¿De qué ríe un cuerpo tullido?
Políticas del humor crip

What Does a Cripple Body Laugh About? Humor Crip Policies

Jorge Fernández Gonzalo*

Universidad Complutense de Madrid

Palabras clave

Humor
Teoría tullida
Superioridad
Stand-up
Goce obsceno

Resumen: En estas páginas se analiza cómo determinadas subjetividades configuradas al margen de los discursos normativos sobre cómo ha de ser, sentir o actuar un cuerpo pueden hallar en el humor una herramienta clave a la hora de establecer sus propios procesos de construcción o reivindicación de identidad. El humor crip o humor tullido permite establecer una tregua entre diferentes actores sociales: por un lado, los llamados Social Justice Warriors, defensores a ultranza de los valores progresistas de la izquierda identitaria, denostados en las redes sociales por sus actitudes censoras o ultraprotectoras; y, por otro, los propios agresores que, desde posicionamientos generalmente ubicados en el marco derecho del tablero político (desde bandos más tradicionalistas hasta grupos neoliberales), denigran las políticas de identidad o incluso a los protagonistas de las mismas. La cuestión es: ¿cómo dar voz a estos cuerpos, reubicarlos en la escena política, y de qué modo producir fórmulas de intercambio, diálogo y reivindicación? Una de estas vías, tal y como aquí tratamos de demostrar aquí, es el humor.

Keywords

Humor
Crip theory
Superiority
Stand-up
Obscene enjoyment

Abstract: In these pages we analyze how certain subjectivities configured outside normative discourses about how a body should be, feel or act can find in humor a key tool when establishing their own processes of identity construction or claim. Crip humor allows to establish a truce between different social actors: on the one hand, the so-called Social Justice Warriors, extreme defenders of the progressive values of the identity left, reviled on social networks for their censorship or ultraprotective attitudes; and, on the other hand, the aggressors themselves, who, from positions generally located in the right frame of the political panel (from more traditionalist groups to neoliberal groups), denigrate the identity policies or even the protagonists of them. The question is: how to give voice to these bodies, relocate them in the political scene, and how to produce formulas of exchange, dialogue and demand? One of these ways, as we try to demonstrate here, is humor.

* Correspondencia a / Correspondence to: Jorge Fernández Gonzalo. Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Filosofía, Ciudad Universitaria. Plaza Menéndez Pelayo, s/n (28040-Madrid) – jorfer15@ucm.es – http://orcid.org/0000-0001-8938-8256.

Cómo citar / How to cite: Fernández Gonzalo, Jorge (2020). ¿De qué ríe un cuerpo tullido? Políticas del humor crip. Papeles del CEIC, vol. 2020/2, papel 237, -145. (http://dx.doi.org/10.1387/pceic.20783).

Fecha de recepción: junio, 2019 / Fecha aceptación: marzo, 2020

ISSN 1695-6494 / © 2020 UPV/EHU

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1. ¿Qué puede un cuerpo tullido?

El término de teoría crip surgió a partir de una reapropiación de los estigmas lingüísticos dentro del marco cultural normativo sobre capacidades diferentes. El creador de este término, Robert McRuer (2006), proponía el concepto crip como derivación del inglés cripple, insulto que designa peyorativamente a las personas con diversidad funcional, y que podemos traducir como «tullidos». Este esfuerzo por reapropiarse de las fórmulas peyorativas del lenguaje coloquial reproduce, como es sabido, el mismo camino que ha tomado recientemente el concepto de queer («marica», «bollera») dentro de los estudios de género. Nuestro estudio camina mano a mano con estas premisas terminológicas, para dar un paso más allá: no se trata solo de reapropiarse de los insultos y expresiones hirientes, sino del goce, del humor que el otro pone en juego para degradar simbólicamente las corporalidades y capacidades diferentes a la de los cuerpos normativos.

El discurso capacitista, basado en la discriminación o prejuicio hacia las capacidades no hegemónicas, encuentra su éxito en la división entre la normalidad y la anormalidad, entre la capacidad y la discapacidad. Alrededor de ambos núcleos terminológicos, se lleva a cabo una división jerárquica y funcional entre unos y otros cuerpos, sustentada por la confusión y equiparación entre funcionalidad y capacidad, sin tener en consideración que es posible testimoniar y vivenciar funcionalidades minoritarias para realizar estas mismas capacidades, o que existen nuevas funcionalidades al margen de las hegemónicas. La mirada capacitista no logra distinguir nuevas fórmulas, expresiones o prácticas que se escapan de la mirada hegemónica y que permiten llevar a cabo tareas similares o diversas, pero también experimentar las tareas cotidianas desde otras perspectivas, a través de nuevas miradas que rompen con los modelos estandarizados de regulación corporal. Frente a la biopolítica foucaultiana (2007), una tullidopolítica establece márgenes de resistencia, perímetros marginales de actuación que reivindican la diferencia y la otredad. Para una persona sorda, de este modo, es posible establecer nuevas modalidades de comunicación basadas en la gestualidad, sin entrar por ello en discusión con los lenguajes orales normalizados. No se trata de una funcionalidad subsidiaria, sino de funcionalidades alternativas para realizar las mismas acciones (la comunicación, en nuestro ejemplo), deconstruyendo así el binomio que unía capacidad y funcionalidad.

