España, nación fantasmal.
Plenitud y ausencia en la identidad española postmoderna

Spain, Ghostly Nation.
Fullness and Absence in the Postmodern Spanish Identity

Roberto Gil Hernández

Universidad de La Laguna (España)

Palabras clave

Fantología

Nacionalismo

Postmodernidad

Psicoanálisis

RESUMEN: El análisis fantológico se ha revelado como una herramienta sociológica dotada de un enorme potencial a la hora de ponderar, junto a su naturaleza simbólica, la parte afectiva de la que también se revisten las categorías sociales, especialmente si hablamos de cuanto tiene que ver con la identidad. Para dar cuenta de ello, en este artículo trato de adaptar sus principales preceptos a la situación que afecta a la España postmoderna, imbuida en una dilatada y compleja disputa en la que diferentes grupos compiten por la titularidad de lo que podría denominarse como su normalidad nacional. A través del estudio de algunos de los dispositivos culturales más populares de la última década, intento ejemplificar la manera en que los nacionalismos en España han competido por hacerse con la hegemonía, apelando a relatos y pasiones perfectamente habilitados para encarnar el deseo colectivo de su sociedad, esto es, sus inagotables representaciones de la plenitud y la ausencia. Así, concluyo afirmando que el país se encuentra ante el final de un ciclo en el que lo que está en juego es su propia complexión como nación fantasmal.

Keywords

Hauntology

Nationalism

Postmodernity

Psychoanalysis

ABSTRACT: The phantological analysis has revealed as a sociological tool with enormous potential to ponder, together with its symbolic condition, the affective part of social categories, especially when we talk about identity. In this article, I adapt its main precepts to the situation that affects postmodern Spain, imbued in a long and complex dispute in which different groups compete for the ownership of, what could be called, its national normality. Through the study of some of the most popular cultural devices of the last decade, I try to exemplify the way in which nationalisms in Spain have competed for the hegemony, appealing to perfectly adapted stories and passions in order to embody the collective desire of its society, this is, their inexhaustible representations of plenitude and absence. Thus, I conclude by affirming that the country is at the end of a cycle in which its own complexion as a ghostly nation is at stake.

 

 

Correspondencia a / Correspondence to: Roberto Gil Hernández. Grupo de Investigación en Estudios Decoloniales. Universidad de La Laguna. Calle Elías Serra Rafols, 10. 38009 Santa Cruz de Tenerife (España). – rgilhern@ull.edu.eshttp://orcid.org/0000-0003-4905-6550.

Cómo citar / How to cite: Gil Hernández, Roberto (2019). «España, nación fantasmal. Plenitud y ausencia en la identidad española postmoderna»; Papeles del CEIC, vol. 2019/1, papel 210, -308. (http://dx.doi.org/10.1387/pceic.19019).

Recibido: enero, 2018; aceptado: junio, 2018.

ISSN 1695-6494 / © 2019 UPV/EHU

logo%20CC%20atribucion%204_0%20internacional.jpg Esta obra está bajo una licencia
Creative Commons Atribución 4.0 Internacional

 

 

1. Introducción

Toda construcción social de la realidad depende de un marco fantasmático, de ahí que las grandes promesas políticas estén ligadas a un escenario de pérdida (de un pasado de plenitud) y de posible recuperación y armonía. (…). Sin embargo, [… el fantasma] no puede hacer realidad e[se] deseo, sino solo sostenerlo, enseñarnos cómo desear.

La nación singular. Luisa Elena Delgado

«Un fantasma recorre España: o, mejor, varios.». Así titulaba Roberto Luis Blanco Valdés, analista político y constitucionalista, una de sus colaboraciones habituales con el diario La Voz de Galicia. Aparecida el 27 de abril de 2016, justo una semana antes de que fuera anunciada una nueva convocatoria de elecciones generales, esta publicación posee una clara intencionalidad. En ella se trata de equiparar, parafraseando el comienzo del Manifiesto comunista (1848), el escenario revolucionario que embriagó a Europa durante el siglo xix con la crisis social, económica y política que desde hace más de una década conmueve a España. De modo que, esta conjura espectral, como en la metáfora de Engels y Marx, personificaría un trance similar para su vida nacional.

Otros cronistas de actualidad han insistido en esta manera de describir la realidad del país, empeñados en otorgar a los fantasmas que lo asedian la capacidad de convertir sus estructuras estatales en una suerte de estado de ánimo o, como diría Jacqueline Rose, en un estado dentro del Estado, en el que lo afectivo podría «llegar a superar lo que se entiende como su parte normal» (ápud Delgado, 2014: 68). Antonio Purroy Unanua, por ejemplo, miembro destacado de la Sociedad Civil Navarra, apuntaba en su texto «Una gran nación», al pesimismo como causa de la «aparición de fantasmas que creíamos olvidados» (Purroy, 2017). Se refería con ello a aterradores fenómenos como el paro, la desigualdad social y, cómo no, las tensiones territoriales, entendidas como las principales responsables de la fragilidad a la que se enfrenta hoy la identidad nacional española. Fragilidad que, sin lugar a dudas, explicaría la baja autoestima que según el autor parece haberse adueñado de su sociedad, sobre todo después de enfrentarse a traumas colectivos tan significativos como la convocatoria de un referéndum de autodeterminación en Cataluña.

Al calor de acontecimientos como la declaración unilateral de independencia realizada por los dirigentes de dicha comunidad, así como la intervención de su gobierno, el encarcelamiento de buena parte de sus miembros y la celebración de nuevas elecciones autonómicas, se han pronunciado públicamente el periodista Joan Carles Valero y el exvicepresidente socialista Alfonso Guerra. El primero de ellos en las páginas de El Mundo con el artículo «El fantasma de Europa», donde nuevamente vuelven a ser citados los padres del Manifiesto para afirmar que «otro fantasma ha sustituido a la amenaza del comunismo y también recorre toda Europa: el nacionalismo» (Valero, 2017). Una alusión que, pese a su indudable vocación continental, no puede evitar enredarse en la realidad inmediata de la política española. Y, lo mismo puede decirse de «Los fantasmas del pasado», una nota en la que Guerra manifiesta su deseo de exorcizar a unas ánimas que, a su entender, se habrían convertido en «un grave problema para la convivencia entre españoles» (Guerra, 2017).

Dando por cierta esta elevada incidencia fantológica1, cuya presencia no solo se circunscribe a los principales medios de comunicación del país, voy a tratar de esclarecer —en la medida de lo posible— el papel que han jugado dichas posesiones espectrales. Lo haré a partir del análisis de una pequeña pero representativa selección de los dispositivos culturales más llamativos y populares que han sido articulados durante la última década en España. Me refiero a un conjunto de paradigmáticos materiales que, lejos de eludir la cuestión nacional, han tomado partido en ella, generando un elevado impacto en la opinión pública. En resumen, intentaré demostrar en las páginas que siguen que el desmedido interés que han despertado las ánimas que acompañan al nacionalismo en España no es fruto de la casualidad, sino que obedece a la existencia de determinados vínculos con sus principales estructuras de poder y de saber. Unas estructuras que, especialmente en los últimos años, parecen haberse obsesionado con la idea de aportar solidez a su entramado societal, aun en los tiempos líquidos que corren…

2. El fantasma como encarnación de la falta y la plenitud nacional

No es fácil precisar qué es un fantasma. Enunciar su entidad, de hecho, es el origen del dilema. Para empezar, porque puede sostenerse —siguiendo a pies juntillas a Jacques Derri­da— que lo espectral describe, básicamente, aquello que no es. Una presencia que no puede afirmarse que posea «ni sustancia ni esencia ni existencia». Una visión que «no está nunca presente como tal» (2012: 12). Por eso, considero que la definición más certera que se puede dar sobre su realidad debe condensarse en torno a un axioma elemental: el fantasma es un problema ontológico que atañe a cuanto tiene que ver con nuestra identidad.

