Comer imágenes, digerir pensamientos: De la estética a la digestión de las imágenes en el campo de la educación

Eating images, digesting thoughts: From aesthetics to the digestion of images in the field of education

Leticia Gaspar García
Investigadora independiente, España

Comer imágenes, digerir pensamientos: De la estética a la digestión de las imágenes en el campo de la educación

AusArt, vol. 8, núm. 1, pp. 271-281, 2020

Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea

Recepción: 15 Marzo 2020

Aprobación: 17 Mayo 2020

Resumen: Los contenidos visuales tienen una presencia creciente en nuestra sociedad, pero no les hemos prestado la atención que precisan; de hecho, la asunción acrítica de su significación es una constante. El campo de la educación, en sus diferentes niveles y sectores, tiene pendiente poner en marcha, y de manera generalizada, herramientas para el análisis crítico de las imágenes. Los contenidos ideológicos de estos productos pasan desapercibidos en cuanto a su configuración semántica. Es decir, los valores implícitos en dichas representaciones se asumen sin el ejercicio de la razón, configurando unos imaginarios compartidos que, con frecuencia, adolecen de sentido reflexivo. De esta forma, las ideologías patriarcales, androcéntricas y heterosexistas son asumidas de forma colectiva en forma de prejuicios, obviando, por lo general, esa complicidad necesaria que exige su funcionar.

Palabras clave: IMAGINARIO, SEXISMO, HERRAMIENTAS DE ANÁLISIS CRÍTICO, CULTURA VISUAL, EDUCACIÓN.

Abstract: Visual contents have a growing presence in our society, but we have not paid them the attention they need, in fact, the uncritical assumption of their meaning is a constant. The field of education, at its different levels and sectors, is pending to implement tools for the critical analysis of images. The ideological contents of these products go unnoticed in terms of their semantic configuration. In other words, the values implicit in these representations are assumed without the exercise of reason, configuring shared imageries that often lack reflection. In this way, patriarchal, androcentric and heterosexist ideologies are assumed collectively in the form of prejudices, generally obviating that necessary complicity that their functioning demands.

Keywords: IMAGINARY, SEXISM, CRITICAL ANALYSIS TOOLS, VISUAL CULTURE, EDUCATION.

En Occidente existe el hábito de pensar sobre algo que leemos en un texto, no obstante, con las imágenes sucede lo contrario. Se posan levemente una tras otra en nuestras retinas, asumiendo sus contenidos de manera inconsciente, sin mediatizarlos a través de la razón.

La ideología subyacente a esos productos conforma un imaginario social que, si bien no se hace explícito, está muy presente en nuestras vidas.

Hay ciertas cosas que, de tan habituales, tendemos a asumir sin ningún criterio. La noción de habitus que plantea Bourdieu (1979) da cuenta de cómo los modos de pensar, razonar o sentir que las personas adquieren y desarrollan se sitúan dentro de un contexto determinado y en unas condiciones particulares llegando a constituirse en parte inherente de las mismas. Evitan cualquier filtro que pudiera establecer el sentido común y, así, convivimos con ellas como si de un virus se tratase; alojadas en nuestro sistema operativo, permitiendo ejecutar tareas, pero habiendo contaminado los archivos. Dos de ellas tienen una incidencia notoria, son el sexismo y la asunción acrítica de los contenidos iconológicos. Son, estas, dos cuestiones muy estrechamente ligadas entre sí.

Tanto en el ámbito de la educación como en la vida cotidiana, las imágenes tienen una presencia de primer orden. Sin embargo, resulta paradójico que una sociedad que produce y consume tal cantidad de imágenes, reflexione tan poco sobre su contenido semántico.

Cabe preguntarnos qué ocurre con la significación subyacente, la ideología implícita, aquello que no se dice de forma abierta, pero que se inscribe en los cerebros a través de la reiteración. La imagen tiene un gran poder de seducción y convicción.

Para comprender mejor este fenómeno vamos a remitirnos a Bourdieu, quien en Las reglas del arte (1992) analiza el surgimiento de la idea de arte puro en relación a la autonomización del campo artístico en la Francia del s. XIX. Es este un campo privilegiado que puede dictaminar su reglamento interno con una independencia considerable respecto de imposiciones externas y que, a su vez, viene posibilitado por la consideración del artista y la obra de arte como entidades emancipadas.

