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La Comisión de responsabilidades parlamentaria de 1931. La política de reparación del régimen republicano en España The Parliamentary Responsibilities Commission of 1931. The Policy of Redress of the Republican Regime in Spain
Resumen
Este trabajo trata sobre los problemas de la reparación judicial durante el proceso constituyente del nuevo régimen republicano español en 1931. Esta cuestión se concretó en la creación de una Comisión de responsabilidades parlamentaria a modo de Comisión de la Verdad sobre los sucesos sociopolíticos ocurridos en España a partir de la huelga general revolucionaria de agosto de 1917 y bajo la dictadura de Primo de Rivera desde septiembre de 1923. Así, se argumenta que el nuevo régimen democrático de la Segunda República española buscó afianzar su legitimidad en la construcción de una nueva memoria pública en relación con la reparación del pasado reciente.
Main Text
La Comisión de responsabilidades parlamentaria de 1931. La política de reparación del régimen republicano en España
The Parliamentary Responsibilities Commission of 1931. The Policy of Redress of the Republican Regime in Spain
Francisco Sevillano-Calero*
Universidad de Alicante (España)
RESUMEN: Este trabajo trata sobre los problemas de la reparación judicial durante el proceso constituyente del nuevo régimen republicano español en 1931. Esta cuestión se concretó en la creación de una Comisión de responsabilidades parlamentaria a modo de Comisión de la Verdad sobre los sucesos sociopolíticos ocurridos en España a partir de la huelga general revolucionaria de agosto de 1917 y bajo la dictadura de Primo de Rivera desde septiembre de 1923. Así, se argumenta que el nuevo régimen democrático de la Segunda República española buscó afianzar su legitimidad en la construcción de una nueva memoria pública en relación con la reparación del pasado reciente.
Palabras clave: España, siglo xx, Segunda República, Comisión de responsabilidades, Alfonso XIII.
ABSTRACT: This paper address to the problems of judicial redress during the constitution-making process of the new Spanish republican regime in 1931. This issue was specified in the creation of a Parliamentary Responsibilities Commission as a Truth Commission on the socio-political events that occurred in Spain from the revolutionary general strike of August 1917 and under the dictatorship of Primo de Rivera since September 1923. Thus, it is argued that the new democratic regime of the Second Spanish Republic sought to strengthen its legitimacy in the construction of a new memory public regarding the redress of the recent past.
Keywords: Spain, 20th century, Second Republic, Commission of responsibilities, Alfonso XIII.
* Correspondencia a / Corresponding author: Francisco Sevillano-Calero. Universidad de Alicante, Departamento de Humanidades Contemporáneas, Facultad de Filosofía y Letras. Campus de San Vicente del Raspeig - Ap. 99 (03080 Alicante) – fsevillano@ua.eshttps://orcid.org/0000-0001-8550-8978
Cómo citar / How to cite: Sevillano-Calero, Francisco (2024). «La Comisión de responsabilidades parlamentaria de 1931. La política de reparación del régimen republicano en España», Historia Contemporánea, 74, -297. (https://doi.org/10.1387/hc.23199).
Recibido: 21 noviembre, 2021; aceptado: 3 mayo, 2022.
ISSN& 1130-2402 - eISSN 2340-0277 / © 2024 Historia Contemporánea (UPV/EHU)
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional
1. Reparación y memoria pública de la República española
La identidad de un colectivo está unida a los recuerdos del pasado de acuerdo con los intereses, problemas y temores del grupo en cada contexto del presente a modo de marcos sociales de la memoria.[1] Así sucedió con el republicanismo en relación con el cambio en el sistema político español acaecido en abril de 1931.[2] Los sucesos que jalonaron las protestas populares, reivindicando los derechos democráticos de la ciudadanía entre los días 12 y 15 de abril, trajeron consigo una discontinuidad con la legitimidad jurídica y una ruptura con el régimen parlamentario monárquico. Ante esta quiebra se difundió un nuevo discurso político legitimador.[3]
La propensión política a seleccionar, organizar y propagar representaciones colectivas como modo de legitimación busca que sean percibidas por el resto de la sociedad civil como propias, para socializar así sus valores, orientaciones e ideas. Acerca del republicanismo español, se ha prestado atención a aspectos tales como la difusión de la cultura en las «misiones pedagógicas» o las conmemoraciones.[4] En esta línea de investigación, el objeto de este trabajo son los problemas de la reparación judicial durante el proceso constituyente del nuevo régimen español en 1931. El discurso político republicano buscó imbuir a la memoria pública, es decir, a la imagen del pasado de la que se discute en la esfera pública, con la idea de reparación, aneja al derecho a la verdad y la justicia, reconociendo e identificando los daños ocasionados a los ciudadanos y a la comunidad en general en el pasado reciente de España; se trató de un proceso de reinscripción institucional, social y cultural del pasado en el espacio público de la naciente República. Esta cuestión se concretó en la creación de una Comisión de responsabilidades sobre los sucesos sociopolíticos en España a partir de la huelga general revolucionaria de agosto de 1917 y bajo la dictadura de Primo de Rivera desde septiembre de 1923.
Sin embargo, las imágenes de la memoria pública se proyectan sobre colectivos diversos en su cultura política, es decir, sus valores, orientaciones e ideas hacia lo político, que configuran su comprensión del mundo social. Esto ya había ocurrido con el republicanismo histórico en España.[5] El resultado: no hay una única memoria en la sociedad, pues cada colectivo elabora la representación del pasado que mejor se adecua a sus valores, orientaciones e ideas políticos. La construcción de la memoria pública, con el uso del pasado como forma de legitimación política en el espacio público, tiene sus límites precisamente en esta pluralidad de memorias colectivas y culturas políticas en conflicto en una sociedad. En este sentido, la historiografía académica reciente no solo ha reevaluado los sucesos políticos y sociales del período republicano español en el marco de los convulsos años de entreguerras en Europa. La ruptura que fue la proclamación de la República, pues inició un proyecto de nuevas formas de participación ciudadana, supuso la concurrencia de múltiples proyectos en competencia, de los más radicales a los más moderados.[6] Ello conlleva discutir la tesis historiográfica sobre la naturaleza del proyecto republicano de 1931 que destaca, más bien, las trabas a la construcción y consolidación de una democracia pluralista entonces, sobre todo a través de un marco institucional que suscitara el respeto de los principales actores políticos. El republicanismo es visto, así, en bloque, como un programa para la revolución política y cultural, excluyendo a quienes no aceptaban sus principales premisas. Asimismo, se afirma que las ideologías republicanas rechazaron un sistema político que reconociera y amparase el pluralismo político y de valores. En consecuencia, esta tesis subraya que la democracia republicana nació acompañada de un discurso político hegemónico que identificaba las instituciones políticas con tal voluntarismo, marginándose a todo el que no admitiera ese cambio.[7]
En este trabajo se expone y argumenta que, frente a estas tesis, el incipiente régimen democrático de la Segunda República española no fue excluyente ex natura, sino que buscó afianzar su legitimidad de origen en una nueva memoria pública en relación con la reparación del pasado reciente, y que ello ocurrió en medio de una pluralidad de valores y orientaciones políticos en el contexto del proceso constituyente. Si el Parlamento y la opinión pública fueron el espacio de conflictos entre diferentes interpretaciones y sentidos del pasado, la pregunta a contestar, en este estudio, trata sobre cuál fue el resultado de esta política de reparación a la hora de generar confianza en las funciones administrativas, las instituciones y la autoridad del liderazgo político del régimen republicano en vías de institucionalización.
2. La unidad republicana truncada
La efervescencia colectiva que siguió a los resultados de las elecciones municipales de 12 de abril de 1931 culminó en las disposiciones legales del día 14.[8] Se trató esencialmente de una clara expresión de decisionismo político, que en nombre de la soberanía popular sancionó una nueva legalidad democrática. Por Decreto del Comité político revolucionario se nombró presidente del Gobierno provisional de la República a Niceto Alcalá Zamora (fundador y líder de la formación conservadora Derecha Liberal Republicana). En el breve preámbulo de esta disposición se justificó la toma del poder por el Gobierno provisional de la República apelando a que «es el pueblo quien le ha elevado a la posición en que se halla, y es él quien en toda España le rinde acatamiento e inviste de autoridad».[9]
El ejecutivo nombrado quedó formado por 11 ministros en representación del heterogéneo y complejo Comité revolucionario.[10] Como principios rectores de su actuación se decretaron unas líneas básicas en el Estatuto jurídico del Gobierno provisional, establecido provisionalmente como «Gobierno de plenos poderes». La legitimidad jurídica de su actuación sería sancionada por las Cortes Constituyentes salidas de unas elecciones, de acuerdo con el punto primero del Estatuto. En el punto segundo de esta declaración se decretó que, para satisfacer los justos anhelos de España y defender el interés público, el Gobierno provisional adoptaría como norma depuradora del Estado el someter de inmediato a juicio de responsabilidad los actos de gestión y autoridad pendientes de examen al ser disuelto el Parlamento en 1923, así como los posteriores, y abrir expediente de revisión en los organismos oficiales, civiles y militares para evitar la impunidad de los actos de prevaricación y arbitrariedad del régimen que terminaba.[11] De este modo, se unía al principio de legitimidad jurídica la legitimación emanada del uso del pasado, la memoria pública y la política al depurar responsabilidades.