El humor, dentro de este ámbito, se ofrece como una estrategia ambivalente: por un lado, la tradición filosófica (como veremos en estas páginas) censura y cuestiona las chanzas y la socarronería como mecanismos de burla de los poderosos contra los débiles (los normales contra los anormales). Hobbes había señalado la potencilidad del humor como estrategia humillante: al reír, reímos del otro, lo rebajamos, establecemos una jerarquía y fortalecemos las reglas del juego social que fijan las relaciones de dominación y sometimiento de unos cuerpos frente a otros. Pero en esta ecuación se echa en falta un aspecto muy simple, y es que los otros (los tullidos, los enfermos, los marginados, etc.) también ríen. Mientras que una línea hobbesiana del corpus filosófico se preocupa por preservar la integridad de los oprimidos vulnerada a través del humor, la burla y el escarnio, la propia risa de los tullidos desaparece de escena. Parafraseando a Spinoza, sería urgente preguntarse: ¿de qué ríe un cuerpo tullido?

2. Genealogía de la burla

La tradición filosófica nos ofrece un amplio conjunto de referencias, prohibiciones e indicaciones relativas al uso de la comicidad en la escena comunitaria. Platón, Aristóteles, Quintiliano o Hobbes incurrían en la misma tesis: la finalidad del humor es la burla, mostrar la superioridad frente al otro. Aunque existen matices entre todos ellos, la tesis principal es como sigue: el humor es censurable en sus formas más grotescas o injuriosas (si bien hay quien extiende la prohibición a todas sus manifestaciones) porque solo muestra el desprecio de los fuertes hacia los más débiles o desfavorecidos, que deben soportar las bromas de sus semejantes, o sencillamente por desatar una comicidad grosera y deleznable que marcha contra las formas deseables de comportamiento social.

Platón (2008), uno de los primeros autores en tratar el tema, opinaba que la risa es un placer, pero que, al mismo tiempo, puede llegar a resultar obscena, perturbar el orden armónico y transgredir la conciencia de los hombres. En su diálogo Leyes (2002), el filósofo ateniense dictaminaba la necesidad de limitar la risa: el hombre virtuoso no debe reírse, pues su imagen cívica y moral quedaría en entredicho. Por ello, no es lícito que los poetas cómicos o los actores satíricos ridiculicen a los ciudadanos; hay bromas bien intencionadas, pero también burlas perniciosas que socavan el decoro y acaban convertidas en mecanismos aceptados de humillación social. No deja de resultar irónico que el propio Platón emplease el diálogo como «una forma artística ágil y juguetona», según expresión de Huizinga (1972: 192), para lo cual basta con tomar en consideración «la disposición novelada del Parménides, el comienzo del Cratilo y el tono ligero y alegre de estos dos diálogos y de otros muchos. No es posible desconocer cierto parecido con el Mimo, el diálogo burlesco. En el Sofista se alude, como en broma, a los diferentes principios de los viejos filósofos. Y, en un tono completamente humorístico, se nos cuenta en el Protágoras el mito de Epimeteo y Prometeo» (ibídem: 192).

Aristóteles no anda a la zaga de su maestro. En su Ética nicomaquea (1973) se muestra favorable a la risa cuando esta se acomoda a la lógica del justo medio. El ingenio y la ironía benévola son alabados por el filósofo por su capacidad para relajar las tensiones y avivar las relaciones sociales, así como la risa comedida y el humor bienintencionado por provocar pasiones ante el público en la praxis oratoria; no obstante, Aristóteles repudia la afección excesiva que lleva al comediante a caer en el más absoluto de los ridículos y en burlas indecorosas, dignas de censura por parte de los legisladores. El filósofo insiste en las bondades fisiológicas de la risa, pero cuestiona las razones que la provocan.

De una opinión similar es Descartes, aunque con un pequeño giro final; en su Tratado de las pasiones del alma (1997), el filósofo apunta que quienes más se burlan de los otros son los más imperfectos, precisamente por ver en los demás los mismos males que ellos mismos albergaban en su interior. Una broma comedida sirve para corregir los vicios («castigat ridendo mores», decía Horacio), incluso permite mostrar a quien la pronuncia «la destreza de su ingenio, ya que sabe dar un aspecto agradable a las cosas de que se burla» (1997: 252), si bien la burla sin ánimo aleccionador acaba convirtiéndose en una práctica censurable.

La apreciación más tajante respecto a la naturaleza «corruptible» del humor es la afilada apreciación de Thomas Hobbes en su Leviatán (1983): la risa «es frecuente, sobre todo en aquellos que son conscientes de las pocas habilidades que en ellos hay, que se ven forzados a conservarse, en su propia estima, observando las imperfecciones de otros hombres. Y por tanto, mucha risa ante los defectos de otros es un signo de pusilanimidad. Pues una de las labores propias de las grandes mentes es ayudar a liberar a otros del desdén y compararse a sí mismos con los más capaces» (ibídem: 163). El éxito de estas palabras le ha supuesto el honor de encabezar el conjunto de teorías sobre el humor que cuestionan la risa como signo de superioridad moral, una «risa caníbal», como apunta Andrés Barba en un reciente estudio, cuyas primeras palabras ofrecen claras resonancias hobbesianas (aunque el autor matice posteriormente sus propuestas): «Cada vez que un hombre abre la boca para reír está devorando a otro hombre» (2015: 11).