Bourdieu plantea que la autonomía del campo artístico es correlativa al planteamiento de la teoría estética del arte puro. Habitualmente se sitúan los orígenes de la estética europea en el s. XVIII con autores como Baumgarten, Winckelmann o Lessing que trataron de sentar unos criterios universales “para la clasificación, el juicio y la experiencia de la belleza y especialmente de las obras de arte” (Nead [1992] 1998, 43). Bourdieu (1992) sostiene que las diversas teorías que defienden la idea de una estética pura son variaciones del análisis que hizo Kant. Analiza cómo la elaboración desde la estética de un código específico hace posible que el campo emita sus propios juicios de valor sobre el objeto artístico o, dicho de otro modo, se elabora un discurso que permite mantener el control sobre su producción. Considera el campo artístico como un espacio de lucha entre productores por una posición dentro del mismo; al estar este poco institucionalizado las posiciones de los agentes resultan inestables y las luchas por la legitimidad y la posición son frecuentes. Este enfrentamiento de intereses es, a menudo, silenciado, esgrimiendo una serie de valores que se pretenden universales, al margen de consideraciones particulares.

Durante mucho tiempo hemos venido arrastrando una concepción del arte, y por ende de su difusión y formación, autocontenida, es decir, cerrada a sus presupuestos, a las dinámicas internas del campo.

Ocurre con frecuencia, al menos desde las vanguardias artísticas del s. XX, que en el terreno de la práctica artística se descuidan una serie de contenidos ideológicos; se presta atención a otros aspectos como el material, la técnica, el concepto o la teoría o historia específica del propio medio, pero se ignoran aspectos ideológicos referentes al sexo, la clase o la raza.

Volviendo la vista atrás, hacia mi educación, puedo decir que el tema de la diferencia sexual no atravesaba ningún currículo, ni en la escuela ni en el instituto. En la carrera de Bellas Artes había algunas asignaturas del departamento de filosofía de los valores que enseñaban estas cuestiones, pero en ninguna de las otras asignaturas que cursé se trató sobre este tema. Quizá, en parte, porque se considera un tema de mujeres o una cuestión que solo interesa a estas últimas, si bien la realidad es otra, debería importarnos a todos en tanto en cuanto concierne a mujeres y a varones. No es una cuestión marginal que haya que tratar aparte, sino que debería inscribirse en los currículos y formar parte de la enseñanza general. Si queremos vivir en sociedades que no sean machistas ni androcéntricas, el pensamiento crítico feminista no puede estar relegado a parcelas marginales y poco valoradas.

Resulta necesario crear y promover herramientas de análisis crítico de la imagen, controlar y analizar conscientemente los elementos significantes que integran el proceso de análisis y creación artística, tanto si se trata de obras que pertenecen a los circuitos artísticos como de imágenes de la cultura popular.

Los saberes no funcionan aislados, como casos de laboratorio, sino que interactúan con otros saberes, con su entorno. El uso de metodologías multidisciplinares nos permite abordar el objeto de estudio con mayor perspectiva y complejidad, comprendiendo que la especificidad propia del campo no es suficiente para comprender y analizar determinados aspectos.

Cabría pensar que esa forma idealista, que no desinteresada, de concebir el objeto artístico se ha mantenido vigente hasta nuestros días, haciéndose extensible a cualquier producto visual de los medios de comunicación masiva. Esta forma de entender lo visual no es inocente, opera ignorando los contenidos sociales, económicos, culturales o políticos en beneficio de un discurso que centra sus esfuerzos en las características intrínsecas del propio objeto, sean cuales fueren, y pudiendo variar estas en función de la época e intereses particulares.

Aunque a priori puede que no seamos conscientes de esta herencia, su efecto es incontestable y esa es precisamente su garantía de éxito. No precisa de nuestra complicidad, pero sí de nuestra participación.