En el Decreto de 3 de junio de convocatoria de las Cortes Constituyentes, que señaló las elecciones el 28 de junio, se volvió a apelar a la consolidación de la legalidad de la revolución española mediante el restablecimiento de la continuidad de los órganos y métodos parlamentarios.[12] La cuestión de la depuración de responsabilidades en el pasado reciente irrumpió, asimismo, en la campaña de las elecciones constituyentes en medio de la ruptura de la unidad de la conjunción republicano-socialista en las candidaturas en muchas circunscripciones.[13] En el acto electoral que se celebró el domingo 7 de junio en Valencia, Azaña y Lerroux hablaron desde el balcón del Ayuntamiento. En nombre de Acción Republicana, Azaña destacó la esencia revolucionaria del advenimiento de la República. Pero señaló que no bastaba con haber expulsado al rey, sino que lo más difícil y urgente era la ruptura con el pasado; había que satisfacer el anhelo de justicia del pueblo español, lo que había de ventilarse no en los tribunales de justicia, pues las penas serían levísimas, sino en la Cortes Constituyentes. Concluyó su intervención afirmando que no gobernaban contra nadie, pero que la República debía ser conducida por los republicanos. No fueron muchas las alusiones a esta cuestión de la depuración de responsabilidades recogidas en la prensa durante la campaña electoral. Pero este problema quedó ya entonces sumido dentro de las diferencias en las declaraciones sobre el sentido de la llegada de la República. Acto seguido de la intervención de Azaña, tomó la palabra Alejandro Lerroux, por el Partido Republicano Radical. Lerroux demandó fortalecer la República dentro de la justicia social y económica, reconciliándose las clases sociales que se miraban como enemigas y que debían ya considerarse como colaboradoras del bienestar y la riqueza patrios. La República no había venido para ser patrimonio ni recreo de los republicanos; había de ser para todos los españoles, aunque debían regirla los republicanos.[14] Desde el diario madrileño El Sol, Francisco de Cossío, apelado por Lerroux en su mitin en Valencia, recurrió a que era ineludible el diálogo como principio de educación nacional y ante la próxima reunión de las Cortes Constituyentes. Opinaba que había que evitar que la obra constitucional fuera consecuencia de un monólogo o de muchos monólogos e insistía en que una suma de opiniones solo podía obtenerse con un diálogo desapasionado, sereno y justo.[15]
La campaña electoral no pasó de declamaciones generales y poco precisas, aunque se fueron esgrimiendo opiniones diferentes acerca de los problemas a solventar en el nuevo orden constitucional, que fueron objeto de polémicas cruzadas. Este fue el caso, sobre el trasfondo de los sucesos anticlericales de 11 de mayo, de cómo solucionar la cuestión de las relaciones Iglesia-Estado y la situación catalana, como fue señalado por Miguel Maura en un mitin en Zamora el 11 de junio. Maura acabó apelando a la unidad de todas las fuerzas republicanas y socialistas, que creía que estaban sumidas en una grave crisis interna tras haber ocupado el poder de pronto, cuando su misión había de ser consolidar la República.[16] La respuesta contraria a estas posturas queda evidenciada en la intervención del radical socialista Fernando Valera Aparicio, candidato por Valencia, en el mitin en el estadio de Mestalla el 20 de junio. No solo advirtió de la infiltración del caciquismo en los partidos republicanos, de manera que «vienen a nosotros con ropaje nuevo», sino afirmó que había que romper con la Iglesia para forjar la conciencia libre.[17] En la liza electoral, la opinión socialista también fue rotunda al defender que las Cortes Constituyentes solo podían tener una finalidad revolucionaria y que no podían servir de dique a la obra revolucionaria. El gran peligro era el aluvión de conversiones de viejos monárquicos, que ingresaban en los partidos de derecha y de la burguesía republicana.[18] El editorial del diario El Socialista de vísperas de las votaciones afirmó que, tras la caída de la monarquía como finalidad fundamental del pacto antimonárquico, habían quedado rotas las identidades de acción que unían al socialismo con la burguesía republicana. Un partido de clase y de honda raíz revolucionaria y anticapitalista no podía hipotecar su libertad de acción en la labor de construcción y estructuración estatal de las Constituyentes.[19] Sucintamente, estas opiniones y posturas políticas acerca del proyecto republicano tuvieron su eco y continuidad en las nuevas Cortes.
3. La Comisión de responsabilidades
Tras la apertura de las Cortes Constituyentes el 14 de julio de 1931, aniversario de la Revolución francesa, se abordó la discusión del proyecto de Reglamento provisional de las Cortes, dictado por el Gobierno provisional republicano. Ello dio pie a justificar que la Comisión para su reforma había estimado preciso que hubiera, entre las nuevas comisiones permanentes, una de responsabilidades, pues había pendientes «cosas delicadas y cosas muy graves» que liquidar y que importaban mucho para el crédito de la República y para la defensa de los intereses de la justicia, que el país pedía a voces.[20] En la discusión, hubo ya una propuesta de enmienda del artículo 36 del Reglamento en lo que afectaba a la Comisión de responsabilidades. El diputado derechista y sindicalista católico Dimas Madariaga Almendros, electo por Acción Nacional en la circunscripción de Toledo, propuso añadir que la Comisión también depuraría las responsabilidades en que se hubieran incurrido hasta entonces, fuesen de «las Dictaduras» o de «otros Poderes que hayan sustituido a las Dictaduras»; es decir, también afectaría la depuración a los sucesos de la proclamación de la República.[21] El presidente de la Comisión para la reforma del Reglamento parlamentario, Eduardo Ortega y Gasset, diputado radical socialista, rechazó aceptar esta enmienda.[22] Desechada, el Reglamento aprobado estableció, en su artículo 36, nombrar una Comisión de responsabilidades para depurar la dictadura de 1923.[23]
En la sesión de Cortes de 31 de julio se nombró a los miembros de la Comisión por aclamación.[24] Una vez constituida, instó para que las Cortes Constituyentes debatieran sobre los términos de una ley que amparase su misión.[25] La propia Comisión elaboró el proyecto de ley, con fecha de 7 de agosto, en el que se concretaban su cometido y procedimientos.[26] Este dictamen fue rechazado por Antonio Royo Villanova, diputado agrario elegido por la circunscripción de Valladolid; el abogado Publio Suárez, diputado por León; y el diputado Rafael Aizpún, electo en Navarra por la candidatura Católico Fuerista. Asimismo, el dictamen tuvo el voto particular de dos diputados, el militar togado Carlos Blanco (presidente de la Comisión) y Juan Lluhí, quienes proponían la inclusión de un nuevo artículo entre el 10 y el 11 del texto de la propuesta, pues estimaban que había que establecer que los delitos comprendidos en las leyes penales vigentes debían ir a los tribunales supremos, previa consideración de la Cámara. Las minorías parlamentarias celebraron reuniones para fijar posiciones y criterios acerca del proyecto de ley, que el Gobierno hizo suyo. Algunos diputados formularon también reparos y observaciones a la propuesta, pues entendían que era excesiva y que negaba los fundamentos básicos del derecho, argumento que fue el principal punto de discordia desde las diferentes visiones de cuál debía ser el modo de institucionalizar el régimen republicano.