«En todas las sociedades humanas conocidas», explica Elisenda Ardévol Piera en un interesante texto, «la risa y el humor no solo están regularizados y normativizados, sino que expresan relaciones y jerarquías sociales […]. Estas relaciones pueden ser de tipo asimétrico, en las cuales se requiere que una parte de la relación no se ofenda ante las constantes burlas de la otra, y simétricas, en las cuales ambas partes están obligadas a gastarse bromas entre sí» (2009: 241, en cursiva en el original). La risa no se limita a juzgar la rareza y multar la extravagancia, lo rígido, lo preestablecido y lo mecánico, como anunciaba Bergson (2016), sino que, en la línea que proponía Francis Hutcheson (2008) en su réplica a Hobbes, también permite otros usos, desde degradar a los que están encima de nosotros hasta lograr aceptación y reforzar el tejido social.

La tradición clásica describe la amarga historia del poeta Arquíloco, hijo de un sacerdote y una esclava, que recibió de parte de un ciudadano de buena posición la promesa de desposarse con su hija. Tras conocer los orígenes humildes del poeta, el hombre dio marcha atrás en los planes de boda. Arquíloco, ofendido por la respuesta del que habría sido su suegro, compuso en venganza unos versos satíricos destinados al padre y a la hija. El escarnio fue tal que ambos se suicidaron por no poder soportar la afrenta pública. El humor es un arma poderosa, a veces con consecuencias nefastas, y ligado a formas rudimentarias de violencia.

En la Edad Media, las tribus árabes echaban manos de un cántico satírico conocido como hidja. El poeta componía unos versos de burla contra el enemigo y al partir hacia la lucha cabalgaba frente a sus compañeros de guerra declamando sus jocosas composiciones; el dato especialmente relevante de este hecho es que los honores percibidos por los bardos eran exactamente los mismos que el de los guerreros victoriosos: las armas y las burlas quedaban así perfectamente equiparadas. Con el tiempo, podría decirse que el humor ha pasado a constituirse como una «guerra por otros medios». La beffa («broma» o «burla», en italiano) supuso durante la alta Edad Media el modo clave de entretenimiento entre la alta sociedad, que recurría a ella como mecanismo de escarnio con el que destruir a los enemigos para lograr así honores y cargos públicos. Hemos de tener en cuenta que estamos ante un momento de auge de la protoburguesía italiana: el enriquecimiento de varias familias gracias a la banca suponía un peligro para las familias de rancio abolengo, que veían desplazada su relevancia dentro del orden social; en una trifulca entre las viejas familias nobles —los Vecchi— y las nuevas —Nuovi— en referencia a la reelección de cargos de magistratura, el humanista Oberto Foglieta (que pertenecía a los Vecchi) propuso un argumento de peso para que los suyos pudieran ocupar cargos en condiciones de igualdad con los Nuovi, que les doblaban en número, y era que si se limitaban los mandatos se evitarían las humillantes beffas contra los magistrados.

Paulatinamente, la beffa fue relegada y se apostó por una nueva modalidad de humor, el ingenio, sobre todo a partir de la colosal repercusión de las obras de Baltasar de Castiglione: el principal objetivo de su libro era que las clases altas pudieran emplear el humor sin menoscabo de su propio decoro y de la dignidad de los demás. Para ello, Castiglione retoma algunas categorías de Cicerón, quien distinguía entre el «ingenio del asunto» (contar anécdotas e historias hilarantes) y el «ingenio de la forma», en donde se ponían en acción los comentarios jocosos y los juegos de palabras. El primer tipo era el predilecto de las clases acomodadas, frente al empleo de la mímica y las gesticulaciones, la procacidad o el insulto, propio de bufones y necios (Burucúa, 2001).

En su reciente libro La diversión en la crueldad (2016), Lidia Ferrari analiza la génesis histórica de la broma, las propiedades de goce que genera en sus actores y los mecanismos de identificación que se ponen en juego: un grupo —generalmente masculino— selecciona una víctima propiciatoria que actuará como objetivo de sus confabulaciones; a partir de ahí, el dolor físico, la burla o las humillaciones tratan de producir un esquema de identificación comunitario mediante la exclusión de uno o varios de sus miembros. Es necesario producir una tensión, un cortocircuito, en el corpus social; para que tenga lugar el sentimiento de pertenencia, se requiere un elemento que sea extraído del conjunto y sobre el cual puedan volcarse todas las frustraciones, miedos y ansias de crueldad comunitarias.

El humor actúa aquí como vía o mecanismo para producir diferencias y dinámicas de exclusión social. Lo que más debe interesarnos del libro, por otra parte, es la configuración de una subjetividad fruto de este proyecto sádico de discriminación y escisión. No hay necesariamente ningún rasgo de la víctima que sea netamente censurable; al contrario, es la práctica sádica la que configura retroactivamente las subjetividades marginales, su estatus social y sus propiedades deficitarias. Esta misma crueldad, sin embargo, también se reafirma como un mecanismo de inclusión, una puerta de entrada al orden social gracias a prácticas instituidas como la novatada: la lógica de este tipo de ejercicios es esencialmente paradójica, ya que, ahora sí, se parte de una diferencia relativamente constatable (los objetivos de las bromas son las últimas incorporaciones al grupo), pero con la intención de encauzar las diferentes subjetividades bajo un rasero de convencionalidad o de identificación compartida.

