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Haraway, Donna (2018). Como una hoja. Una conversación con Thyrza Goodeve. Madrid: Continta me tienes
Papeles del CEIC. International Journal on Collective Identity Research, núm. 2, p. 55, 2018
Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea

Revisión Crítica

Los contenidos de Papeles del CEIC se distribuyen bajo la licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España (CC BY-NC-ND 3.0 ES)
Haraway Donna. Como una hoja. Una conversación con Thyrza Goodeve. . 2018. Madrid. Continta me Tienes. 199 pp.

“Make kin, not babies”, construye parentescos, no niños, es la última provocación que conozco de Donna Haraway. Aunque quizás no sea justo decir que lo que hace es provocar, sí, acaso irritar con eficacia nuestros lugares comunes y plantear al hacerlo la plausibilidad de imaginar conexiones que ese sentido común de un modo u otro oblitera. Sí, “irritar” es más correcto: Haraway invita a construir parentescos imprevistos; mi impresión es que siempre lo ha hecho y que ese es su método. La última invitación, recién de ahora, es esa —directa: “construye parentescos”—, la publicó su libro Staying with the trouble. Making kin in the Chthulucene (2016) y lleva ese método a término.

Los provocadores que se limitan a buscar cómo epatar o irritar actúan por impulsos del momento y acuden con habilidad a los llamados más eficaces de la escena pública; moda es su palabra. Hay quien confunde a Haraway con eso y aunque no soy especialista en su obra, de la que no he leído ni mucho menos todo y de la que no entiendo, ni mucho menos, mucho, no diría de ella nada que se le parezca. Sí que funciona impresionando, sí que probablemente trabaja afectando, sí también que su método desgarra tópicos más que agarra análisis, pero todo dentro de un trabajo acumulativo, lento, sólido y coherente. Sí, quienes la incluyen en el saco de los/as intelectuales de gatillo rápido se equivocan, radicalmente, y eso les impide ver detrás de cada uno de sus manifiestos, panfletos, llamados, libelos, frases rápidas… una obra coherente y sólida, tanto internamente como hacia el mundo que comenta y respecto a su propio proyecto vital. Tan coherente que asombra, o así he salido yo mismo tras la lectura de Como una hoja. Una conversación con Thyrza Goodeve.

Este libro, editado en castellano en 2018 por la pequeña editorial independiente madrileña Continta me Tienes, así lo refleja. Aunque nos llega muy tarde (es la traducción al castellano de una edición de 1999, y hasta ahí llega lo que Haraway y su entrevistadora cuentan), recoge una charla larga con una antigua alumna, en la que la inspirada provocadora, inventora de ciborgs, oncoratones, vampiros y mascotas humanizadas, recorre su vida y su trabajo sin distinguir uno de otro, se pasea por biología, conciencia, militancia, cuerpo, plantas, amistad, conectándolas. El parentesco, lo dije más arriba, es para ella un método de trabajo, diría casi que una tecnología para construir conexiones. Hoy, casi 20 años después de ese libro, esa apuesta se ha concretado y se traduce en el reclamo explícito con el que arrancaba esta reseña y también en otras en claves irritantes: “mascotas” sobre las que nos pregunta si son o no humanos, épocas —el “Chthuluceno”, el “Capitaloceno” o el “Antropoceno”— perturbadoras por las que nos pregunta si en ellas la vida se puede dar. Hoy, afirma, no nos queda más que el parentesco consciente, una tecnología para construir lazos con otros: vivimos en tiempos confusos, pero resistibles si armamos espacios de refugio que superen las limitaciones del holoceno, nuestra ya vieja modernidad, esa tan de humanos y sociedades. Cabe hacer lo de siempre: ir hacia atrás, ser más humanos, o lo contrario, quedarnos con el problema y sobrevivir en este mundo herido. Lo primero acude a Providencia, Historia, Ciencia, Progreso. Trucos, viejos y divinos. Lo segundo, al pacto: hacer ensamblajes, asambleas, refugios para distintos, para gente sin hogar.

