Inclinaciones desequilibradas

Unbalanced inclinations1

Adriana Cavarero

Università degli studi di Verona (Italia)

Palabras clave

Vulnerabilidad Inclinación

Inerme

Ontología relacional

Autonomía

RESUMEN: Este texto procede de las «Jornadas Cuerpo, memoria y representación» organizadas por el Grupo de Investigación Cos i Textualitat y el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona. El texto fue publicado en 2014 en Cuerpo, memoria y representación. Adriana Cavarero y Judith Butler en diálogo (Begonya Sáez, ed., Barcelona, Icaria, pp. 17-38). En este trabajo la autora reflexiona sobre la condición inherentemente vulnerable del ser humano, su exposición constitutiva. La vulnerabilidad apenas aparece en la filosofía Occidental, dominada por una concepción del sujeto regida por la verticalidad, un sujeto autónomo, erguido, violento: el guerrero, para el que lo vulnerable es lo matable. Frente a ella, Cavarero piensa la geometría inclinada del cuerpo sin protección, ya no el guerrero sino de la madre que se torsiona ante la vulnerabilidad del infante que sostiene en sus brazos.

Keywords

Vulnerability

Inclination

Defenseless

Relational ontology

Autonomy

ABSTRACT: This text derives from the «Jornadas Cuerpo, memoria y representación» [Workshop Body, memory and representation] organized by the Research Group Cos i Textualitat [Body and Textuality] and the Department of Philosophy of the Autonomous University of Barcelona. The text was first published in 2014 in Cuerpo, memoria y representación. Adriana Cavarero y Judith Butler en diálogo (Begonya Sáez, ed., Barcelona, Icaria, pp. 17-38). In this text the author thinks about the inherently vulnerable condition of human being, its constitutive exposition. Vulnerability is absent from Western philosophy, ruled by a conception of the subject characterized by verticality; an autonomous, straight, violent subject: the warrior, for who the vulnerable is the object to kill. In opposition to that perspective, Ca­varero thinks about the inclined geometry of the body without protection, not the warrior anymore, but the mother that twists because of the vulnerability of the infant she is carrying in her arms.

* Correspondencia a / Correspondence to: Adriana Cavarero. Università degli studi di Verona (Italia) – oihana.garro@ehu.eus – ORCID: http://orcid.org/0000-0002-0320-772.

Cómo citar / How to cite: Cavarero, Adriana (2019). «Inclinaciones desequilibradas»; Papeles del CEIC, vol. 2019/2, papel 211, -10. (http://dx.doi.org/10.1387/pceic.20878).

Recibido: xxxxxxxxxx, 2019; aceptado: xxxxxxxxxx, 2019.

ISSN 1695-6494 / © 2019 UPV/EHU

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«El solterón en sí no es egoísta» (Unamuno, 1984: 7), Immanuel Kant, no ama a los niños. Se lamenta del hecho de que, siendo todavía «deficientes» de razón y entendimiento, «con rumores, gritos, silbidos, cantos y otros alborotos (…) molestan a la parte pensante de la humanidad» (Kant, 1991a: 222). La culpa la tienen las madres y las nodrizas quienes, cuando el pequeño empieza a hablar y distorsiona las palabras, están «inclinadas a abrazarle y a besarle» (Kant, 1991b: 26), en vez de aleccionarlo. Un buen educador, obviamente, no premiaría la carencia de racionalidad ínsita en el farfullar de la criatura humana cuando es pequeña. En cambio, las mamás y las nodrizas lo recompensan con un caluroso abrazo, de manera que, en último término, todo el asunto «debe ponerse a cuenta de la natural propensión de las nodrizas a hacer bien a una criatura que se abandona total y conmovedoramente al arbitrio del prójimo» (ibidem: 26). Lo que preocupa a Kant, por lo tanto, es en especial la relación entre inclinación (materna) y dependencia (infantil). La cuestión es filosófica. La infancia, como estado de minoría y dependencia, se mide a partir del paradigma kantiano de un yo autónomo, libre y racional, que controla sus inclinaciones y que, sobre todo, no necesita que los otros se inclinen amorosamente hacia él. La denuncia de una «inclinación natural», típicamente femenina, hacia la criatura humana necesitada de cuidado y en estado de dependencia, se inscribe en este cuadro. En breve, Kant reprueba a los niños porque no son todavía adultos y reprende a las mujeres porque están naturalmente inclinadas a cuidar de la criatura que depende de otros y, para ser precisos, que depende de ellas mismas. En fin, entre la madre y el niño, entendido por Kant como larva de un yo todavía no autónomo, existe una preocupante complicidad. Y, si se sabe percibir, existe incluso una cuestión de orden geométrico, debida a la prevalencia de la línea oblicua sobre la vertical: la inclinación materna hacia el infante acaba por retrasar precisamente el proceso que, liberándolo de la dependencia, desembocará en la figura de un yo autónomo, legislador moral de sí mismo y muy sólido sobre el eje interno del propio «sí auténtico», típicamente en posición erecta. En los escritos éticos y antropológicos de Kant, la inclinación (neigung) es tratada bajo la rúbrica de los deseos (apetitos) y, más en general, de las afecciones que pertenecen al hombre como ser natural. La inclinación es, para él, una especie de «apetito sensible habitual» (ibidem: 181), que se hace hábito, es decir, «necesidad física interna de seguir procediendo de la misma manera que se ha procedido hasta el momento» (ibidem: 53). Esto, apunta el filósofo, suscita nausea porque «se ve demasiado el animal en el hombre, que se deja guiar instintivamente por la regla de la habituación como por otra naturaleza (no humana) y corre el peligro de entrar con el bruto (la bestia) en una y la misma clase» (ibidem: 53). En términos kantianos, claro está, el problema es particularmente alarmante. Si, como ser natural, el yo es un animal de la especie homo, como ser racional y moral —y, por ello, propiamente humano— el yo siente una absoluta repugnancia por salir de la peculiaridad de su especie y confundirse con las bestias. Bajo esta luz puede resultar más evidente el fastidio del filósofo por mamás y niños. Tanto las mamás como los niños, respecto al confín zoológico entre hombre y animal, son figuras border-line. Las primeras, porque mimando a los cachorros humanos y cuidándolos, muestran una inclinación natural que comparten con las hembras de otras especies. Los segundos, porque, en esencia, son todavía pequeñas bestias. Sin embargo, en una página extraordinaria de Kant, justo esta última afirmación es desmentida de una manera clamorosa. Escribe Kant en un párrafo de la Antropología en sentido pragmático:

