Disonancias semánticas e impugnaciones discursivas en el cine (aparentemente) religioso de Nieves Conde: el caso de Balarrasa (1950)

Disonantzia semantikoak eta inpugnazio diskurtsiboak Nieves Conde-ren zinema (itxuraz) erlijiozkoan: Balarrasa filmaren kasua (1950)

Semantic dissonances and discursive challenges in the (apparently) religious cinema of Nieves Conde: the case of Balarrasa (1950)

Rubén Higueras Flores1

Recibido el 27 de septiembre de 2017, aceptado el 24 de octubre de 2017.

Resumen

El presente texto aborda la riqueza semántica y discursiva de Balarrasa mediante el detenido análisis textual del largometraje, revelando cómo el componente temático religioso del filme es problematizado mediante insistentes comentarios enunciativos que distancian críticamente su discurso del presupuesto patrón de lectura. Nuestra intención es evidenciar las tensiones internas que recorren el texto fílmico, cuyo epicentro discursivo es tangencialmente desplazado hacia cuestiones sociales y morales al tiempo que esboza temáticas subalternas que complican la aparente sencillez y esquematismo de su planteamiento argumental.

Palabras clave: Cine español, melodrama, análisis textual, análisis del discurso, franquismo.

Laburpena

Testu honek Balarrasa-ren aberastasun semantiko eta diskurtsiboari heltzen dio. Filmaren testua xehe aztertuta, agerian uzten du nola filmaren osagai tematikoa, erlijiozko alderdia, problema moduan agertzen den etengabeko komentario azalpenezkoen bidez, zeinek urrundu egiten duten kritikoki bere diskurtsoa ustezko irakurketa-patroitik. Gure asmoa filmeko testuan zehar ageri diren barne-tentsioak agerian uztea da, erakustea testuaren epizentro diskurtsiboa nola desplazatzen den tangentzialki bestelako auzi sozial eta moral batzuetara, eta aldi berean nola zirriborratzen dituen bigarren mailako beste hainbat gai, zeinek zeharo korapila-tzen duten argumentuaren aldetik itxuraz planteamendu soil eta eskematikoa dena.

Gako-hitzak: Espainiar zinema, melodrama, testu-analisia, diskurtsoaren analisia, frankismoa.

Abstract

The present text deals with the semantic and discursive richness of Balarrasa through the detailed textual analysis of the feature film, revealing how its religious thematic is problematized through insistent enunciative comments that critically distant its discourse from the standard reading pattern. Our intention is to show the internal tensions that run through the filmic text, whose discursive epicenter is tangentially displaced towards social and moral issues while outlining subaltern themes that complicate the apparent simplicity and schematism of its argument.

Keywords: Spanish cinema, melodrama, textual analysis, discourse analysis, Francoism.

0. Introducción

En un período de solo cuatro años, Nieves Conde se aproxima en dos ocasiones al movedizo terreno del filme de temática religiosa. Esta circunstancia resulta llamativa porque ambas películas, Balarrasa (1950) y Rebeldía (1953), franquean la realización del filme insigne de Nieves Conde, Surcos (1951), que se aleja de toda preocupación espiritual (si bien prolonga y profundiza en algunas cuestiones sociales esbozadas en Balarrasa). Sin embargo, el detenido análisis de la riqueza semántica de ambos textos fílmicos revela su compleja naturaleza: el componente temático religioso es problematizado mediante insistentes comentarios enunciativos que distancian críticamente el discurso de los largometrajes del presupuesto patrón de lectura. Partiendo de la hipótesis de que toda película constituye un símbolo conformado a su vez por una constelación de signos, resulta pertinente (obligatorio, nos atreveríamos a afirmar) la lectura de aquello que estos signos simbolizan al margen de las intenciones de sus artífices (que, conocidas o no por el espectador en el momento de leer el texto fílmico, no deben interferir en este proceso). Es este el camino metodológico que recorreremos en las líneas siguientes: el análisis de las particularidades textuales del primero de los filmes con la finalidad de arrojar luz sobre las tensiones internas que lo recorren.

1. Trayecto religioso

Al margen de la calurosa acogida por parte de público, crítica y organismos oficiales de la que Balarrasa gozó en su estreno, la importancia del filme en la trayectoria como cineasta de Nieves Conde radica en constituir un (tímido) esbozo prefigurador del retrato desencantado de la realidad político-económica-social de la época que alcanzaría una formulación más precisa en Surcos, al tiempo que una diáfana representación del desplazamiento ideológico que el régimen franquista se vio obligado a efectuar tras la derrota de los fascismos europeos, aproximándose al nacionalcatolicismo y distanciándose de sus esencias fascistas y castrenses, como bien supieron ver Gubern (1981) y Losada (2011). Así, el protagonista, Javier Mendoza, cambiará el uniforme militar que luce al comienzo del metraje (como capitán de la Legión en la Guerra Civil) por el hábito eclesiástico, metaforizando el trayecto del régimen: de la imposición ideológica mediante la fuerza a la persuasión moralista a través de la religión. El personaje persigue redimir sus errores pasados dirigiendo sus pasos hacia la fe católica, como quiso hacer el franquismo. Una panorámica explicita el trayecto simbólico del personaje en el momento en que viste por vez primera el hábito sacerdotal: la cámara pasa del uniforme marcial sobre la cama al monacal que recubre su cuerpo.

