánchez Mantero, 1975, pp. 125-127.
Sobre Antonio Sequera véase De Ocerín, 1956.
Los requisitos en Sánchez Mantero, 1975, pp. 65-67.
Sánchez Mantero, 1975, p. 84.
Luis Llagostera y Casadeval luchó junto a Ramón Cabrera en
Valencia a comienzos de 1837. Caridad Salvador, 2014,
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Burdiel, 2010, pp. 39-41.
Acerca de la expedición de Gómez véase Bullón de Mendoza, 1984. Y
sobre la persecución de Espartero: Shubert, 2018, pp. 136-143.
Finalmente, fue otro
espadón,
Narváez, el que acabaría persiguiendo y derrotando
a Gómez que, si no resultó totalmente vencido fue, en opinión de
Bastarreche, por la «discordia entre los generales liberales»
(Narváez y Alaix). Fernández Bastarreche, 2007, pp. 105-117.
Personal y
organización del Cuerpo de Artillería en 1.º de enero de 1895,
1895, LXII.
Personal y
organización del Cuerpo de Artillería en 1.º de enero de 1895,
1895, pp. LVI-LVII.
Togores, 2017, pp. 130-131.
Romero Morales, 2014, pp. 619-644.
Tanto para las batallas como para la situación por la que pasaron
los militares españoles es fundamental la consulta del relato de
De Alarcón, 1860.
De Alarcón, 1860, p. 154.
Shubert, 2018, pp. 273-278; y Santirso Rodríguez, 2014,
pp. 94-144.
Personal y
organización del Cuerpo de Artillería en 1.º de enero de 1895,
1895, p. LVII.
Vigón, tomo II, 1947, pp. 61-63.
Personal y
organización del Cuerpo de Artillería en 1.º de enero de 1895,
1895, p. LXIII.
Sobre estas véase Vigón, tomo III, 1947, pp. 232-235.
DSSC.
Tomo I, 10/10/1844, pp. 1-3.
Sobre las prerrogativas que estos tuvieron durante el
siglo xix
véase Ballbé, 1984.