El selfie como performance de la identidad.
Explorando la performatividad de la auto-imagen desde el arte de acción1

The Selfie as an Identity Performance.
Exploring the Performativity of the Self-Image from the Standpoint of Action Art

Nerea Ayerbe*
Jaime Cuenca

Universidad de Deusto

Palabras clave

Selfie

Performance

Arte contemporáneo

Identidad

Auto-imagen

Resumen: La actual proliferación de selfies en las redes sociales online permite contemplar con especial crudeza las condiciones en que se desarrolla hoy la (continua) construcción de la identidad individual por medios visuales. Frente al sujeto sólido y autónomo que se representaba a sí mismo en el autorretrato tradicional, el selfie propone una identidad provisional y condicionada siempre a la reacción del resto de usuarios de cualquier red social. El presente artículo tratará de arrojar luz sobre esta peculiar capacidad subjetivadora del selfie, conciliando diversas aportaciones teóricas procedentes de disciplinas como la teoría del arte, la sociología ordinaria, la filosofía política o los Performance Studies. Se analizará el selfie como dispositivo performativo de construcción de identidad. Posteriormente, nos ocuparemos de otra forma de performatividad de la imagen, en diálogo con las reflexiones de Philip Auslander en torno a la documentación fotográfica de acciones artísticas. Ambas esferas, la del arte de acción y la del ecosistema de identidades de las redes sociales online, se analizarán en las propuestas de Amalia Ulman, Kate Durbin y Milo Moiré: tres performers que ponen en el centro de su trabajo la acción misma de tomar un selfie o compartirlo. Como tratará de mostrarse, la ambigua literalidad de su gesto visibiliza las contradictorias condiciones que rigen hoy la construcción performativa de la propia identidad, constatando así la potencia del arte como índice crítico de los avatares contemporáneos de la imagen y sus efectos sociales.

Keywords

Selfie

Performance

Contemporary art

Identity

Self-image

Abstract: The current proliferation of selfies in online social networks allows us to contemplate, with particular crudity, the conditions under which the (continuous) construction of individual identity takes place today through visual means. In contrast to the solid and autonomous subject that represented itself on traditional self-portrait, the selfie stages a provisional identity, always conditioned to the reactions of other users of any social network. The present article will try to shed light on this peculiar subjectivating capacity of the selfie, by conciliating diverse theoretical contributions from disciplines like Theory of Art, Ordinary Sociology, Political Philosophy or Performance Studies. The selfie will be analyzed as a performative device for the construction of identity. Subsequently, we shall approach another form of performativity of the image, in dialogue with Philip Auslander’s reflections on photographic documentation of artistic actions. Both spheres, the art of action and the ecosystem of identities of online social networks, will be analyzed in the proposals of Amalia Ulman, Kate Durbin and Milo Moiré: three performers who put at the center of their work the very action of taking or sharing a selfie. As we shall try to show, the ambiguous literality of their gesture makes visible the contradictory circumstances under which identity is currently performed and built, thus highlighting art’s potential as a critical index of contemporary conditions of images and their social effects.

* Correspondencia a / Correspondence to: Nerea Ayerbe. Universidad de Deusto. Avenida de las Universidades, 24 (48007 Bilbao) – Nerea.ayerbe@gmail.com – http://orcid.org/0000-0002-2905-9407.

Cómo citar / How to cite: Ayerbe, Nerea; Cuenca, Jaime (2019). «El selfie como performance de la identidad. Explorando la performatividad de la auto-imagen desde el arte de acción»; Papeles del CEIC, vol. 2019/2, papel 213, -14. (http://dx.doi.org/10.1387/pceic.20260).

Recibido: octubre, 2018; aceptado: mayo, 2019.

ISSN 1695-6494 / © 2019 UPV/EHU

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1. Introducción

A lo largo de la modernidad, las técnicas de producción de la propia imagen han facilitado cauces privilegiados para la construcción de la identidad. En su origen renacentista, el autorretrato tradicional ponía en escena a un sujeto sólido, autónomo e identificado a partir de los atributos específicos de su posición y su oficio (pictórico). Sin embargo, las condiciones de producción y circulación en que surge la más extendida forma contemporánea de la auto-imagen (el selfie) han generado un vínculo con la identidad tan propio y diferenciado respecto del tradicional que parecen desaconsejar cualquier asunción de continuidad. En el selfie, el sujeto ha pasado a ser poco más que una «marca de agua», un signo de autenticidad que estampar sobre contenidos atractivos, susceptibles de ser compartidos en redes sociales. El gesto mismo por el que estos contenidos se captan y comparten, buscando la aprobación de los demás, se ha convertido en una de las vías principales a través de las cuales el usuario de las redes sociales construye su identidad provisional. Y lo hace, además, enfatizando la condición performativa de este gesto, al compartir una imagen en la que el usuario aparece, indefectiblemente, «haciendo algo»: para empezar, la imagen misma.

Esta comprensión del selfie como dispositivo para la construcción performativa de la propia identidad supone el punto de partida del presente artículo, en el cual nos proponemos conciliar diversas aportaciones disciplinares para abordar el objeto de estudio en toda su complejidad: desde la teoría del arte a la sociología ordinaria, pasando por la filosofía política o los Performance Studies. El texto inicia con la puesta en situación, dimensión y significado del fenómeno, prestando especial atención a su vínculo con las redes sociales e indagando en su capacidad subjetivadora en diálogo con la categoría de «inclinación», a partir del pensamiento de Adriana Cavarero. Puesto que el selfie se presenta enfáticamente como una imagen que documenta una acción, recurriremos en segundo lugar a las reflexiones de P­hilip Auslander sobre la performatividad de las mediaciones documentales en el caso del arte de acción. Bajo esta luz exploraremos la capacidad del selfie para construir aquello que aparenta registrar. Desde este reconocimiento de la performance que el propio selfie constituye, y en consonancia con la convicción de que el arte puede funcionar como una herramienta crítica para analizar las condiciones de la identidad contemporánea, comentaremos posteriormente la obra de una serie de artistas de acción que toman como su material de trabajo no tanto la imagen resultante, sino el gesto mismo de sacar o compartir un selfie. Performers como Amalia Ulman, Kate Durbin o Milo Moiré presentan sus propuestas como prospecciones (críticas o celebratorias) en los modos de producción del selfie, y esto les obliga a negociar —con resultado ambivalente— con las dinámicas ordinarias de circulación en redes sociales. En la arena donde se libra la contienda contemporánea por construir una identidad exitosa ante la mirada de los demás, la reflexión artística en torno a la auto-imagen se ve sumida en una dialéctica inevitable entre la figura del artista y del influencer, entre la praxis crítica y el mainstream, entre el empoderamiento y la objetivación. Es este terreno ambivalente el que explorará este texto.