Los seis planos de la tundra alasqueña que abren el filme tras el genérico reflejan la inmensidad y majestuosidad de la Naturaleza, logro divino en su estado puro (estamos ante un lugar no civilizado, ajeno a la mano modificadora del hombre), que se opone a la insignificancia de la diminuta y solitaria figura de Javier (del ser humano), quien es presentado en el interior de un plano general, alejado (constituyendo, por tanto, una porción minúscula del campo visual) de una cámara inmóvil que muestra el acercamiento del personaje hacia ella sirviéndose de la profundidad de campo. La voice over establece la omnipresencia de Dios en todos los recodos del planeta: “Dios vela también sobre la noche ártica como vela sobre los campos y sobre las ciudades. Y, en cualquier momento, uno de sus mejores puede llevar su voz y su consuelo”. La historia de este anónimo (por el momento) personaje, que será convocada a formalizarse en pantalla mediante un largo flash-back que ocupará la práctica totalidad del metraje, es una entre las muchas almas consagradas a la difusión de la doctrina cristiana: “Ahora es un misionero español, como antes fueron otros”, afirma la voice over. Este misionero vive plenamente dedicado a cultivar la fe católica, que sobrepone a su propia vida: “No debió salir esta noche”, prosigue el narrador. “Se lo advirtieron mucho. Pero tenía prisa porque alguien necesitaba de él [En la banda de imagen se pasa a un plano medio del personaje]. Ni el frío ni la ventisca ni el peligro de perderse en la inmensa llanura le importaron demasiado. Sí. Nada sería capaz de detenerle más que la muerte”. La cámara se aproxima al rostro del personaje, ofreciendo un primer plano de este. El acortamiento en la escala del plano denota el paso de lo universal y místico (la Naturaleza y Dios) a lo particular (la vida del protagonista). Después de que Javier apele directamente a su creador y ponga su vida a su disposición, el encadenado que pone fin a este prólogo fusiona dos imágenes de Jaime vinculadas con arquetipos en apariencia antagónicos: misionero y militar. La peripecia diegética del filme ilustrará el tránsito del personaje de uno a otro, si bien en orden inverso y cronológico.

El espacio diegético relativo a la Guerra Civil española se adorna con endebles ropajes escénicos y narrativos que le otorgan cierta difuminación representativa: un fondo completamente oscuro confiere un palpable grado de irrealidad y adimensionalidad a las imágenes. La Guerra Civil aparece, así, como un espacio abstracto, impreciso y pesadillesco a superar mediante la adopción de la fe católica. Al comienzo del referido flash-back, los rasgos y comportamientos de connotación negativa del teniente Mendoza, apodado ‘Balarrasa’, bordean la desmesura: el oficial aparca momentáneamente sus responsabilidades militares para pergeñar una fiesta en un burdel local bañada en alcohol (la cámara sigue el desplazamiento de botellas que conecta a los diversos personajes mediante una panorámica al inicio de la secuencia) que concluye con transgresiones del orden (el altercado entre integrantes de dos de los tercios que integran la Legión) y una falta de respeto hacia la única figura que podría representar una cierta autoridad (el sereno). Esa ausencia de compromiso para con todo aquello que no apele a sus vicios e instintos lleva a Javier a delegar su responsabilidad marcial en un infortunado compañero al que gana jugando a las cartas, Joaquín Hernández, que recibirá un disparo durante el turno de guardia que le tocaba hacer al protagonista. Una marca enunciativa otorga un inusitado protagonismo al reloj que el fallecido había perdido jugando a las cartas, ahora propiedad de Javier: la cámara se aproxima hasta encuadrarlo en un plano de detalle, de manera que el espectador puede leer con facilidad la hora indicada. Esta quedará fijada al detenerse el mecanismo del reloj en el mismo instante en que su anterior propietario encuentra la muerte, recordando así a Javier que el tiempo que viva a partir de entonces no le pertenece, pues su vida debería haber terminado entonces. De este modo, el referido objeto deviene signo de un necesario renacimiento del protagonista que implique un cambio de rumbo vital en pos de su redención.

La sintaxis establece un raccord de mirada entre Javier y el cuerpo de su compañero recién fallecido mediante la socorrida técnica del plano-contraplano, que será nuevamente empleada cuando el protagonista encuentre el reloj de pulsera con la hora detenida que pertenecía a aquel, momento en que la cámara efectúa un movimiento de acercamiento al personaje que transmite la honda impresión de este. Ambos instantes acotan una secuencia en la que la mirada de Javier adquiere un destacado protagonismo. La cámara acompaña al personaje durante un desplazamiento físico que también implica un trayecto interior, un drástico cambio en Javier. Antecediendo al protagonista, la cámara filma su caminar con la mirada alucinada, prácticamente fuera de sí, para pasar después a situarse tras el personaje y, por último, mostrar aquello que parece atraerle mediante un plano subjetivo: el cadáver de Joaquín. El lugar del contraplano de la mirada de Javier será ocupado segundos después por el reloj de pulsera que este había ganado al fallecido. Al duplicar el sintagma binario mirada del personaje/objeto observado con el cuerpo inerte y el reloj, este último queda impregnado del recuerdo de la muerte de su antiguo dueño. La mirada vuelve a desempeñar un papel dramático decisivo: tras contemplar la hora del deceso de su compañero, fijada mediante las manecillas del reloj, Javier toma conciencia de que su vida ya no le pertenece, pues debería haber concluido hace unos minutos. En consecuencia, el protagonista consagrará retributivamente el resto de su existencia a cultivar la fe católica, camino a la redención y la realización personal.

El eje temático de la mirada de Javier emerge reiteradamente a lo largo del metraje. La observación de las costumbres de sus familiares que el protagonista lleva a cabo a su vuelta al hogar constituye una suerte de tarea detectivesca fundamentada en la observación. “Prefiero estudiarlo a distancia”, indica Javier a Margarita refiriéndose a Juanjo, el jovial pretendiente de esta, a bordo del bus que les llevará al club de tenis. Un encadenado da paso a un plano general que muestra a Juanjo en pleno partido. Se trata de un plano subjetivo de acepción retardada, pues solamente cuando el siguiente plano aparezca en pantalla el espectador será consciente de que el precedente era producto de una ocularización interna. La imagen de Javier observando atentamente al “casi” novio de su hermana establece nuevamente una dialéctica de plano-contraplano, si bien su orden ha sido alterado: el espectador contempla primero aquello que es mirado, revelándose después la naturaleza subjetivada de la imagen. La mirada se revela herramienta de conocimiento y de acceso a la verdad, pero también mecanismo de vigilancia y coacción, pues Balarrasa es un texto regido por la disemia de su discurso.