Visto así, la fantasía hacia la que nos conduce lo fantasmático no hace sino destilar ambigüedad, imprecisión pura, actuando unas veces de frontera, de espacio para la indeterminación o la duda, cuando no, directamente, como una revelación de nuestro antagonismo. Mientras que, en otras ocasiones, sucede justo lo contrario y lo espectral nos sirve para aproximar signos y entusiasmos, ejerciendo incluso como el más idóneo conector libidinal. De modo que son tantos y tan variados los impedimentos y potencialidades que nos brindan los fantasmas a través de su presencia social, que podría decirse que estos son, ambivalentemente, tan útiles para imaginarizar lo que queremos ser como también cuánto nos falta.

Inspirados en el análisis lacaniano, no somos pocos los autores que recurrimos hoy al concepto de la falta constitutiva. Lo hacemos para «encontrar una salida de los puntos muertos» (Robinson en Stavrakakis, 2010: 17) a los que han llegado los enfoques clásicos marxistas, especulativos y analíticos al interior de la teoría política y cultural. De hecho, la mayoría de estos trabajos plantean el irresoluble problema de la identidad como consecuencia de un proceso sociológico siempre contingente y repetitivo, dado que «hay una dimensión de construcción y creación que es inherente a todas las prácticas sociales». (Laclau, 1994: 4). Así pues, podría afirmarse que «la teoría de lo real ha surgido como lo real irreductible en la teoría», tal y como lo ha predicho Yannis Stavrakakis (2010: 17).

La asunción de esta irreductibilidad como expresión de la falta y, a su vez, como producto de la imposibilidad que define toda experiencia humana, ha abierto, sin embargo, una puerta a la transformación de la manera en que hasta ahora pensábamos en la identidad. Una puerta que incide en la fluidez como metáfora con la que vertebrar lo intersubjetivo a nivel simbólico e imaginario, pero que no por ello aleja de la ecuación que expresa nuestra identidad el rol que también cumple el investimento psíquico. Y es exactamente aquí donde vuelve a ser útil la difusa figura del fantasma.

Como ausencia recurrente, lo espectral responde a nuestra necesidad de codificar la realidad bajo la compulsión del deseo. Del deseo como ansia de satisfacer cuanto hemos perdido en el transcurso del proceso de socialización, una vez que nos insertamos —de manera irremediable— en el orden simbólico y asumimos las reglas de «la constitución no escrita de la sociedad» (Zizek, 2010: 18). En ese contexto participativo, la satisfacción, o —por ser más explícito— el goce (jouissance), no encuentra forma alguna de realizarse más que como una promesa de plenitud, esto es, como una representación total pero siempre fantasiosa de cuanto hemos anhelado. Y que, a consecuencia de su naturaleza interactiva a la par que incompleta, se ve obligada a responder al enigma del deseo del otro mediante la adopción de una forma espectral.

Lo que se experimenta entonces, cada vez que los fantasmas hacen aparición, es, efectivamente, la sensación de una pérdida: la falta constitutiva del sujeto y del otro enmascarada en la oferta irrealizable de su satisfacción. En estos términos, lo que menos importa es que esa necesidad no llegue a materializarse nunca. O, en todo caso, que no lo haga de forma absoluta —más allá de las diferentes modalidades que pueda adoptar el goce parcial2—. En suma, si de lo que se trata es de comprender cómo se forja la identidad, se debe atender al papel constituyente que juegan la plenitud y la ausencia. Y, cómo no, también a su tendencia paradójica, manifestada en incontables ocasiones a través de su capacidad para asediarnos, para erigirse como objeto y causa de nuestro deseo, aun sin ser ni estar.

En otras palabras, hacemos cualquier cosa para compensar la «falta constitutiva en el nivel de la representación». De ahí que nos impliquemos en «continuos actos de identificación (…) con objetos socialmente disponibles, como las ideologías políticas, los patrones de consumo y los roles sociales» (Stavrakakis, 2010: 47). No obstante, es al centro de ese proceso de ordenación de la diferencia donde la funcionalidad de la fantasmagoría cobra todo su sentido, escenificando —sin ambages— la economía del deseo: el investimento libidinal. Un impreciso juego de significantes y pasiones que nos recuerda el carácter perturbador que posee toda suerte de identidad, incluidas —por supuesto— las diferentes modalidades que puede adoptar la identidad nacional.

3. Nacionalismo de cuerpo presente

El duelo es el propósito de asumir una pérdida. Un trabajo destinado a superar la falta, a ahuyentar a los fantasmas —al menos, por un tiempo—. Es por eso que el luto debe entenderse como una tarea que no busca el olvido, sino que, en su lugar, trata de volver productiva la huella que deja una ausencia, una desaparición. Otra cosa, sin embargo, es darle alcance a este objetivo.

Sigmund Freud describía el trabajo del duelo como un proceso relacionado con la manifestación de una carencia de carácter afectivo, pero que también podía estar relacionada con una «abstracción equivalente» (1991: 2091), como, por ejemplo, un ideal, una confesión de fe o una identidad. En cualquiera de los casos, lo que resulta evidente es que el duelo se organiza como la precondición fundamental para obrar un cambio en nuestras pasiones, de modo que «la renuncia a los apegos libidinales siempre es una forma de duelo» (Alcorn, 2002: 27).

En este sentido, el nacionalismo, entendido como una de las manifestaciones pasionales más populares de la modernidad, ha gozado de una larga y afectuosa trayectoria, pertinazmente emparentada con determinados tipos de goce parcial y de duelo. Forjado entre las pulsiones del romanticismo y los anhelos biopolíticos liberales, sus sensaciones y retóricas han sabido desenvolverse antitéticamente entre los límites de lo obsceno y lo racional. Aunque, es cierto que, durante la aplicación de su programa esencialista, su objeto principal —la nación— no ha podido separarse, ni como institución histórica ni como precepto ideológico, de la búsqueda consustancial de una determinada figuración de lo normal. Una normalidad que, en ningún caso, ha respondido a un estado objetivado del Estado —por continuar utilizando el juego de palabras propuesto anteriormente por Rose (ápud Delgado, 2014: 68)—. Y que, por esa misma razón, no debería predisponernos a asumir un determinado orden social como si este fuera el resultado de una tendencia estable, neutral o naturalizada.

La normalidad nacional, al contrario de lo que pudiera pensarse, es el resultado de un exclusivo y excluyente punto de vista: el de una minoría dirigente que, a través de la manipulación eficaz del corazón de la nación, logra imponer su ideología, su punto de vista a la mayoría que conforma, en última instancia, una sociedad. Estoy hablando de esa élite sostenida en el plus de valor y de goce que irremediablemente nos aportan las estructuras que encarnan el Estado. En consecuencia, estas ansias innegables de conocer y dominar el territorio y la población adscrita al contexto «limitado y soberano» (Anderson, 2007: 23) que supone la nación escenificaron a la perfección la hegemonía, entendida como expresión de su habilidad para exhortar a imaginar lo mismo y —casi— del mismo modo a toda la comunidad.