El debate de totalidad comenzó la tarde de 13 de agosto bajo la moderación del socialista Julián Besteiro, presidente de las Cortes Constituyentes.[27] Esta discusión mostró no solo el rechazo de las minorías de derecha a lo que era la Comisión. El dirimir cómo enfrentar las pasadas situaciones de autoritarismo y violencia política, para facilitar el enfrentamiento crítico con el pasado reciente, suscitó marcadas divisiones de criterio y una fuerte tensión política también entre los propios grupos parlamentarios gubernamentales y dentro del mismo Gobierno provisional. Hay que precisar que el contenido y el tono de las intervenciones y réplicas parlamentarias en este asunto fueron corrientes en las sesiones de las Cortes republicanas, puesto que el debate y las posturas encontradas se produjeron igualmente en torno a otras cuestiones, como fueron las discusiones coetáneas sobre la propuesta de ley de Defensa de la República (aprobada el 21 de octubre de 1931) y la discusión sobre el texto constitucional, incluyendo el debate que había comenzado el 30 de septiembre sobre el artículo 34 del proyecto de la Comisión de Constitución (artículo 36 en la redacción del texto definitivo), en el que se reconocía el derecho al voto de las mujeres. Precisamente, la simultaneidad de todos estos debates parlamentarios en un período legislativo tan agitado introdujo la costumbre de celebrar las sesiones nocturnas, imbricándolas en el hacer habitual de las Cortes, como ocurrió en materia de la depuración de responsabili­dades.
Tras un primer proceso de absorción de los momentos de efervescencia colectiva con la proclamación de la República en el ciclo de movilización electoral a Cortes Constituyentes, el debate parlamentario sobre las responsabilidades políticas es un ejemplo de cómo al entusiasmo de propuestas políticas de cambio, cuales fueron sobre las responsabilidades, siguió la contención de su alcance en un segundo momento del proceso de institucionalización. Se trató de una secuencia en el ciclo de protestas colectivas desde esos momentos iniciales de efervescencia política hasta los posteriores episodios de mediación parlamentaria de las disputas en el proceso constituyente, que tensaron la vida política y la opinión pública de las distintas sensibilidades y culturas republicanas en la instauración del nuevo régimen.[28]
El debate parlamentario se desarrolló reglamentariamente con tres turnos en contra y tres en pro, además de las intervenciones por alusiones. El dictamen de la Comisión fue justificado ante las Cortes por Manuel Cordero Pérez, vicepresidente de la Comisión, al haber disentido del dictamen el presidente Carlos Blanco con su voto particular. En su intervención, el diputado Cordero negó la alarma de algunos sectores de opinión de la derecha acerca de que la Cámara se convirtiera en una «Convención»; dijo que la acusación provenía de los mismos que habían apoyado una dictadura personal en el país sin el menor pesar. En su réplica, Felipe Sánchez-Román señaló el extravío cometido, al buscarse sustanciar no solo las responsabilidades políticas, sino también las de gestión, y dijo no compartir que la Comisión tuviera facultades excepcionales y que no se ajustase a procedimiento jurídico alguno, única garantía del inculpado. Concluía su intervención afirmando que no le asustaba la Convención, sino el Comité de Salud Pública, que ahogó la Revolución francesa. Estos puntos fueron rebatidos en las intervenciones a favor del proyecto por el diputado radical Rafael Guerra del Río, el radical socialista Jerónimo Bugeda y Eduardo Layret Foix, diputado de Izquierda Republicana por Barcelona, para quienes la efectividad de la labor de la Comisión pasaba por tener libertad de actuación, pues no se podía confiar en la labor de la magistratura ni en la eficacia de los procedimientos judiciales vigentes. Este motivo fue recurrente al argumentarse a favor de refrendar las facultades excepcionales de enjuiciamiento de la Comisión de responsabilidades. Con motivo del inicio del debate de totalidad, la minoría socialista, que quería sacar adelante el proyecto, se opuso a que los ministros socialistas intervinieran en nombre del Gobierno provisional, pues no había unanimidad en su postura (esta decisión evitaba que el socialista Fernando de los Ríos pudiera tomar la palabra como ministro de Justicia).[29]
En esa misma sesión de 13 de agosto, antes de empezar el debate parlamentario se presentaron tres enmiendas al dictamen de la Comisión de responsabilidades a la Mesa de las Cortes.[30] La enmienda encabezada por el diputado Salvador de Madariaga Rojo, de la Federación Republicana Gallega/ORGA, modificaba los artículos 4 (al prescribir el respeto a los principios del enjuiciamiento penal), 8, 10 y 11 del dictamen. Del mismo modo, el grupo de ocho diputados encabezado por el republicano radical José Álvarez Buylla y Godino presentó una enmienda a los artículos 8, 10 (al prever la actuación judicial mediante un Tribunal especial, designado por la Cámara) y 11. Asimismo, un grupo de diputados de Acción Republicana presentó una enmienda a la totalidad del dictamen, pidiendo que se estableciera la creación de un alto Tribunal, formado por los presidentes del Tribunal Supremo, el Consejo de Estado y el Comité Jurídico de Asesoramiento, mientras que otros seis miembros serían nombrados por las Cortes.[31] Además, al día siguiente se presentó una enmienda al artículo 5, estableciendo que la Comisión podía reclamar sumarios, autos y expedientes a los tribunales. Una nueva enmienda a la totalidad fue promovida el 19 de agosto por el diputado federal Eduardo Barriobero H­errán y otros seis parlamentarios con la petición de crear un Tribunal Nacional. En resumen, estas propuestas de modificación del dictamen, que promovieron diputados de minorías parlamentarias afines al Gobierno provisional, procuraron adecuar a la juridicidad vigente el encausamiento de las responsabilidades que pudiera establecer la Comisión.
El debate sobre el proyecto de ley dio pie a polemizar acerca de la misma naturaleza del nuevo régimen republicano en el discurso político y la opinión pública, sobre todo por las derechas.[32] Se trató de un proceso de enmarcado, es decir, de elaboración de las definiciones de una situación de acuerdo con los principios de organización que gobiernan los acontecimientos sociales y la participación subjetiva en ellos.[33] En la organización conceptual de la experiencia se priorizan unas palabras clave, que incitan emociones y son etiquetas de valores, evocando ciertas imágenes respecto a cómo los actores perciben la situación política y se orientan hacia lo político. El diario ABC, afecto al conservadurismo monárquico y católico, y que había apoyado con complacencia la dictadura, resumía los términos del incipiente debate sobre el proyecto de ley de la Comisión de responsabilidades destacando irónicamente que los diputados gubernamentales rechazaban la justicia, pues esta no obedecía a la causa republicana:
El primer desgarrón de la veste jurídica del Gobierno viene por este lado [la pasión política desatada en contra de la magistratura]. Empieza a afirmarse que la Magistratura debe republicanizarse. No existe confianza en la justicia aplicada por los Tribunales, no por parciales, sino por no servir apasionadamente a la causa de la República. Pronto hemos de oír que la justicia no es el concepto absoluto tradicional. Parece que existe una justicia republicana.[34]
En el espacio público parlamentario y extraparlamentario se propagó la equiparación de las Cortes Constituyentes de la República es­pañola con la Convención Nacional de la Primera República francesa, sobre todo con su deriva más radical bajo «El Terror» jacobino que desató el Comité de Salvación Pública. Como tal se tachó al Comité de responsabilidades, pues se afirmó que negaba los principios del garantismo jurídico y la misma separación de poderes del Estado. El diario tradicionalista El Siglo Futuro denunció, así, la dictadura de la Comisión al convertirse en un «Comité de salud pública».[35] El viernes 14 de agosto, el diario El Debate, propiedad de Editorial Católica, tituló su editorial «Desorientación política». En el artículo se señalaba la «tendencia extremista» de los grupos gubernamentales, que habían rechazado, con tópicos violentos, los razonamientos sensatos y las alegaciones jurídicas. De este modo, el Parlamento mostraba una acusada desorientación, que podía llevar por una vía muy peligrosa e inquietante de manos de la inmunidad de la Comisión de responsabilidades, y que solo una adecuada rectificación del gobierno podría atajar.[36] Esta también fue la línea editorial del periódico La Nación, portavoz ahora del sector más ultraderechista de la Unión Monárquica Nacional. En el editorial «Propósito convencionista», de esa fecha de 14 de agosto, se denunció el exceso de aquellos «exaltados» a quienes no bastaba convertir las Cortes Constituyentes en una Convención, sino que habían acentuado las características del poder ciudadano dictatorial al crear el Comité de Salud Pública, disfrazado con la denominación de «jueces del pueblo». La amenaza era —según se decía en la columna periodística— que los jueces fueran enemigos políticos y personales de los acusados. Ello no era sino un abuso de fuerza e injusticia, una contumaz persecución, propia del rencor, que no hacía más que restar el apoyo de las «personas de orden».[37]
La sesión parlamentaria se reanudó el 14 de agosto.[38] En su intervención en el debate, el alcalde de Madrid, y diputado de Acción Republicana por esa circunscripción, Pedro Rico López, defendió la primacía del principio de juridicidad. En su argumentación, afirmó que aquel era un momento crucial para llevar a la República por un cauce jurídico o por otros derroteros que la perdieran, pues había que procurar el bien de España evitando el extremismo radical. El dictamen sobre las facultades y los procedimientos para la actuación de la Comisión de responsabilidades invadía, en su opinión, el orden judicial y también las funciones gubernativas. A su parecer, si la Convención podía ser impuesta por una revolución, el período constituyente debía normalizarla; la anormalidad revolucionaria era ahora una normalidad jurídica, pues «ya los hombres que vivimos aquí tenemos el deber primordial de dar a todos nuestros actos, a todas nuestras actuaciones un aspecto de juridicidad, del cual no podemos prescindir en nombre de nada ni de nadie». No cabía —afirmaba— que la Comisión tuviera una libertad absoluta. No podía asumirse «la teoría verdaderamente anárquica» de que no existía poder judicial en España y que era tan malo que no podían llevarse los casos a juzgar. No debía aceptar la Comisión el asumir la responsabilidad de una confusión de poderes a la hora de juzgar. Su conclusión era que había que evitar un paso en falso que cambiara el curso de la revolución, haciéndola pasar del período de derecho en que estaba a un período de violencia. Esta argumentación fue reiterada por Salvador de Madariaga, quien también expresó que la República española era la ley. A su parecer, estaba en el peligro más grave, pues el dictamen de la Comisión no podía erigirse por encima y fuera de la ley:
la República es la ley y […] en este momento en que con la excelente intención de defender la República se la está matando, os diré que esta Comisión, al vaciar el baño, nos va a vaciar el niño. No nos quedemos sin República al ir a perseguir a los ex enemigos de la República.[39]
Para Madariaga, no cabía la impunidad con la alta traición, pero el castigo debía aplicarse conforme a la ley, estando de acuerdo los fines y los medios, pues opinaba que la República había llegado para que nadie hiciera lo que le diese la gana; había que proteger y respetar a la propia Comisión del ejercicio arbitrario del poder. Para ello, señalaba que si había que reformar previamente la magistratura, que se hiciera, además de opinar que debían llevarse solo los altos delitos políticos de traición a la Comisión.