El primer día en el seminario salmantino, Javier coloca el mentado reloj a la derecha de la figura de Cristo crucificado que adorna su habitación, a una altura sensiblemente inferior a la de esta (estableciendo, por tanto, una jerarquía). La iconografía religiosa ha emergido con vigor en el texto en la secuencia anterior, en la que Javier mantiene una entrevista con el rector del seminario solicitando su admisión. Un crucifijo aparece ocupando un epicentro figurativo: en mitad de la mesa a cuyos lados se encuentran ambos personajes, de manera que integra el campo visual tanto de los planos de conjunto como de los planos individuales de ambos contertulios. Tras dos planos individuales de Javier en los que el crucifijo no aparecía en el encuadre, lo hará cuando manifieste su firme convicción en ingresar en el seminario. Cuando estos alteren su disposición espacial al ponerse de pie, la representación de Jesús crucificado se mantendrá en el plano medio de Javier en el que reafirma su voluntad de ingresar en el seminario. El signo católico parece haber quedado adherido al protagonista, aunque este no le haya prestado atención hasta el momento. Será en la siguiente secuencia, la que escenifica el cambio del uniforme de la Legión por la sotana, cuando Javier dirija su mirada hacia la figura de Cristo en la cruz que preside su habitación, tras colgar el reloj de pulsera a su lado. La mirada del personaje pasa de un objeto relacionado con la muerte al símbolo de la fe que va a regir su nueva vida. La iluminación subraya el instante mediante un foco de luz que destaca los ojos del personaje, acompañado por la irrupción de una música de inspiración sacra en la banda sonora, que deja paso a una variación de un himno marcial (distorsionado, diluido) cuando Javier mire y sostenga entre sus manos su uniforme castrense, símbolo de esa vida pasada que el fundido a negro parece separar del metraje subsiguiente. El énfasis en la mirada del protagonista por parte de la enunciación tiene su plasmación plástica en el punto de luz “divino” que Javier recibe en sus ojos, que metaforiza visualmente su iluminación religiosa. La segunda iluminación del personaje acontecerá en pleno oficio religioso, cuando, padeciendo una pronunciada dificultad para memorizar la declinación en latín de la palabra “rosa”, interpreta un texto del devocionario que sostiene entre manos (el texto que acompaña una ilustración de la Virgen de la Rosa Mística) como señal divina. En un contexto y práctica que invita al delirio religioso, Javier cree haber sido destinatario de una apelación directa de su Dios. El personaje alza la mirada, dirigiéndola hacia un fuera de campo que no puede ser representado, pues solamente existe en su mente. El incremento del volumen de una música empática termina de cincelar la instantánea epifánica.

La disolución de Javier en el catolicismo le reviste de autoridad: un picado otorga a su figura en el pulpito una preeminencia visual sobre las de sus compañeros de seminario precisamente en el instante en que asume como propio el discurso católico (el personaje pontifica acerca de la metafísica de Santo Tomás). El siguiente plano deja clara la primacía de Javier al aparecer ubicado en su pulpito unos metros por encima de los demás sujetos. No es casual que este empoderamiento del personaje y de su voz sea precedido de tres planos encadenados (a la manera de breve montage sequence) que lo preparan, en los que Javier se erige en único centro de atención visual y sonoro (su voz no encuentra réplica alguna al ser la única que se escucha). La cámara y la disposición de los elementos en el campo priorizan su figura. En este conjunto de planos, el protagonista parece modular su voz a un discurso que no le pertenece (no en vano, se manifiesta en latín); voz que terminará desprendiéndose de su ser para pasar a ser instrumento de la Iglesia.

En este desplazamiento de lo militar a lo católico, el personaje de Desiderio deviene fundamental al representar a las clases populares. La elección del intérprete que encarna al personaje ya revela la voluntad de convertirlo en personificación del español medio: Manolo Morán, actor familiarizado con el arquetipo carpetovetónico de gustos populares, buen corazón y pragmática perspectiva vital, alejada de cualquier rasgo de intelectualismo. En su primera aparición en pantalla como compañero legionario del protagonista, demuestra un servilismo incondicional hacia Javier (quien, no por casualidad, ostenta un rango superior al de Desiderio). Cuando este improvisa una excusa que relatar a su superior para justificar su demora al ir a repostar (consecuencia de su visita al burdel local) en la que Desiderio aparece como responsable, este responde: “Lo que usted quiera, mi teniente. Usted dice que esto es un triciclo [refiriéndose al camión] y yo lo firmo, lo rubrico y le parto la cara al que me lleve la contraria”. La obediencia y fidelidad del personaje hacia Javier no remitirá cuando este pase a profesar la fe católica. La subordinación a la que obligaba la jerarquía militar es reproducida entre el estamento religioso y la sociedad.

Tras la contienda, reencontraremos al personaje en un espacio popular: la taberna de barrio. La primera reacción de Desiderio cuando un compañero le informa de que Jaime ha cambiado el uniforme militar por la sotana es una incredulidad desorbitada que acarrea un acto de violencia (empuja a quien ha osado mancillar el ideal que conservaba de su capitán). La vergüenza será el siguiente eslabón en este proceso de aceptación de la conversión de Javier: “Me da vergüenza que le vean así vestido por la calle”, le dirá cuando se lo encuentre azarosamente segundos más tarde.

Ante la lápida del compañero fallecido la fatídica noche en que se iniciaba el metraje del filme, Desiderio se santigua repitiendo el ademán de Javier, descubriéndose asimismo que fue el taxista quien plantó un rosal junto al sepulcro, circunstancia que confiesa con vergüenza (demostrando que ejecuta ritos cristianos en la intimidad). Ambos gestos devienen representativos del proceso de convicción del personaje (ergo, de un pueblo que, manifestando cierta predisposición hacia la fe católica, habrá de asumir el cada vez mayor rol que el catolicismo iba a desempeñar en España), que culminará en la secuencia del besamanos durante la ceremonia de ordenación sacerdotal de Javier. En esta, la actitud dubitativa de Desiderio y su reticencia a besar las manos de Javier (a admitir su estatuto clerical) deja paso al reconocimiento: “¡Que sí, mi capitán, que ahora lo veo claro, que sigue siendo usted un jabato!”, exclama mientras estrecha sus manos con las de Javier en un gesto cordial de conformidad y hermanamiento.

