Reseñas bibliográficas

Javier Arce, Insignia dominationis. Símbolos de poder y rango del emperador romano en la Antigüedad tardía, Madrid: Marcial Pons, 2022, 173 pp, ISBN: 978-84-18752-18-6.

Javier Arce, exdirector de la Escuela de Historia y Arqueología del CSIC en Roma y profesor emérito de Arqueología en la Universidad de Lille (Francia), es autor de numerosos libros y artículos académicos de consulta obligada para todo aquel interesado en el estudio de diversos aspectos de la Antigüedad tardía. En su último libro, que procedemos a reseñar, el profesor Arce analiza el origen y la evolución de los símbolos de poder que exhibían los emperadores romanos en la Antigüedad tardía, centrándose en el periodo que va desde el gobierno de Diocleciano hasta el de Justiniano. El autor señala que la idea de esta publicación viene concibiéndose desde hace décadas, concretamente desde la preparación de su libro Funus imperatorum. Los funerales de los emperadores romanos (Madrid: Alianza editorial), que vio la luz en 1988. Desde entonces J. Arce ha publicado varios trabajos vinculados de alguna manera con los insignia imperiales. No obstante, la llegada de este libro era necesaria, pues el tema que trata ha recibido escasa atención por parte de la historiografía, siendo generalmente analizado de forma transversal. Después de una introducción, el núcleo de la obra se divide en siete capítulos, fraccionados a su vez en divisiones menores. Posteriormente, el lector se encuentra con varios apartados donde se recoge una cronología de los emperadores romanos, las abreviaturas, fuentes y bibliografía utilizadas y un índice analítico.

En los tres primeros capítulos, Arce enumera y explica los diferentes ornamentos vinculados al emperador. En el primero, se destaca la importancia de los códigos de vestimenta para la diferenciación de las clases sociales en época romana, señalando que dichos códigos se refuerzan tras el advenimiento de Diocleciano, fenómeno que también se refleja en otras fuentes escritas y en las artes visuales del periodo. Asimismo, se abordan algunos aspectos poco conocidos como las características y la gestión del vestiarium o guardarropa de la familia imperial. Ya a finales del siglo iii, todo lo vinculado al emperador empieza a llevar el calificativo de sacrum, incluidas sus ropas e insignia, con una ostentosidad cada vez más patente, hasta entonces propia de los reinos orientales. Cada una de estas insignias representaba un hecho, una función o un poder, siendo exhibidas en circunstancias y contextos concretos. En el segundo capítulo se mencionan dos de los principales insignia: el paludamentum y la diadema. El primero de ellos se refiere al manto púrpura que portaban los emperadores, cuya producción pasó a estar férreamente controlada por la administración imperial a comienzos del siglo iv. Se trata de uno de los símbolos más importantes junto con la diadema, propia de las monarquías helenísticas y utilizada por algunos principes de forma ocasional hasta que Constantino I oficializó su uso. La presencia de estos dos elementos era indispensable en el acto de investidura del emperador. Sin embargo, parece que, en circunstancias imprevistas, como en usurpaciones, no era fácil encontrar estos insignia y algunos tuvieron que improvisar, como la vez en que Juliano aceptó un torques como diadema. Sorprendentemente, el hecho creó un precedente y fue imitado por varios usurpadores y emperadores posteriores. En el siguiente capítulo se enumeran y explican el resto de las insignia, cuyo uso parece que estuvo más restringido a ciertas ceremonias y circunstancias. Entre estos símbolos se mencionan el cetro —scipio—, el globus o la sphaera, el calzado —calcei o calciamenta—, las fibulae, el cinturón —cingulum—, la silla —sella—, el casco, distintos medios de transporte y el labarum cristiano. El emperador viajaba con su thesaurus, donde se incluyen estos insignia que, como medida de precaución, antes de entrar en batalla solía mandar ocultarlos en un lugar seguro, tal es el caso de los cetros hallados a los pies del Palatino en Roma, que pertenecían, al parecer, a Majencio. Un apartado de un capítulo posterior está dedicado a las emperatrices, a quienes se adjudica unos insignia que las asimila a la imagen y representación de sus homónimos masculinos, acentuando su estatuto delegado respecto a estos al ser privadas del uso del paludamentum.