La representación por pares antagónicos

A lo largo de nuestras vidas, bien desde el ámbito cotidiano bien desde el educativo, hemos tenido ocasión de reparar en numerosas representaciones de personajes mujer sexualizados1, tanto en el campo artístico como en el entorno más amplio y extenso de los mass media. Esto puede, o debería, inducir a que nos replanteemos la naturaleza de estas imágenes y el modo en el que afectan a nuestra manera de conformar la realidad, de afrontar su interpretación, así como la producción personal —si fuera el caso—.

Hemos observado muchas representaciones de corte misógino que en el propio entorno artístico y docente se estudian bajo una mirada pretendidamente estética, sin reflexionar sobre las implicaciones ideológicas que la mirada posee.

Es indispensable que aprendamos a discernir el sesgo androcéntrico que caracteriza una parte muy importante de la producción visual y, al mismo tiempo, observar cómo muchas de estas prerrogativas se hallan fuertemente vinculadas a nuestras creencias.

Si examinamos la representación pictórica en el contexto de las sociedades occidentales podemos observar cómo las obras que conciernen a las representaciones de la mujer2 plasman un imaginario patriarcal y androcéntrico o, en términos de Dijkstra (1986), construyen una ‘iconografía de la misoginia’ ampliamente presente. Esas representaciones reflejan unas relaciones asimétricas entre ambos sexos, en cuya dinámica uno de ellos resulta supeditado al otro; más aún, es frecuente que el sujeto mujer3 sea reducido a objeto, de variable sexual, contemplativa, decorativa, etc. Siguiendo el trabajo de antropólogas del arte feministas (Méndez 1995, 2004, 2007, 2009), podemos plantear que esta desigualdad se fundamenta en la existencia de varones y mujeres diferenciados en función de su sexo biológico y definidos como masculinos o femeninos en cuanto al género. Esta división dualista tiene como resultado dos tipos de seres humanos, a menudo antagónicos y bien diferenciados, dando lugar a unas relaciones de poder en cuyo discurrir uno de los dos se sitúa en una posición de preeminencia. Este sistema de clasificación genera unas prácticas que dan lugar a identidades sexuales de carácter binario que, a su vez, cristalizan en estereotipos; y estos últimos influyen en las diferentes maneras de pensar y de pensarnos, de comportarnos o de relacionarnos que desarrollamos (roles). Este tipo de praxis se inserta, por lo general, dentro de un espacio de asimilación visual fuertemente condicionado por una ideología patriarcal, androcéntrica y heterosexista.

En el mundo occidental las mujeres hemos accedido a la igualdad formal, aunque aún la crítica feminista investiga y denuncia nuestra subordinación. En un contexto en el que crecemos suponiendo que varones y mujeres tienen los mismos derechos y obligaciones, la ingente cantidad de representaciones de personajes mujer deconstruidos como piscolabis erótico, cuando menos, se nos indigesta. Esta voracidad obscena, ginefagia masiva, si se nos permite el vocablo, es ya toda una liturgia, el ‘pan nuestro de cada día’. El hábito hacia este ‘canibalismo’ visual es tal que, en muchas ocasiones, ni reparamos en su presencia.

De Lauretis (1996, 11) señala que el sistema sexo/género “es tanto una construcción sociocultural como un aparato semiótico, un sistema de representación que asigna significado (identidad, valor, prestigio, ubicación en la jerarquía social, etc.) a los individuos en la sociedad”. En consecuencia, ser representado como varón o como mujer conlleva una serie de atribuciones y significados que son asumidos tanto en la práctica como en lo discursivo. La teórica añade que “la construcción del género es el producto y el proceso de ambas, de la representación y de la auto-representación” (ibid., 15). Es decir, que la representación social del género influye en la forma en la que cada individuo la interioriza, pero que, al mismo tiempo, la representación subjetiva del mismo o ‘autorepresentación’, como la denomina la autora, afecta a cómo se percibe socialmente su construcción. Dejando, de esta forma, “abierta una posibilidad de agencia y de auto-determinación en el nivel subjetivo e individual de las prácticas cotidianas y micropolíticas” (ibíd.).

En definitiva, hemos de reparar en cómo los contenidos sexistas son ignorados, encubiertos con otro tipo de valores culturales, siendo esta forma de representar al sujeto un indicativo claro del tipo de atribuciones que socialmente se le asocian. Hay una relación de reciprocidad entre las representaciones visuales de mujeres y el imaginario social imperante.