En resumidas cuentas, el Estado-nación ha sido, sin discusión, la estructura política y cultural más repetida de los últimos dos siglos al interior del sistema mundial capitalista. Y, precisamente por eso, se ha convertido también en la institución sociosimbólica mejor dotada para «producirse y reproducirse» (Berger y Luckmann, 2003: 168). Es más, solo la extenuación de la modernidad nos ha permitido asomarnos al final de su incuestionable preeminencia, a partir del ascenso de las teorías críticas y, en su interior, el avance del postestructuralismo junto a la revelación de su «lado oscuro» (Mignolo, 2003: 30), alentado por la escuela decolonial, así como por la turbadora energía libidinal que solo ha logrado ponderar el psicoanálisis. Dicho de otro modo, la «condición líquida» (2008: 7), con la que Zygmunt Bauman ha retratado la postmodernidad ha agotado los límites, cuando no ha certificado la defunción de buena parte de los elementos constitutivos del «proyecto de la Ilustración» (Reale y Dario, 1998: 837-838), a saber: el sujeto, la historia y, por supuesto, la nación.

«Otras historias y otras voces disonantes, incluso disidentes: mujeres, colonizados, minorías, portadores de sexualidades vigiladas» (Bhabha, 2002: 21) han sido capaces de sobrepasar los topes en que se ha contenido el mundo desde este deceso, certificando el principio del fin del viejo orden que hasta ayer actuaba como afluente inagotable de legitimidad para el programa liberal. Ahora bien, esta progresiva disolución de sus taxonomías más populares no ha dulcificado en absoluto el deterioro que el nuevo ideario neoliberal ha generado en las condiciones de vida de la mayoría de la población mundial. Más bien al contrario, donde antes reinaba la rigidez se destila ahora flexibilidad, especialmente en relación con los procesos laborales, los mercados de mano de obra y la producción y sus pautas de consumo, ligadas a la emergencia de ámbitos productivos totalmente novedosos, como el comercio, la tecnología, la organización y las finanzas, provocando «cambios acelerados en la estructuración del desarrollo desigual, tanto entre sectores como entre regiones» (Harvey, 1998: 184-185).

Aun así, las élites nacionalistas continúan proyectando sobre sus respectivas comunidades cierto afán de control, inspiradas en saberes tan apegados a la gobernanza nacional como la geografía, la demografía o los más recientes avances tecnohumanistas. Todos ellos concebidos como disciplinas biopolíticas que todavía sugieren, como afirma Pablo Estévez Hernández, que se intervenga El cuerpo de la nación (2016) como si este se tratase, metafóricamente, de un ser vivo, confiriendo a sus clases dirigentes la autoridad para reinterpretar la funcionalidad de sus partes, así como también el estado de su población3.

Llegado a este punto, el caso de España, un Estado-nación aquejado de manera singular por este tipo de afecciones de identidad, cobrará especial interés a la hora de ejemplificar los planteamientos de los que vengo hablando. Especialmente si me detengo en aquellos materiales que intentan explicar la reciente fascinación que ha despertado su salud nacional, encarnada de forma perspicaz por la polémica escultura Always Franco (2012), de Eugenio Merino. Una obra hiperrealista en la que puede observarse al último dictador español —ataviado con su atuendo castrense habitual— perfectamente conservado dentro de una nevera de Coca-Cola. No obstante, además de lo llamativo de su pose atemporal y su completa inserción en el ámbito mercadotécnico, ¿acaso su ornamento no parece sugerirnos algo más?

Efectivamente, esta obra denuncia, a través de su perenne representación de la personalidad más destacada de la dictadura, que no son pocas las ideas, artefactos e instituciones que todavía reproducen su autoritaria visión del país. Lo cual, además de demostrar que el giro postmoderno y postcolonial no ha exorcizado a los espectros que todavía alientan ciertas modalidades de patriotismo, también ha servido para dificultar su normalización dentro del nuevo marco postnacional4. De hecho, lo que sugiere su trayectoria es más bien lo contrario, visto que no parece que su sociedad haya encontrado en los últimos cuarenta años el momento oportuno para culminar su perceptivo trabajo de duelo nacional. Una carencia que ha convertido a la España oficial y sus inmarcesibles deseos de perpetuidad en cualquier cosa menos en un organismo adaptado a las leyes de la liquidez, reduciendo, como en la escultura de Merino, las apelaciones más recurrentes a su identidad a una suerte de nacionalismo de cuerpo presente.

01-09%20Gil%20Papeles%20CEIC%202019-1.jpg 

Fotografía tomada por el público durante la visita en la Feria Internacional de Arte Contemporáneo de Madrid.

Imagen 1

Fotografía de la escultura Always Franco de Eugenio Merino5

4. Te voy a demostrar que no soy un espectro

La desmentida es una de las manifestaciones más repetidas de la perversión. Se sostiene en la negación de un trauma sobradamente acreditado que aun así es reprimido mediante la formulación de una «estrategia defensiva» (Dor, 1988: 97). Una maniobra urdida con el fin de elaborar una estructura significante que sustituya al objeto problemático o faltante por otro que, en última instancia, termina por adoptar la forma de un fetiche. Un fetiche que, cuando reemplaza a las narrativas y apegos que habitualmente instituyen nuestra identidad, tiene mucho que ver con la falta constitutiva que da origen al fantasma. De hecho, comparte con este su carácter místico, imaginario... En otras palabras, fetiche y fantasma pueden representar por igual la exaltación y el signo de la nación.

En este sentido, la reunión de elementos significantes que han definido históricamente a España como comunidad nacional, pueden ordenarse —como mínimo— en torno a cuatro grandes fases de fetichización fantasmagórica.

La primera de ellas —aún prenacional— coincidiría en el tiempo con el inicio de la modernidad, entre los siglos xiv y xvii y traería consigo el desarrollo del primer patrón de saber y poder capitalista, blanco, patriarcal, cristiano y civilizador, llamado a ordenar la enorme diversidad humana con la que los primigenios reinos ibéricos se «encontraron» a lo largo del planeta: la colonialidad6.

Desde el ocaso del siglo xviii y durante todo el xix, tendría lugar la segunda etapa de este sumario cronológico: el nacimiento de España como Estado-nación. Un proceso caracterizado por la pautada demarcación de su territorio y población bajo el novedoso entramado institucional del liberalismo, llamado a distinguirse del resto de las naciones modernas mediante la aparición de tecnologías, afectos y retóricas tan reseñables como, por ejemplo, el imaginario científico de la raza. Una objetivada taxonomía de la que también participaron, al interior de sus fronteras imperiales, las élites criollas que alentaron la descolonización americana, además de los grupos que sentaron los cimientos de sus nacionalismos periféricos7.

La tercera oleada de este proceso coincidió en el tiempo con la crisis desencadenada en España tras la pérdida de sus últimas colonias en América y Asia. Una crisis que acrecentó los niveles de antagonismo político y social reinantes en el país, especialmente a partir de la interpretación nacional-catolicista de dicha realidad que implementaron las dictaduras de Primo de Rivera y, sobre todo, la de Francisco Franco durante buena parte del siglo xx. Dos autocracias cuyos monolíticos efectos todavía pueden rastrearse a lo largo de la extensa geografía que ambos regímenes acaudillaron en su obsesión por regenerar su irredenta epopeya patriótica8.

El último episodio de esta causa instituyente podría fecharse en el momento exacto en que el franquismo fue relevado por la restauración de la monarquía en España, dando inicio a un período en el que se abrazó el parlamentarismo democrático, el neoliberalismo económico y la plena integración del Estado en el marco de la Unión Europea. Todo ello como parte de un complejo proceso de normalización nacional.