Las réplicas esgrimieron una misma idea: la ineficacia del poder judicial para aplicar leyes y sancionar las violaciones penales ocurridas durante el período de autoritarismo y conflicto. La magistratura se había convertido en una servidora del poder dictatorial y no tenía ni interés ni capacidad de juzgar independientemente las responsabilidades. Tales fueron las contestaciones en la sesión del 18 de agosto.[40] El abogado Santiago Rodríguez Piñero, diputado por Cádiz por la minoría Radical Izquierda Republicana, y a la sazón secretario de la Comisión, insistió en que las responsabilidades no podían ser algo irrisorio, no más que una palabra vana. Por ello, demandó que la Comisión instituyera el proceso de responsabilidades sin más limitaciones que las del derecho de gentes, evitando los procedimientos penales, pues el poder judicial había incurrido en prevaricación durante las dictaduras. El proyecto de ley —decía— aseguraba el derecho de defensa del acusado y el Parlamento debía juzgar en último término.
La discordia fue enconándose en las propias filas republicanas e incluso entre diputados de un mismo partido, pues no se trataba ya solo de aprobar o no las facultades excepcionales de enjuiciamiento de la Comisión de responsabilidades y las propias Cortes, sino de salvaguardar la legitimidad de origen de la República y su estabilidad jurídica. En su intervención durante la sesión de ese martes día 18, Amadeo Hurtado Miró, diputado de Izquierda Republica de Cataluña por Barcelona, señaló que el dictamen que se discutía venía a ser «el proyecto de ley de garantías para la consolidación de la República». Más que incluso la juridicidad, creía que estaba en juego el honor, la existencia de la República y la dignidad de las Cortes Constituyentes. Por ello, rechazó aprobar facultades excepcionales de enjuiciamiento a la Comisión, que perturbarían la constitución normal de la República y podrían desfigurar la revolución. El peligro era que la Comisión se convirtiera en un Comité de Salud Pública, que fuera un instrumento de justicia popular agitada por la masa neutra, un embrión de arbitrariedad. El peligro era caer en una persecución por el pasado reciente para satisfacer una venganza política, que respondía a la pasión de una actualidad que interesaba más. Según opinaba, no cabía desconfiar de la magistratura cuando la República había venido a renovar el ambiente y dignificar las funciones del Estado y sus organismos. En resumen, su ruego fue que la República no necesitaba y era peligroso restablecer facultades excepcionales.[41] Sin embargo, su compañero de candidatura, el diputado Juan Lluhí Vallesca, defendió que la Comisión debía depurar incluso las responsabilidades administrativas en la gestión, procediendo más que a la sola instrucción, y denunció que se estaba imponiendo «el criterio impunista» en la Cámara.[42]
El miércoles 19 de agosto, la Comisión de responsabilidades se reunió, acordando no aceptar ninguna de las enmiendas.[43] El frentismo había sobrepasado el debate sobre la prevalencia de la soberanía y el decisionismo político sobre el normativismo jurídico, y se deslizó hacia las acusaciones de favorecer la impunidad política amparándose en el principio normativo. Durante la sesión de esa tarde, Joaquín Pérez Madrigal, diputado radical socialista por Ciudad Real, planteó una vez más el problema de la juridicidad, pues consideraba que amenazaba con dejar «estancada y estéril» a la República:
por ceñirse a esa juridicidad que, si no estaba podrida, estaba, por lo menos inservible, ya que ella fue incapaz de sofocar los crímenes políticos y sociales que se consumaban en España, por ceñirse a esa juridicidad, se embarazó la senda, se cerró el camino con un cinturón bárbaro con el que sigue marchando [el Gobierno provisional] penosamente, desacreditándose ante la conciencia popular que lo espera todo de este Gobierno y del que ha recogido lo menos […] Esa juridicidad engendra en la masa, en los organismos, en los republicanos sanos y auténticos un malestar profundo. He aquí un defecto que he señalado de ese empacho de juridicidad.[44]
En su opinión, no había más camino que la depuración de todos los crímenes sin encogerse el espíritu de las Cortes Constituyentes, pues se mostraban aterradas de lo que pudiera pasar, mostrándose al pueblo el miedo de que la República se les fuese de las manos. Por su parte, Eduardo Ortega y Gasset, a la sazón secretario de la Comisión de responsabilidades, insistió en que la Cámara debía decidir sin estorbos sobre qué hacer tras que la Comisión instruyera, pues cualquier limitación a esta lo era a aquella, que hasta entonces había demostrado ser hija de la revolución y responder a sus compromisos populares. Puesto que no había que confundir la legalidad muerta con la ley viva, rechazó el «abogadismo» y las falsas acusaciones referentes a la Convención y el Comité de Salud Pública.[45] La acritud de las intervenciones movió a que Ángel Galarza Gago, diputado que formaba parte de la Comisión y era por entonces director general de Seguridad, manifestara que los miembros de la Comisión estaban alarmados por la peligrosa amplitud que se estaba dando al debate de totalidad, afirmando que esta se ratificaba en su dictamen y en el sentido del discutido artículo 10. A su parecer, el debate de totalidad estaba ya agotado.[46] En este punto de la sesión, Besteiro respetó los turnos de palabras pendientes, sin aceptar ninguno más.[47]
Ante el riesgo de fractura por el empecinamiento de posturas y la tensión política en las propias filas republicanas, y el riesgo que suponía para la estabilidad del propio Gobierno provisional, el presidente Niceto Alcalá Zamora finalmente tomó la palabra en la sesión de las Cortes del 20 de agosto.[48] En su intervención, comenzó matizando que el debate no suponía ni deseo de impunidad ni desconfianza en la Comisión. Manifestó que el derecho procesal era garantía de lo más noble, humano y civilizado, pues establecía límites infranqueables, que, de no ser respetados, daría pie al impunismo por posibles revisiones futuras. Afirmó que las Cortes que él impulsó habían nacido con un cometido legislativo y constituyente, y aunque la Cámara había entendido lo contrario, expresó que no cabía en su ánimo la idea del Parlamento convertido en un tribunal. Remitió la sanción de responsabilidades a los futuros órganos de justicia constitucional y, si fuera el caso, a un tribunal especial, que juzgarían los hechos sobre la base de la acusación que las Cortes Constituyentes formularan. No entendía que fuera necesario el total albedrío de la Comisión, pues estaba en el Código Penal la capacidad procesal de los delitos cometidos en la dictadura. La Comisión debía delimitar las categorías que caerían en la jurisdicción de la Cámara, lo mismo que podía pedir la derogación de aquellos preceptos del enjuiciamiento ordinario que entorpecieran su cometido. Había que marcar el límite a la acción de la Comisión y separar la función fiscal y la instructora, aunque la Comisión pudiera ejercer la detención gubernativa.[49] El discurso fue recibido —como observara Azaña— con profundo silencio, frialdad y, en gran medida, con hostilidad, produciendo desconcierto la opinión de Alcalá Zamora de que las Cortes no tendrían que convertirse en un tribunal. Lo más importante había sido que, sin plantear abiertamente la cuestión de la confianza, el presidente la asumía como una censura personal si la Comisión no aceptaba «sus consejos».[50]
Con esta intervención, Besteiro dio por terminado el debate de totalidad. El diputado Carlos Blanco Pérez, en calidad de presidente de la Comisión, solicitó suspender momentáneamente la sesión para deliberar sobre qué cabía rectificar o no del dictamen. La cuestión era que, si la Comisión mantenía su dictamen, los diputados se resolvieran a sostener al gobierno o a derribarlo.[51] Ante tal tesitura, esa noche del jueves 20 el Consejo de Ministros se solidarizó con el presidente Alcalá Zamora.[52] Pero su continuidad política era más que discutida dentro del propio Gobierno, sobre todo por la actitud y las críticas de los ministros radical-socialistas.[53] El debate parlamentario se reanudó al día siguiente.[54] Tras haber arrancado una fórmula de compromiso a la Comisión, Blanco manifestó que la Comisión entendía que las enmiendas y las manifestaciones del debate no alteraban la esencia del proyecto de ley, y consecuentemente se habían introducido las modificaciones que se estimaron oportunas. Señaló que la Cámara tendría ocasión de conocer tales cambios con motivo del debate sobre cada uno de los artículos. Sin embargo, Sánchez Guerra insistió en la necesaria publicidad de la nueva redacción del proyecto antes de su discusión. La Presidencia del Congreso dispuso, así, que el texto fuera impreso, aplazándose la sesión.