Parentescos pues, voluntarios y sin biologías (“estoy harta de establecer vínculos a través del parentesco y la familia y ansío modelos de solidaridad y de unidad y diferencia humanas basados en la amistad, el trabajo, los objetivos parcialmente compartidos” (143)): “Mi propósito es hacer que ‘pariente’ signifique algo diferente/algo más que entidades conectadas por sus ancestros o su genealogía” (2016b: 21). A fin de cuentas, pariente tiene que ver con relación, aunque sea bizarra: relación con máquinas, relación entre vivos, relación con plantas, relaciones en cadenas que nos ensamblen a comunidades de otros supervivientes de esta crisis perpetua, aunque las entidades con las que conecte sean las que conviven en una red confusa que incluye un champiñón, mi vecino, un mercado de comida japonés y un refugiado laosiano en el norte de California (Tsing, 2015). El parentesco que nos invita a hacer Haraway no es entonces un parentesco de los que se heredan, es un lazo que se hace. Making kin pues, not babies es un método de supervivencia. Y también un método para el trabajo intelectual.

Todo eso que dice hoy estaba ya en estado de desarrollo, bastante avanzado, en obras que podríamos pensar que solo lo apuntaban; conocemos en castellano sobre todo dos, Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza (editado originalmente en 1991 y en 1995 en la traducción de Cátedra al castellano) y Testigo_Modesto@Segundo-Milenio.HombreHembra@_Conoce_Oncoraton© (en inglés editado en 1997 y traducido al castellano por la UOC en 2004). Esos dos y su tesis doctoral (Crystal, fabrics and fields) puntean el fascinante paseo biográfico‑intelectual de este libro, a mi criterio, el de un no creyente, una joya que vale la pena recorrer para entender el paisaje intelectual de una generación que dibujó los lazos de parentesco que nos constituyen a los que vinimos luego. En ese paisaje se cruzan aromas de rigores de vieja ciencia con revueltas contraculturales, comida orgánica y migración, California con catolicismo, Nicaragua con feminismo, tecnofilia con ombligos de monstruos, metáforas con genomas, James Clifford con Octavia Butler… Todo eso y más compone el tejido de una red de supervivencia sostenida por parentescos bizarros, pero a la postre plausibles y habitables.

Su vida en una comunidad sin lazos de sangre, sí de parentescos buscados, es, de hecho, un hilo conductor del libro. Bellos, imperdibles, los pasajes en los que describe el pasar de la existencia ordinaria en su casa del Condado de Sonoma y la vida en coalición con su pareja, Rusten Hogness, su ex marido Jaye y el amante de este, Bob (“se vinieron abajo todos los modelos ‘familiares’” (146)), hasta que el SIDA mata primero a Bob y luego a Jaye (qué emotiva la californiana descripción del funeral de uno de ellos, haciendo de los melocotones de la huerta común un actor más). Los parentescos bizarros se huelen en el trazo que hace de la genealogía del Hist‑Con, el ya mítico departamento de “Historia de la conciencia” en la Universidad de California en Santa Cruz, ese hermoso ombligo del monstruo, un hervidero de surfistas y conciencias críticas: James Clifford, Teresa de Lauretis, Hayden White, Angela Davis… Cuesta evitar que aflore la vena mitómana al leer el relato de esa época y de esas vidas. Y cuesta también evitar cierta envidia por el peso académico, político e institucional de ese paisaje de alianzas hasta entonces inauditas entre activismos, biologías, lingüística, feminismos, antropologías…