Recurriendo a la terminología acuñada para esta última fase por Guillem Martínez, la cultura de la transición (2012), como las tres etapas anteriores, fue resultado de un enésimo «trauma castrador» (Echevarría, 2012: 28). Una nueva desmentida sostenida en la fetichización de un «poder de representación, un poder de clasificación y un poder de despolitización» (Fernández-Savater, 2012: 48) íntimamente identificados con cuanto ha sido hegemónico en España desde hace ya más de cuatro décadas. Estoy hablando de la puesta en marcha de un juego de simbologías y apegos que, tras una apariencia esencialmente consensual, se habría encargado de expandir una remozada fantasía patriótica que no ha dejado demasiado espacio para el desacuerdo o la disidencia. Y que, solo a partir de la articulación de semejante ejercicio de polarización, ha logrado penetrar en todos los «mapas de lo posible» (Fernández-Savater, 2012: 38), obrando la definitiva transformación del sistema político del país en una postde­mo­cra­cia9.

02-09%20Gil%20Papeles%20CEIC%202019-1.jpg 

Fotografía propia.

Imagen 2

Fotografía tomada en pleno desarrollo de la obra Transición de Julio Salvatierra y Alfonso10

En total sintonía con estos planteamientos, ha sido articulado otro de los dispositivos culturales en los que he decidido detenerme para dar entidad a mi análisis fantológico del nacionalismo en España. Un material que, precisamente a causa de su capacidad para reinterpretar este último episodio de su historia reciente, se ha convertido en un recurso historiográfico excepcional. Me refiero al popular esfuerzo dramatúrgico firmado por Julio Salvatierra y Alfonso Plou, convenientemente titulado Transición (2013).

El mayor acierto de esta obra, interpretada por la compañía Teatro del Temple, reside —a mi entender— en su manifiesta voluntad de visibilizar la naturaleza inconclusa y desmentida del episodio histórico del cual toma su nombre. Un ejercicio para el que su guion acude a la figura de un reconocido prócer nacional: el expresidente Adolfo Suárez. Aunque es cierto que la posición de partida de este personaje en su trama no es la más favorable para cumplir con el rol de cronista de dicha época. Y es que, quien fuera el primer dirigente elegido democráticamente en el país desde la II República (1931-1939), figura en su guion como un anciano que padece Alzheimer.

Esta patología, lejos de privar al protagonista de dicho texto de participar de sus tensiones dramáticas, consigue justo lo contrario; empujarlo a una continua evocación de su pasado como dirigente político. Lo que, a su vez, genera una dislocación tan llamativa en su manera de concebir la realidad, que su figura asume finalmente una doble condición. Por un lado, la de un Suárez jubilado, obsesionado con retirar sus afectos del presente —como, de hecho, le ocurre a la mayoría de las personas que padecen este mal degenerativo—, y, por el otro, la de un Suárez fantasmal, forzado a convivir con un pasado inexorablemente recreado por su sobrevenida enfermedad mental.

A causa de esto, son los fantasmas de su pasado los que toman el mando de la situación, los que se adueñan de su ánimo, sin importar demasiado que este responda únicamente a una idealizada figuración de lo que, al fin y al cabo, pudo haber sido su biografía. Tal y como lo afirman los responsables médicos que sobre el escenario asumen su tratamiento:

Creo que nuestro error fue confundir los síntomas. Adolfo estaba confuso y desorientado, pero no por la falta de memoria, sino por un exceso de recuerdos vividos al mismo tiempo. Esas reminiscencias le impedían interactuar de modo ordinario en la realidad espontánea. Él vive aferrado permanentemente a sus falsos recuerdos con una nostalgia incontinente. (Salvatierra y Plou, 2013)

Una de las consecuencias más inmediatas de este inapelable veredicto es la inhabilitación del relato idealizado sobre la transición que Adolfo Suárez alcanza a componer durante los primeros actos de la obra, plenamente identificado con la versión irredenta que han popularizado las élites dirigentes del país entre las que debe contarse al mismísimo expresidente. Eso sí, poco después, y como parte de otro inesperado acontecimiento, es también su guion el que nos revela que su actor de cabecera no es, finalmente, quién dice ser, sino que, en realidad, se trata de un paciente mental común, un tal Adolfo Martínez, que ha suplantado la identidad de este líder político. De modo que, lo que Salvatierra y Plou logran visibilizar a través de este giro narrativo definitivo, son los mecanismos de supresión social que caracterizan a la desmentida, alcanzando a cuestionar, a través del rol jugado por su personaje principal, el papel desempeñado también por el público, que es equiparado hábilmente con el conjunto de la sociedad española contemporánea en lo que dura todo este proceso de fetichización espectral de su historia reciente.

En efecto, desde finales de la década de 1970 en España, el objetivo de la minoría dirigente que ha comandado el «combate con los fantasmas del pasado próximo» (Echevarría, 2010: 28) ha sido prácticamente el mismo: aplazar permanentemente los debates ya postergados durante la transición, impidiendo así que la gran mayoría de su población pueda completar su imprescindible trabajo de duelo tras la dictadura. Es más, del rechazo colectivo a realizar este necesario ejercicio de desapego, ha dependido la reproducción de su excluyente normalidad nacional. Y, aunque es cierto que ha sido la voluntad de esas élites la que se ha impuesto, también es verdad que la completa cancelación de esta especie de amenaza a la promesa de goce de la que se nutre el nacionalismo español ha resultado una tarea imposible.

Este es el origen, sin lugar a dudas, de la lucha interminable que emprende Adolfo Martínez para mantener a raya a los espectros que lo asedian. Y esa es, a su vez, la causa del «trastorno de identidad disociativo» que Salvatierra y Plou (2013) pretenden trasladar al conjunto del país mediante de la encarnación teatral de las ideas y pasiones de uno de los más conocidos fundadores de su democracia. Luego, el aspecto más destacable de este trabajo teatral parece ser su manera de invitarnos a reflexionar, a través de la empatía que despierta la personalidad de su actor más relevante, sobre la inmensa energía que hemos destinado como sociedad a reprimir una parte fundamental de nuestra historia reciente, sin dejar espacio para asimilar las numerosas pérdidas que esta ha podido ocasionarnos, la significación de todas sus ausencias narrativas.

«Te voy a demostrar que no soy un espectro metido en mis brumas» (Salvatierra y Plou, 2013) sentencia Martínez, visiblemente malhumorado, casi al final del texto. Lo hace en un momento en que ya no es posible distinguir nítidamente si continúa interpretando a Adolfo Suárez o vuelve a ser un ciudadano anónimo; es posible que incluso a ambos a la vez… En cualquier caso, lo más reseñable en este punto no es otra cosa que su evidente insatisfacción, a buen seguro sintomática de la presencia de elementos excesivamente turbadores en la identidad española postmoderna. Me refiero a un malestar que ha impedido la autorrealización del «mandato de gozar» (McGowan, 2004: 33) al que apelan insistentemente los fantasmas de un nacionalismo que no deja de pugnar por la clausura de los debates abiertos acerca de su normalidad nacional.

5. España, eso es lo que me pasa…

No es fácil precisar qué constituye —y qué no— la identidad nacional. Como cualquier otra modalidad de sujeción social, esta responde a una enumeración de ciertos aspectos exclusivos de un estilo de vida; como determinadas comidas, ritmos musicales, maneras de celebrar, modos de institucionalizar y otro tipo de interacciones, como, por ejemplo, la forma en que narramos nuestra historia. No obstante, como lo asevera Kieran Keohane, en lo que sí suelen coincidir los individuos que integran una nación es a la hora de establecer las formas en que se organiza su goce; visto que, es lo distintivo lo que «nos hace gozar lo que los otros no tienen» (1992: 20).