La cuestión es: ¿cuándo podemos percibir la broma como un resorte cruel de expulsión y cuándo como un rito codificado de inclusión a la comunidad? La respuesta es: nunca, porque ambas operaciones son correlativas. El mecanismo que apela a las subjetividades mediante la crueldad «mancha» necesariamente a los individuos que caen bajo su dominio y los somete para formar parte del grupo mediante su exclusión institucionalizada. Como consecuencia de ello, el sujeto queda ligado a una comunidad a modo de elemento incómodo, excedente; el problema reside aquí en que, incluso en las sociedades que exigen la broma como rito de iniciación, esta mancha se perpetúa de forma incesante, por lo que debe ser transferida a las siguientes generaciones. En palabras de Alfred Stern, «La sociedad se sirve de la risa para asegurar de manera indirecta la conservación de su sistema de valores, mediante la degradación de todo otro sistema en competencia, y también para sostener, mediante devaluaciones, ciertas ficciones útiles a la vida social» (1975: 94, en cursiva en el original).

3. Humor crip

No cabe duda de que varios de los principales receptores de este tipo de bromas responden a algún tipo de característica estigmatizada socialmente por ser considerada, gracias a estas mismas prácticas de burla o agresión, como perniciosa o molesta para la sociedad. En el catálogo de diferencias que son objeto de bromas (cuestiones de raza, clase o género, entre otras muchas) queremos fijar aquí nuestra atención en las cuestiones específicamente ligadas a las diferentes capacidades y características fisiológicas o psicológicas de los individuos. Nos movemos, por tanto, en el territorio de la teoría crip y de sus reivindicaciones contra las fórmulas hegemónicas capacitistas. Por otra parte, es necesario insistir en que el problema que nos encontramos en nuestra sociedad mediática es sustancialmente distinto al de sociedades precedentes, en donde los burlados carecían de voz para alzar sus consignas, quejas o reivindicaciones. Hoy es posible tuitear una opinión, escribir un blog, compartir información por redes sociales o colaborar con diferentes medios para contar con las voces de quienes habían sido privados de ella, pero también para que rían quienes tradicionalmente habían sido objeto de burlas.

En este escenario surge una conflictiva figura, denominada peyorativamente los Social Justice Warriors (Soto Ivars, 2017): los defensores de la moral, ardientes patrulleros de la red que hacen todo lo posible por denunciar cualquier injusticia cometida ante un colectivo oprimido, sin importar a menudo si este colectivo se siente o no ofendido. Desde finales de los años noventa hasta nuestros días, y en gran medida motivados por el creciente avance de la red, es posible percibir una dinámica de prácticas y actitudes reivindicativas de signo sobreproteccionista y que toma la palabra por aquellos que sufren la opresión de discursos o prácticas discriminatorias; movimiento reaccionario principalmente ligado a la izquierda política que se ajusta perfectamente a la comodidad de los nuevos modelos de protesta a golpe de tuit, desde la comodidad de mi cuarto y sin llevar a cabo una implicación directa con la raíz de los problemas (Soto Ivars, 2017). Por supuesto, la red ofrece un crisol de perspectivas, numerosos matices y espacios de intersección que impiden una generalización fiable; no obstante, los efectos censores son reales: películas, videojuegos o libros son sometidos a campañas de desprestigio que obligan a sus creadores a rectificar o directamente a destruir sus trabajos por no acomodarse a las lógicas bienpensantes de una generación acostumbrada a situar sus reivindicaciones en el terreno de lo simbólico (con virulentas campañas en Internet sobre cuotas de representación y usos del lenguaje) frente a generaciones precedentes, centradas en conflictos de orden material (Bernabé, 2018).

Frente a esta línea de defensa, surge un movimiento contestatario que se sustenta por la puesta en escena de los propios actores oprimidos, los cuerpos tullidos frecuentemente reclamados en el debate como protagonistas pasivos que, por primera vez en la historia, tienen voz y capacidad de reírse de sí mismos, de enarbolar su risa como signo de defensa, escudo contra la intolerancia de unos, pero también contra el paternalismo y la portavocía de otros, actitud que ya había sido firmemente cuestionada por Donna Haraway (2019). La estrategia que estos actores crip ponen en marcha es la siguiente: ¿qué mejor modo de reapropiarse de un vocabulario ultrajante que robarle a los opresores sus chistes discriminatorios?