«El niño que acaba de desprenderse del seno materno parece entrar en el mundo gritando, a diferencia de todos los demás animales, meramente a causa de considerar su incapacidad para servirse de sus miembros como una violencia, con lo que al punto denuncia su aspiración a la libertad (de que ningún otro animal tiene la representación).» (1991b: 181)

Obviamente —como Kant se ve obligado a aclarar en una nota— ni siquiera el recién nacido tiene una representación de la libertad. Y cómo podría tenerla si, a penas llegado al mundo, no tiene representaciones de nada. No obstante, de la libertad posee, según la curiosa expresión de Kant, «una oscura idea», que determina hasta tal punto su deseo de ser libre que se manifiesta como pasión propia y verdadera: a través del grito en el momento del nacimiento y, poco más tarde, en la primera infancia, a través de las lágrimas de un llanto desesperado. Molestando a la parte pensante de la humanidad, según el filósofo, el recién nacido berrea porque advierte la condición de ilibertad ínsita en su incapacidad de servirse de los propios miembros, o bien, por decirlo en términos más exactos, en su falta de autonomía. Oscura tanto cuanto se quiera, la idea de libertad es entonces innata en el animal humano, quien, con su primera y molestísima emisión sonora, manifiesta rabiosamente la presencia. Según Kant, su grito inicial no es ni un lamento por la separación del regazo de la madre ni una triste invocación de ésta por parte de una criatura inerme y dependiente. Es, precisamente, un grito de indignación por no haber sido traído al mundo como perfectamente autónomo, es decir, libre. Dicho con las palabras de Tzvetan Todorov:

«Si el recién nacido llora no es para pedir el complemento necesario de su vida y de su existencia, es para protestar contra su dependencia en relación con los otros. ¡El hombre nace como sujeto kantiano, aspirando a la libertad!» (1995: 23)

Respecto a esto, un buen padre de familia como Hegel se muestra bastante más cauto. Observando el mismo fenómeno, escribe que, con el grito, «el niño externaliza el sentimiento de sus necesidades» y, en particular, atestigua un estado de «dependencia e indigencia bastante mayor de la del animal»2. Para Kant, el grito rabioso del infante es, en cambio, esencialmente cólera por su impotencia de autodeterminación. El acento cae fatalmente sobre la autonomía y todo el periodo de los caprichos de la primera infancia confirma el asunto: «Este impulso a tener voluntad propia (libre y autónoma) y a tomar el impedimento como una ofensa, se distingue también especialmente por su tono y deja traslucir una maldad que la madre se ve obligada a castigar, pero habitualmente se replica con gritos todavía más vehementes» (Kant, 1991b: 203). No nos dejemos desencaminar por el tono irónico y benevolente del filósofo de Königsberg. El problema es filosóficamente serio, además de biográfico. Tal vez el viejo Kant había olvidado que fue niño o quizá no tuvo la ocasión de cuidar de un niño o de otras criaturas vulnerables y dependientes. Digamos: no se inclinó jamás hacia el otro. Puesto que «el nacimiento y la primera infancia, ha pertenecido exclusivamente, durante siglos, al universo de las mujeres» (Todorov, 1995: 71), le faltó una experiencia directa de la situación y de sus patologías. Esto es verdad para bastantes otros filósofos, pero para Kant el fenómeno, dada su insistencia sobre la categoría de autonomía, asume una relevancia especial. Incluso la mera hipótesis de una dependencia estructural de lo humano, también del animal humano desde pequeño, se convierte, para él, en un grave tormento. Entonces mejor afirmar que el recién nacido llora porque posee una oscura idea de la libertad, o sea, como diría Foucault, insistir sobre las señales de la «presencia sorda de una libertad que se ejerce en el campo de la pasividad originaria» (2009: 57).