2. El selfie como dispositivo de construcción de identidad

Hace tiempo que el selfie dejó de poder considerarse una nueva moda, más o menos trivial, y comenzó a recibir la atención académica que merece (Eckel, Ruchatz y Wirth, 2018; Sorokowski, Pisanski, Sorokowska y Bruno, 2018). La enorme variedad de abordajes sobre este fenómeno, desde diversas perspectivas y disciplinas, no deja duda: el selfie se ha convertido en un lugar privilegiado donde pulsar las tendencias predominantes en la contemporánea construcción de identidades. Al fin y al cabo, a través de la producción de una auto-imagen estamos diciendo algo sobre cómo queremos vernos y ser vistos, estamos produciendo una «autodefinición visual» (Martín Prada, 2018: 85).

Parece claro que la capacidad de tomar una imagen de uno mismo con facilidad ha existido desde los comienzos de la fotografía (aunque fuera con la ayuda de un espejo). Ciertamente, al hilo de la fiebre de los selfies han aparecido «selfies antes del selfie» que se han mostrado al público bajo una nueva luz y han logrado cierta popularidad en Internet: por ejemplo, una fotografía de sí misma tomada por la Gran Duquesa Anastasia Nikoláyevna Románova sirviéndose de un espejo de su habitación en 1913 fue presentada un siglo después como «el primer selfie de una adolescente» (Garber, 2013). Con todo, y pese a esta artificiosa búsqueda de antecedentes, el fenómeno del selfie tiene una clara y muy reciente fecha de comienzo. Las tendencias de búsqueda en Google muestran que las consultas sobre el término comenzaron precisamente en 2013 y alcanzaron su pico en marzo de 2014 (Google Trends, 2018); y fue también a finales de 2013 cuando se anunció su selección como palabra del año por el diccionario Oxford (Oxford Dictionaries, 2013). Aunque el autorretrato fotográfico puede ser tan antiguo como la fotografía misma, sólo recientemente ha sido reconocido —de modo súbito y a escala global— como un fenómeno con sus propios rasgos. Por tanto, Tifentale (2018) acierta al desaconsejar el uso del término selfie para cualquier imagen anterior a la década de 2010.

En este punto parece difícil escapar de una hipótesis tecnológica para dar razón del origen y extensión del selfie. En breve, esta hipótesis plantearía que del mismo modo que el espejo posibilitó el autorretrato pictórico, la aparición del teléfono móvil con cámara integrada trajo consigo el selfie. En efecto, el autorretrato sólo fue posible como género desde el momento en que los pintores renacentistas pudieron acceder a espejos de cristal de cierta calidad (W­oods-Marsden, 1998). La aparición de la cámara fotográfica volvió obsoleta cualquier destreza para la producción de autorretratos, que no exigían ya nada más que la capacidad de disparar el obturador. Pese a que la cámara de fotos no era ya un objeto de lujo desde finales de la década de 1880 —gracias a la aparición del modelo Brownie de Kodak (Slater, 1999)—, fue quizá su integración en los teléfonos móviles lo que popularizó definitivamente la tecnología necesaria para la fácil realización de una auto-imagen. Desde 2007, cuando desbancó a la histórica Kodak, Nokia es la mayor productora mundial de cámaras fotográficas (Sadagopan, 2014). A esto se suma que casi todos los últimos modelos de móviles traen incorporada una segunda lente en el lado de la pantalla, y es esta cámara frontal la que permite observar de antemano el resultado final, mientras se busca la mejor posición del brazo y se ensaya la mejor sonrisa. La conclusión, así, parecería inevitable: las cámaras frontales de los móviles habrían generado los selfies, al igual que los espejos habrían dado origen al autorretrato.

Sin embargo, se ha advertido con razón de los peligros de este tipo de determinismos tecnológicos, que pretenden explicar prácticas sociales complejas a través del mero «impacto» de adelantos técnicos (Lasén, 2012). La hipótesis descrita no resiste un rápido contraste con la más reciente evolución de los móviles. Fue en el año 2000 cuando el primer modelo con cámara integrada salió al mercado en Japón (Hill, 2013). Tenía una cámara trasera de poca calidad y, curiosamente, ya preveía la función de autorretrato, puesto que incorporaba junto a la lente un pequeño espejo que debía facilitarla. Desde entonces, las cámaras traseras se convirtieron en una funcionalidad que prácticamente todos los modelos traían de serie. Fue en 2003 cuando Sony Ericsson lanzó el primer móvil que añadía una cámara frontal a la trasera. Al parecer, el principal uso que los diseñadores previeron para esta segunda lente era la videollamada, pero esta función no acabó de extenderse entre los usuarios, y la innovación pasó más o menos desapercibida durante siete años. En 2010, Apple incorporó por primera vez una segunda cámara al iPhone. A partir de ese momento comenzó una auténtica carrera entre competidores, medida en megapíxeles (MP): Apple ha pasado de los 1,2 MP de la cámara frontal del iPhone 4 a los 7 MP del iPhone X, mientras que Sony ha alcanzado los 13MP en su Sony Xperia X. Así, aunque la tecnología para fotografiarse a uno mismo con comodidad a través del móvil estaba disponible en el mercado desde 2003, fue sólo a partir de 2010 cuando las marcas empezaron a apreciar una buena cámara frontal como un plausible argumento de venta y, por tanto, a invertir en su desarrollo. La avalancha de selfies no se explica, entonces, por un mero deseo atávico de retratarse a uno mismo que la tecnología hubiera hecho súbita y fácilmente realizable. Parece imprescindible detenerse a analizar el contexto de uso de las cámaras de smartphone, que se transformó sustancialmente a partir del surgimiento y expansión de las redes sociales online.