2. Violencia

Al inicio del metraje, la violencia aparece como elemento constituyente de la personalidad de Javier al pertenecer a la Legión Española, si bien de manera latente, pues no le veremos entrar en batalla (Balarrasa es un texto en el que tan importante es lo que se dice o representa explícitamente como lo que late subterráneamente en su relato). Esta violencia constitutiva no abandonará al personaje cuando pase a profesar la fe católica, sino que persistirá en él. La puntual emergencia en Javier de esos instintos agresivos le otorga un tenue matiz perverso. El texto legitima ese empleo puntual de la violencia sirviéndose de dos procedimientos complementarios: la condimentación humorística de las situaciones y la finalidad correctiva, a la par que moralizadora, de tales actos violentos. En diversos instantes, el protagonista sujeta fuertemente el cuerpo de sus contertulios con vehemencia en una clara actitud agresiva: así, agarra del brazo a Maite cuando no obtiene de su hermana todas las respuestas que desea y de la solapa de su gabardina a Fernando para imponerse en su conversación (“¡Calla! ¡Ahora tienes que escucharme!”, le grita).

En una significativa secuencia, el acto violento se reduce a un ataque de furia en apariencia insignificante que aporta un (aparentemente banal e inocuo) toque de humor al final de la conversación entre el protagonista y Octavio en casa de este último. Mientras Javier propone el uso de la fuerza como método para que el vecino de los Mendoza logre el afecto de su hermana, el nerviosismo y la inseguridad del joven le impide acertar a la hora de introducir el bizcocho que sostiene en su mano en el interior de una copa de jerez. Javier, que contempla el persistente acto fallido de Octavio, termina cogiendo con fuerza su mano para dirigirla, haciendo que, finalmente, consiga mojar el bizcocho. “Y moja dentro, que me estás poniendo nervioso”, exclama. La métafora emerge diáfanamente: el protagonista constituirá la mano en la sombra que guiará los actos de Octavio encaminados a alcanzar la reconquista amorosa de su hermana (al margen, en principio, de la voluntad de esta, como veremos).

Cuando el uso de la palabra se revele insuficiente y la fuerza se imponga como el medio más apropiado para lograr la reinserción de los Mendoza en el buen camino, Javier delega en otro personaje la potestad del uso de la violencia. Si en la secuencia descrita hace unas líneas Javier instigaba a su vecino a proceder mediante la fuerza para recuperar el favor amoroso de Mayte, el ulterior pasaje narrativo ubicado en el club deportivo (consecuencia directa del anterior) resulta especialmente ilustrativo a este respecto. La secuencia da comienzo con los dos personajes caminando por el club en busca del rival amoroso de Octavio. Cuando lo divisan, el protagonista impele a su acompañante a atacarle (“Ya sabes lo que te he dicho: mucha decisión y sacúdele tú primero” o “No te preocupes: el que da primero, da dos veces” son algunas de sus inductoras frases). “No hay otro camino. Y que Dios me perdone por incitar a la violencia”, expresa Javier intentando justificar su actitud en una aportación que parece más bien dirigida hacia sí mismo que hacia su acompañante. “Anda, anda: a ver cómo te portas”, exclama mientras empuja a Octavio con patente desespero (ante la falta de convicción del joven) para que vaya a enfrentarse a Juanjo. “Y antes de volver la espalda al enemigo no olvides lo que te juegas”, le advierte Javier a modo de corolario elevando su dedo índice, tras lo que vuelve a empujar a Octavio, esta vez con mayor fuerza (“Anda, anda, ¡anda!”, vuelve a decir con visible ansiedad). Cuando Octavio se detenga y mire a Javier, manifestando nuevamente su indecisión, este le incitará gestualmente a proseguir con el plan de la agresión. El protagonista observará desde la distancia la escena, si bien el plano que muestra cómo Octavio se sienta a la mesa en que se hallan Mayte y Juanjo no se corresponde con su punto de vista, a pesar de que la cadena sintagmática establece un diálogo entre la imagen de Javier mirando y el espacio en el que se encuentran el trío de personajes restantes (la rudimentaria técnica del plano/contraplano). Sí lo hará la imagen posterior que muestra el puñetazo decisivo de Octavio a su contrincante, que cae derrotado al suelo, y cómo agarra (con inusitada decisión) del brazo a Mayte para llevársela con él. Este plano aparece franqueado por otros dos que muestran las reacciones de Javier a los referidos sucesos. El primero comenzaba con el protagonista apartando la mirada para no ser testigo de los presumibles golpes que Octavio estaría recibiendo por parte de Juanjo, que, sintomáticamente, son eludidos y no mostrados en pantalla, al contrario que el puñetazo victorioso de Octavio. La enunciación toma así evidente partido por el tándem formado por Javier y su vecino. Sin embargo, algo atrae nuevamente la mirada del protagonista. El interés recobrado de Javier hacia lo que sucede fuera de campo aviva el del espectador. Tras actualizar el contracampo con el final de la pelea entre los dos pretendientes de Mayte, regresa la imagen de Javier, que respira aliviado por el resultado favorable a sus intenciones, dibujándose una sonrisa en su rostro. La demostración de virilidad de Octavio mediante el uso de la fuerza consigue su objetivo: Mayte terminará decantándose por su vecino en la secuencia siguiente.

Una postrera manifestación del poder de coacción de Javier acontece, no casualmente, en la ceremonia de ordenación sacerdotal del protagonista: cuando Desiderio parece dudar de besar las manos de su anterior teniente, este le apremia a que concluya el protocolo, que escenifica la sumisión del pueblo y el reconocimiento del poder de la Iglesia, con su mirada.

El rol paternalista que Javier desempeña le faculta para el uso puntual de la violencia “por el bien” de sus semejantes. Significativo resulta que el personaje simule tener un revólver en el bolsillo cuando, en realidad, se trata de su breviario. La intercambiabilidad entre lo religioso y lo represivo define la ambigua bipolaridad del protagonista, equiparable a la del propio régimen franquista, cuya apariencia y discurso paternalista se conjugaba con la represión violenta de toda huella de oposición ideológica. En este sentido, Losada (2011: 260) concluye que “Balarrasa allegorically formulates a proposal to correct regime policy by maintaining the state’s capacity for violence, but masking this violence in the legitimizing structure of the church, thus making it appear to be constituted violence that operates within the law”.