En este sentido, el caso de España es bastante particular, pues se trata de una nación donde varias de sus comunidades se imaginan, a su vez, a sí mismas como naciones, a pesar de no poseer una estructuración propiamente estatal. La Constitución del país reconoce esta diversidad al contemplar la existencia de regiones y también de nacionalidades como unidades que, en última instancia, modulan su morfología al haber sido dotadas del «derecho a la autonomía» (art. 2, 1978: 8). Ahora bien, esta singular condición política, cultural y administrativa se ha mostrado incapaz —como lo he apuntado desde el inicio de este trabajo— de atenuar las tensiones centradas en la identidad que ha registrado su sociedad, especialmente durante los últimos años.

Evidentemente, la cuestión plurinacional, a pesar de actuar como uno de los elementos fantasmagóricos más recurrentes de la moderna historia de España, ha encontrado en la actualidad muy pocos espacios en los que performativizarse más allá de la acalladora normalidad impuesta desde su democratización. Eso sí, donde lo ha conseguido, ha logrado un firme asentamiento, como ha sucedido, por ejemplo, al interior de su mercado cultural, donde el consumo de pautas y valores asociados a las distintas comunidades españolas se ha vuelto rentable sin verse en la necesidad de renunciar a sus vínculos tradicionales con el entramado afectivo y sociosimbólico propio del nacionalismo. Parafraseando a Michael Billig, el postmoderno consumidor de esta novedosa —aunque banal— manifestación de la diversidad que caracteriza a España tiene hoy la posibilidad de acceder a una «variedad apabullante de estilos identitarios» (1995: 139).

De acuerdo con esta visión mercantilizada de sus identidades, ha sido retratado el país en otro de los materiales en los que quiero centrarme en este trabajo. Me refiero a las películas de Emilio Martínez Lázaro: Ocho apellidos vascos (2014) y Ocho apellidos catalanes (2015), dos cintas cuya trama anima la melodramática ficción que interpretan Clara Lago (en el papel de Amaia Zugasti) y Dani Rovira (quien da vida a Rafa Quirós). Ambos protagonistas de un anodino romance que comienza en Andalucía para desplazarse por toda la geografía ibérica hasta recalar en Euskadi en su primera entrega, y en Cataluña en la segunda, haciendo parte de una travesía cargada de tantos tópicos nacionalistas que la cinta podría encasillarse, sin dificultad, dentro de un género cinematográfico que se creía extinto: la españolada11.

—¿El catalán un idioma? —pregunta retóricamente Koldo Zugasti [padre de Amaia]— ¡Pero si eso se entiende todo! Un idioma con fundamento es el euskera, que no entendéis ni ostias. O el alemán. ¡Eh! Jodido también. Un idioma es con un par de cojones, ¡y el resto son chuminadas!

—Eso te iba a decir —continúa Rafa—. El catalán, ¡qué idioma ni qué idioma! ¡Eso es un deje! Es un castellano chapurreao… Es como el andaluz, que se comen las letras. (Martínez Lázaro, 2015: 18:11-18:33)

Las pretensiones de Martínez Lázaro son explicitadas desde el inicio del filme. La arquetípica visión de las identidades que dan vida a su guion no hace ningún esfuerzo por esconder sus intenciones de apelar, a través del humor, a las emociones de los espectadores. Por eso, el núcleo paródico de estas películas se desarrolla, fundamentalmente, a partir del deseo que sus principales protagonistas se profesan entre sí, a pesar de ser caracterizados como personajes absolutamente antitéticos, esto es, como una joven abertzale en el caso de Amaia y como un andaluz españolista en el de Rafa.

03-09%20Gil%20Papeles%20CEIC%202019-1.jpg 

Fotograma extraído por el autor.

Imagen 3

Fotograma de la película Ocho apellidos catalanes12

Mediada por la expectativa libidinal que luce durante toda la cinta como solución catártica a las desavenencias experimentadas por esta extraña pareja, la relación amorosa que acapara su argumento transmite a su público un claro mensaje: es falsa la «idea de que las identidades culturales y nacionales no pueden convivir unas con otras» (Martínez Lázaro en eldiario.es, 18/11/2014). Esta sentencia da veracidad al rol asignado por Slavoj Žižek al cine comercial de nuestro tiempo como operador ideológico, es decir, como un material perfectamente capacitado para resolver «un conflicto que enfrenta a grandes fuerzas sociales» (Žižek, 2008: 11) mediante su reelaboración desde las coordenadas de un infortunio doméstico, familiar: «los vascos son así, mucha independencia, mucha independencia… pero al final lo español les encanta» (Martínez Lázaro, 2014: 1:19:41-1:19:43).

Ciertamente, no es otra la finalidad de este melodrama que canalizar «el deseo de apropiarse y vivir la diferencia», explicando y transformando las «distorsiones, malas traducciones y errores de reconocimiento (…) que el propio deseo involucra» (Berlant, 2011: 70). Y, una vez encauzada toda esa tensión, desarrollar una especie de política sentimental que posea la capacidad de convertir cualquier antagonismo en una payasada, la cual, a través de los «placeres del entretenimiento, del sistema de las estrellas (…) y del romance heterosexual» (Berlant, 2011: 110) debe prestarse a la despolitización del sufrimiento. Es más, la posición central del melodrama y también de la comedia en el banalizado mercado cultural postmoderno, responde precisamente a dicha funcionalidad: ofrecer una salida, una fantasmática promesa de goce como vía para alcanzar la plenitud.

Ahora bien, no siempre es posible —ni tampoco deseable— que este mercantilizado ejercicio de satisfacción parcial de la falta se desarrolle en un tono desenfadado. Igualmente disponibles en los incesantes circuitos de consumo cultural del país, es posible encontrar dispositivos exitosos que inciden justamente en lo contrario: en la representación a través del dolor del antagonismo que existe entre sus diferentes identidades. Una fórmula que, no por simple casualidad, es la elegida por el último de los materiales que voy a utilizar para ejemplificar la recurrencia fantasmagórica de las pulsiones nacionalistas contenidas en la España postmoderna. Se trata de la novela Patria (2016), la más famosa composición literaria de Fernando Aramburu. Un trabajo de ficción intimista que podría singularizarse por su indudable pretensión de veracidad, la cual toma cuerpo a través del horror de la violencia política en Euskadi, hábilmente detallada en la biografía de dos familias enfrentadas por la muerte de uno de sus miembros a manos de ETA.

Desde el inicio del texto, y por mor de su propia desgracia, el Txato —que es como se llama el personaje ausente en el relato— se convierte en su espectral protagonista. Y ello a pesar de que el peso narrativo de esta obra descansa en las subjetividades femeninas de quienes lo sobreviven y lo recrean con frecuencia. Me refiero a Miren y a Bittori, dos amigas de la infancia que ven interrumpidos sus afectos por la participación del hijo de la primera en el asesinato del marido de la segunda, lo que, posteriormente, da forma a una enrevesada relación que, además del sufrimiento, también logra conectarlas por medio de sus similares deseos de redención. En otras palabras, Patria detalla un largo trabajo de duelo destinado a preconizar, a partir de una calculada y para nada cándida maniobra ficcional, la ansiada reconciliación nacional que debería suceder al trauma de la violencia política en Euskadi:

—Ya puestas a ser sinceras, me he enterado de que estás empeñada en que el hijo de la Miren te pida perdón (…). ¿Es verdad? [pregunta a Bittori su hija].