Bajo esta perspectiva, el selfie se revela primordialmente no como un tipo de autorretrato, sino como un sub-género de las imágenes compartidas en redes sociales. Tal y como afirman Vivienne y Burgess: «mucho más que la influencia de la fotografía digital sobre la práctica de tomar fotografías importan, entonces, los modos en que la red ha cambiado cómo compartir fotografías y lo que significa» (2013: 281).2 Al fin y al cabo, por definición, en un retrato nada debe superar en importancia a la persona representada. Y sin embargo, en el selfie casi siempre lo más relevante no es la persona misma, sino lo que la rodea.3 El selfie debe retratar a su autor, sí, pero sobre todo debe mostrarlo inmerso en una situación connotada positivamente: disfrutando de un bello paisaje, junto a alguien famoso, degustando una comida exótica, ejercitándose en el gimnasio… El selfie es siempre «esa fotografía de ‘yo con alguien’ o ‘yo en algún lugar’» (Martín Prada, 2018: 83). El rostro del autor y el brazo que sujeta la cámara funcionan como un sello de autenticidad para probar que, en efecto, se asistió a ese concierto o se visitó esa playa. El autor no es el centro de la imagen, sino apenas una marca de agua que permite explotar en beneficio propio, a través de las redes sociales, el potencial de seducción que aquella alberga. En este sentido, el selfie no representaría nada distinto del contenido habitual de las redes sociales: constituye un medio para coleccionar el exotismo o la intensidad, y vincularlos a la exhibición seductora del yo; y hacerlo, eso sí, del modo más inmediato posible. Como explica Martín Prada:

«La ego-foto sería, en definitiva, más imagen “para” que imagen “de”; no tanto representación del individuo sino proyección de éste en la esfera de las interacciones sociales en red, siendo, de hecho, su definición apenas separable de su condición de imagen compartida en las redes sociales.» (2018: 87).

Esta condición necesariamente social del selfie lo convierte en una frontera visual donde se negocia la auto-exposición y se modula la intimidad según el contexto y la previsible reacción de los potenciales receptores (Lasén, 2015). En este punto, consideramos que las reflexiones de Adriana Cavarero (2016) en torno a la categoría de la inclinación pueden arrojar una valiosa luz sobre la eficacia del selfie como dispositivo de construcción de identidad siempre abierto a la reacción de los otros. Cavarero parte de una crítica a la tradicional concepción del sujeto en Occidente, caracterizado como una identidad firme, autónoma, cerrada sobre sí misma, encarnada en el imaginario a través de figuras de la verticalidad, de lo recto. Frente a la ficción racionalista de absoluta independencia, Cavarero busca rescatar la potencia (ética) de la inclinación, como gesto que caracteriza al sujeto en su necesaria apertura al otro, en su vulnerabilidad y necesidad de cuidados: frente al ideal del «hombre recto», la realidad de la madre inclinada sobre su hijo (ibidem: 100).

Desde el Renacimiento, el protagonista del autorretrato tradicional es precisamente ese sujeto vertical de la modernidad: la identidad firme y sólida de quien mira al espectador (en postura erguida, las más de las veces), rodeado de los atributos de su oficio y posición. Históricamente, siendo los pintores los únicos que tenían acceso al autorretrato, los pinceles y la paleta cumplían esa función reivindicativa de una posición debida a las propias destrezas y al propio esfuerzo, de la cual se hace gala frente al espectador (Woods-Marsden, 1998). Por el contrario, consideramos que el sujeto autorretratado en el selfie comparte la condición inclinada que plantea Cavarero. En primer lugar, está inclinado literalmente, puesto que sacar un selfie obliga casi siempre a una serie de contorsiones posturales en las que resulta complicado que el sujeto aparezca en posición erguida y desde un punto de vista frontal. La inclinación está presente metafóricamente también en un segundo sentido, puesto que son frecuentes las explicaciones del selfie a partir de una tendencia (o «inclinación») narcisista de sus autores (Halpern, Valenzuela y Katz, 2016; Sorokowski et al., 2015). Pero, sobre todo, la identidad del retratado en el selfie nunca está centrada en sí misma ni dada de antemano, sino siempre inclinada a los otros y sujeta a la respuesta afectiva de los demás usuarios de las redes sociales. El selfie, en definitiva, no se limita a exponer rasgos de una identidad preexistente (aunque aparenta hacer justo eso), sino que busca (auto-)definir a su autor en el marco de una «economía gestual de los afectos»: «el selfie inscribe el propio cuerpo en nuevas formas de sociabilidad expresiva con otros que están distantes» (Frosh, 2015: 1622).