El anuncio de la enmienda del dictamen inicial, tras el discurso de Alcalá Zamora a favor de buscar fórmulas de acuerdo, provocó que aumentara más la tensión entre los diputados. Los representantes radical-socialistas insistieron en que no cabía más que ratificar el dictamen inicial, refrendándolo en su integridad.[55] La grave tensión política parlamentaria y entre los ministros del Gobierno provisional se reflejó en la opinión pública extraparlamentaria del republicanismo. Tal fue el caso del diario Ahora, que dirigía Manuel Chaves Nogales. En el editorial de 21 de agosto, se opinó que Alcalá Zamora se había jugado la presidencia de la República, al oponerse al dictamen de la Comisión de responsabilidades y plantear de hecho la cuestión de confianza. Se señalaba que había, en la Cámara, «un pugilato de extremismos», en el que se tildaba a cualquiera de «impunista». El editorial tachaba el dictamen de atentar contra las normas jurídicas, en cuyo nombre se había combatido la dictadura y se hizo la revolución. Había ocurrido que la Cámara había caído en el fenómeno patológico del terror ante el impulso ciego de las masas que pedían venganza. Pero lo que se pretendía en el dictamen —se señalaba en esta columna editorial— no cabía en un régimen democrático, pues era dictatorial. Frente a ello, la postura de Alcalá Zamora podía servir para que las Cortes Constituyentes reaccionaran frente a lo que se calificaba como el «morbo demagógico» que amenazaba con corromperlas, cayéndose en lo que ocurría con las checas bolcheviques o los tribunales especiales fascistas.[56]
La opinión socialista fue, sin embargo, de desacuerdo con el resultado de avenencia y transacción final del debate. Así fue propagado por El Socialista, órgano del PSOE, en su editorial de 22 de agosto. En el artículo se denunciaban las presiones políticas, que habían desplazado la atención de temas más urgentes por «entelequias fantasmales, como el debate sobre las responsabilidades». Se afirmaba que esta discusión adolecía de un error inicial de planteamiento y desarrollo, de modo que había enrarecido alarmantemente el clima político hasta el punto de amenazar seriamente la estabilidad gubernamental. Asimismo, se señalaba que los debates se habían enconado de manera inusitada acerca del procedimiento y la forma de exigir responsabilidades, pero sin haberse adoptado providencia alguna que evitara la impunidad de los responsables de «los desastres monárquicos», quienes habían aprovechado para ponerse a salvo. Aunque se puntualizaba que ello no suponía que los parlamentarios estuvieran inspirados por el impunismo, se añadía que se corría el riesgo de no actuar contra culpable alguno. Se concluía que la cuestión de las responsabilidades debía resolverse pronta, enérgica y fulminantemente ante lo que no era sino un delito de alta traición, que no requería «sombrías investigaciones».[57] Esta línea editorial socialista fue particularmente crítica con el presidente del Gobierno provisional, Alcalá Zamora. En el editorial del día siguiente se afirmó que la heterogeneidad del Gobierno influía en dar un matiz ambiguo y hermafrodita a sus actividades. Además, se señaló que se actuaba de forma perniciosa al desintegrar las disputas parlamentarias por una indeseable tendencia mesiánica del cabeza del ejecutivo, resultando un aparato parlamentario nulo, ficticio e irreal. Sin embargo, se debía desterrar absolutamente toda coacción moral a las Cortes:
Por lo demás, no es actitud adecuada y discreta la de jugarse por la prevalencia de un criterio el todo por el todo y el prestigio de una ilusoria popularidad personal. En el pueblo no reside hoy ningún culto al idolismo individual, que eso es impropio de un país capaz de regirse por sí.[58]
La opinión de formaciones extraparlamentarias de extrema izquierda fue todavía más tajante en su rechazo; este fue el caso de la AIT. El editorial del periódico barcelonés Solidaridad Obrera del 21 de agosto fue rotundo en la interpretación de lo que estaba ocurriendo. La columna tachó al Gobierno provisional de impunista y señaló que la raíz de ello era el sentido contrarrevolucionario de la actuación de Alcalá Zamora y los ministros de la coalición. El mal —se afirmaba— era el «empacho de legalidad», al no desearse más revolución que la desarrollada dentro de los cauces jurídicos. Por ello, se concluía que las responsabilidades también debían recaer sobre los ministros.[59]
En medio de esta atmósfera pública, la reunión de la Cámara se reanudó ya el martes 25 de agosto.[60] De acuerdo con las propuestas conciliadoras de Alcalá Zamora en su discurso y la aquiescencia del presidente de la Comisión, Carlos Blanco, representante de la circunscripción de Cuenca por la Derecha Liberal Republicana —partido del presidente del Gobierno—, las modificaciones introducidas matizaron los términos de algunos artículos del dictamen inicial de acuerdo con un mayor respeto al principio de juridicidad. Además de concretarse las categorías de delitos sobre los que recaería la exigencia de responsabilidades políticas y administrativas, se enmendó el artículo 4, en cuya redacción original se establecía que la Comisión no estaría obligada a sujetarse a los preceptos de ninguna ley procesal en la tramitación de sus investigaciones. Ahora, debía hacerlo según la Ley de Enjuiciamiento Criminal vigente, si bien se precisó que se vinculaban a la Comisión las facultades y deberes atribuidos a los tribunales de justicia. Asimismo, se suprimió el artículo 6, que disponía que la Comisión podría utilizar todos los medios probatorios y de esclarecimiento de los hechos, sin limitación alguna en las cosas, las personas, el lugar, el momento y la materia. La modificación introducida en el antiguo artículo 8 del dictamen inicial admitió que cabría elevar recurso de apelación a la Cámara de Diputados. Asimismo, se modificó el antiguo artículo 10, pues ahora se establecía que la Cámara decidiría, en cada caso, el tribunal que sancionaría los hechos instruidos.