Los lazos entre distintos se trazan con más intensidad todavía en los pasajes en los que Thyrza Goodeve le interroga por los conceptos centrales de su obra. No faltan páginas sobre las nociones más populares, sus metáforas más eficaces y exitosas, irritantes en el sentido que expresaba al comienzo, como el ciborg o el oncoratón, irritantes también, pero en otro sentido, por el uso que hemos hecho luego de ellas. El lector que busque profundidad de glosario —fue mi caso— echará de menos algunas páginas más sobre las categorías de rango medio de Haraway, pero sea, algo se logra saber cuando el libro se pasea por ellas y las conecta con otras, caso de las de vida (115), enfermedad (98), teoría (131), carne (109), testigo modesto (176), genoma (100) metáfora (103), y hasta California (69). Aunque el repaso no es profundo, sí es exhaustivo, y ayuda a recorrer su trabajo y a ver cómo todo se conecta en una red que al leerlo el lector llega a ver en tres dimensiones, y en la que se siente dentro. Haraway logra envolver, otro motivo de envidia.

Hay otras categorías, las más finas, esas que ayudan a entender la profundidad de su apuesta por el parentesco, que toca poco, pero están siempre en el trasfondo; retengo dos, la de conocimientos situados y la de conexiones irónicas. Los primeros han sido siempre confundidos con expresiones simples de posiciones contundentes y comprometidas (“A veces la gente interpreta ‘Conocimientos situados’ de una manera que me parece un poco simplista (…) como si solamente representara cuáles son tus señas identificativas y literalmente dónde te encuentras. Según esto, ‘situados’ significa estar solamente en un lugar” (95)). Nada hay de revulsivo ni de irritante en algo que se entienda así, como la valentía de ser uno mismo y confesarlo y sostenerse ahí, y sin embargo así se suele leer, sobre todo desde que la expresión se ha convertido en lema, en tópico, en panfleto, para sostener posiciones duras, sólidas, que poco se mueven: “Yo, como feminista”, “Yo desde mi lugar de subalterno”… Confieso que de haber trabajado eso, esos (mal)usos del concepto me hubieran invitado a desecharlo para buscar otro con el que seguir pensando que conocer es mover tus presencias con modestia y sin tentaciones divinas (ser testigo significa “decir la verdad (…) evitando al mismo tiempo el adictivo narcótico de los fundamentos trascendentales” (177)). Haraway no. Tiene la virtud pedagógica de la paciencia y la perseverancia (“una parte de mi método de trabajo consiste en no alejarme de un término cuando su popularidad hace que se ensucie” (154)) e insiste, sí, buscando siempre alcanzar la gloría de la ironía, creo que la mayor virtud posible del trabajo de un académico.

La ironía es también una tecnología para producir parentescos. Consiste en irritar el sentido común, moviendo objetos de plano ((“Me encantan los cambios de escala” (104)), tensionando los contrarios (trabajar con la “simultaneidad del hecho y la ficción, de lo material y lo semiótico, del objeto y el tropo (105)), atendiendo en serio al fracaso (“[los fracasos son] momentos en los que tiene lugar la desnaturalización, cuando ya no se puede confiar en lo que damos por sentada precisamente porque hay un fallo técnico en el sistema” (137)), uniendo lo que no puede estarlo (“La ironía consiste (…) la tensión de mantener unidas cosas incompatibles” (189)). Ironía es dibujar parentescos sin sangre, aunque sean incómodos. En Haraway, ya lo dije, el parentesco es el trazo consciente de conexiones que hagan plausibles vinculaciones imposibles. Es una verdadera tecnología para hacer lo común y conocerlo y un método de trabajo intelectual que este libro, termino, muestra con pasión.

Referencias

Haraway, D. J. (2016a). Staying with the trouble. Making kin in the Chthulucene. Durham: Duke University Press.

Haraway, D. J. (2016b). “Antropoceno, capitaloceno, plantacionoceno, chthuluceno: generando relaciones de parentesco”. Leca, año III/vol. I, 15-26

Tsing, A. (2015). The Mushroom at the End of the World. On the Possibility of Life at the Ruins of Capitalism. Princeton: Princeton University Press.



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