Esta puede considerarse una extensión (si bien perversa) de lo que Cavarero tiene en mente con su apología de las condiciones de interdependencia y asimetría. Si bien su preocupación fundamental consiste en señalar a la maternidad como paradigma de una ética relacional no atendida por la concepción tradicional del sujeto moderno, su planteamiento también deja abierta la puerta a una aplicación antropológica más amplia:

«(…) el empuje de la inclinación golpea al yo y le saca de su centro de gravedad interno y, al hacerle ladearse hacia afuera (…), socava su estabilidad. Además de plantear un problema moral a la concepción moderna del yo, la inclinación es un asunto de equilibrio estructural y, por tanto, finalmente deviene también una cuestión ontológica.» (Cavarero, 2016: 6)

Así, lo que queremos resaltar aquí es cómo esta ontología inclinada del sujeto que saca a la luz Cavarero (por la cual la identidad se construye a partir de relaciones asimétricas con otros) se desarrolla hoy a través de la mediación obligada de la imagen… y, muy especialmente, de la autoimagen. Los intentos, siempre renovados, por construir una identidad exitosa a través de mediaciones imaginales dotadas de su propia eficacia son siempre sometidos a la aprobación de los demás. Se acusa a menudo al autor del selfie de ceguera narcisista ante un mundo al que impone la «marca de agua» de su rostro, una y otra vez. Pero sería más justo subrayar la atención con que debe atender a la mínima reacción de los demás e inclinarse ante ella. Es ahí, en esa inclinación hacia los otros, donde el selfie cobra su capacidad subjetivadora en el doble sentido que señala Lasén (2012): facilitando la emergencia de identidades subjetivas y consolidando al mismo tiempo su sujeción a formas difusas de control y de (inter-)dependencia.

3. La performatividad de las mediaciones documentales

Hasta aquí nos hemos centrado en la capacidad que muestra el selfie para provocar efectos tangibles en la esfera de la identidad. Nos centraremos ahora en otra forma de performatividad de la imagen, donde se da también una compleja relación entre acción y fotografía. Aunque el estímulo de las reflexiones de Philip Auslander que aquí comentaremos debe buscarse en el debate en torno a la documentación de las acciones artísticas (en desarrollo desde hace décadas), veremos cómo sus conclusiones sobre la condición performativa del documento son plenamente aplicables a nuestro objeto de estudio. Queremos reivindicar así la capacidad del arte para erigirse en índice experimental o síntoma crítico de cuestiones que lo trascienden, especialmente cuando atañen a la imagen y sus efectos. Será esta convicción la que guíe también nuestra discusión de los casos de estudio seleccionados en el siguiente apartado.

Philip Auslander (2006) parte de la bien conocida distinción entre actos performativos y constatativos, establecida por el filósofo del lenguaje John L. Austin (2003) y desarrollada por John Searle (1994) en su teoría de los actos de habla. Mientras los actos constatativos producen un enunciado que dice algo sobre el mundo, los performativos producen una acción (tal como una promesa, una amenaza o un juramento): «pronunciar [un enunciado performativo] no es describir lo que estoy haciendo o lo que debería decirse al pronunciar esto que estoy haciendo ni declarar que lo estoy haciendo: es hacerlo» (Austin, 2003: 93).

Pues bien, las acciones artísticas o performances se han documentado desde su misma aparición a finales de la década de los 50 (primero, sobre todo, a través de la fotografía, y luego también a través del vídeo), y tales materiales gráficos se han concebido precisamente como actos constatativos, es decir, como documentos que describen la performance y testifican que ocurrió. Auslander se distancia de esta concepción tradicional y propone pensar los documentos como performativos, al afirmar que: «el acto de documentar un evento como performance es lo que lo constituye como tal» (Auslander, 2006: 5). De ese modo, la documentación no solo genera imágenes/enunciados que describen una performance autónoma y testifican que sucedió, sino que constituye un evento en performance y a quien lo realiza, en artista.

Auslander propone inicialmente clasificar la vasta producción de imágenes en torno a la performance en dos categorías que, en principio, parecen gozar de un amplio consenso: documental y teatral. La primera categoría —documental—, recoge la relación que se ha interpretado tradicionalmente entre performance y documentación: se asume que la documentación aporta un registro mediante el cual la performance puede ser reconstruida, así como la evidencia de que realmente sucedió. Por ejemplo, aquí cabrían las formas en que artistas muy reconocidos (tales como Chris Burden, Marina Abramović o el grupo Gutai) han documentado sus acciones. En este caso, se supone una relación ontológica de subordinación de la documentación respecto de la performance, en la que la performance precede y autoriza la documentación. Esta idea de la documentación fotográfica como acceso a la realidad de la performance descansaría en un concepto más general de la fotografía que Helen Gilbert describe así: «el sentido de la fotografía, no solo como representativamente exacta sino como ontológicamente conectada con el mundo real, le permite ser tratada como un fragmento del mundo real, incluso como un sustituto de él» (1998: 18).

En la segunda categoría —la teatral, y que Auslander denomina también performed photography—, las performances se realizan exclusivamente para ser fotografiadas o filmadas, y no tienen significado previo como evento autónomo presentado ante un público. El espacio de la documentación es el único espacio en el que sucede la performance. Algunas obras de performance que se ejecutaron sin más testigo que una cámara (como algunas de Acconci, Jonas o Rosler) quedarían englobadas en esta categoría de Auslander. Pero también se incluirían las escenificadas fotografías de Cindy Sherman o Matthew Barney, o lo que podríamos llamar registros falsos, es decir, aquellos documentos que parecen corresponder a una performance que en realidad no ha sucedido nunca (como, célebremente, Salto al vacío (1960) de Yves Klein u otras propuestas de Rudolf Schwarzkogler o Hayley Newman).