Cuentan sus contemporáneos que, como persona, Kant era sociable y agradable: incluso en los límites de su Königsberg, era un ciudadano del mundo. Como filósofo moral, en cambio, parece obsesionado por el modelo autista de un yo que legisla sobre sí y se obliga a sí mismo, un yo vertical y auto-equilibrado que se alinea, en horizontal, sobre la entera superficie terrestre, junto a los otros yo, igualmente autárquicos, que son una réplica. Su suma¸ perfectamente homogénea, garantiza la universalidad de la ley moral. El orden político que corresponde a esta disposición asegura además, como dice Kant, la paz perpetua.

He acusado aquí a Kant de prejuicio especulativo hacia la condición humana de vulnerabilidad y dependencia que se anuncia, con el gemido del recién nacido, en la escena de la natalidad. Pero el término «vulnerabilidad» pertenece a nuestro vocabulario, no al suyo. Hasta Lévinas, en la historia de la filosofía, la palabra «vulnerabilidad» está casi ausente. La atención hacia lo vulnerable o, como yo prefiero decir, hacia lo inerme, se ha afirmado en tiempos recientes y, sintomáticamente, ha tomado el pliegue de una interrogación radical sobre lo humano sobre todo a la luz de los acontecimientos del 11 de septiembre del 2001 y de la violencia consiguiente. Han pasado casi diez años desde la fecha en que Occidente percibió con consternación que era extraordinariamente vulnerable, o bien, dicho con una sensibilidad europea, vulnerable una vez más, y de manera extraordinaria e imprevista. Las reflexiones críticas de Judith Butler, en Vida precaria y en textos sucesivos, que se interrogan sobre la «posibilidad de una comunidad» (Butler, 2006: 45) a partir de la condición de vulnerabilidad, responden directamente al espíritu violento de la época inaugurado por el derrumbe de las Torres Gemelas. Por mi parte, en el libro titulado Horrorismo (2009), intento abordar la misma cuestión. Ha pasado un decenio, por lo menos sobre el plano especulativo, y quizá podemos hacer un primer balance. Y, puesto que más arriba he nombrado a Kant, podemos empezar por subrayar nuestra deuda respecto a Lévinas, un autor que, haciendo de la vulnerabilidad del rostro del otro el principio de una relación, caracterizada por la asimetría y la dependencia, desmonta en especial la noción de un yo autónomo y autoreferencial. No por casualidad, desmonta también una de las otras configuraciones típicas del sujeto moderno, o sea el yo violento y agresivo, ejemplarmente teorizado por Hobbes, el primer motor del cual es la autoconservación. En efecto, cuando es la obra y la retórica de la destrucción lo que nos obliga a retematizar lo vulnerable, una breve referencia a Hobbes puede resultar indispensable.

Como toda la tradición política y la filosofía en general —y esto es de verdad un síntoma sobre el que meditar— Hobbes no tematiza directamente la categoría de vulnerabilidad, pero la engloba en la de «matabilidad». El presupuesto de la violencia como característica esencial de lo humano, el homicidio como marca distintiva de la especie Homo, ya dominantes en una cierta tradición de lo político, llegan a una exaltación lúcida y perfecta en la ontología individualista hobbesiana. La tesis de Hobbes es conocida y la indico por eso de modo esquemático. Hobbes no sólo imagina individuos en el estado de naturaleza que se matan los unos a los otros, sino que imagina los Estados soberanos y territoriales, que deberían ser la solución artificial a esta carnicería natural, como sujetos beligerantes y mortales. Para Hobbes, dicho muy sintéticamente, no sólo el individuo, y el Estado soberano que es una réplica de éste, están afectados por una vulnerabilidad estructural respecto a la violencia que cada uno perpetra contra el otro para autoconservarse, sino por una vulnerabilidad —no tematizada y dada por descontada— que coincide con el concepto de matabilidad. Con el sistema de H­obbes, para el individuo y para el Estado —ambas criaturas, no por casualidad, mortales— la fenomenología de la vulneración precipita en la fenomenología de la muerte violenta y del asesinato. Estamos obviamente lejos de Kant —o, yendo atrás en el tiempo, de Locke y de la llamada doctrina liberal— pero estamos, crucialmente, cerca del fundador del concepto moderno de soberanía. El legado fundamental de un sistema que, lejos de pensar la soberanía en términos de invulnerabilidad, construye el concepto mismo de soberanía sobre la base de concatenaciones semánticas entre vulnerabilidad, mortalidad y matabilidad, debería por ello ponernos en guardia.

Se cierne tal vez sobre nuestros discursos un léxico político que enfatiza el primado de la violencia, la postula como congénita y subordina cada conceptualización de lo humano, vulnerabilidad incluida, a la naturalización del sujeto agresivo.

Hobbes escribe durante el siglo xvii, y señalarlo como un autor que todavía coloniza la retórica actual sobre la violencia puede parecer excesivo. Intentaré entonces actualizar mi análisis dirigiéndome a uno de sus más interesantes herederos del siglo xx: Elias Canetti. Respecto a Carl Schmitt, su heredero por antonomasia, Canetti tiene el mérito de traducir la tesis hobbe­siana a una geometría postural. Retorna al sujeto vertical, autofundado, independiente e inconexo, que ya habíamos entrevisto en el yo libre y autónomo de Kant, pero con características diferentes.

Como se lee en Masa y poder y en otros textos menores, el modelo de lo humano, según Canetti, es el superviviente, o sea, un hombre vivo, en pie, que continúa erguido enfrente a un hombre muerto, extendido horizontalmente en el suelo. «El vivo no se cree nunca tan alto como cuando tiene frente a él al muerto, que ha caído para siempre: en aquel instante es como si hubiera crecido», escribe Canetti (1974: 17).