El texto definitivo de la Ley de la Comisión de responsabilidades se promulgó el 27 de agosto.[61] Según el artículo 1.º de esta disposición legal, el cometido de la Comisión era instruir diligencias para depurar y exigir en su día las altas responsabilidades políticas o de gestión ministerial que hubieran causado grave daño material o moral a la nación en relación con la alta responsabilidad en Marruecos, la política social en Cataluña, el golpe de Estado de 13 de septiembre de 1923, la gestión y responsabilidades de «las Dictaduras» y el proceso de Jaca, es decir, desde la derrota de A­nnual en julio de 1921 y la subsiguiente instrucción del expediente Picasso sobre responsabilidades en tales sucesos y su traslado a las Cortes hasta el proceso contra los implicados en la sublevación militar de Jaca de 12 de diciembre de 1930. Asimismo, se dispuso que, si en el curso de las investigaciones se establecían posibles hechos delictivos no comprendidos en la misión de la Comisión, se trasladarían al fiscal de la República para que instara el correspondiente procedimiento. En su actuación, la Comisión se ajustaría a la legalidad procesal vigente. La Comisión de responsabilidades, nombrada por las Cortes Constituyentes, designaría su presidente, dos vicepresidentes y tres secretarios entre sus miembros. Para su funcionamiento, podría nombrar ponencias informativas y subcomisiones. La Comisión tendría la facultad de reclamar directamente cuantos antecedentes e informaciones estimara necesarios, incluidos sumarios judiciales, además de poder pedir el auxilio de la policía y adoptar medidas precautorias. Los acuerdos de la Comisión eran ejecutivos y contra ellos no cabría recurso, aunque sí la apelación a la Cámara. Al terminar la instrucción de diligencias en cada caso, se formularían los cargos contra los inculpados, que podrían defenderse a la vista del expediente. Finalizada la instrucción de cada expediente, la Comisión elevaría a la Cámara la propuesta de responsabilidad, señalando ésta el tribunal que debía sancionar los hechos.
El motivo central en el discurso político de la derecha siguió siendo la idea de la naturaleza dictatorial del nuevo régimen y la venganza y la arbitrariedad del proceder gubernamental. Así se expresó el editorial de La Nación de 25 de agosto. En aquellas circunstancias, se estimó inoportunos «debates de emoción» como el de las responsabilidades, y se tildó de insustancial y propicio más al escándalo y la exhibición y el ruido, ahogando los verdaderos intereses del país. Además, se daba por hecho que las responsabilidades políticas no eran exigibles, y de serlo, afectarían a muchos de los miembros del Gobierno por su colaboración con la dictadura. Volvió a insistirse sobre todo en el problema de la juridicidad al sustraerse los procesos a los tribunales y erigirse algunos, tachados de «apasionados y rencorosos», en juzgadores. En consecuencia, se decía que muchos tendrían que huir ante tal audacia y el espíritu vengativo.[62] En tal sentido se manifestó el editorial de ABC del día siguiente. En la columna se afirmó que no había garantías ante el arbitrio del Gobierno, que hacía lo que se le antojaba, desobedeciendo leyes que seguían en vigor y vulnerando derechos básicos. En suma, se opinaba que semejante plenitud de poderes no era sino la dictadura, naturaleza de la revolución al abrigo de la legalidad.[63] El mismo motivo fue propagado en otro editorial de este periódico, en el que se comparaba la legalidad del procedimiento procesal y garantista de responsabilidades contra el último presidente del Consejo de Ministros, el marqués de Alhucenas, García Prieto, y el ministro de Estado, Santiago Alba, bajo la dictadura de 1923, con la violencia del nuevo régimen, cuyos principales poderes aplicaban una «ley de represalias».[64]
4. El dictamen contra Alfonso de Borbón
El 28 de agosto, la Comisión de responsabilidades había acordado la detención de todos los vocales del Directorio militar y los exministros de la Dictadura de Primo de Rivera.[65] Se temían —como expresó Azaña— los posibles incidentes que estas detenciones provocaran en el Ejército, sobre todo si alcanzaban al general Sanjurjo, entonces director general de la Guardia Civil y diputado por Lugo en las Cortes (cuando el golpe militar de septiembre de 1923, Sanjurjo, gobernador militar de Zaragoza, apoyó la sublevación).[66] El auto de procesamiento de los detenidos fue dictado el 4 de septiembre.[67] Los trabajos de la Comisión prosiguieron, el día 9 de septiembre, con la petición de suplicatorio a la Cámara para el procesamiento del diputado monárquico José Calvo Sotelo, que permanecía en el exilio.[68] El propósito de Eduardo Ortega y Gasset de hacer comparecer al general Sanjurjo ante la Comisión de responsabilidades siguió tensando la relación con el Gobierno, imponiéndose finalmente la fórmula de compromiso de testimoniar por escrito.[69] Asimismo, el 6 de noviembre se declaró la incompatibilidad moral de Juan March con las Cortes.[70] Este caso desató una crisis en la Comisión de responsabilidades al acusarse al diputado radical Guerra del Río de haber revelado a March los secretos de la Comisión, provocando el enfrentamiento con socialistas y radical-socialistas. En sesión secreta, la Comisión aconsejó que Guerra del Río cesara entre sus miembros, si bien este dictamen fue rechazado y se declaró la honorabilidad del diputado radical. Ello provocó un conato de dimisión de Eduardo Ortega y de los integrantes de la subcomisión depuradora.[71]
Pero fue la figura del monarca en el exilio la que ocupó la labor depuradora de la Comisión de responsabilidades.[72] Así se evidenció con la lectura del acta de acusación contra Alfonso de Borbón en la sesión de Cortes del 12 de noviembre.[73] El dictamen de la Comisión comenzaba con un amplio preámbulo, que justificaba que no era preciso adoptar un sistema procesal para establecer y probar los delitos cometidos por el rey, pues era evidente su trascendencia contra el derecho fundamental de los españoles y su notoriedad e índole pública. Las acusaciones señalaban su inclinación irrefrenable al poder absoluto por encima de la Constitución; su afán imperialista en Marruecos contrario a la voluntad popular, atrayéndose así al Ejército, lo que culminó en el desastre de 1921; y la preparación del golpe de Estado de acuerdo con algunos generales. Estas actuaciones, se añadía en el acta acusatoria, no podían quedar amparadas por la declaración de irresponsabilidad del monarca, pues delegaba en sus ministros, conforme al artículo 48 de la Constitución de 1876. Además, se señalaba que el rey incumplió con la obligación constitucional de restituir las Cortes tres meses después de su disolución el 13 de septiembre de 1923. En consecuencia, la única responsabilidad era del exmonarca al quedar fuera del ámbito constitucional, según se concluía:
A la luz del más elemental análisis jurídico, el régimen instaurado por la sublevación militar fue el del poder personal, puro y simple, sostenido por la fuerza militar, lo que hacía del Jefe del Estado el jefe de una sublevación permanente contra el pueblo. En tal situación no cabe señalar la existencia de Ministros responsables […] El monarca, por lo tanto, fuera ya del área constitucional, única dentro de la cual podía ser protegido por la inviolabilidad, dejó de ser el poder que regulaba situado en una esfera suprema más allá de los partidos y de las facciones. Y el que fue rey constitucional quedó convertido en el jefe de una facción, ni siquiera en el de un partido, ejerciendo un poder puramente en pugna por el mecanismo fundamental legislativo.[74]
En consecuencia, no podía alegarse su inviolabilidad constitucional, que él mismo había destruido con sus actos. Los delitos imputados fueron, así, los de lesa majestad y de rebelión militar, declarándose al acusado incur­so en la pena de pérdida de todas sus dignidades y derechos y títulos. Aunque la gravedad de sus delitos le hacía merecer la pena de muerte, se declaró que el espíritu de la Cámara era contrario a esta pena, por lo que se proponía la reclusión perpetua en el caso de que pisara territorio nacional. En tercer lugar, se dictó la incautación de todos los bienes, derechos y acciones de su propiedad en España a favor del Estado. Ante este dictamen, formularon un voto particular el diputado agrario Royo Villano­va y José Centeno González, este elegido en Sevilla por la Derecha Republicana. El argumento fue que el pueblo español ya había dado su veredicto al expulsar al monarca y que la pena debía ser de extrañamiento perpetuo y la accesoria de inhabilitación perpetua para el ejercicio de todo cargo público. El dictamen quedó listo para su discusión parlamentaria y aprobación.