La excelente tesis de Melissa Lima Caminha, titulada Payasas: Historias, Cuerpos y Formas de Representar la Comicidad desde una Perspectiva de Género (2016), establece algunas líneas de trabajo interesantes para fijar el análisis de las corporalidades risibles y de lo que la autora denomina con los términos de clownqueer, transclown y cripclown, todo ello con el fin de producir un debate sobre las prácticas cómicas, por lo que estas tienen de patriarcal y eugenésicas. Se trataría de «to queer and to crip the clown», es decir, «sacar el clown del egocentrismo muchas veces presente en sus prácticas performativas, discursivas y pedagógicas» (2016: 197). Estamos lejos de las fórmulas tradicionales de comicidad pasiva que perfilaban una identidad monstruosa (reírnos del enano, de la mujer barbuda, de los tullidos de todo tipo): la cuestión aquí es que los diferentes sujetos puedan aprovechar la posibilidad de escenografiar su propia monstruosidad risible. Se trataría de establecer una praxis teratológica que permita reivindicar la risibilidad de los cuerpos crip, sin paternalismos ni concesiones impostadas, y que sean estos mismos sujetos los que, desde los márgenes, deconstruyan los estereotipos de lo risible o sepan apropiárselos para sus propios intereses.

En un artículo del científico y político Pablo Echenique (quien padece atrofia muscular espinal), titulado muy acertadamente «La verdadera discriminación es económica», lo que obtenemos es precisamente esto, una defensa de la capacidad de hacer comedia a partir de circunstancias personales desfavorables. Al justificar su utilización del término «retrón», Echenique escribe las diferentes causas que respaldan su decisión terminológica:

Por un lado, si no te sabes reír de ti mismo, tienes un problema serio. Seas retrón o no. Cualquiera que tenga dos dedos de frente lo sabe. Si eres gordo y te molestan los chistes de gordos, 1. lo vas a pasar mal en la vida, 2. los van a contar igual cuando te gires y vas a ver por el rabillo del ojo cómo se ríen disimulando, y 3. te vas a perder algún chiste de gordos francamente bueno […]. Sinceramente, hay muchas cosas que hacer que van antes que intentar modificar el lenguaje. Uno puede dedicar sus energías, su dinero y su tiempo a que la sociedad, en vez de llamarnos «minusválidos», nos llame «locomotivamente creativos», «chanantemente bailongos» o «personas con biomecánica interesante». Uno puede enfadarse cuando escucha o lee «minusválido», y ponerse a mandar cartas al director, escribir comentarios en blogs, quemar diccionarios de la RAE, o traducir el BOE a lenguaje buenista. Pero, lamentablemente, las energías, el dinero y el tiempo, son recursos limitados. (Echenique, 2012)

La reivindicación de Echenique se articula principalmente a través de dos puntos clave: en primer lugar, plantearnos la posibilidad de reír de uno mismo para romper con las lógicas de opresión y discriminación que ponen en juego las burlas y chistes contra los colectivos de capacidades diferentes (o como decidamos llamarlos), y a continuación dejar en un segundo plano las pugnas lingüísticas para centrar nuestra atención en las reivindicaciones materiales, aquellas que de verdad van a cambiar las condiciones de vida de los «retrones». Algo efectivamente muy distinto a lo que se pone en juego en las batallas online de los Social Justice Warriors.

Hay un chiste del humorista gráfico y ganador del premio Pulitzer, Jules Feiffer, que encaja aquí a la perfección. Un hombre aparece en escena y declama lo siguiente: «Siempre pensé que era pobre. Pero un día me dijeron que no era pobre, sino «necesitado». Más tarde supe que era contraproducente pensar en mí mismo como necesitado: en realidad era «desfavorecido». Luego escuché el término «desafortunado» pero ya estaba en desuso: hoy soy «desaven­ta­ja­do». Sigo sin tener un centavo; pero he ganado un gran vocabulario». Se cambian las palabras en un carrusel de significantes, pero las realidades quedan exactamente igual; cada término «contamina» al siguiente, cada gesto está embargado por los gestos anteriores; es imposible alterar la realidad alterando únicamente el lenguaje. Hace falta, por tanto, introducir una ruptura en este esquema, y el humor autoparódico del que hace gala Echenique puede ser la clave para dinamitar este circuito desquiciante que sabotea las exigencias materiales por reivindicaciones exclusivamente simbólicas.

Los recursos autoparódicos pueden desplegarse en cualquier tipo de medio y canal, desde un blog personal o un perfil de usuario de redes sociales, hasta obras literarias y espectáculos teatrales o cinematográficos. Quizá el primer autor en hacer una divisa de la autoparodia y triunfar con ello sea el cómico de stand-up y director de cine Woody Allen: sus obras están plagadas de referencias autobiográficas, a menudo distorsionadas para producir efectos hilarantes (en Bananas, de 1971, Allen confiesa que de pequeño mojaba siempre las sábanas, y como tenía una manta eléctrica los latigazos de la corriente le despertaban en mitad de la noche). Con el tiempo, este recurso se ha extendido exitosamente a otros ámbitos: en el programa de humor estadounidense Saturday Night Live es frecuente que las celebrities se expongan a las burlas de los cómicos de la casa, en la televisión se abre paso el género roast (bromas de escarnio público entre cómicos) mientras que muchos actores se dan codazos entre sí para prestar sus voces a sus caricaturas homólogas en algún capítulo burlesco de Los Simpsons.