«El momento de sobrevivir es el momento del poder. El espanto ante la visión del muerto se disuelve en la satisfacción de no ser uno mismo el muerto. Este yace por tierra, el superviviente está en pie. Es como si hubiera tenido lugar un combate y uno mismo hubiese abatido al muerto.» (Canetti, 2010: 347)

Si para Hobbes, la vida del hombre consiste en un «deseo perpetuo e incesante de poder tras poder, que cesa sólo con la muerte» (Hobbes, 2011: 93) la esencia del individuo ca­nettiano está en un sobrevivir que se exalta y se verticaliza ante la muerte ajena. Escribe Hobbes —y es preciso que no olvidemos jamás que esta es la fundación del concepto moderno de igualdad—: «son iguales aquellos que pueden hacer cosas iguales el uno contra el otro. Pero aquellos que pueden hacer la cosa suprema (es decir, matar) pueden hacer cosas iguales» (Hobbes, 1993: 17). El lugar de aplicación de tal principio es la famosa guerra de todos contra todos: existe una matanza general en curso y están en el campo los vivos y los muertos. Dada la situación, los vivos quizá deberían ser llamados los que van a morir. Canetti, en cambio, los llama «supervivientes». Contrariamente al individuo natural de Hobbes, inmerso en el incesante movimiento de su deseo de poder, el superviviente de Canetti es una figura estática, firme, congelada en el instante de su verticalización suprema ante el muerto. Él goza de un momento incomparable de triunfo. Canetti escribe en la segunda mitad del siglo xx: la fantasía hobbesiana del estado de naturaleza ya ha sido superada por la realidad de guerras de masa que proveen cadáveres en abundancia. Tras la carnicería, el superviviente tiene también la experiencia embriagadora de un «sentido de invulnerabilidad». «Un cierto esplendor de invulnerabilidad, señala Canetti, «irradia en torno al hombre que vuelve de la guerra sano y salvo» (1979: 21). Construida sobre la relación entre quien yace y quien está en pie, la geometría canettiana se organiza sobre dos coordenadas fundamentales: la verticalidad del superviviente y la horizontalidad del muerto. La cadena vulnerabilidad-mortalidad-matabilidad está gobernada de nuevo por el tercer término, pero produce, en el instante triunfal del sobrevivir, una exaltante coincidencia entre invulnerabilidad e inmortalidad.

¿Pero qué es entonces esta vulnerabilidad cuyo concepto, más o menos silenciado, parece no poderse desenganchar de la mitología del guerrero y del comando de la muerte? Tal vez aquí resulte útil una breve digresión etimológica. Derivada del latín «vulnus», herida, la vulnerabilidad es definitivamente una cuestión de piel, y lo es al menos según dos significados que presentan un cierto parecido pero también una diferencia fundamental. El significado primario remite a la rotura de la «derma», a la laceración traumática de la piel. El contexto de referencia, en la tradición textual, convoca la violencia y es prevalentemente un escenario de guerra, de enfrentamiento armado, de muerte violenta. Son sobre todo los guerreros los que se hieren uno a otro, a menudo asestando golpes mortales o como mínimo intentando dar muerte. Desde este significado fundamental genera la conocida línea semántica que, en las lenguas modernas, además de presentar el inglés «wound» y el alemán «wunde», incluye, entre otros, tanto el italiano «ferire» como el castellano «herir», ambos reconducibles a la contracción del latín «vulnus inferre» (asestar el golpe que desgarra). El «vulnus» es sustancialmente el resultado de un golpe violento, atizado desde el exterior con un instrumento cortante, contundente, que lacera la piel. Por cuanto la herida pueda pasar al tejido profundo y ser por ello letal, o más bien, por cuanto la herida sea esencialmente tematizada como letal, la laceración pertenece en primer lugar a la epidermis, límite y borde del cuerpo, barrera envolvente pero también superficie en la cual el cuerpo mismo se asoma al exterior y se expone.

Sobre la relación esencial entre piel y «vulnus» existe una conjetura etimológica secundaria pero muy prometedora para nuestro tentativo de repensar lo vulnerable. Según esta etimología, el significado de «vulnus», a través de la raíz «vel*», aludiría sobre todo a la piel depilada, lisa, desnuda y, por ello, expuesta en grado máximo: palabras como «vellon» y «avulsion» o el inglés «avulsed», forman parte de esta familia (Consolaro, 2009: 45-46). Las dos etimologías, incluso abriendo a imaginarios diversos, no están del todo en contraste: siempre de piel se trata. La segunda, evitando la figura del guerrero, posee sin embargo el mérito de acentuar la valencia de la piel como exposición radical, inmediata, sin vello, sin cobertura o coraza. Vulnerable es aquí el cuerpo humano en su absoluta desnudez, enfatizada por la ausencia de pelos, de revestimiento, protección. El cuadro se amplía hasta abrazar el concepto de lo humano en general, y el escenario de guerra, con sus instrumentos cortantes pero también con su protocolo de violencia simétrica y de resultado letal, ya no aparece ni como decisivo ni como necesario. El guerrero deja, más bien, el puesto a una nueva figura emblemática de la vulnerabilidad como condición esencial de lo humano: si es imaginado en la total desnudez de la piel expuesta, sin pelos como sucede a los niños y a menudo a los viejos, el vulnerable por definición se convierte en efecto en el inerme. El guerrero, con su cuerpo hirsuto o la barba inculta, señales de virilidad indiscutible, sale clamorosamente de escena, remplazado por un arquetipo de lo humano cuya piel desnuda y glabra es señal de absoluta exposición. Cuando la vulnerabilidad es pura desnudez, cuando es el inerme quien encarna el significado del «vulnus», la muerte se desliza a un segundo plano y cesa la batalla. Dicho con una fórmula, los conceptos de vulnerable, de mortal y de matable rompen su asociación usual y se separan. Se rompe un entero sistema y se disuelve la concatenación semántica que el sistema mismo ha pasado de contrabando como obvia, aunque no siempre con la claridad especulativa de Hobbes. De hecho, ahora se puede afirmar que la condición humana de vulnerabilidad no coincide con la de mortalidad ni, todavía menos, con la de matabilidad.