En principio, estas dos categorías propuestas por Auslander —documental y teatral— son mutuamente excluyentes. Si partimos de la asunción tradicional de una relación ontológica en la que la performance debe tener una existencia autónoma previa a su documentación, entonces los eventos subyacentes a los trabajos de la categoría teatral no serían performances, y las imágenes no serían documentos, sino otra cosa; quizá otro tipo de obra de arte (de hecho, el término performed photography sugiere entender dichas obras como fotografía en vez de performance). Sin embargo, a poco que se considere, ambas categorías tienen mucho en común: en la categoría teatral se realiza la performance para la cámara, que es el único público presente, pero es igualmente verdadero que las performances de la categoría documental también fueron interpretadas para una cámara. Si bien es cierto que parte de la documentación de los primeros años de la performance como medio artístico no fue cuidadosamente planeada y concebida como tal, los artistas que tenían interés en preservar su obra enseguida tomaron conciencia de la necesidad de representarla para la cámara, así como para la audiencia presente. Eran muy conscientes de lo que Jones describe como «la dependencia que la performance tiene de la documentación para alcanzar un estatus simbólico en el ámbito de la cultura» (1997: 13). Jones lo ilustra con el ejemplo de Burden:

«Escenificaba cuidadosamente cada performance y la hacía fotografiar y en ocasiones también grabar; seleccionaba normalmente una o dos fotografías de cada evento para mostrarlas en exposiciones y catálogos… en este sentido, Burden se produjo a sí mismo para la posteridad mediante representaciones textuales y visuales meticulosamente orquestadas.» (1994: 568)

Al hilo de esto, resulta muy esclarecedora la descripción de Gina Pane sobre el rol de la fotografía en su obra: «Crea la obra que la audiencia verá después. Por ello, el fotógrafo no es un factor externo, está situado conmigo dentro del espacio de acción, solo a unos pocos centímetros. ¡Hubo veces en que obstruyó la visión [de la audiencia]!» (O’Dell, 1997: 76-77).

Así, podemos sostener, con Auslander, que las performances de Burden o Gina Pane, como todas las englobadas en la categoría de documental, eran en realidad eventos representados tanto para ser documentados como para ser vistos por la audiencia. Sin embargo, es muy raro que la audiencia sea documentada al mismo nivel que la acción: la mayoría de los teóricos y críticos utilizan la documentación para confirmar ciertas características de la performance, pero no para explorar la contribución de la audiencia al evento. Preocuparse por cómo una audiencia percibió una performance particular en un momento y lugar determinado, y lo que la performance significó para la audiencia, resulta algo extraño. En este sentido, «la documentación de la performance participa en la tradición de reproducción de obras propia de las bellas artes más que en la tradición etnográfica de capturar eventos» (Auslander, 2006: 6). En otras palabras, aunque la presencia de la audiencia parece importante para los performers, es totalmente prescindible para la performance como documentación. No es relevante si verdaderamente había público en la performance Shoot de Burden, o si alguien vio a Acconci caminar por Greenwich Street durante su Photo-Piece (1969). De hecho, en este último caso, incluso aunque alguien hubiera presenciado la acción de Acconci, solo habría visto a una persona andando y tomando fotos, sin ser consciente de estar presenciando una performance. Sólo a través de su documentación se constituye aquí en performance una acción cualquiera.

De ahí que, según Auslander, la única diferencia significativa entre documentary y theatrical se limita a la asunción de que en la primera categoría la performance es realizada para una audiencia y la documentación es secundaria, constituyendo ésta un mero registro de un evento que tiene su propia integridad. De hecho, como se ha visto, esto no se cumple en muchos de los casos, por lo que la asunción se revela falsa, y la diferencia que se basa en ella, meramente ideológica. En este sentido, «no es la presencia inicial de la audiencia lo que hace que un evento sea una obra de performance: es su encuadre como performance mediante el acto performativo de documentarla en cuanto tal» (Auslander, 2006: 7).

Estas reflexiones sobre la performatividad de las mediaciones imaginales de la performance, extraídas de la esfera del arte contemporáneo, resultan especialmente fructíferas y aplicables al selfie como dispositivo de construcción de identidad, pues contribuyen a descartar un acercamiento excesivamente ingenuo a su modo de funcionamiento. En efecto, el selfie se presenta como documento de algo relevante para la identidad del retratado: por ejemplo, una acción que evidencia un rasgo de carácter o un lugar visitado que revela ciertos intereses. Sin embargo, al igual que la fotografía de una performance no es propiamente un registro suyo, sino aquello en virtud de lo cual una acción cualquiera se constituye en performance, así también el selfie no es mero testimonio de un rasgo de identidad, sino aquello que lo construye a la vista de los demás. En el primer caso, el artista confía en que su acción sea reconocida como performance por un público de espectadores y críticos; en el segundo, el autor del selfie confía en que su gesto sea interpretado como síntoma de su identidad exitosa por sus contactos en una red social. La imagen es, en ambos casos, una mediación puesta en juego para suscitar la aprobación de una comunidad; y es justamente su eficacia, su capacidad para lograr esa aprobación lo que aquí denominamos, con Auslander, performatividad.

Esta eficacia tiene sus propios mecanismos y es independiente de la supuesta condición documental de la imagen (es decir, de su contenido factual). Así, el Salto al vacío (1960) de Yves Klein funciona en el mundo del arte como una huella exitosa de una performance, por más que el salto que parece documentar nunca sucediera. Del mismo modo, es indiferente que Chanel Cartel y Stevo Dirnberger, dos viajeros usuarios de Instagram con multitud de seguidores, revelaran que la vida de lujo y despreocupación que aparecía en sus selfies fuera una mera fachada que pagaban limpiando baños alrededor del mundo (McNeal, 2015): ante su comunidad de followers, tales imágenes funcionaban como signos de una identidad exitosa que es, y permanece, perfectamente real. En la esfera de la imagen estaría operando la dinámica que Bauman describe para el conjunto de la vida de consumo como «fetichismo de la subjetividad»: «lo que supuestamente es la materialización de la verdad interior del yo no es otra cosa que una idealización de las huellas materiales —cosificadas— de sus elecciones a la hora de consumir» (2007: 29).