Pero sin duda el género que mejor ha sabido poner en escena este tipo de recursos es el género cómico stand-up. En palabras de José Manuel López, «En la stand-up, el comediante se enfrenta a la audiencia a cuerpo desnudo desde un escenario vacío, convirtiéndose a sí mismo en texto cómico pues son su presencia, su voz y su gestualidad los que detonan y hacen avanzar la historia» (2009: 339, en cursiva en el original). A efectos de nuestro estudio, es especialmente relevante la propuesta que llevan a cabo diferentes humoristas de stand-up sobre discapacidades o enfermedades graves con las que conviven directamente. La conocida monologuista estadounidense Joan Rivers fue abroncada durante una actuación por hacer un chiste en donde se metía con Helen Keller, una activista política hipoacúsica e invidente: «Odio a los críos. Creo que la única niña que me hubiese gustado tener es Helen K­eller, porque no hablaba». Desde las gradas, alguien le espetó que aquello no tenía gracia, porque su hijo también era sordo. «¡Claro que es divertido!», fue la respuesta: «¡Tú sí que no eres divertido! ¡Lárgate de aquí! ¡Mi madre era sorda, gilipollas! ¡Déjame que te explique de qué va esto de la comedia: la comedia está para hacer reír a la gente y para que todos podamos seguir con nuestra vida, imbécil!». Y concluía del siguiente modo: «¡Durante años estuve viviendo con un hombre al que le faltaba una pierna y siempre hacía el chiste de que si tenía un hijo con dos piernas dudaría de su paternidad! ¡De eso va la comedia, gilipollas!» (apud. Barba, 2015).

La escena estadounidense cuenta con numerosos ejemplos de cómicos de stand-up que han empleado sus propias limitaciones como herramientas para producir sus espectáculos cómicos: un interesante artículo de Susanne Hamscha, titulado «Crip Humor» (2017), nos pone sobre la pista. El giro que nos propone Hamscha consiste en analizar de qué manera varios humoristas han gestionado sus minusvalías como un arma arrojadiza para rechazar las coordenadas del pensamiento de lo políticamente correcto y su paternalismo asfixiante. La autora cita, entre otros, a Alex Valdez (ciego), J.D. England (parapléjico), o Brett Leake (con distrofia muscular). Especialmente paradigmático es el caso de Josh Blue, un cómico con parálisis cerebral que ganó el Last Comic Standing de 2006 con un monólogo en el que hablaba de su «golpe de parálisis»; se trata de un movimiento muy eficaz en una pelea, «primero, porque no saben de dónde viene el golpe, y segundo… ¡porque yo tampoco!». El comediante Chris Fonseca, con parálisis cerebral, bromeaba por su parte con su doble marginación como persona discapacitada y como extranjero: «Estoy discapacitado y soy mexicano, así que sabes lo que eso significa: si me molestas, voy a tirarte un cuchillo y los dos vamos a salir lastimados». La comediante australiana Stella Young, finalmente, jugaba con planteamientos similares al afirmar algo tan sencillo como «No soy tu inspiración, muchas gracias» cada vez que trataba de encumbrarla cierta línea progresista a medio camino entre la izquierda posmoderna y la derecha neoliberal. Young nació con osteogénesis imperfecta (una enfermedad genética caracterizada por el hecho de que los huesos se rompen fácilmente), por lo que a los quince años una institución local se acercó a sus padres para nominar a la pequeña Stella a un premio. Sus padres respondieron: «Eso está muy bien, pero hay un pequeño problema: ella en realidad no ha logrado nada». El núcleo de sus rutinas cómicas son las bromas autocríticas que subvierten estereotipos, prejuicios y nociones preconcebidas sobre las personas con discapacidad, y que relatan y normalizan sus miserias cotidianas en clave de humor.

El problema surge cuando son otros los que se mofan desde el capacitismo de quienes muestran diversidad funcional o pertenecen a colectivos oprimidos. Simon Critchley (2010), en un estudio reciente sobre el humor, asumía en sus reflexiones que hemos de criticar vicios colectivos, y no personalizarlos en alguien concreto. En una línea similar, Chaplin ponía como condición que el chiste estuviera a favor del débil y no del fuerte, mientras que el filósofo esloveno Slavoj Z˘iz˘ek afirma sin tapujos que «lo divertido de un chiste es ofender o humillar a alguien» (2015: 44).

A pesar de su actitud aparentemente hostil, es preciso centrarnos en el valor de su aportación. El propio Z˘iz˘ek concebía el humor más salvaje como una forma de amor y afecto, y cuenta para ello una interesante anécdota. Un espectador sordomudo acudió como público a una de sus multitudinarias conferencias, por lo que una intérprete de signos asumió la tarea de traducir el desarrollo de su intervención. En determinado momento, Z˘iz˘ek bromeó con uno de los gestos de la intérprete (que había formado un círculo con una mano mientras con la otra introducía un dedo de la mano opuesta), y preguntó qué demonios significaba aquello. El chico sordomudo se partía de risa (por fin se reconocía públicamente una broma que, de seguro, compartía con su círculo más íntimo: que muchos signos ofrecen una lectura sexual), mientras que «una vieja estúpida» denunció el comentario del filósofo1.