—¿Por qué crees que sigo con vida? Necesito ese perdón. Lo quiero y lo exijo, y hasta que no lo consiga no me pienso morir. (…) En cuanto coloquéis la losa y me quede con el Txato, le diré: el idiota se ha disculpado, ahora ya podemos descansar en paz. (Aramburu, 2016: 611)

Como se puede comprobar, ya no es la satisfacción —tal y como sucedía en el caso de las películas de Martínez Lázaro— la fuerza que vivifica esta fábula, sino la insatisfacción. O, por ser más certero, el displacer. Un género del goce que se opone al placer consciente al ser simbolizado como un evento o sensación que resulta especialmente hiriente o perturbador. Y es ahí, precisamente, donde destaca la prosa de Aramburu, en su destreza para escenificar el triunfo de la normalidad hegemónica como punto de cierre ante una angustiosa pero inteligible realidad, concebida desde entonces como el «verdadero núcleo de la colectividad nacional» (Berlant, 2011: 24). Un daño que resulta útil sobre todo al apelar, a través de su explicitación antagonista, a la edificación de una utopía positiva que pueda proyectarse más allá del pasado distópico en que se entretiene este libro.

Por todas estas razones, se puede afirmar que la Patria de Aramburu maneja de forma excepcional muchas de las claves que el nacionalismo moderno ha universalizado, y que, en la España actual, han promovido de manera paralela tanto el nacionalismo estatal como los nacionalismos periféricos. De manera que, si damos por cierta la afirmación que estipula que el objetivo último del Estado-nación —y de las leyes en que este se apoya— consiste en erradicar toda manifestación sintomática de dolor social, también debemos asumir que su ausencia, como realidad plenamente antinarrativa, constituye un claro deslizamiento de los apegos que hasta entonces habrían imposibilitado la disolución de su antagonismo:

Las dos mujeres se divisaron como a unos cincuenta metros de distancia. A Bittori le daba en aquel momento el sol en la cara (…). Miren se acercaba caminando con pasos dominicales, despreocupados (…). Avanzaban en línea recta la una hacia la otra. Y la numerosa gente que estaba en la plaza se percató (…). Mira, mira, tan amigas que fueron.

El encuentro se produjo a la altura del quiosco de la música. Fue un abrazo breve. Las dos se miraron un instante a los ojos antes de separarse. ¿Se dijeron algo? Nada. No se dijeron nada. (Aramburu, 2016: 642)

En resumidas cuentas, todo este esfuerzo se produce para tratar de reducir la conflictividad asociada a la interacción de identidades en España a una sencilla y normalizada estructura binaria. A una arquitectura dicotómica a partir de la cual, sentirse mal «se vuelve evidencia de una condición estructural de injusticia», mientras que, sentirse bien, significa el mismísimo «triunfo de la justicia» (Berlant, 2011: 31). Cualquier registro emocional es útil, desde la ausencia a la plenitud, desde el goce hasta el dolor, para reconducir por el sendero de la normalidad nacional a las diferentes patologías sociales que afectan al país. Sobre todo, si es su estabilidad lo que está en peligro; si lo que está en juego son sus apegos, su política sentimental. Tal y como lo expresa el humorista y actor Agustín Jiménez en Ocho apellidos catalanes, en el papel de un obtuso y flemático guardia civil: «España, eso es lo que pasa…» (Martínez Lázaro, 2015: 1:21:43-1:21:45). Sería imposible describirlo mejor.

6. A modo de conclusión: el fin de un ciclo

Si es verdad que la identidad se logra, como asevera David Campbell, mediante la «inscripción de fronteras» (1998: 9) que son útiles para construir un adentro y un afuera, para distinguir al yo del otro, y —en el caso que aquí me interesa— remarcar lo nacional, también es cierto que, como parte de semejante maquinaria para construir diferencias, podría atestiguarse —como mínimo— la coexistencia de dos paradojas. La primera tendría que ver con algo evidente, pues todo mecanismo de identificación positiva tiene un lado negativo o siniestro, en la medida en que la identidad siempre implica la exclusión y diferenciación de un otro. La segunda —derivada directamente de la paradoja anterior— establece, asimismo, una realidad aún más compleja, puesto que, a consecuencia de ese antagonismo constitutivo, toda identidad conlleva el inevitable registro de una falta, de una incompletitud. Y, supeditada a esta, la aparición de todo tipo de fantasmas.

Desde la órbita intelectual del nacionalismo liberal, el investigador José María Marco habla en una de sus últimas publicaciones, Sueño y destrucción de España, del «fantasma reprimido del nacionalismo español» (2015). Se refiere a un ánima equiparable, como en el caso de Blanco Valdés o Alfonso Guerra, a otros perversos espíritus que han azotado al país, como el espectro del «socialismo, o la construcción de la nación nacionalista catalana y vasca» (ibídem: 308, 360, 342), reducidas por igual a la manifestación de un deseo de plenitud y una falta constitutiva destinadas a intervenir en el ánimo colectivo: en el estado del Estado. No obstante, ha sido el hecho de que ninguna de estas proyecciones espectrales haya logrado imponerse y «nacionalizar de verdad a España» (2015: 379), el principal responsable de la actual situación de vacío que atestigua la recurrente presencia de estos espectros en los contextos más populares de su sociedad. Una carencia que Marco interpreta —en otra parte de su texto— como efecto de un «revival nacionalista» (2015: 372).

En síntesis, lo que este autor plantea a modo de conclusión es la posibilidad de que el país se encuentre ante el «fin de un ciclo» (Marco, 2015: 376), es decir, a las puertas de un nuevo proceso constituyente que amenaza con convertirse en la quinta oleada histórica de fetichización de su identidad. Esto explicaría el hecho de que las narrativas nacionalistas que aún legitiman la soberanía del Estado hayan entrado de cuerpo presente en los líquidos dominios de la postmodernidad. A fin de cuentas, esta es la mejor explicación que este autor ofrece para la España asediada de nuestros días, su representación como una nación fantasmal que:

ha vivido un experimento en el que estaba en juego la creación de una comunidad política postnacional, vertebrada por lazos distintos a los que las naciones políticas e históricas habían ido formando durante siglos. El experimento, que utilizó materiales de otras crisis nacionales previas, ha llegado a su punto final. Ha sido un fracaso y cierra de una vez el ciclo de nacionalismo español surgido en torno a la crisis de fin de siglo, nuestro 98. Probablemente ha llegado la hora de librarnos de los siniestros fantasmas. (Ibídem: 376)

En este trabajo, sin embargo, he intentado demostrar con varios ejemplos cómo los fantasmas del nacionalismo no solo pueden resultar aterradores —especialmente si estos son observados desde un punto de vista antagonista— sino que también sirven para enseñarnos cómo desear, actuando como una imaginada pantalla que, en todo momento, filtra el mandato irremisible de gozar que estos idearios nos plantean con insistencia. Poco importa que dichos ectoplasmas encarnen nuestros anhelos de plenitud o aprehensión frente a la ausencia. Su funcionalidad difusa no cesa en su empeño de explicitar nuestros asuntos pendientes, así como las peculiaridades que organizan nuestra identidad, de nuevo; todo lo que somos y también cuanto nos falta. Ahora bien, este enésimo fin de ciclo, entendido como la más reciente rearticulación de aquello que da vida a las distintas identidades nacionales que cohabitan España, no debería interpretarse únicamente como una contrariedad.

De la misma manera en que sus componentes sociosimbólicos y libidinales han servido para alumbrar la complejidad que entraña la fetichización fantasmagórica de la identidad española, ¿estos no podrían ser útiles también para dar solución a aquellas cuestiones que han sido desplazadas constantemente de su vida nacional? ¿Sería posible pensar en España desde la óptica decolonial, sin determinar primero las ligazones que todavía guarda su retrato nacional con la colonialidad? ¿Cómo explicitar el ánimo de la(s) nación(es) que históricamente ha(n) batallado por contener o desbordar sus fronteras sin mentar este tipo de fantasías? ¿Cómo apalabrar la suerte que ha corrido el proceso de paz en Euskadi o el independentismo en Cataluña, si no es apelando a estos deseos compartidos de plenitud y ausencia?