Teniendo en cuenta las cuestiones en juego, vale la pena insistir en el argumento. Sin más rodeos, mi tesis es que las dos etimologías del «vulnus» asumen la forma de dos opciones. La primera, al servicio de aquello que, por brevedad, llamaré el «teorema de la violencia», corre el riesgo de recluir el tema de lo vulnerable dentro de la postulada transitividad —más una coincidencia que un paso— entre vulnerabilidad, mortalidad y matabilidad. La segunda, centrada en la desnudez paradigmática de lo inerme, parece generar, en cambio, un horizonte de sentido que escapa justamente a la necesidad de la cadena conceptual entre herida, muerte y asesinato. Tanto la conocida obsesión filosófica por la mortalidad, como la correspondiente pasión guerrera por la muerte violenta, dada y recibida, ejemplarmente sintetizada en la teoría de Hobbes, se ponen al fin en cuestión. Con el tema de la vulnerabilidad, arrancado al sistema de sentido que lo engloba en la cuestión de la mortalidad o del homicidio, como nos ha enseñado Lévinas, se asoma efectivamente al pensamiento o, mejor, a la ética, «Completamente Otro». Mejor dicho, el otro mismo en carne y hueso, la unicidad encarnada que toma el nombre, ya célebre, de rostro del otro. La vulnerabilidad, si no queremos descuidar su étimo dominante, es todavía índice de la herida, pero ahora resulta plausible que el anverso de esta herida sea la caricia, incluso antes que su consecuencia sea la muerte y su teatro el homicidio.

Sintomáticamente, incluso Lévinas no escapa del todo de las garras del sistema. La problemática de la vulnerabilidad, central en su pensamiento, es atravesada por tensiones internas que desembocan, por lo menos, en un doble registro. Al registro que reconduce la vulnerabilidad a una fenomenología de la piel, se une otro registro, por así decir, más tradicional, que la reconduce en cambio a la temática de la mortalidad y del asesinato. En el primer cuadro, la vulnerabilidad es decididamente piel desnuda, «extremidades en las que (el cuerpo) comienza o acaba» (Lévinas, 1995: 136), subjetividad como sensibilidad, exposición a los otros, responsabilidad en la proximidad de los otros, materia y lugar mismo del para-el otro. El acento de Lévinas cae sobre el contacto y la apertura o sobre una exposición constitutiva y no intencional de uno al otro, según la figura de una relación de dependencia total y asimétrica. Se trata pues de una vulnerabilidad —intercalada en la escritura levinasiana con términos como «maternidad (…), responsabilidad, proximidad, contacto» (ibidem: 134) y a menudo ejemplificada por el extranjero, por la viuda y el huérfano— que convoca la responsabilidad ética o, si se quiere, postula una ontología relacional radical, sin que el tema de la mortalidad o del homicidio entre necesariamente en el cuadro. Que el hombre sea mortal y que las criaturas inermes, como el huérfano, la viuda, el extranjero, estén expuestas a la herida y a la muerte violenta más que otras, está bien presente en la mente de Lévinas, por supuesto. Sin embargo, el trato original de su versión de la vulnerabilidad en los términos de una relacionalidad constitutiva que expone el uno al otro y convoca la responsabilidad ética más allá de la muerte y del asesinato, más allá de la violencia y de la agresión, consiste precisamente en la capacidad, o, por lo menos, en el tentativo de desvincularse de esta lógica. Sobre la etimología de «vulnus» como laceración prevalece la etimología del «vulnus» como desnudez. Más que la herida, potencialmente letal, resalta de hecho la desnudez de la piel, la sensibilidad, el contacto. Vale la pena recordar que Lévinas relaciona esta acepción de la vulnerabilidad como exposición al otro sustraída al «primum logicum» de la violencia —hospitalidad absoluta, acogida— con el «ser femenino» y con la «dimensión de la feminidad». La tesis, como ha argumentado Derrida, entre otros, no está privada de problemas o de derivas estereotipadas, pero confirma un cuadro que intenta explícitamente desvincular la categoría de vulnerabilidad de un imaginario guerrero y viril.