3. Retrato social

Décadas después de su filmación, Nieves Conde afirmó: “Lo que me interesaba de Balarrasa no era lo religioso, sino lo social” (Llinás, 1995: 77). Esta sentencia ofrece al espectador una valiosa pauta hermenéutica del filme: la peripecia dramática del protagonista y de los personajes que con él mantienen lazos sanguíneos y/o afectivos permite al cineasta representar en pantalla (si bien, con cierta liviandad) una áspera realidad social que anticipa la que esbozaría el retrato en claroscuro que el segoviano acometería en su siguiente filme, el célebre Surcos.

Así, en Balarrasa nos encontramos con una representación crítica de una burguesía que, tras auspiciar el golpe franquista, ahogaba los privilegios de los que gozaba durante la posguerra, derivados de su cómplice connivencia con el Régimen, en una improductiva ociosidad dedicada a la satisfacción de vicios privados, cuando no capitalizaba parasitariamente la penuria social mediante lucrativas actividades criminales (el estraperlo y el tráfico de publicaciones foráneas). Los Mendoza representan, por tanto, la degradación moral extendida durante el primer franquismo, una de las circunstancias del desencanto de la Falange con el régimen franquista: que dicho envilecimiento moral anidara en el seno de la institución familiar, uno de los pilares sobre los que se sustentaba el orden burgués y católico, resultaba especialmente lacerante para el filofascismo. La degradación y la falta de ejemplaridad de la familia de clase acomodada que centra el interés dramático del filme es tal que incluso las clases populares, representadas por la criada doméstica de los Mendoza, son plenamente conscientes de ella: en diversas ocasiones, Faustina censura el comportamiento de sus empleadores mediante comentarios y apuntes sarcásticos, introduciendo un punto de vista sancionador.

Detengámonos brevemente en el tan peculiar como parcial reflejo social que el retrato familiar de los Mendoza esboza: un padre, Don Carlos, entregado a la ludopatía como pasatiempo medular de una vida burguesa regida por la ociosidad, la falta de responsabilidad y el rechazo a constituirse en el cabeza de familia garante de principios morales, que conduce a la familia al borde de la ruina económica y moral; un hijo, Fernando, que aprovecha el contexto político-económico para enriquecerse con el tráfico de divisas; una hija mayor, Lina, convertida en la amante del criminal con el que su progenitor se encuentra en deuda, Mario Santos, a la sazón, jefe de su hermano; y una segunda hija, Mayte, que no solo dedica la totalidad del día a actividades frívolas e improductivas en lugar de forjarse un porvenir, sino que también ha adquirido “malos” hábitos (el consumo habitual de tabaco y alcohol) y desestima su relación con Octavio, un joven virtuoso de brillante presente y halagüeño futuro (es catedrático de instituto), garante de una estabilidad vital que constituía el modelo del régimen franquista (“Octavio es el clásico ejemplar de la clase media: nómina a primero de mes, cocina y mesa camilla”, sentencia Mayte con desprecio), pero que se encuentra lejos de la jovialidad del otro modelo masculino que copa el interés amoroso de la muchacha, Juanjo, vinculado, al contrario que Octavio, a lo material y caduco (“Tiene un coche que quita la cabeza”, afirma la joven). Con su vida disipada y vicios, Mayte personifica el epicúreo arquetipo de “chica moderna” (en palabras de Octavio) que persigue la gratificación inmediata y el disfrute de la vida, apostando por un nuevo modelo de relaciones sentimentales no orientadas con exclusividad hacia el matrimonio o la reproducción biológica (a la pregunta de si Juanjo y ella son novios por parte de Javier, Mayte contesta con un evasivo “Casi, casi...”).

En consecuencia, se establece una dicotomía entre la imagen pública de los Mendoza, que aspira a la honorabilidad que se le presupone a su clase social, y una realidad que la contradice. “Siempre hemos sido una familia honorable a pesar de nuestros defectos”, afirma Lina ante Mario. Solo después de que éste ataque la honra de su hermano Lina tomará conciencia del daño que sus acciones pueden acarrear a la respetabilidad de su familia, reaccionando la joven en su defensa intentando que Mario detenga el vehículo en el que se encuentran, provocando la muerte de ambos.

En la primera noche que Javier pasa en su antiguo hogar, una serie de relojes señalan las intempestivas horas de llegada a casa de sus familiares. Si Javier supo leer la señal que el reloj de pulsera de su compañero fallecido representaba (la necesidad de un cambio de rumbo vital, su renacimiento), sus consanguíneos, por el contrario, ignoran los que indican sus intempestivas horas de llegada. Son personajes que viven despreocupados del tiempo, del presente y de su futuro.

El programa narrativo de Javier constituye, por tanto, un doble trayecto de salvación: personal y familiar. El fin del protagonista es restaurar una ley paterna debilitada como consecuencia de una figura paterna devaluada que ha de cubrir las deudas de su ludopatía con préstamos del amante de su hija.

4. Moralidad

Al igual que la posterior Rebeldía, Balarrasa se articula en torno a una dicotomía esencial que divide los actos de los personajes en dos grandes grupos atendiendo a la moral propugnada por la religión católica. Así, las acciones dramáticas se segmentan según sean contraventoras o no de una moral católica erigida en único paradigma de la buena conducta. El disipado e irresponsable comportamiento de Javier al inicio del metraje, que conllevará la muerte de un inocente, se opone al recto proceder que asumirá una vez pase a profesar la fe católica, del mismo modo que las actividades que sus familiares desarrollan se posicionan al margen de esa pauta de conducta que el buen católico debe seguir; algunas de ellas, incluso, se encuentran fuera de la legalidad al constituir delitos. El código moral católico se funde con la norma jurídica, de manera que quebrantar uno conlleva infringir el otro. Esta equiparación entre lo jurídico y lo católico ilustra meridianamente el sendero emprendido por el régimen de Franco desde el final de la II Guerra Mundial: catolicismo y franquismo se fusionan, implicándose y retroalimentándose mutuamente, de tal manera que sus respectivos límites se difuminan y resultan indiscernibles. El clímax del filme escenifica esta unión: el reprobable comportamiento de Lina y su alianza con Mario conducen al personaje hacia un final aleccionador que acarrea su muerte como consecuencia de la transgresión de la moral católica (por su vida licenciosa) y de la legalidad (al convertirse en cómplice de un delincuente) en que ha incurrido. La mirada del espectador es atraída hacia las manos temblorosas que la agonizante eleva hacia el cielo y que entran en campo por el borde inferior del encuadre desgajadas del resto del cuerpo del personaje, mientras este cae en la cuenta de que están “vacías” según la parábola que su hermano Javier había relatado secuencias atrás como advertencia a sus familiares. El patetismo del instante es incrementado por la presencia de Javier y Fernando, reducidos a testigos incapacitados para garantizar la salvación de su hermana.