Como se ha podido ver, la activación del paradigma fantológico puede resultar muy útil para esclarecer el papel simbólico, pero también pasional, que juegan los nacionalismos en España. Un esfuerzo que considero especialmente valioso ahora que las identidades contenidas dentro de sus fronteras se encuentran ante una verdadera encrucijada. Y que, por esta misma razón, podrían propiciar el avance de fórmulas de participación política encaminadas hacia una «radicalización de la democracia» (Laclau y Mouffe, 2004: 9), a la vez que —lamentablemente— también podrían servir justo para lo contrario: la articulación de su enésima desmentida, legitimando un nuevo cierre de filas que podría insistir en la propagación de una normalidad nacional monolítica, excluyente y aún más acalladora que la actual.

Invocando el ánima de Antonio Gramsci, voy a atreverme a afirmar que, en plena postmodernidad, las viejas identidades nacionales que todavía operan en España —tanto las de carácter hegemónico como las periféricas— no acaban de morir, las nuevas no terminan de nacer y, en ese claroscuro, se ha intensificado la presencia de fantasmas, de controvertidos espectros que, sin dejar de enseñarnos a anhelar otra realidad, no han dejado de hacer lo imposible por protegernos de lo real… Depende de nosotros la subversión del goce y el dolor que estos manifiestan, el significativo acto de atravesar el deseo del que se alimenta compulsivamente toda identidad.

7. Referencias

Alcorn, M. (2002). Changing the Subject in English Class. Carbondale: Southern Illinois University Press.

Álvarez Junco, J. (2001). Mater Dolorosa: la idea de España en el siglo xix. Madrid: Taurus.

Anderson, B. (2007/1983). Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Aramburu, F. (2016). Patria. Barcelona: Tusquets.

Bauman, Z. (2008). Tiempos líquidos: vivir en una época de incertidumbre. Barcelona: Tusquets.

Berger, P.L., y Luckmann, T. (2003/1966). La construcción social de la realidad. Buenos Aires: Amorrortu.

Berlant, L. (2011). El corazón de la nación. Ensayos sobre política y sentimentalismo. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Bhabha, H.K. (2002). El lugar de la cultura. Buenos Aires: Ediciones Manantial.

Billig, M. (1995). Banal Nationalism. Londres: Sage.

Blanco Valdés, R.L. (27/4/2016). Un fantasma recorre España: o, mejor, varios. La Voz de Galicia. Recuperado de https://www.lavozdegalicia.es/noticia/opinion/2016/04/27/­fantasma-recorre-espana-mejor-varios/0003_201604G27P16993.htm

Campbell, D. (1998). Writing Security: United States Foreing Policy and the Politics of Identity. Minéapolis: University of Minnesota Press.

Castro-Gómez, S. (2005). La poscolonialidad explicada a los niños. Bogotá: Universidad del Cauca, Instituto Pensar, Universidad Javeriana.

Constitución española (1978). Madrid: Agencia Estatal Boletín Oficial del Estado.

Davis, L.J. (1995). Nationalism and Deafness: The Nineteenth Century. En Enforcing Normalcy: Disability, Deafness, and the Body (pp. 73-99). Londres: Verso.

Delgado, L.E. (2014). La nación singular. Fantasías de la normalidad democrática española (1996-2011). Madrid: Siglo Veintiuno Editores.

Derrida, J. (2012). Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva in­terna­cio­nal. Madrid: Trotta.

Dor, J. (1988). Estructura y perversiones. Buenos Aires: Gedisa.

Echevarría, I. (2012). La CT: un cambio de paradigma. En G. Martínez (Coord.). CT o la cultura de la transición. Crítica a 35 años de cultura española (pp. 25-36). Barcelona: Debolsillo.

Estévez Hernández, P. (2016). El cuerpo de la nación. Diferencia colonial y ausencia étnica en el censo colonial español. San Cristóbal de La Laguna: Servicio de Publicaciones de la Universidad de La Laguna.

Fernández-Savater, A. (2012). Emborronar la CT (del «No a la guerra» al 15-M). En G. Martínez (Coord.). CT o la cultura de la transición. Crítica a 35 años de cultura española (pp. 37-51). Barcelona: Debolsillo.

Freud, S. (1991). Duelo y melancolía. En Obras completas, vol. 11 (pp. 2091-2100). Buenos Aires: Hyspanoamérica.

Gabilondo, J. (2009). Genealogía de la «raza latina»: para una teoría atlántica de las estructuras raciales hispanas. Revista Iberoamericana, LXXV(228), Julio-Septiembre, 795-818.

García Abad, J. (2005). Adolfo Suárez. Una tragedia griega. Madrid: La Esfera de los Libros.

Grosfoguel, R. (2006). La descolonización de la economía política y los estudios postcoloniales. Transmodernidad, pensamiento fronterizo y colonialidad global. Tabula Rasa, 4, 17-48.

Guerra, A. (2/11/2017). Los fantasmas del pasado. Tiempo. Recuperado de http://www.­tiempodehoy.com/espana/turno-de-palabra/los-fantasmas-del-pasado

Haraway, D. (2004). Testigo_Modesto@ Segundo_Milenio. HombreHembra© _Conoce_­Oncoratón®. Feminismo y tecnociencia. Barcelona: UOC.

Harvey, D. (1998). La condición de la posmodernidad: investigación sobre los orígenes del cambio cultural. Buenos Aires: Amorrortu.

Juliá, S. (1998). Retóricas de muerte y resurrección: los intelectuales en la crisis de conciencia nacional. En Debates en torno al 98: Estado, sociedad y política (pp. 159-170). Madrid: Comunidad de Madrid, Consejería de Educación y Cultura Secretaría General Técnica.

Keohane, K. (1992). Symptoms of Canada: National Ideology and the Theft of National Enjoyment. cineACTION, 28, 20-33.

Laclau, E. (Ed.). (1994). Introduction. En The Making of Political Identities (pp. 1-8). Londres: Verso.

Laclau, E., y Mouffe, C. (2004). Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Marco, J.M. (2015). Sueño y destrucción de España: los nacionalistas españoles (1898-2015). Madrid: Planeta.

Martínez, G. (2012). CT o la cultura de la transición. Crítica a 35 años de cultura española. Barcelona: Debolsillo.

Martínez Lázaro, E. (2014). Ocho apellidos vascos. Guion de Borja Cobeaga y Diego San José. España: Lazonafilms, Kowalski Films y Telecinco Cinema.

Martínez Lázaro, E. (18/11/2014). Martínez-Lázaro dice que «el éxito de Ocho apellidos vascos no se volverá a repetir jamás». eldiario.es. Recuperado de https://www.eldiario.es/­cultura/Martinez-Lazaro-apellidos-vascos-volvera-repetir_0_325817648.html

Martínez Lázaro, E. (2015). Ocho apellidos catalanes. Guion de Borja Cobeaga y Diego San José. España: Telecinco Cinema.

McGowan, T. (2004). The End of Dissatisfaction? Jacques Lacan and the Emerging Society of Enviroment. Albany: Suny Press.

Merino, E. (2012). Always Franco. 200 cm × 60 cm × 60 cm.

Mignolo, W. (2003). Historias locales; diseños globales: colonialidad, conocimientos subalternos y pensamiento fronterizo. Madrid: Akal.

Millares Cantero, A. et al. (2011). Historia contemporánea de Canarias. Las Palmas de Gran Canaria: Obra Social de La Caja de Canarias.