El panorama que se abre ante nosotros es confuso, pero no deja de ser interesante analizar las luchas y subsiguientes consecuencias que se producen en la esfera pública por arrebatarle a los otros la posibilidad de reírse. Es conocido el caso de Guillermo Zapata, político madrileño que antes de entrar en política decidió publicar en su cuenta de Twitter chistes de humor negro contra los judíos o contra víctimas del terrorismo (en particular, sobre Irene Villa) para tantear los límites de la sensibilidad humorística en las Redes (experimento que era tan solo un eco de las publicaciones del cineasta Nacho Vigalondo, escritas en un tono similar en el mismo medio). Sus chistes saltaron a la escena mediática cuando pasó a formar parte de la hoja de artillería política de la izquierda madrileña, lo que obligó a su equipo a situar a Zapata en un segundo plano. Cuando la Fiscalía puso el asunto en manos de la ley, las huestes de Twitter cargaron contra Zapata por vulnerar el derecho al honor de Irene Villa (recordemos, víctima de ETA que perdió varias extremidades por la detonación de una bomba). Villa ofreció una respuesta que ha sentado cátedra en la historia reciente del humor: «¡Así es, y de verdad que ningún problema! Mi chiste favorito es el que me define como la mujer explosiva».

El giro final de la trama no puede dejarnos más perplejos: los que la defendían ante este tipo de bromas, terminaron insultándola con mayor ímpetu tras leer su elegante y comedida respuesta que el mostrado por el tuit original: «No se debe llamar como testigo contra nazis a un judío nostálgico del olor a crematorio ni a una víctima de ETA encantada de sus muñones», se llegó a leer en la red. Estamos ante una nueva función social que ya hemos citado en estas páginas: ofenderse en nombre de los que no lo hacen.

La cuestión es: ¿de verdad el humorista se ríe de los tullidos, de los diferentes, o estamos ante un procedimiento más complejo? He aquí lo que tratamos de desentrañar en estas páginas. Para ello, cabe hablar aquí de una identificación melancólica con los colectivos oprimidos que serviría para ayudarles a trascender su condición de víctimas dentro de un escenario político prefijado. El primero en poner en escena el concepto freudiano de identificación melancólica dentro de los márgenes del humor fue el crítico Vittorio Hösle (2002) en un texto sobre W­oody Allen. La identificación melancólica consiste en una identificación con el objeto a través de su pérdida misma: el objeto está ya perdido de antemano, incluso cuando se tiene delante. Esta operación nos permite sobreponernos a la inminencia de su falta: el ejemplo máximo sería el de un expatriado que llega a su nuevo destino y siente una emoción melancólica hacia su tierra natal, basada no tanto en la pérdida real de la misma, sino en la certeza de que en algún momento dejará de sentir afinidad por su patria, olvidará sus lugares de referencia, el sentimiento de pertenencia, etc., y ahora se ve inclinado a experimentarlo mediante un distanciamiento impostado (tomo prestado el ejemplo de Z˘iz˘ek, 2002: 170). El humor nos ofrece esta misma operación: nos identificamos con la víctima de la burla desde una posición mediada, barrada, que permite la ironización grotesca y el humor negro; desde esta distancia melancólica, se consigue renunciar a la entronización de la víctima como excusa o encarnación de los males de nuestro tiempo. Antes bien, se produce una clave, una vía de paso sustentada en el goce obsceno compartido, que libera a la víctima de la pesada carga de encarnar la posición de torsión traumática del corpus social.

¿Qué operación encontramos aquí? El humor ya no busca humillar a los desfavorecidos, sino situar sus diferencias en un marco contextual novedoso que permita deconstruir los rasgos que servían de apoyo a las prácticas discriminatorias. Si las injurias hacia aquellos con capacidades diferentes fijaban, performativamente, los rasgos destinados a servir como objetos de burla, el hecho de implicar a los propios protagonistas en una suerte de código secreto en común, de canal obsceno compartido, permite desmantelar las relaciones estructurales que reivindican unas capacidades y marginan otras. Blindar determinadas capacidades o características como elementos intocables, de los que no podemos reírnos, refuerza los códigos estructurales que discriminan entre capacidades hegemónicas y «discapacidades» de orden secundario. No hay capacidades hegemónicas y capacidades secundarias de las cuales no podamos reírnos para manifestar nuestra compasión o moralidad: esta postura no es más que la inversión exacta del capacitismo, una suerte de sostén que permite mantener las diferencias en el seno de un orden jerárquico.

Si atendemos al modelo deconstructivo derridiano, la operación primaria de la deconstrucción pasa por voltear las relaciones estructurales entre el centro y los márgenes, y una vez hecho esto lanzar los elementos a una diseminación infinita, indeterminada, que impida fijar un orden del sentido, un espacio jerárquico de relación estructural. Dentro del marco de los códigos humorísticos, la operación deconstructiva por antonomasia consiste en percibir la condición humana como toda ella risible. La risa actúa como pegamento que universaliza la miseria: podemos reírnos de todo, de uno mismo, pero también del otro, en la medida en que esto permite confeccionar un vínculo obsceno con el otro. La operación política esencial del humor crip consistiría en transformar la pátina de paternalismo izquierdista por su exacto opuesto: un sucio secreto compartido que, en último término, trivializa las distinciones hegemónicas que servían para proyectar el odio de unos sobre otros.