El trágico final de Lina supone un punto de inflexión para el resto de sus consanguíneos. Advertidos de que alejarse de lo normativo conlleva su condena eterna, la familia Mendoza retorna al calor de la fe católica: reunida nuevamente alrededor de la mesa para cenar (frente a la dispersión entre sus miembros que reinaba a la vuelta de Javier al hogar o la forzada cena familiar que congregaba a los Mendoza en la que, esperaban, fuera la última noche del protagonista en casa), el cabeza de familia impele a Javier a bendecir la mesa. Un plano general permite observar la normalidad con que el clan al completo respeta el rito de la bendición, circunstancia que se opone a la análoga previa en la que un plano de igual escala retrataba la extrañeza e incomodidad de los familiares de Javier mientras este bendecía la comida, delatando el distanciamiento de los Mendoza de las costumbres cristianas. La inmovilidad de la cámara y la filmación de la acción en la totalidad de su duración desde un único punto de vista lograban que el espectador experimentase una cierta extrañeza análoga a la de los Mendoza, que se veían obligados a proceder con el ritual por coacción sigilosa de su hermano.

5. Apariencia y virtualidad

Balarrasa establece un diálogo entre dos esferas determinantes del individuo: la pública y la privada. La primera corresponde al reino de la apariencia, de la imagen social y pública, mientras que la segunda está relacionada con la intimidad. El uso de espejos articula ese diálogo opositor entre lo público (y virtual) y lo íntimo (y real). Javier contempla su reflejo en dos decisivos instantes: después de que su hermano Fernando halague su apariencia y tras conseguir que Mayte opte por el pretendiente que representa la tradición (“¡Enhorabuena, amigo: acabas de apuntarte un tanto!”, se dice a sí mismo, bordeando el pecado de la soberbia). En ambos casos, el acto de contemplarse en el espejo y dirigirse unas palabras a sí mismo reafirma “su identidad sacerdotal” (Company, 2003: 25).

En otras ocasiones, la presencia de espejos en el campo visual representa una asimilación funcional del espacio preexistente por parte de la puesta en escena, de manera que permite el engarce de espacios y acciones diegéticas sin recurrir al socorrido cambio de plano. Veamos un ejemplar uso de espejos para articular espacios diegéticos. Tras la disputa entre Octavio y Juanjo en el club deportivo, Mayte intenta decidirse por uno de sus pretendientes disponiendo sus fotografías frente a ella en su habitación. Un espejo permite contemplar el rostro de la joven (situada de perfil a la cámara) y el espacio de la habitación que, de no mediar el reflejo especular, configuraría el contracampo de la imagen en pantalla. Indecisa, Mayte se levanta, avanza hacia el fondo, abre la puerta y se dispone a salir de la habitación, acciones que el público observa mediante su reflejo en el espejo. En un plano del pasillo, con la cámara equidistante de las dos puertas que se aprecian a cada lado de este, Mayte entra en campo desde la puerta situada a la derecha (su habitación), cruza el espacio y se detiene frente a la puerta semiabierta del baño. Un nuevo corte directo genera otro cambio de espacio; en esta ocasión, se trata del cuarto de aseo, en el que se encuentra Javier afeitándose. Frente a este, que da la espalda a la cámara, hallamos otro espejo que va a desempeñar idéntica finalidad a la del que aparecía en la estancia del personaje femenino. Gracias a este, contemplamos a Mayte asomándose tímidamente por el hueco de la puerta, pues no se decide a hablar con su hermano, así como a Javier percatándose de la presencia de la joven. Cuando esta desaparece, el protagonista sonríe, sabedor de las dudas amorosas que pueblan los pensamientos de su hermana. Hasta el momento, a cada espacio diegético le ha correspondido un solo plano, en una certera economía expositiva que se sirve de los referidos espejos para soslayar una mayor fragmentación espacial y sintagmática.

Pero continuemos con la descripción de la secuencia. El siguiente plano nos transporta nuevamente al pasillo, si bien la ubicación de la cámara varía considerablemente con respecto al anterior plano filmado en el mismo espacio (aquel que ocupaba la segunda posición en el orden sintáctico). En esta ocasión, la cámara se sitúa en el lugar que correspondería a la puerta de la estancia de Mayte, pues su interés radica en captar la mirada que la joven dirige hacia un punto próximo a la cámara. El contracampo de esa mirada se actualiza en el siguiente plano, que muestra el interior de la habitación desde el mismo punto de vista con que lo hacía en el plano inicial de la secuencia. Mayte contempla los retratos de sus pretendientes. Gracias (otra vez) al espejo, observamos cómo la joven da media vuelta, decidida a conversar con su hermano acerca de sus inquietudes. Un subrayado musical comunica auditivamente la decisión del personaje. En el instante en que, a través del reflejo, vemos que Mayte se encuentra en la puerta del cuarto de aseo, un corte directo introduce un plano análogo al visto en tercer lugar. Nuevamente merced al espejo, contemplamos el reflejo de Javier (que prosigue con su afeitado) y la entrada de Mayte en el espacio, quien se coloca junto al espejo, de manera que pueda conversar con su hermano directamente a la cara. El espectador, sin embargo, accederá a las expresiones de Javier a través de su reflejo, como en la totalidad de la secuencia que nos ocupa. Mayte variará su ubicación en el espacio para volver a ser una imagen virtual, recluyéndose en los límites del espejo, y, finalmente, abandonar el cuarto de aseo. De regreso a su habitación, camina pensativa hacia el tocador. La cámara registra sus pasos en plano general, sin mediar reflejo. En un plano idéntico al que iniciaba la secuencia, Mayte se decanta por Octavio, cuyo retrato coloca en un marco tras romper la foto de Juanjo, mientras la música subraya la decisión de un personaje de quien observamos su expresión facial gracias, nuevamente, a su reflejo. En el siguiente plano, Javier se felicita por el éxito de su misión, a pesar de que no ha sido testigo de la acción final de su hermana. Su autoasumido rol de demiurgo le otorga una suerte de omnisciencia. Esta somera descripción de la secuencia permite que nos hagamos una idea aproximada de la funcionalidad que el realizador confiere a los espejos. A través de su reflejo se articulan los actos, expresiones y desplazamientos entre espacios diegéticos de los personajes con una fluidez narrativa que una mayor fragmentación dificultaría.