Cuerpos de mujeres, cuerpos disponibles

La exhibición de cuerpos desnudos como motivo artístico ha sido a lo largo de la historia un tema sujeto a normativas, prohibiciones, tabús, etc. La moral sexual, el credo religioso o el sistema legal han sido maneras diversas de regular el visionado público de ‘escenas indecorosas’. Aquello que el artista podía mostrar en sus obras ha estado hasta época reciente sometido a escrutinio.

Qué, cómo, quién o bajo qué circunstancias puede mostrarse una imagen han sido cuestiones que han preocupado a quienes estaban en disposición de controlar dicha producción. Recordemos, por ejemplo, el escándalo que causó en 1865 la Olympia de Manet en El Salón de París, o El origen del mundo (1866) de Courbet. Durante siglos el desnudo de mujeres ha sido objeto de polémica. En ocasiones su admisión ha pasado por la adopción de temas religiosos o mitológicos. De modo que es posible ver mujeres desnudas cuando la historia lo ‘requiere’, no por deseo o ardor, sino por exigencias temáticas. También es posible justificar la inclusión del desnudo de mujeres como símbolo de la belleza, representación que aúna aquellos rasgos más excelentes. Una idealización de la belleza ‘femenina’ absoluta. En cambio, otro tipo de representaciones se juzgaron no aptas para ser mostradas, obscenas, inapropiadas para el ojo público.

Por el contrario, nuestra sociedad contemporánea parece más permisiva con respecto a este tipo de consumo, así como también lo es el mercado del arte actual. Las escenas de sexo explícito que tradicionalmente han constituido el mundo de la pornografía podemos encontrarlas ahora en el campo artístico. Asimismo, existe una ingente cantidad de imágenes de mujeres en actitudes sexualizadas que se difunden desde los medios de comunicación, produciendo una habituación a este tipo de representación. La familiaridad que esto produce favorece su consumo sin que asumanos de manera consciente los contenidos implícitos.

Podemos preguntarnos si no hemos pasado de la revolución sexual al sexismo icónico, esgrimiendo pretensiones artísticas como elemento legítimo y legitimador. De este modo, el revolucionario se transforma en libertino o, utilizando la terminología de Alicia Puleo (1992), en transgresor, y la libertad sexual se convierte en el equivalente de libre satisfacción del deseo propio. Esta autora llama la atención sobre los modelos ‘femeninos’ ofertados tras la revolución sexual abogando que, si bien claman por ser representativos de una libertad sexual, son elaboraciones que responden a intereses ‘masculinos’. Puleo sostiene la vigencia del ‘erotismo transgresivo’ propuesto por Bataille, preguntándose si los modelos ‘femeninos’ contemporáneos altamente sexualizados no responden a este tipo de ideología donde el sujeto busca una experiencia soberana reduciendo al otro a objeto que lo satisfaga.

Baudrillard postula que el capitalismo moderno se caracteriza por la sustitución de un régimen de opresión por uno de seducción (citado en Illouz 2009). La extensión generalizada de la sensualidad no conduce a la libertad, sino que es asimilada por la sociedad de consumo y convertida en una mercancía. Collin ratifica que es verosímil considerar que “la erotización generalizada, o la política libidinal, es antes una extensión que un rechazo de la cultura falocéntrica y del proceso generalizado de consu­mo” (1993, 305).

Conclusiones

El campo del arte y sus productos y, de manera más generalizada, los de los medios de comunicación son permeables a otras esferas de la sociedad. En mayor o menor grado se inscriben de forma orgánica en las vidas de las personas produciendo y reproduciendo significado, lo que a su vez se traduce en formas de pensar y actuar.

Con demasiada frecuencia las expresiones culturales y, por extensión, los productos visuales han pretendido desvincularse de la historia social, política o económica. Los contenidos sexuales presentes en el arte, en ocasiones, se han teorizado como manifestaciones del espíritu, confiriendo cierta legitimidad a sus productos.