El humor tiene ante sí la obligación de encarnar el lado obsceno de la ley, de la sociedad o de la denominada corrección política. ¿De qué sirve que se reprima o censure una broma cuando desde el poder se abre una brecha sistémica entre diferentes colectivos sociales que zancadillea sus éxitos y avances? La función última del humor consistiría en denunciar esta incongruencia. En tal caso, ¿podría el humor convertirse en la herramienta más solvente de la izquierda? ¿En su mejor legado? El talk show de la cómica estadounidense Sarah Silverman I love you, America, emitido por la cadena Hulu Tv desde 2017, nos hace entrega de una poderosa lección política. La presentadora, un ejemplo de cómo la comedia en los últimos años ha derivado exitosamente hacia el humor más cáustico e irreverente, sortea uno de los mayores escollos que generan este tipo de espectáculos: no enganchar con determinado público que, por sus convicciones políticas más tradicionalistas, es incapaz de seguir la broma y solo alcanza a ver en este tipo de procacidades un ejemplo de vacuo progresismo hiriente. El mecanismo que lleva a cabo Silverman consiste en conectar con sus formas más básicas de goce preideológico: en uno de los programas, la presentadora entrevista a un cantante de country (el género más bajo y popular del país) y compone una canción con él, mientras que en otro decide convivir con una familia tradicional tejana sin recurrir a paternalismos o aleccionamientos innecesarios. Su naturalidad y ternura permiten a Silverman abrirse paso a través de las vicisitudes y empatizar con el mayor de los desparpajos con los supuestos oponentes del tablero político.

En definitiva, el humor se basa en hacer tangible el soporte de goce que queda atrapado en la ideología, en positivizar las inconsistencias del horizonte político que sostiene las contradicciones. Slavoj Z˘iz˘ek (1998) es especialmente insistente en esto: lo que realmente nos une no son nuestras particularidades idiosincrásicas, nuestra cultura ética, los buenos modales, la cortesía o la sensiblería empática, sino el núcleo excrementicio que se aloja en lo más íntimo de nuestro ser. Sobre esto mismo es sobre lo que hay que hacer comedia: el sustrato último que nos iguala es que todos estamos, en último término, hundidos en la mierda, y solo a partir de esta premisa podrá surgir el abono necesario para la cortesía, el civismo y otras formas complejas de comunitarismo y cooperación. Frente a la imposición universal de respeto y condescendencia multiculturalista, hay que pensar que lo único realmente universal es nuestra secreta naturaleza miserable, aquella que nos esforzamos en ocultar con gestos culturales inútiles, como ocurre con el empleo eufemístico de la ultracorrección política. Nuestros impulsos de desprecio hacia el prójimo activan un canal de comunicación que solo puede ser aprovechado mediante un intercambio de goce obsceno (todos tenemos la experiencia de permitirnos bromear con familiares o amigos íntimos sobre auténticas desgracias o en relación a diferencias particulares: esta es la verdadera trastienda del humor, su oscuro soporte inmarcesible, más allá de la escenografía de chistes de mal gusto). Todos somos, por tanto, risibles.

4. Conclusiones

El humor está construido social y culturalmente. Utilizar el humor y sus mecanismos constitutivos nos permite establecer fórmulas de activismo y hackeo de las lógicas capacitistas que cohíben la potencialidad de los cuerpos crip. En estas páginas hemos propuesto algunas líneas de trabajo: en primer lugar, el humor nos permite trastocar el marco de corrección política destinado a situar las luchas simbólicas en un primer plano, por delante de las reivindicaciones materiales o económicas. Frente a la representación o las consignas, el humor crip cortocircuita el sistema cerrado de reivindicaciones simbólicas y abre la posibilidad de centrarnos en cuestiones materiales tras relativizar y trivializar las disquisiciones lingüísticas.

La otra propuesta que hemos tanteado en estas páginas para componer un marco de análisis de las políticas de humor crip consiste en reivindicar la posibilidad de establecer a través del humor un vínculo que regule las relaciones sociales al margen de los privilegios de determinadas capacidades frente a otras. Ante todo, hemos de huir de los argumentos que apelan a la defensa de los débiles y la satirización de los poderosos: el chiste no puede convertirse en una cápsula de moralidad, sino en un revulsivo contra aquello mismo que damos como moralmente pertinente. Desde determinada perspectiva, todos somos víctimas (del sistema, de la violencia de los otros, de las enfermedades y, en definitiva, de la muerte que nos arrastra implacable hacia sus fauces) pero también todos tenemos algo de poder (tenemos derechos como seres humanos, y la capacidad de expresarnos y hacer sufrir a otros). Hay que convertir el humor en un principio moral universal precisamente porque es capaz de destruir todos los principios (las diferentes reglas simbólicas específicas de cada comunidad). Por ello mismo, no hemos de pasar por alto el factor «cohesivo» de la obscenidad y el humor negro. Si de verdad queremos dinamitar y deconstruir las diferencias que privilegian determinadas capacidades frente a otras, hemos de entender en qué medida el humor crip se alza como estrategia política para llevar a cabo esta tarea.

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1 Disponible en: https://lanotasociologica.wordpress.com/2017/04/26/slavoj-zizek-la-correccion-politica-es-una-forma-mas-peligrosa-de-totalitarismo/.