6. Cuadro materno

Junto al recurrente empleo de espejos, otro elemento del decorado desempeña un relevante rol simbólico: el retrato de la madre ausente, símbolo de un pasado de cohesión familiar sustentado en las creencias y prácticas católicas. La aparición de la pintura en la banda de imagen es acompañada por la irrupción de una música de corte melodramático, de naturaleza diegética (la caja de música que Javier abre cuando regresa a la estancia tras su prolongada ausencia del hogar) o extradiegética (la que transmite la emoción paterna al acordarse de su esposa y del pasado de la familia). La ausencia materna constituye el germen de la desintegración y corrupción moral de la unidad familiar. Javier viene a prolongar esa función cohesionadora y moralizadora que otrora desempeñara su progenitora. El retrato materno ocupa el corazón de la vivienda de los Mendoza: parece situado ventajosamente para garantizar su contemplación desde el resto de estancias del hogar merced a la comunicación entre espacios. Así, cuando Javier bendice la mesa como su madre solía hacer durante la secuencia en que la familia cena junta por vez primera, los personajes dirigen una emocionada mirada (fruto del recuerdo) hacia el cuadro, testigo privilegiado de todo lo que acontece en la vivienda gracias a esa posición epicéntrica. La mirada del padre al retrato es acompañada por una música melodramática que denota la herida familiar provocada por la pérdida del ser querido y la añoranza de un pasado mejor (constantes del cine melodramático). El poder del recuerdo materno es tal que provoca un silencio en la mesa de inusitada duración (sesenta y dos segundos tras el final de la música incidental). No es casual, por tanto, que la conversación entre Javier y Mayte, su hermana pequeña, se desarrolle frente al retrato materno, modelo de comportamiento y corrección ética para la joven. Mayte se sienta sobre uno de los reposabrazos del sillón en el que se encuentra Javier para relatar a su hermano sus actividades cotidianas, a la manera de una confesión aparentemente laica. El rito religioso se enmascara bajo una apariencia de cotidianidad.

El comportamiento de Mayte durante la secuencia, fumando, bebiendo y con una actitud cínica, contrasta con el que la imagen de su progenitora evoca. Una red connotativa positiva se establece alrededor de este retrato materno y la estancia en la que se encuentra. La melodía procedente de la caja de música que se vincula melodramáticamente a la pintura es a su vez relacionada con el personaje de Octavio en su primera aparición en pantalla, de manera que este es recubierto por un manto connotativo positivo que lo asocia con la figura materna y, por extensión, con lo tradicional. La maternidad ausente deviene, por tanto, símbolo de un pasado glorioso y ejemplar que se contrapone a un presente regido por la pérdida de valores tradicionales.

Los dos elementos dramáticamente cargados de los que nos hemos ocupado, espejo y retrato maternos, confluyen en el clímax del filme. Durante la llamada de Javier a su hermana Lina, que se prepara para huir con Mario, los tres varones de la familia Mendoza (el protagonista, Fernando y Don Carlos) aparecen en plano reflejados en la superficie del espejo del salón y reencuadrados por sus bordes, incapaces de impedir el aciago destino de la joven al desviarse voluntariamente del buen camino. La enunciación subraya así su fracaso en la instauración de la ley paterna y en la protección de una de las integrantes de la familia. Las abatidas figuras de los Mendoza se desplazan hacia el salón en silencio y en penumbra, cual ánimas en pena, disponiéndose en el campo visual de manera que el cuadro materno queda ubicado entre ellos, certificando así el medular rol materno para el equilibrio de una unidad familiar ahora fracturada. Javier dirige su mirada hacia el retrato y la enunciación vincula en solitario al protagonista con ese símbolo materno que representa el orden moral y familiar que se halla en peligro. Cuando Mayte pregunte por su hermana, los primeros planos de cada varón serán insertados en el montaje, incapaces de contestar. Finalmente, Javier tomará conciencia de la necesidad de actuar, marchando junto con su hermano a intentar salvar a Lina. La secuencia se cierra con Don Carlos rodeando con el brazo a Mayte, presagio de que volverán a constituir una familia unida.

7. Sinsabores de la fe

Pese a lo que pueda pensarse, la representación de la fe católica en el filme dista de ser armónica u homogénea a lo largo de todo el metraje. Es más, la religión aparece como germen de sacrificios e insatisfacciones vitales. Dos muertes puntúan el trayecto de Javier hacia la fe católica; en ambos casos, de figuras hermanadas con el personaje. La primera, de un hermano simbólico: su compañero legionario, detonante de su conversión. La segunda, la de su consanguínea Lina, trágica conclusión de su misión redentora que se salda con un doble fracaso del protagonista: no solo ha sido incapaz de “salvar” a su hermana de la muerte, sino que también se muestra incapacitado para confesar y dar la extremaunción a la agonizante.

En la secuencia del regreso de Javier a su hogar, este encuentra en la mesita de su habitación una fotografía en la que aparece junto a Elena, cuya visión oculta colocándola bocabajo (rechazando así el recuerdo de sus sentimientos hacia la joven). La pared de la estancia aparece copada de fotos femeninas, entre las que pueden observarse algunos huecos. Faustina explica tal circunstancia: “Supuse que no le gustaría ver las que faltan. Iban bastante ligeritas de ropa...”. Antes, lo femenino representaba un estímulo para el protagonista, que sentía una vigorosa atracción sexual hacia el sexo femenino. Ahora, Javier destierra (deja fuera de su vista) lo sentimental y sexual como consecuencia de su celibato y compromiso con la religión católica (“Hiciste bien”, responde Javier a Faustina). Por tanto, la posibilidad de continuación de la relación amorosa entre Elena y Javier queda truncada. En esencia, Javier es un personaje melodramático: poseedor de una herida proveniente del pasado, se entrega a un trayecto (auto)flagelador y abandona a la melancolía.