4. Exploraciones artísticas en torno a la performance del selfie

Hasta aquí hemos comparado dos performatividades de la imagen que operan en esferas distintas, con sus propios criterios y mecanismos: la del arte de acción y la del ecosistema de identidades de las redes sociales online. ¿Qué sucede, sin embargo, cuando ambas performatividades confluyen en un mismo gesto y una misma imagen? ¿Cómo conviven o colisionan entre sí? En el arte contemporáneo abundan los trabajos que parten del fenómeno del selfie.4 A modo de ejemplo, Erik Kessels y —con mayor fama y polémica— Richard Prince se apropian de selfies hallados en redes sociales, mientras que Simon Roberts o Martin Parr capturan turistas en el trance de fotografiarse con la ayuda de su palo selfie. Estas y otras muchas propuestas de artistas contemporáneos en torno al selfie se centran en la imagen misma, que puede ser también imagen en movimiento, como en el caso de los trabajos de Louise Orwin o Erica Scourti sobre el vídeo confesional ante una webcam (Galán, 2015). Sin embargo, son mucho menos frecuentes las propuestas artísticas que se ocupan del elemento performativo del selfie: de la acción de tomar una auto-foto o compartirla. Pero es esto justamente lo característico de este tipo de imágenes y, como hemos defendido, lo que las dota de un enorme potencial de subjetivación. Al respecto, nos centraremos en lo sucesivo en tres artistas que han trabajado esta dimensión activa o gestual del selfie desde la performance. Dado el uso enfáticamente literal que hacen del selfie en su obra, la acción artística se solapa con la acción de tomar o compartir una auto-foto, y la performatividad del documento de esa acción (en el sentido de Auslander) con la construcción performativa de la identidad en el marco de las redes sociales. Es este solapamiento el que nos intriga y nos resulta iluminador.

4.1. Amalia Ulman: selfie y auto-ficción

La artista Amalia Ulman, residente en Los Ángeles, explora en su trabajo la clase, el género y la sexualidad mediante la inmersión en redes sociales. Excellences & Perfections fue una performance online de cuatro meses de duración que desarrolló en sus propias cuentas de Instagram y Facebook (Ulman, 2014). Mediante una serie de publicaciones guionizadas, consistentes en buena medida en selfies, Ulman creó una trama semi-ficcional alrededor de tres personalidades que respondían a diferentes estereotipos femeninos del universo de identidades de las redes sociales: cute girl (chica bonita), sugar baby (joven mantenida por su amante) y life goddess (diosa de la vida):

«La idea era llevar la ficción a una plataforma que ha sido diseñada para conductas, interacciones y contenidos supuestamente «auténticos». La intención era probar lo fácilmente que puede ser manipulada una audiencia a través del uso de arquetipos y personajes mainstream que ya han visto antes.» (Gavin, 2015: 92)

Las fotos que exhibía en su perfil estaban tomadas en su mayor parte en bares y hoteles de Los Ángeles, y eran publicadas como si fuesen parte de su vida diaria. El proyecto terminó el 19 de septiembre de 2014 cuando la artista reveló que todo había sido parte de una obra de arte, en lugar del registro de su vida real. Para entonces, la artista había acumulado 88.908 seguidores (aunque más adelante no tardaría en pasar la frontera de los 100.000).

Ese mismo año, Ulman presentó Privilege, su segundo proyecto artístico relacionado con Instagram: una performance que duraría un año, aproximadamente. A diferencia de Excellences & Perfections, donde Ulman representaba un personaje completamente ficticio, Privilege vio a la artista convertirse en una versión exagerada de sí misma, representada principalmente en el entorno de una oficina corporativa. A lo largo de la performance, Ulman creó una gran variedad de materiales visuales, desde dibujos animados, hasta cortos e imágenes que derivaban de la cultura de la oficina y el clima cultural de la época. En la obra fueron fundamentales las ambigüedades y las expectativas, canalizadas fundamentalmente por el embarazo ficticio de Ulman, así como la introducción de una enigmática paloma llamada «Bob» (Ulman, 2018).

Es significativo que la pieza Excellences & Perfections obtuviera críticas muy negativas durante todo el proceso, provocando que muchos críticos afirmaran que la artista estaba abandonando su carrera. Cuando Ulman dio por finalizada la performance, publicó un mensaje en Instagram desvelando la obra de arte junto con una imagen blanca de una rosa rotulada «The End». Fue entonces cuando comenzó a recibir críticas positivas del trabajo: en 2016, Excellences & Perfections fue seleccionada para participar en la exposición colectiva Performing for the Camera en la Tate Modern (18 de febrero-12 de junio de 2016). La exposición, que examinaba la relación entre la fotografía y la performance desde el siglo xix hasta la actualidad, reunió más de 500 obras. Asimismo, la obra Excellences & Perfections fue parte de la exposición Electronic Highway en Whitechapel Gallery en Londres. Ulman ha sido la primera artista con un trabajo basado en las redes sociales en tener presencia en las más prestigiosas instituciones del arte contemporáneo.

4.2. Kate Durbin: selfie y auto-parodia

Kate Durbin es artista digital y de performance, residente en Los Ángeles, y su trabajo se centra en la cultura popular, el género y la experimentación con los medios digitales. En su pieza Hello Selfie (llevada a cabo por primera vez en Los Ángeles en 2014), la artista, junto a otras mujeres, se viste con ropa interior deportiva blanca y una serie de pegatinas de Hello Kitty. Llevando en la mano un teléfono móvil y posando con exageradas miradas que responden al estereotipo del narcisismo femenino, se sacan selfies durante una hora en el espacio público. Durante ese periodo no deben interactuar con el público de ninguna otra manera que no sea a través de los selfies que van subiendo a las redes sociales en tiempo real (Durbin, 2018).