Griseida Pollock (2007) pone en entredicho los ideales de la modernidad, que han excluido de sus análisis el sexo o cuestiones sociales en beneficio de la pureza estética o la búsqueda de valores universales. Es más, señala que estas cuestiones son estructurales y defiende que las promesas de progreso y transformación social que posibilitaba la modernidad fueron un engaño.

En este sentido resulta sugerente que nos remitamos a José Antonio Marina (1993), quien hace hincapié en la importancia de la palabra como instrumento para analizar la realidad. Posibilita pensar sobre algo que si no se verbalizase sería susceptible de ser eludido. La importancia que el filósofo concede a la palabra podemos trasladarla a la imagen. La presencia de unas representaciones en detrimento de otras favorece determinados discursos y oscurece otros tantos; tener acceso a la representación puede ser el equivalente a tener existencia —al menos en la dinámica de dicho campo—. Las representaciones no solo reflejan, sino que constituyen, asimismo, modos de ver y, por ende, de representar y de actuar. No son solo ideales normativos que estipulan aquello que es y que no es, sino que producen “realidad” a través de la repetición; no son solo expresiones artísticas o comerciales. Los artífices y por extensión los espectadores o compradores de dichos productos, se reafirman en los modos en los que acceden y se apropian de los cuerpos de las mujeres.

Medios como la publicidad o la política utilizan mecanismos consistentes en reiterar una máxima de forma tan insistente que acaba siendo asumida por gran parte de los receptores, que terminan considerándola como algo natural. Los usos y abusos se normalizan.

La utilización de la imagen como método de instrucción es propia, según Umberto Eco (1965), de las sociedades absolutistas y paternalistas, que la utilizaban como dispositivo para el control de las poblaciones que no tenían acceso a la palabra escrita, monopolio de las élites dominantes.

Sea como fuere, la proliferación actual de la imagen y su empleo como medio de seducción es innegable. Esta observación nos invita a reflexionar acerca de la multiplicidad de imágenes en nuestro contexto y la escasa consideración crítica que se les presta.

No parece que podamos hablar de una instrucción orquestada por determinados agentes, instituciones o corporaciones, como si de un plan estratégico se tratase, pero sí existe un adoctrinamiento compartido por todos los sectores de la población.

Asimismo, existe una tendencia creciente a suplantar el texto por la imagen, acrecentando esa asunción ingenua de los discursos transmitidos, en este caso la ideología sexista. Por eso es tan necesario que desde el campo de la educación planteemos metodologías de análisis reflexivas. En buena medida las imágenes se integran en nuestro conocimiento por la vía de la intuición, de lo emocional, y dado que la mayor parte de las veces así se hace, parece conveniente abordarlas mediante un análisis crítico fundamentado en la razón, pudiendo así dar cuenta de la dimensión soslayada.

La cotidianeidad y la falta de reflexión con que son visualizadas refuerzan que el sesgo sexista que las caracteriza pase desapercibido produciendo cierto tipo de analgesia respecto de estos contenidos. Creemos que en una sociedad en la que la imagen tiene tanta importancia, en la que diariamente vemos cientos de ellas, puede ser de gran utilidad contar con herramientas de tipo reflexivo, que pongan en cuestión esos valores que demasiado a menudo dejamos de interrogar. Herramientas de estudio que nos permitan abordar la imagen como algo más que una superficie coloreada, que hagan hincapié en analizar el significado de la representación en términos sociales. Más aún cuando algunos autores hablan de “analfabetismo visual”. Nos parece que esta deriva entraña un gran peligro, especialmente cuando existen una gran cantidad de consumidores de imágenes que carecen de las competencias necesarias para abordar de forma crítica las imágenes que consumen a diario, incluso sin prestarles atención.

En definitiva, reivindicamos la necesidad de reflexionar en torno a estas dinámicas que han terminado por estetizar o “culturizar” el sometimiento sexual y la desigualdad.

Recordemos, con autoras como De Lauretis (1996), que el poder no es algo que simplemente se imponga, sino que el sujeto tiene capacidad de agencia y, por lo tanto, de transformar o producir nuevas (otras) subjetividades que, a su vez, son susceptibles de ser instauradas como otras posibilidades dentro del imaginario colectivo, produciendo otras historias.