La reacción de la prensa fue dispar. Aun la polarización de la opinión editorial, los comentarios adversos pasaron más bien por encima del asunto y esgrimieron un tono más contenido. Hay que sopesar en qué medida influyó en ello la amenaza de sanciones de la Ley de Defensa de la República por apología de la monarquía. Pero los comentarios favorables fueron asimismo contados y parcos en los términos de su elogio. Puede plantearse la idea de que, en el exilio, la figura del Alfonso de Borbón no era ya un icono político que tuviese significativo valor social en la España del momento. El diario La Nación utilizó la lectura del dictamen más bien para denunciar la complicidad y responsabilidad del Gobierno provisional al permitir la salida del exmonarca al exilio.[75] En el editorial del mismo periódico del día 14, se comentó la indiferencia general de la opinión ante la acusación a Alfonso de Borbón y se señaló que no era necesario debatir su aprobación parlamentaria porque el asunto ya esta decidido y juzgado.[76] El diario ABC calificó el dictamen como una ley de excepción de una dureza inusitada. Se trataba de una ley de vencedores, carente del atributo y la virtud de la justicia, aunque no tuviera efectividad.[77] El editorial se hacía eco de una columna del periódico El Crisol, fundado por el empresario Nicolás María de Urgoiti. En esta columna de opinión, de tendencia normalmente radical en sus juicios, se tachó el dictamen como un acto pueril, que producía asombro. Apenas sin atenerse a las fórmulas procesales ordinarias, la sentencia era calificada de aparatosa y merecedora de ser objeto de ironía, pues estaba preparada con un espíritu leguleyo y era desproporcionada, de modo que las Cortes debían reflexionar antes de aprobarla.[78] La opinión favorable al dictamen fue expresada por periódicos como El Liberal. En el editorial de ese día 14 de agosto se valoró que la acusación era justa y bien pensada ante un exmonarca al que hubo que echar sin que abdicara, lo que había obligado a juzgarle.[79] La opinión favorable del diario El Socialista había sido rotunda: se destacó el valor moral de la sentencia, pues las Cortes Constituyentes se revestían de la autoridad que le daba el ser el órgano legítimo de la voluntad española.[80]
El día previsto para la discusión parlamentaria del dictamen se publicó en prensa un documento de protesta de Calvo Sotelo a las Cortes sobre el proceso a Alfonso de Borbón. En este artículo, afirmó que la República era desleal al pedir las penas personales y patrimoniales, pues lo que o­currió el 14 de abril fue que se pactó con la monarquía, siendo ya entonces sanción suficiente y ejemplar el destronamiento.[81] Según Azaña, el dictamen había sido tomado por los diputados como un mal documento, elaborado por Eduardo Ortega y Gasset, viéndose como un disparate la acusación al rey de un delito de lesa majestad. El rechazo al texto provocó que Claudio Sánchez Albornoz presentara uno nuevo y que se hablase con el presidente de la Comisión de responsabilidades, Manuel Cordero.[82] En sesión nocturna, el dictamen inicial fue debatido el 19 de agosto en las Cortes.[83] El conde de Romanones, Álvaro Figueroa y Torres, se hizo cargo de la defensa de Alfonso de Borbón.[84] En su intervención, afirmó que se había faltado absolutamente a los requisitos procesales penales, sobre todo porque nadie podía ser condenado sin ser oído.[85] Respecto a las inclinaciones y actuaciones del exmonarca, destacó su legalidad hasta que se implantó la Dictadura, pues el rey era inviolable e irresponsable.[86] Sobre sus actos ante este suceso, negó la complicidad del exrey, pues más bien no pudo oponerse ante los hechos consumados y la opinión favorable mayoritaria.[87] Acerca de las acusaciones, rechazó que hubiera delito de lesa majestad alguno ni tampoco de rebelión militar.[88] En cuanto a las penas, manifestó su opinión de que la Comisión había tramitado este caso con la sencillez con que se resolvían los juicios de faltas en los juzgados municipales. En sus palabras conclusivas, exhortó a los diputados diciendo:
Porque a los reyes, en los momentos convulsivos de las revoluciones se les puede llevar al patíbulo, lo que no se puede hacer es, fríamente, premeditadamente, difamarlos, porque los reyes tienen el mismo derecho de los más modestos ciudadanos a no ser difamados sin pruebas.[89]
En el turno de acusación, intervino el diputado radical socialista Ángel Galarza.[90] Fueron presentadas tres proposiciones de fallo en la Mesa de las Cortes. Si el voto particular al dictamen inicial fue rechazado, este fue modificado sustancialmente al incorporar la proposición de fallo firmada por Sánchez Albornoz y seis diputados mas de distintas formaciones republicanas. A favor de esta modificación intervino Eduardo Ortega. Había ocurrido que éste había aceptado la nueva proposición por mediación de su hermano José Ortega y Gasset, de acuerdo con las gestiones de Sánchez Román y Sánchez Albornoz a lo largo de la tarde de ese día.[91] Así, se aprobó por aclamación el siguiente fallo, prescindiéndose del amplio preámbulo justificativo del dictamen inicial:
Las Cortes Constituyentes declaran culpable de alta traición, como fórmula jurídica que resumen todos los delitos del acta acusatoria, al que fue Rey de España, quien, ejercitando los poderes de su magistratura contra la Constitución del Estado, ha cometido la más criminal violación del orden jurídico de su país, y, en su consecuencia, el Tribunal soberano de la Nación declara solemnemente fuera de la Ley a D. Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena. Privado de la paz jurídica, cualquier ciudadano español podrá aprehender su persona si penetrase en el territorio nacional.
Don Alfonso de Borbón será degrado de todas sus dignidades, derechos y títulos, que no podrá ostentar legalmente ni dentro ni fuera de España, de los cuales el pueblo español, por boca de sus representantes elegidos para votar las nuevas normas del Estado, le declara decaído, sin que pueda reivindicarlos jamás ni para él ni para sus sucesores.
De todos los bienes, derechos y acciones de su propiedad que se encuentren en el territorio nacional, se incautará, en su beneficio, el Estado, que dispondrá el uso más conveniente que deba darles.
Esta sentencia, que aprueban las Cortes soberanas Constituyentes, después de sancionada por el Gobierno provisional de la República, será impresa y fijada en todos los Ayuntamientos de España y comunicada a los representantes diplomáticos de todos los países, así como a la Sociedad de Naciones.[92]
Aún esta resolución ya desleída, el fallo final fue tachado por la prensa conservadora como innecesario, una arbitrariedad procesal, personalista en su autoría, resultado del sesgo partidista de las Cortes Constituyentes y objeto de la indiferencia general de la opinión, reiterándose ideas ya propagadas. Una vez más, solo el diario ABC elevó el tono de sus críticas. La opinión vertida en la columna publicada el 20 de noviembre calificó el dictamen acusatorio como «acto de persecución rencorosa e innecesaria» y afirmó que el fallo no hacía que la República pudiera estar más firme, pues no conjuraba ningún peligro ni recababa ninguna garantía más. Se señalaba que la única finalidad de la acusación era vejar y ofender al adversario caído, y que la imagen que se pretendía dar del rey para la posteridad era la de un delincuente merecedor de todas las execraciones, carente de virtud personal alguna, y a quien se le perdonaba compasivamente la pena de muerte. En resumen, se afirmaba que el documento carecía de valor al ser recusable, y solo reflejaba el talante espiritual de ese nuevo período histórico.[93] La opinión fue más matizada en otros diarios. En La Época se destacó la novedad de la publicitación (affichage) del fallo, si bien se puntualizó la falta de convicción y la indiferencia en el debate en la Cámara. Este editorial de ese mismo día 20 resumió que lo ocurrido no era obra de «Convención» alguna, sino únicamente de Eduardo Ortega y Gasset.[94] El periódico La Nación dedicó su editorial del 20 de noviembre al fallo acusatorio. En la columna se tildó de grave el acuerdo, pero aún así se afirmó una vez más que no merecía la pena hacer comentarios. Era sabido que el caso ya estaba juzgado de antemano por un personaje como Eduardo Ortega, y la sentencia era una mera ofensa y escarnio al acusado, quien tenía los mismos derechos que cualquier ciudadano.[95] Aun minusvalorar el fallo con la opinión de que no merecía mayor comentario, este diario volvió sobre el asunto de la acusación en su editorial del día 21. Este era disconforme con el sistema procesal empleado y la actuación de la Cámara como tribunal especial, y sobre todo negó cualquier legitimidad popular a las Cortes Constituyentes: no eran toda la representación del pueblo, sino de un partido con diversas ramificaciones y matices. La sentencia carecía, así, de valor moral, pues el pueblo no se había expresado a falta de una Constitución, y se habían vulnerado los derechos ciudadanos del acusado.[96] El periódico El Debate también entró en la polémica. Arrogándose que se hacía eco de una gran mayoría de la opinión pública, manifestó el parecer de que la sentencia desacreditaba a la Cámara. No había prueba alguna de extralimitación del rey y se afirmaba en el editorial que el golpe de Estado respondió al sentir de la conciencia de todos los españoles y no a conspiración alguna del monarca. El único responsable fue Miguel Primo de Rivera. La Cámara debía pulsar más bien el sentir de la calle, conocer su indiferencia ante tal espectáculo, y preocuparse por aquellos problemas que incorporaran a la política a la gran masa de la opinión.[97]
5. Conclusión
La pregunta formulada al comienzo de este trabajo plantea en qué medida la política de reparación, ya prevista en el Estatuto jurídico del Gobierno provisional, sirvió para generar confianza en las funciones administrativas, las instituciones y la autoridad del liderazgo político del nuevo régimen republicano. La respuesta que se ha ido desmenuzando es que apenas contribuyó ni a su legitimación ni a su legitimidad en el proceso más amplio de inserción institucional, social y cultural de la memoria pública del pasado reciente en el espacio público de la naciente República. Más bien, cuando no suscitó sin paliativos el rechazo de las minorías de derecha, provocó también un acusado debate que dividió y enfrentó a las minorías parlamentarias republicanas gubernamentales y a las propias filas de diputados republicanos de un mismo grupo, y afectó a la estabilidad del Gobierno provisional, sobre todo bajo la presidencia de Alcalá Zamora hasta el nombramiento de Manuel Azaña el 14 de octubre como nuevo presidente tras la dimisión de aquel durante el debate constitucional.