La obra se convierte en una exploración lúdica de la práctica del selfie, y una intervención en el espacio urbano que ya se ha presentado en Los Ángeles, Nueva York, Miami, y Brisbane, Australia, donde la pieza se modificó para que los intérpretes fueran hombres. En Miami, la performance tuvo lugar en el contexto de la Pulse Art Fair y, en un primer momento, las mujeres participantes simplemente se sacaron selfies en el recinto de la feria de arte. Esto causó algunos problemas, porque muchos asistentes pensaron que el grupo estaba interrumpiendo o saboteando el evento artístico, no formando parte de él a través de una performance. Teniendo en cuenta que las mujeres se han presentado tradicionalmente como musas para artistas masculinos, a la artista le atrae la idea de un grupo de mujeres interpelándose a sí mismas en carne y hueso en el mismo espacio artístico donde normalmente las mujeres —en cuanto tema de las obras de arte— se limitan a colgar de la pared para ser vendidas por un montón de dinero (López García, 2017). La performance termina con un paseo hasta el océano para desaparecer y perder los móviles en el mar.

Al tratar el tema de la cultura del selfie en su pieza, Durbin pretendía abrir una vía a la interpretación libre, pero pronto se dio cuenta de que su trabajo despertaba reacciones más tajantes de lo esperado:

«Buena parte de la gente del mundo del arte que lo vio pensó que se trataba de una crítica a la cultura del selfie, lo que creo que es interesante porque nosotras estábamos simplemente, quiero decir, no simplemente, pero sacábamos selfies por espacio de una hora. No estábamos diciendo nada, así que no había nada que inclinara a la interpretación de que se trataba de una crítica, aunque tampoco nada que hiciera pensar tampoco en una celebración.» (Barukh, 2016: párr. 7)

Así, para Kate Durbin, el selfie es un gesto ambivalente, con potencial para ser un cauce de empoderamiento para mucha gente en los márgenes, al tiempo que una prisión narcisista (López García, 2017).

4.3. Milo Moiré: selfie y exhibición

La artista conceptual suiza Milo Moiré es conocida por sus performances con el cuerpo desnudo. Su pieza Mirror Box, que tuvo mucha repercusión en distintas ciudades europeas, consistía en que la artista invitaba al público (de edades superiores a los 18 años) a tocar y acariciar sus genitales o sus pechos, cubiertos por una caja recubierta de espejos, durante 30 segundos. En Londres fue arrestada con una multa de 750£, más 85£ por costes y un recargo de 75£ por cada «víctima» (Sisley, 2016). Su propuesta está inspirada en Touch and Tap Cinema (1968-1971): una performance callejera en la que Valie Export llevaba una caja en el pecho y, a través de una cortina, invitaba a la gente a tocarle los senos. En 2016, Moiré también realizó una acción desnuda en las protestas que siguieron a los ataques sexuales denunciados en la Nochevieja de 2015 en Alemania.

No obstante, aquí nos interesa su pieza Naked Selfies, una serie de performances que tematizan el fenómeno de masas de los selfies en las redes sociales. Equipada con una cámara de trípode y un autodisparador, y completamente desnuda, la artista invitaba a los transeúntes a sacarse un selfie con ella. Para la ejecución de la pieza, Moiré elegía lugares con una gran afluencia de público y turistas, donde fuera habitual la práctica de sacarse selfies: en París, la Place du Trocadéro frente a la Torre Eiffel; en Berlín, la Alexanderplatz; en Düsseldorf, la Rheinuferpromenade y el NRW-Forum durante la exposición «Ego update»; y en Basilea, la Barfüsserplatz durante la feria Art Basel. En sus declaraciones sobre la pieza, Moiré afirma que su desnudez va más allá de la provocación o el simbolismo: busca ofrecer una caricatura de la auto-presentación exhibicionista en redes sociales, al tiempo que ofrece a las personas que interactúan con la pieza la (enésima) posibilidad de presentarse a sí mismos ante el público virtual:

«A través de esta interacción física, corporal, entre la gente que quiere un selfie y yo misma como avatar que se auto-exhibe, quiero establecer un punto de contacto entre la revelación real y digital de la intimidad. (…) Quienes se sacaron un «naked selfie» conmigo realmente reveló algo sobre sí mismos, se presentaron a sí mismos y al mundo con una declaración. ¡Muéstralo todo y serás!» (Moiré, 2015: párr. 4)

El domingo 5 de julio de 2015, Milo Moiré fue arrestada en París cuando llevó a cabo su performance en la Place du Trocadéro, frente a la Torre Eiffel. Tras su puesta en libertad, Moiré anunció: „Pudieron llevar mi cuerpo cautivo, pero mi espíritu permaneció libre. La libertad es el mayor bien en nuestra sociedad. Continuaré y llevaré a cabo mis performances en otros países« (Moiré, 2015: párr. 4).

5. Discusión y conclusiones

Como arena en la que se construye hoy la propia identidad y se persigue su reconocimiento, el selfie es un terreno necesariamente ambivalente. Puede ser visto a un tiempo como síntoma del narcisismo que inculcan las formas tardomodernas de consumo en el sujeto contemporáneo (Storr, 2018), o bien como una práctica empoderadora que ayuda a quienes ocupan posiciones subalternas del sistema sexo-género, por ejemplo, a conquistar visibilidad en sus propios términos (Berliner, 2018; Proulx, 2016). Puede contemplarse como un poderoso catalizador en la creciente atomización social a la que nos someten las tecnologías móviles (Turkle, 2017), o bien como una herramienta de comunicación para viralizar causas cívicas y tejer alianzas políticas (Kuntsman, 2017). Todas esas líneas de diagnóstico son interpretaciones plausibles del fenómeno y en absoluto incompatibles entre sí. Esta ambivalencia se acentúa aún más cuando el gesto mismo del selfie es reivindicado como una acción artística. La eficacia constructora de identidad que es propia del selfie en las redes sociales confluye entonces con la performatividad de la imagen documental de la acción artística, tal y como la analiza Auslander. Un mismo gesto queda así atrapado en la confluencia de dos esferas que tratan de situarlo en lógicas divergentes y que apelan, con distinta finalidad, a diferentes públicos.