El cuarto capítulo se centra en el análisis de la adopción y el desarrollo de varios modos y formas que podríamos calificar de monárquicas o autocráticas. En el Imperio tardío, el acceso al emperador era cada vez más difícil y ritualizado, ya que fue sometido a protocolos muy rígidos mientras que a él se le exigía un comportamiento hierático. Así, la comunicación con el soberano se llevaba a cabo a través de intermediarios mientras aquel evitaba el contacto directo en las audiencias oculto tras unas cortinas, a la manera de los reyes sasánidas. A través de dicha invisibilidad, se buscaba reforzar y subrayar la sacralidad del emperador y los aspectos más visibles. Entre estos últimos hallamos los insignia arriba citados y varias costumbres que pasaron a consolidarse y ritualizarse en esta época, como la postración ante el emperador —adoratio— y el ritus manus velatae, según el cual nadie podía recibir del soberano ni ofrecerle nada sin cubrirse las manos con un paño —infula—, la clámide o la manga del vestido, práctica cuyo antecedente lo hallamos en el mundo oriental. Desde mediados del siglo iii, la investidura seguía un esquema básico que pasaba por varias fases: la acclamatio por el ejército; colocación del paludamentum y la diadema citadas; la presentación ante las tropas; el donativo al ejército; el consiguiente discurso ante los soldados; el envío de una carta al Senado anunciando la elección; y, por último, la proclamación por este. Arce destaca la vez en que Juliano, en el momento de su investidura, fue alzado sobre un escudo siguiendo la costumbre germana o la progresiva cristianización del proceso con la implicación de cargos eclesiásticos. Los gestos del emperador también estaban regulados, entre los cuales podemos encontrar el gesto de pedir silentium, el alzado de la mano derecha pidiendo calma o como saludo, el abrazo a su colega o al césar y su carácter generoso y magnánimo hacia sus súbditos.

En el siguiente capítulo Arce recoge brevemente algunas características en torno a los insignia utilizadas por los reyes visigodos, ostrogodos, francos y longobardos, especialmente en los siglos v-vi. Aquí se incide en que estos reges reproducían mediante imitatio algunos de los símbolos romanos, como la clámide o el uso de cortinas, tratando de asimilarse al emperador. Sin embargo, no tenían acceso al paludamentum y para su legitimación completa buscaban rodearse de estas insignias imperiales que, si las ostentaban, era porque les habían sido otorgadas por el emperador, como fue el caso de Clodoveo y de Teodorico el Grande.

El sexto capítulo es uno de los más interesantes, ya que el lector, al mismo tiempo, se encuentra con ciertos pasajes que se asemejan a una recapitulación de los contenidos más importantes vistos hasta el momento, junto con algunas de las reflexiones más interesantes de todo el libro. De este modo, teniendo en cuenta al origen fragmentario y disperso de las fuentes al respecto, el profesor Arce incide en que los insignia dominationis tardorromanos recorrieron un largo camino en el que recibieron aportaciones de diferentes realidades culturales, que van desde la etrusca-oriental a la germánica, pasando por la helenística y la persa-sasánida, para terminar cristianizándose a partir del gobierno de Constantino. Así, con la expulsión del último rey de Roma, la urbs pasó a regirse mediante un sistema colegiado que heredó ciertos componentes de los insignia de la etapa monárquica, visibles en algunas ceremonias de fuerte connotación militar, como el triumphus. Con la llegada del principado, estos símbolos se mantuvieron y se adoptaron otros nuevos, vinculados todos ellos de forma cada vez más ritualizada a la figura del emperador, que en teoría seguía siendo el magistrado supremo que encarnaba la res publica. Las celebraciones como la investidura, fuertemente teatralizadas y que requerían la presencia obligatoria de ciertos insignia, involucraban a todos los estamentos sociales haciendo que el público se sintiera identificado con el soberano. A partir de este momento, los súbditos veían al emperador estrechamente vinculado a la sacralidad, ya que lo consideraban garante del bienestar del imperio y del suyo propio. Los insignia contribuyeron a apuntalar este discurso, pues representaban a un soberano venerado y aceptado por la ciudadanía y que portaba, de forma intrínseca, ese «valor unificador, colectivo, integrador, intocable». Finalmente, se alude a la aportación de estos símbolos a la progresiva «tesaurización» de la economía en detrimento del sistema monetario del imperio. Finalmente, el séptimo capítulo, adquiere un carácter de anexo, pues recoge y comenta algunas imágenes de objetos, retratos, esculturas, láminas, dípticos o relieves con el fin de ilustrar y reforzar los contenidos del libro.

Para terminar, pensamos que ha quedado demostrado el alto interés académico de este ensayo que, al igual que otros trabajos del profesor J. Arce, procede a ahondar en un tema que apenas ha llamado la atención de la historiografía y que puede abrir nuevas líneas de investigación, por ejemplo, aplicando la perspectiva comparativa sobre otros reinos que formaban el mosaico político de la Antigüedad tardía y la Alta Edad Media.

Jokin Lanz Betelu

Universidad Pública de Navarra (UPNA)
jokin.lanz@unavarra.es
https://orcid.org/0000-0002-4026-5543
DOI: https://doi.org/10.1387/veleia.24533