Se ha precisado también que ello hay que contextualizarlo en el propio proceso de movilización social: tras una primera coyuntura de absorción en el ciclo de movilización electoral a Cortes Constituyentes de los iniciales momentos de efervescencia colectiva durante la proclamación de la República, el debate parlamentario sobre responsabilidades —al igual que ocurrió con el debate constitucional— muestra cómo, al entusiasmo de propuestas políticas de cambio, siguió la contención de su alcance en un segundo momento de institucionalización, con las consiguientes tensiones políticas. Por otra parte, también se ha indicado que el propio proceso de institucionalización del régimen republicano, sobre todo durante la discusión de la Constitución, aprobada el 9 de diciembre de 1931, desplazó la atención política y pública respecto a la figura de Alfonso de Borbón, en el exilio.
Estas observaciones a modo de conclusión permiten discutir ciertas tesis historiográfica sobre la naturaleza de la II República española. En los últimos lustros se ha producido un replanteamiento de la historiografía en torno a la discusión sobre el proyecto político republicano, ante todo esgrimiéndose la idea de la instauración de un régimen republicano lastrado por los extremismos excluyentes y la violencia política. En particular, Manuel Álvarez Tardío analizó comparativamente los procesos constituyentes que instauraron las Constituciones de 1931 y 1978, rechazando la identificación del régimen de 1931 con la situación de la democracia española actual, a la vez que subrayó el valor de la voluntad de consenso que se puso en juego para alcanzar el texto constitucional de 1978.[98] Sin embargo, las posturas y los términos que ocurrieron, por ejemplo, en el debate sobre responsabilidades contradicen tales afirmaciones, en exceso simplistas, muy reduccionistas y anacrónicas en la debida contextualizacion de un proceso de cambio histórico y otro. El republicanismo no fue un proyecto político y jurídico monolítico; las diferencias y tensiones internas fueron muy acusadas; la matización de posturas radicales y excluyentes en busca de compromisos aceptables en el proceso de institucionalización del régimen fue una constante, también en el debate constitucional. Esta complejidad política del republicanismo y el socialismo puede entenderse mejor si se concibe que la esfera pública no es por sí un principio ético, transcendente, sino un ámbito de disputa y encuentro en el proceso de construcción democrática en contextos dados. Los movimientos sociales son acciones colectivas que buscan justicia social en tales lizas políticas.
De este modo, la reconstrucción de la sociedad civil en el nuevo régimen republicano español fue una esfera en la que cierto tipo de comunidad, la republicana y democrática, con afán universalizante de sus valores e ideas plurales, vino a ser culturalmente definida y en cierto grado institucionalmente forzada en medio de acusadas divergencias y mediante la búsqueda parlamentaria de compromisos.[99] Esta interpretación, más atenta a los detalles y la complejidad de los actores y los procesos políticos e institucionales en la institucionalización de la República, comparte la tesis de que la democracia es un proceso histórico en construcción, con sus tiempos en los fenómenos de emergencia de los regímenes democráticos y con ritmos propios de avances y retrocesos.[100] Como ocurrió con el republicanismo y la izquierda en la construcción de la democracia durante la II República española, se trató de un proceso de aprendizaje y práctica de los nuevos gobernantes, cuya materialización constitucional y electoral definió el Estado de derecho y articuló la sociedad civil.[101] La suerte política del régimen republicano español no arraigó, así, en pecado original alguno del republicanismo y la izquierda, en los excesos y el celo de sus padres fundadores en la defensa de un único proyecto monolítico: la República solo para republicanos, primando la República a la Constitución e incluso a la democracia. Hay que precisar que se trató de la defensa de una idea de «democracia militante», que no fue ajena al panorama constitucional europeo coetáneo en la defensa del orden democrático liberal e incluso social.[102]
La comprensión histórica no puede ser esencialista en sus presupuestos, ni anacrónica en sus comparaciones, sino detalladamente contextual. En este punto, hay que entender adecuadamente la deriva radical de una parte de los republicanos, y sobre todo de las corrientes internas del socialismo español hacia la vía revolucionaria y de confrontación en el marco de los sucesos que ocurrieron desde octubre y noviembre de 1933 en la construcción de la experiencia democrática.[103]
Financiación
Este trabajo de investigación pertenece al proyecto titulado Conflicto y reparación en la historia jurídica española moderna y contemporánea, referencia PID2020-113346GB-C21, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España (MCIN/AEI/10.13039/501100011033), en el marco del Programa Estatal de Generación de Conocimiento y Fortalecimiento Científico y Tecnológico del Sistema de I+D+i del Plan de Investigación Científica y Técnica y de Innovación 2017-2020 (AEI/10.13039/501100011033).
Fuentes de archivo
Archivo del Congreso de los Diputados, Madrid.
Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República Española.
Fuentes legislativas impresas
Gaceta de Madrid.
Fuentes hemerográficas
ABC, Madrid.
Ahora, Madrid.
El Crisol, Madrid.
El Debate, Madrid.
El Siglo Futuro, Madrid.
La Época, Madrid.
La Nación, Madrid.
El Socialista, Madrid.
El Sol, Madrid.
Solidaridad Obrera, Barcelona.
Bibliografía
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Datos del autor
Francisco Sevillano Calero, Doctor en Historia, es Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alicante. Ha publicado diversos artículos y estudios sobre la guerra civil y la dictadura franquista. Entre los libros publicados, hay que citar Propaganda y medios de comunicación en el franquismo (Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 1998), Ecos de papel. La opinión de los españoles en la época de Franco (Madrid, Biblioteca Nueva, 2000), Exterminio. El terror con Franco (Madrid, Oberon, 2004), Rojos. La representación del enemigo en la guerra civil (Madrid, Alianza Editorial, 2007), Franco. Caudillo por la gracia de Dios (Madrid, Alianza Editorial, 2010), La cultura de guerra del «nuevo Estado» franquista. Enemigos, héroes y caídos de España (Madrid, Biblioteca Nueva, 2017) y La Europa de entreguerras. El orden trastocado (Madrid, Editorial Síntesis, 2020). Ha editado las obras de Langlois, Charles-Victor y Seignobos, Charles, Introducción a los estudios históricos [1898], introducción de Francisco Sevillano Calero, Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2003; Lorenzo Valla, Refutación de la donación de Constantino, edición de Antoni Biosca y Francisco Sevillano, Madrid, Akal, 2011 y La polémica sobre el método histórico (1900-1908). Textos escogidos, edición y traducción de Francisco Sevillano, Alicante, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2017.
Resumen
Main Text
1. Reparación y memoria pública de la República española
2. La unidad republicana truncada
3. La Comisión de responsabilidades
4. El dictamen contra Alfonso de Borbón
5. Conclusión
Financiación
Fuentes de archivo
Fuentes legislativas impresas
Fuentes hemerográficas
Bibliografía
Datos del autor