Ahora bien, estas dos esferas no tienen la misma escala ni sus lógicas el mismo vigor. La primera reacción ante los gestos de Milo Moiré y Kate Durbin en el espacio público, y ante las imágenes de Amalia Ulman en Instagram fue enmarcarlos en la lógica habitual del selfie como dispositivo de construcción de identidad. Al fin y al cabo, el selfie admite una amplia diversidad, por lo que cierta extravagancia no es en absoluto descartable: el hecho de que Moiré fuera desnuda o de que el grupo de Durbin vistiera de un modo extraño no bastó para descalificar sus acciones como selfies «normales» a la vista del gran público. La prueba es que, en efecto, Durbin fue acusada en primer lugar de interferir un evento artístico (en vez de ser considerada parte del mismo), mientras que quizá Moiré no habría sido detenida si hubiera logrado convencer a la Gendarmería de que su acción era de naturaleza artística. Si un artista no logra que sus esfuerzos en torno al selfie sean interpretados fuera de la lógica habitual de la construcción de identidad, estos serán, en el mejor de los casos, inútiles para su propósito en cuanto artista; en el peor, el efecto puede llegar a ser contraproducente. Si desde el mundo del arte se percibe que un artista invierte un exceso de energía en esta lógica de construcción de identidad, corre el peligro de que su conducta sea percibida como superficial, que fue justamente la primera reacción del mundo del arte a la performance online de Ulman.

No se trata en absoluto de un juicio moral sumario, sino de una conclusión adecuada a la observación de que un artista no esté usando, en su producción visual, herramientas distintas de aquellas que maneja cotidianamente el conjunto de la población. En efecto, su propuesta debe poder reivindicar una cierta distancia respecto de la práctica ordinaria del selfie o será, simplemente, subsumida en ella (y, por tanto, juzgada con dureza en cuanto arte). En el caso de Ulman, es a partir del momento en que ella establece esa distancia, colgando el cartel de «The End» y dando así a entender el conjunto de su acción online previa como una performance, cuando su trabajo empieza a ser apreciado (para bien o para mal) en términos artísticos.

Lo cierto es que el paso de una esfera a otra dista de ser sencillo o de tener el éxito garantizado. Es significativo que en los tres casos presentados se trate de artistas mujeres que utilizan en sus performances en torno al selfie, de una u otra forma, los códigos aceptados de la seducción femenina. En la esfera de la construcción de identidades, esto tiende a asegurar el éxito (la «viralidad») del selfie, como muestran los réditos que una estrategia seductora ha brindado en las redes sociales a celebrities como Beyoncé o Kim Kardashian. En el caso de Durbin, podría quizá percibirse un tratamiento irónico de tales códigos a través de la exageración, aunque esto no es nada evidente en un mundo como el del selfie, donde la puesta en juego de una serie de poses estereotipadas se aproxima a menudo a la autoparodia. En el caso de Ulman, la hábil explotación del lenguaje establecido de la seducción femenina le granjeó más de 80.000 seguidores en un año. El potencial de seducción que valoraban todos estos seguidores no desapareció sin más ni se volvió ficticio en el momento en que todo se reveló como una performance: el éxito como artista (exponer en la Tate) no invalidó necesariamente el éxito en la esfera de la construcción de identidades (convertirse en influencer), sino que añadió una capa de interpretación a la misma serie de imágenes. Por último, el de Moiré es quizá el caso más radical. La exhibición pública de su cuerpo desnudo (que se ajusta punto por punto al canon de belleza femenina predominante en la esfera mediática actual) no parece haberle franqueado el acceso a grandes centros de prestigio en el campo del arte, pero sí le ha brindado cierta notoriedad en Internet, que la artista está capitalizando de un modo similar al de un portal erótico. En su página web vende un calendario de desnudos y ofrece la posibilidad de un acceso exclusivo para miembros (por 49€ al mes) a las versiones explícitas de los documentos de sus acciones.

Las tres artistas dicen servirse, para sus propios fines artísticos, de los tópicos visuales de seducción femenina vinculados a la lógica de construcción de identidades que el selfie pone en marcha en redes sociales. La duda, sin embargo, es si resulta tan sencillo sustraerse a esa lógica una vez ésta es invocada. La auto-ficción, la auto-parodia y la transgresión exhibitoria no parecieran servir para trazar una distancia nítida respecto de un lenguaje visual como el del selfie, que admite en su seno —y hasta cierto punto promueve— las tres estrategias. Reconocer, con Cavarero, la condición «inclinada» del sujeto contemporáneo implica aceptar que las identidades que se construyen mostrándose a través del selfie se encuentran en una situación de interdependencia ontológica respecto de los usuarios a quienes se dirigen. En estas condiciones, lo que termine significando un determinado esfuerzo de construcción de identidad (el éxito viral de una influencer o el reconocimiento a la obra de una artista) no es una cuestión que pueda zanjarse de antemano ni de modo unidireccional. Así lo evidencian los resultados diversos y el éxito desigual de cada uno de los casos presentados.

6. Referencias

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1 Este artículo se enmarca en el proyecto del Plan Nacional de I+D+i PUBLICUM. Públicos en transformación. Nuevas formas de la experiencia del espectador y sus interacciones con la gestión museística (HAR2017-86103-P), financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades.

2 Todas las traducciones de las fuentes en inglés son de los autores. Salvo que se indique lo contrario, los énfasis son del original.

3 En este sentido, es especialmente sintomática la existencia de modelos como el LG G6, dotado de una cámara frontal con una lente de gran angular que ofrece un ángulo de visión de 100 grados, pensada justamente para poder capturar amplios panoramas tras el rostro que aparece en primer plano.

4 Agradecemos a las editoras de este número monográfico que hayan llamado nuestra atención sobre varias de las propuestas que se mencionan a continuación, ayudándonos a enmarcar los trabajos de Ulman, Durbin y Moiré en una arena artística más amplia.