Referencias bibliográficas

Bourdieu, Pierre. (1979) 1988. La distinción: Criterios y bases sociales del gusto. Traducción de Mª del Carmen Ruiz de Elvira. Madrid: Taurus

Bourdieu, Pierre. (1992) 2005. Las reglas del arte: Génesis y estructura del campo literario. Traducción de Thomas Kauf. Barcelona: Anagrama

Collin, Françoise. 1993. “Diferencia y diferendo: La cuestión de las mujeres en filosofía”. En Historia de las mujeres: El siglo XX, bajo la dirección de Georges Duby & Michelle Perrot; traduccion de Marco Aurelio Galmarini, 291-322. Madrid: Taurus

De Lauretis, Teresa. 1996. “La tecnología del género”. Traducción de Ana María Bach & Margarita Roulet. Mora 2: 6-34

Dijkstra, Bram. (1986) 1994. Ídolos de perversidad: La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo. Versión castellana de Vicente Campos González. Madrid: Debate

Eco, Umberto. (1965) 2004. Apocalípticos e integrados. Traducción de Andrés Bolgar. Barcelona: Debolsillo

Illouz, Eva. 2009. El consumo de la utopía romántica: El amor y las contradicciones culturales del capitalismo. Traducido por María Victoria Rodil. Madrid: Katz

Marina Torres, José Antonio. 1993. Teoría de la inteligencia creadora. Barcelona: Anagrama

Méndez Pérez, Lourdes. 1995. Antropología de la producción artística. Madrid: Síntesis

Méndez Pérez, Lourdes. 2004. Cuerpos sexuados y ficciones identitarias: Ideologías sexuales, deconstrucciones feministas y artes visuales. Sevilla: Instituto Andaluz de la Mujer

Méndez Pérez, Lourdes. 2007. Antropología feminista. Madrid: Síntesis

Méndez Pérez, Lourdes. 2009. Antropología del campo artístico: Del arte primitivo al contemporáneo. Madrid: Síntesis

Nead, Lynda. (1992) 1998. El desnudo femenino: Arte, obscenidad y sexualidad. Traducción de Carmen González Marín. Madrid: Tecnos

Pollock, Griselda. 2007. “La heroína y la creación de un canon feminista: Las representaciones de Artemisia Gentileschi de Susana y Judit”. En Crítica feminista en la teoría e historia del arte, Karen Cordero Reiman & Inda Sáenz, comps., 161-96. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana

Puleo García, Alicia Helda. 1992. Dialéctica de la sexualidad: Género y sexo en la filosofía contemporánea. Madrid: Cátedra

Notas

[1] Cuando hacemos uso del término ‘sexualizado’ estamos insistiendo en el carácter construido del sexo, así como de los diferentes valores o características diferenciales que se desprenden de dicho desarrollo. Utilizamos este término, ‘personajes mujer’, para hacer referencia a representaciones pictóricas que, a veces, son imágenes figurativas de mujeres, pero que otras son figuras más o menos esquemáticas o masas pictóricas en las que despuntan algunos órganos. Por esta razón los denominamos ‘personajes mujer’, y aunque no siempre son mujeres, comparten la alusión al genérico en la referencia a los caracteres sexuales primarios o secundarios de hembra. Hemos evitado el término ‘personaje femenino’ para señalar que el sujeto en cuestión es de sexo hembra, tratando de soslayar el conjunto de valores que tradicionalmente se atribuye a lo ‘femenino’.
[2] Cuando utilizamos el término ‘mujer’ estamos aludiendo a una abstracción o modelo de referencia cuya función es analítica. El conjunto de ideas, atribuciones o características que, fruto de siglos de historia de pensamiento occidental, convergen para definir al sujeto hembra genérico. No estamos, por lo tanto, haciendo alusión a una mujer o mujeres de forma individualizada, con una existencia concreta y real. Asumimos que es un constructo cultural, rechazando cualquier atribución esencialista.
[3] Hemos utilizado la expresión ‘sujeto mujer’ en lugar de ‘sujeto femenino’. Con ello queremos señalar que el sujeto en cuestión es de sexo hembra, tratando de soslayar el conjunto de valores que tradicionalmente se atribuye a lo ‘femenino’.
HTML generado a partir de XML-JATS4R por