Navarrete Cardero, J.L. (2009). Historia de un género cinematográfico: la españolada. Madrid: Quiasmo.

Purroy Unanua, A. (13/10/2017). Una gran nación. Diario de Navarra. Recuperado de https://www.diariodenavarra.es/noticias/opinion/2017/10/13/una-gran-nacion-antonio-­purroy-556135-1064.html

Quijano, A. (2000). Colonialidad del poder y clasificación social. En Cuestiones y horizontes : de la dependencia histórico-estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder. Buenos Aires: CLACSO. http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/se/20140506032333/eje1-7.pdf

Reale, G., y Dario, A. (1998). Historia del pensamiento filosófico y científico. Tomo III. Barcelona: Editorial Herder.

Salvatierra, J., y Plou, A. (2013). Transición. Dirigida por Carlos Martín y Santiago Sánchez. Madrid: Teatro del Temple, Teatro Meridional, L’om Imprebís y Centro Dramático Nacional.

Shaw, J. (2001). The «Governance» Research Agenda and the «Constitutional Question». En European Commission. Governance and Citizenship in Europe: Some Research Questions (pp. 70-81). Luxemburgo: European Communities.

Stavrakakis, Y. (2010). La izquierda lacaniana. Psicoanálisis, teoría, política. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Valero, J.C. (2/11/2017). El fantasma de Europa. ABC. Recuperado de https://www.abc.es/­espana/catalunya/abci-fantasma-europa-201711021130_noticia.html

Žižek, S. (2008). Arte e ideología en Hollywood. Una defensa del platonismo. En Arte, ideología y capitalismo (pp. 10-49). Madrid: Círculo de Bellas Artes.

Žižek, S. (2010). Cómo leer a Lacan. Buenos Aires: Paidós.

1 La fantología, según Jacques Derrida, hace alusión fundamentalmente a «una ontología asediada por fantasmas» (2012: 24).

2 Demanda y deseo, dice Lacan, «pueden coincidir durante un instante fugitivo, y es esto lo que da al yo esa expansión (épanouissement) identificatoria de donde extrae su fuente el goce» (apud Stavrakakis, 2010: 225). Así pues, un éxito deportivo o un triunfo militar sirven como ejemplos de goce parcial. Su naturaleza es efímera, evanescente, «incapaz de satisfacer plenamente el deseo», alimentando de nuevo la insatisfacción mientras «reinscribe la falta en la economía subjetiva, la falta de otra jouissance (…) sacrificada en tanto plenitud, y así reproduce nuestro apego a la promesa fantasmática de su recuperación» (Stravakakis, 2010: 225).

3 Son más de dos siglos de teoría política los que ha destinado el nacionalismo moderno a encontrar la mejor manera de mantener saludable a la comunidad nacional, alejándola de cualquier manifestación de enfermedad o invalidez, en este caso entendidas como antónimos de la reproducción social del orden normal (véase más en Davis, 1995: 73-99). No obstante, categorías tan problemáticas como la pureza de sangre o la raza no han desaparecido en la actualidad, mientras que nuevos idearios segregacionistas, como el esencialismo genético, se abren camino poderosamente (véase más en Haraway, 2004: 151-308).

4 «El posnacionalismo puede verse como (…) el intento de recuperar y repensar algunos de los valores centrales del nacionalismo que otorgan sentido a una comunidad particular con instituciones y prácticas compartidas, sin el necesario bagaje institucional y peso ideológico del Estado (nación) moderno ni el sentido negativo del nacionalismo como exclusión» (Shaw, 2001: 74). En el caso de España, este estaría representado principalmente por la Unión Europea, a la que se adhirió en el año 1986.

5 «Franco en una nevera es la imagen de su permanencia en nuestra cabeza», declaraba su autor en una entrevista para El País, donde además añadía que «los pueblos son sanos cuando se ríen de su pasado, porque es una manera de enterrarlo. Pero Franco sigue siendo un resorte partidista. Es un fantasma congelado y no se marcha» (13/2/2012).

6 Aníbal Quijano sostiene que la colonialidad opera «en cada uno de los planos de la existencia social cotidiana» (2000: 342). Mientras, Santiago Castro-Gómez habla del «imaginario de la blancura», inserto en el «discurso de la pureza de sangre», como el «primer imaginario geocultural del sistema-mundo» capitalista. Un dispositivo alrededor del cual «ser blanco» no tenía que ver tanto con el color de la piel, como sí con la escenificación de un bagaje cultural «tejido por creencias religiosas, tipos de vestimenta, certificados de nobleza, modos de comportamiento y formas de producir y transmitir conocimientos» (2005: 55, 60).

7 Directamente dependiente de la colonialidad/modernidad, el concepto de raza se estableció con el único cometido de consolidar el rol segregador que esta había practicado desde sus orígenes. La raza, sin embargo, no debe entenderse como un «elemento añadido a las estructuras económicas y políticas del sistema mundial capitalista», sino como «una parte constitutiva integral e imbricada» (Grosfoguel, 2006: 19) en un entramado más amplio en el que también el género, la sexualidad, la espiritualidad y la epistemología contribuyeron a la reproducción de la hegemonía. Esta «ideología racial» (Gabilondo, 2009: 795), sin embargo, resultó más útil a sus decimonónicos fundadores, los imperialismos británico y francés, que al imperialismo hispano, por ese entonces ya abocado hacia el desastre (véase más en Álvarez Junco, 2001: 567-607).

8 Para estos gobiernos, la metafórica «regeneración de España» (Juliá, 1998: 155) implicaba reprimir cualquier forma de oposición a sus principios, defendiendo un programa políticamente corporativista, económicamente intervencionista y culturalmente ultranacionalista (véase más en Millares Cantero et al., 2011: 435).

9 «La negación de la realidad del antagonismo político lleva a algunos críticos a calificar el momento actual de pospolítico o posdemocrático (…). En su libro El desacuerdo, Jaques Rancière define la democracia de consenso como la práctica gubernamental y la legitimación conceptual de una democracia después del demos. Una democracia que ha eliminado la apariencia, el error de cálculo y la contienda del pueblo y, por consiguiente, es reductible a la sola interacción de mecanismos estatales y combinaciones de energías e intereses sociales» (en Delgado, 2014: 44, 17-18).

10 Una obra que supo aprovechar la conmoción nacional que causó la enfermedad de Adolfo Suárez en el momento en que esta se dio a conocer públicamente. De hecho, no tardaron los principales voceros de la cultura de la transición en instalar en la sociedad española, fundamentalmente a través de los medios de comunicación de masas, una especie de sentimiento de orfandad, articulado mediante un sinfín de anécdotas —casi legendarias— sobre la figura del expresidente, destinadas a reforzar los principales valores y emociones en que se ha sostenido su normalidad nacional (véase más en García Abad, 2005).

11 José Luis Navarrete Cardero (2009) define la españolada como un género cuyas manifestaciones abundan en la literatura, la pintura, la música y el cine, el cual estaría entroncado, de manera directa además, con las distintas oleadas de exaltación ideológica que han formulado la identidad española a lo largo de la historia, resultando muy llamativo, en el caso específico del séptimo arte, su entronque con el franquismo y la cultura de la transición.

12 El fotograma captura el momento posterior a aquel en que Agustín Jiménez pronuncia la frase que da nombre a este apartado. En él, como acompañamiento musical de la imagen, suena distorsionado el himno de España, lo que predispone al espectador a ver una escena en la que el nacionalismo hegemónico que suele guiar la acción de un cuerpo de seguridad como la Guardia Civil también es cuestionado —de nuevo a través del humor— en pos de alcanzar la necesaria concordia nacional.