En el otro cuadro, tal vez prevalente en la reflexión levinasiana, el registro cambia. Según esta versión, la «vulnerabilidad pura» coincide esencialmente con la exposición a la muerte. Incluso si el acento cae siempre sobre la expresión inmediata del rostro del otro, desnudo, sin defensa ni cobertura, en el encuentro «cara a cara», se reserva una particular atención a la «piel expuesta a la herida y al ultraje» (Lévinas, 1993a: 88). Aquí es la muerte que se significa en la convocación ética, perentoria e irresistible, del rostro. «El rostro como la mortalidad misma del otro hombre» (Lévinas, 1993b: 216), dice sintéticamente Lévinas. Pero también rostro ­—y esto es el punto más crítico— que evoca la tentación del homicidio, ordenándome «No matarás». ¿El vulnerable, el mortal y el matable vuelven entonces a coincidir? ¿Ni siquiera Lévinas escapa a la aparente intranscendibilidad de los efectos discursivos del «teorema de la violencia»?

Notoriamente, la complejidad de la escritura de Lévinas, además de no consentir una respuesta fácil, resiste a los términos en los cuales he formulado la pregunta. El judaísmo de Lévinas, según el cual «toda la Torah, con sus minuciosas descripciones, se concentra en el «No matarás» (1994: 111), tiene, en efecto, caracteres de extrema originalidad y se presenta como una visión escatológica de la paz que «rompe la totalidad de las guerras y de los imperios» (1999: 49). Emerge claramente en sus textos la exigencia de no conceder más a la violencia un rol fundante y de sustraer la misma prohibición de matar a la prioridad lógica del homicidio. «No matarás», como palabra que viene del rostro del otro, según la tesis paradójica de Lévinas, provoca precisamente la «tentación del homicidio» pero la inscribe en el evento mismo de su prohibición.

Hay un pasaje de Lévinas, sobre el que además Judith Butler ha reflexionado en distintas ocasiones, que ilustra un aspecto bastante problemático de esta tesis paradójica. Refiriéndose al comentario del rabino Rashi en el capítulo 32 del Génesis, Lévinas medita sobre la historia de Jacob, quien, ante el anuncio de que su hermano Esaú marcha hacia él «a la cabeza de cuatrocientos hombres» se asusta por su muerte, pero se angustia sobre todo de tener que matar quizás. Tal angustia, capaz de vencer sobre la pulsión de la supervivencia del yo, es ya un efecto del «No matarás» comunicado por el rostro del otro, en el encuentro entre dos seres únicos que se miran «cara a cara». Por lo demás aquí no hay todavía ningún «yo» porque el «No matarás», según el filósofo judío, no es sólo aquello que dice el rostro del otro, sino que es sobre todo aquello que instaura originariamente el yo mediante el pronunciado por esta palabra. A pesar de ello, el hecho de que sea justo el homicidio o, si se quiere, la tentación del homicidio contemporánea a su prohibición, lo que inicia la dinámica de esta instauración, levanta no pocas perplejidades.

A mi entender, asistimos aquí a la superposición, sintomática e irresuelta, de dos registros, de las dos versiones levinasianas de lo vulnerable arriba mencionadas. Sobre uno de estos registros, marcados por el «No matarás», la violencia, incluso execrada, contrastada, continúa funcionando como fondo y el sujeto beligerante, soberano, agresivo continúa resurgiendo, por lo menos, como espectro. El otro registro, marcado por una fenomenología de la piel como desnudez, insiste, en cambio, en un rostro inerme que anuncia la humanidad del hombre en los términos de una vulnerabilidad primaria que precede su eventual ofensa. Sensible a la peculiaridad de este segundo registro, Butler escribe: «es importante señalar que Lévinas no dice que las relaciones primarias son abusivas o terribles» (2009: 125-126); pero Butler enseguida añade: él afirma más bien «que al nivel más primario otros actúan sobre nosotros de maneras acerca de las cuales no tenemos voz, y que esa pasividad, susceptibilidad y condición de ser objeto de una intrusión instauran lo que somos» (ibidem: 125-126). La superposición de dos registros, con el inevitable prevalecer del «teorema de la violencia», evocado por la «violación inaugural», incide así también sobre la lectura butleriana de Lévinas. Por el contrario, creo que es necesario salir precisamente del efecto de esta superposición. El otro, según la acepción de «vulnus» como desnudez, es mi prójimo, no todavía conocido, pero encontrado en la unicidad de su rostro. El otro, dicho de otra manera, no es ejemplarmente el hermano en armas Esaú, figura de una simetría entre hermanos guerreros bastante sospechosa para una fundación auténtica de la paz. El otro es sobre todo la criatura inerme o al menos —si se debe romper por fin la cadena entre vulnerabilidad, mortalidad y matabilidad— debería serlo.