Si bien el enunciador ha llamado la atención del espectador sobre el retrato del antiguo amor de Javier al dedicarle un plano de detalle, este brote argumental podría no haber obtenido desarrollo posterior y concluir en ese instante con similar saldo dramático. Sin embargo, encuentra efímera prolongación en la secuencia del reencuentro de Javier con sus antiguos compañeros del club alpino, cuya inclusión en la trama enriquece sustanciosamente el retrato de los sinsabores y privaciones que la profesión de la fe católica conlleva, si bien no encontraremos consecuencias argumentales de lo representado en ella en el posterior metraje. La aparición de un personaje dramáticamente relevante, que ha sido evocado fotográficamente en una secuencia previa, viene a representar sinecdóticamente los sacrificios e insatisfacciones vitales que Javier habrá de asumir en su voluntad de dedicar el resto de su vida a la doctrina católica. Antiguo objeto de deseo amoroso del protagonista, Elena permanece alejada (marginada) del grupo que acude a saludar a Javier a su llegada al club. Es la cámara la que ha de ir al encuentro (panorámica mediante, activada por la mirada de un personaje femenino hacia el fuera de campo ocupado por Elena) de este personaje que ya no tiene cabida en la vida de Javier, que ha sido desplazado de esta. Cuando es nombrada en la conversación por un antiguo compañero de afición de Javier, Elena dirige su mirada hacia el fuera de campo con un gesto de anhelo, como si esperase una frase del protagonista que le proporcionase un pie de entrada para acercarse a este. Sin embargo, al no ser convocada verbalmente por Javier, que cambia abruptamente de tema de conversación, Elena se marcha, en silencio y apesadumbradamente, del espacio...

8. Conclusiones

En Balarrasa, lo religioso deviene sustrato narrativo sobre el que articular una trama cuyo epicentro discursivo es puntual y tangencialmente desplazado hacia cuestiones sociales y morales al tiempo que esboza temáticas subalternas que complican la aparente sencillez y esquematismo de su planteamiento argumental. Así, el filme troca, mediante gráciles alusiones al contexto político-social de su producción, en retrato desencantado de un presente histórico regido por la desigualdad, el clasismo, la delincuencia, el hedonismo, el individualismo y, en suma, la pérdida de valores morales tradicionales, en el que los “vencedores” de la Guerra Civil dilapidan su compromiso moral para con el porvenir nacional en pos de la gratificación de terrenales vicios.

Sin embargo, el tratamiento fotográfico que Nieves Conde y Manuel Berenguer confieren a las imágenes del filme revela una trabajada formalización plástica alejada de cualquier aspiración realista por parte de sus artífices. El pronunciado claroscuro establece un contraste entre luces y sombras que representa la pugna entre la virtud y la vileza que se establece entre las distintas acciones de los personajes. La fotografía del filme desempeña, pues, una función simbólica que la aleja de la pretensión referencial habitual de una escritura realista. Así mismo, esa contrastada iluminación, la vestimenta de algunos personajes implicados en dichas actividades delictivas (gabardinas y sombreros de ala ancha), la nocturnidad que acoge sus actos y la codificación genérica de determinados procederes (el intercambio de maletas), espacios (el local nocturno regentado por Mario) y figuras de estilo (el uso de las sombras y la iluminación de alto contraste) revelan una clara filiación entre las actividades delictivas representadas en Balarrasa y el imaginario del cine negro (si bien de manera diluida), circunstancia que no debería sorprendernos si atendemos a la probada querencia de Nieves Conde hacia este género, que había cultivado en su filmografía previa. De este modo, el hipotético realismo es desactivado por una puesta en escena que reproduce determinadas características iconográficas y formales de un modelo de representación cinematográfico, el del film noir, regido por una evidente estilización que se expande al filme de Nieves Conde, como también ocurrirá en Surcos. Balarrasa y Surcos conforman un incierto díptico en el que cada una ofrece un retrato de las dos macroesferas sociales de la España de la posguerra, en las que dos familias radicalmente opuestas se convierten en metonímica representación de sus respectivas clases sociales.

Por último, la religión aparece como fuerza que reprime los instintos de aquellos que la profesan a la par que moldea el comportamiento de los que los rodean mediante el uso de la coerción psicológica o la violencia: la servidumbre de Javier a la fe católica lo condena a una castración simbólica, a la insatisfacción y a la melancolía.

Las disonancias semánticas presentes en el texto abordado no alcanzan, empero, a subvertir el discurso que emana de una lectura literal. Constituyen sustanciosas transgresiones mediante las que el enunciador se manifiesta al injerir un punto de vista que problematiza y complica las cuestiones planteadas con aparente simplicidad y univocidad en la premisa argumental, posibilitando la emergencia de un distanciamiento crítico respecto del eje denotativo del relato. La conclusión irónica y descreída de Rebeldía, obra más atrevida en su problematización de la religión y la fe católica que Balarrasa, supondría el mejor colofón para la travesía por el cine religioso de un cineasta habituado a cuestionar los materiales de partida de sus filmes.

Referencias bibliográficas

Company, J. M. (2003). Torturas del espíritu. A propósito de Angustia (1947) y Balarrasa (1950). En J. L. Castro De Paz y J. Pérez Perucha (coords.), Tragedia e ironía: el cine de Nieves Conde (pp. 19-27). Ourense: Caixa Galicia.

Gubern, R. (1981). La Censura. Función política y ordenamiento jurídico bajo el franquismo (1936-1975). Barcelona: Península.

Llinás, F. (1995). José Antonio Nieves Conde. El oficio de cineasta. Valladolid: Seminci.

Losada, M. (2011). The Rebranding Of Francoism’s Originary Violence. In José Antonio Nieves Conde’s Balarrasa. Romance Notes, 51(2), 257-265. doi: 257-265.10.1353/rmc.2011.0001


1 Universidad Complutense de Madrid, rubhigue@ucm.es