Obviamente, no se trata aquí de criticar a Lévinas o de denunciar su incoherencia especulativa, una especie de error de sistema. Su problema es nuestro problema, la crítica es una autocrítica. Sin embargo creo, con Butler, que si esta crítica debe ser intensificada, nuestra lectura de Lévinas tiene que dejarse contaminar por una relectura de Hannah Arendt. Para la difícil empresa de neutralizar los efectos discursivos generados desde el primado de la violencia, algunas categorías arendtianas parecen muy prometedoras. Pienso, por ejemplo, en su tesis sobre la separación originaria, esencial y estructural, entre poder y violencia. Pienso en un sí que es constitutivamente no transparente a sí mismo: impensado e impensable como íntegro porque ya está consignado a la mirada del otro por lo que se refiere a la realidad de su ser y narrable sólo por el otro en lo que concierne a la historia que da cuenta de quién es él. Pero pienso sobre todo en la categoría arendtiana de nacimiento que, en su mismo concepto, rebate la centralidad de la muerte en la tradición metafísica y por ello la cadena lógica que, conectando mortalidad con matabilidad, acaba por hacer de la vulnerabilidad su función secundaria. En el vocabulario de Arendt, a decir verdad, el término «vulnerabilidad» es raro. Es más bien el de «fragilidad» el que resuena con más frecuencia en las cuerdas de su lenguaje. Frágil y desnudo, nuevo e imprevisible, sobre la escena de la natalidad, la figura emblemática de la condición humana es aquí el infante, el neonato, que exhibe «el hecho desnudo de nuestra original apariencia física» (Arendt, 2002: 201), junto a la realidad de una relación primaria caracterizada por la exposición y la dependencia. Hemos vuelto a Kant, pero el objeto de su impaciencia, el recién nacido, ahora es nuestro recurso. Queda aún por ver si la verticalidad del sujeto será esta vez suplantada por una geometría de la inclinación.

Escribe Butler que aquello que la vulnerabilidad y la pérdida revelan «desafían la versión de uno mismo como sujeto autónomo capaz de controlarlo todo (…), la sujeción a la que nos somete nuestra relación con los otros» (2006: 49); tal dependencia, en el curso de la argumentación, es sintomáticamente referida por ella justo al recién nacido, porque la «condición de despojo inicial que no podemos discutir» (ibidem: 57-58; traducción modificada por exigencias del texto). Dicho de otra manera, para Butler, la vulnerabilidad del recién nacido es un hecho, un dato —osaría decir una realidad extra-lingüística, si no temiese su contrariedad— y es además un dato importante para conjeturar que la relación que nos constituye asume la forma de una dependencia, totalmente expuesta, y unilateral. «Con esto no quiero decir que esté proponiendo una perspectiva relacional del yo por encima de una perspectiva autónoma, o que esté intentando describir la autonomía en términos de relación» (2006: 50), declara Butler. Comparto la asunción, y preciso: se trata de descartar una noción de relacionalidad que prevé la exposición de uno al otro sobre un plano ideal de horizontalidad y reciprocidad, y concentrarnos en una escena de dependencia, como es la de la natalidad, que en cambio prevé una relación desequilibrada, estructuralmente asimétrica, entre sus dos protagonistas. Decir que el neonato, testimonio de nuestra condición de seres puestos al desnudo desde el inicio, depende, no es todavía suficiente si se omite decir de quién depende. En la fenomenología de la relación que nos entrega el teatro del nacimiento, los humanos en escena son dos: el recién nacido y la madre. Si se expulsa a la madre del cuadro, el recién nacido, considerado de por sí, corre el riesgo de convertirse en un abstracción. En efecto, haría falta antes o después reflexionar sobre el fenómeno del efecto censurador activado por la desconfianza, a menudo de matriz feminista, hacia el estereotipo de la maternidad. Como sabía incluso Kant, cuando se tematiza el niño, por regla, existe una madre en la escena y, por regla, como confirma el estereotipo del altruismo materno además de la experiencia cuotidiana de la mayoría, nutre y cuida a la criatura inerme más bien que abandonarla y herirla, como sucede alguna vez. No se trata sólo de registrar que existe una forzamiento en el conjeturar que, en la escena natal, el imaginario de la violencia o de la violación sea fundamental o prevalente, sino de observar más de cerca la relación de dependencia unilateral evocada por la escena misma. En términos de responsabilidad, si queremos usar el vocabulario levinasiano, es sólo uno de los dos, o sea, la madre o cualquiera que supla la posición, quien responde del rostro del otro. No sólo no existe simetría ninguna sino siquiera un «cara a cara», ninguna reciprocidad posible o, por lo menos, esperable en un tiempo futuro, diferible. Y por otra parte, no hay duelo, lucha por el reconocimiento, interlocución. El inerme, como arquetipo de lo humano en su momento inaugural, es aquí totalmente entregado a la otra o, mejor, a su inclinación.

Esto me da la oportunidad de sacar cuentas de mi análisis y encaminarlo a una conclusión temporal deteniéndome en dos breves anotaciones etimológicas sobre el adjetivo «inerme» y el sustantivo «inclinación». El inglés «defenseless» es una traducción insatisfactoria del término italiano «inerme» que, literalmente, significa sin armas y, por lo tanto, no alude a la imposibilidad de defenderse sino más bien, o antes, a la imposibilidad de ofender, de herir, de lacerar la piel. En ese sentido, el inerme es el exacto contrario del guerrero y del imaginario violento construido sobre la centralidad del sujeto beligerante. En cuanto a la «inclinación», la potencialidad semántica y teorética del término es quizá más interesante todavía. Se dice a menudo que, para las mujeres, lo materno es una inclinación. Tal vez es verdad, pero no en el sentido, tan estereotípico, según el cual la naturaleza femenina estaría inclinada hacia la maternidad, sino en el sentido, más fiel a la etimología del término, sobre la cual «toda inclinación tiende hacia el exterior, se asoma fuera del yo» (Arendt, 2003: 100)3. La frase es de Hannah Arendt, pero no la vincula a la figura materna (si Lévinas calla sobre el nacimiento y sobre el niño, Arendt calla sobre la madre: su legado es incompleto y nos deja a nosotros el trabajo de convocar, descodificar y resignificar la potencia de los estereotipos). En este caso, de todas maneras pienso que vale la pena intentar la empresa. Cuando Arendt advierte que «toda inclinación tiende hacia el exterior, se asoma fuera del yo» (ibidem: 100), nos ofrece un indicio precioso: entender quién es responsable del otro, sobre la escena de la relación primaria, cómo una figura inclinada cuyo yo, llevado fuera de sí, se asoma al exterior, puede abrir marcos de sentido cruciales, sobre todo si el reto se refiere a la verticalidad egoísta del sujeto. Notoriamente seducido por el sueño de su autonomía y postulado como íntegro, el sujeto moderno aguanta de manera tozuda sobre sí mismo, se alza sobre la línea derecha y vertical de una construcción que le asegura la solidez de un baricentro. Tanto el soldado que saluda como el superviviente de Canetti, como también el yo kantiano de la moral, están derechos. No hay necesidad de que os recuerde los análisis de Foucault sobre varios dispositivos de enderezamiento o el hecho de que, en lengua inglesa, la heterosexualidad es calificada de «straight». Existe todo un hilo del sentido, al menos en el seno del discurso sobre la verdad, desde el griego «orthos logos», a través del latín «recta ratio», conduce a la rectitud, al derecho —«right, recht, derecho»— y a la derechura. Su eje no se dispone en horizontal sino en vertical. Autoequilibrado por su postura erecta, el sujeto de la filosofía no se asoma, no se inclina, si acaso teme y controla sus inclinaciones internas, a menudo llamadas pasiones, deseos y pulsiones. La inclinación materna, si está re-situada en la geometría de la escena natal, más que reforzar un estereotipo deplorable, adquiere una fuerza detonante.

Hay una complicidad estructural entre la verticalidad del yo y el primado de la violencia que el superviviente de Canetti ilustra en modo explícito. Sin embargo, que el yo ca­nettiano, triunfante sobre un montón de cadáveres, coincida con el álgido yo kantiano podría parecer una hipótesis aventurada. Y no obstante es el propio Canetti quien la sugiere. En un capítulo de Masa y poder, complementario al párrafo sobre el superviviente y titulado Las posiciones del hombre: lo que contienen de poder, escribe: «El orgullo de quien está en pie se funda en la sensación de ser libre y no necesitar ningún tipo de apoyo (…) quien está en pie se siente independiente» (Canetti, 2010: 554). Una «de las ficciones más útiles de la vida inglesa», o sea el modelo liberal, explica Canetti, saca partido precisamente del significado de esta postura, porque «la igualdad dentro de un determinado grupo social (…) se acentúa muy en especial cuando todos gozan de las ventajas de estar en pie. Así nadie está ʽpor encima del otro’» (ibidem: 555). La verticalidad del sujeto, aquí proyectada sobre la horizontalidad igualitaria de la geometría liberal-democrática, se revela como el paradigma fundamental, en cuyo interior es posible subscribir tanto el yo agresivo, de matriz hobbesiana, como el yo autónomo del racionalismo kantiano. Dicho de otro modo, la verticalidad se confirma como una característica decisiva, fundante e irrenunciable de la configuración moderna del sujeto.

En un fragmento juvenil sobre Kant, Walter Benjamin apunta de pasada que repensar el significado del término inclinación podría transformarlo en uno de los conceptos fundamentales de la moralidad. No está claro qué pretende decir el autor en este breve pasaje, pero estoy convencida de que cuando nos esforzamos por repensar la vulnerabilidad en términos de una relación primaria, deberíamos tener muy en cuenta la sugerencia de Benjamin. Quizás una de las maneras de librarnos del «teorema de la violencia» reside en imaginar lo humano según otra geometría. En esta geometría —me importa subrayarlo, también en términos autocríticos— la inclinación materna no es simplemente un paradigma de altruismo o, si se quiere, de un cuidado, cuya alternativa especular, siempre posible y execrable, sería la herida o la violencia sobre el infante. Es más bien el arquetipo postural de una subjetividad ética ya predispuesta, mejor dicho, dispuesta a responder de la dependencia y de la exposición de la criatura desnuda e inerme. No se trata ya de la alternativa entre curar y herir, entre el icono de María con el niño y la máscara de Medea, sino de su presupuesto estructural o bien de la línea inclinada —de la postura oblicua de un yo que se asoma fuera de sí —como eje fundamental de la geometría relacional del cuadro. Sustancialmente, en este cuadro que se libera de la verticalidad y de la horizontalidad, «madre» es entonces, sobre todo, el nombre de una configuración necesaria, de una inclinación indispensable. Hay más cosas en la irritación de Kant hacia las mamás y los niños de cuanto imagina su filosofía.

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1 Deseamos agradecer a Marta Segarra y a Begonya Sáez la autorización para reproducir este capítulo, traducido por Àngela Lorena Fuster Peiró, en este número monográfico de Papeles del CEIC.

2 Todas las citas han sido tomadas de: Hegel, 2017: § 396.

3 He profundizado en este tema en: Cavarero, 2011.