El dispositivo transicional: de las administraciones de la incertidumbre a las nuevas socialidades emergentes

The Transitional Devise: From the Administration of Uncertainty to the Emergence of New Socialities

Alejandro Castillejo-Cuéllar*

Universidad de los Andes (Colombia)
Comisionado, Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad de Colombia

Palabras clave

Escenario transicional
Colombia
Estudios Críticos de Transiciones
Etnografía

Resumen: En este texto quisiera situar la discusión sobre la Justicia Transicional (JT) en el marco de lo que definiré, con una visión etnográfica, como «escenario transicional». Quisiera argumentar que lo transicional, más allá de un lenguaje formalizado y codificado que constituye el campo hegemónico de la Justicia Transicional, hace referencia un fenómeno cultural y social en la medida en que las categorías que constituyen el mundo o las categorías en las que lo habitamos se derrumban para producir otras. El «escenario transicional» constituye una matriz de análisis de lo que en esencia es la administración de la incertidumbre. El texto nace de mi trabajo etnográfico en diversos lugares, particularmente Sudáfrica, Colombia y Perú, y se concentra en entender el escenario transicional como un dispositivo. Plantea además que dicho escenario implica la reinscripción del Estado sobre sí mismo a través de una serie de prácticas de espacialización, nominación y territorialización, para lo cual trae a colación ejemplos de Colombia. Al final, plantea la necesidad de una agenda de estudios críticos de las transiciones políticas.

Keywords

Transitional scenario
Colombia
Critical studies on political transitions
Ethnography

Abstract: In this text I would like to propose a discussion on Transitional Justice (JT) within the framework of what I will define, with an ethnographic vision, as «transitional scenario». I would like to argue that transitions, beyond a formalized and codified language that constitutes the hegemonic field of JT, refers also to a cultural and social phenomenon insofar as the categories that constitute the world of war and conflict or the categories in which we inhabit it collapse in order to produce others. The idea of a «transitional scenario» constitutes a matrix of analysis of what is essentially the management of uncertainty. This paper is based on my ethnographic work in South Africa, Colombia, and Perú, and seeks to understand this scenario as a device in which the materialization of the State, through a series of practices of spacialization, naming and terrotorialization taking into account examples of Colombia, is constitutive of new communalities. At the end, the article proposes the need of a critical studies agenda on political transitions.

 

* Correspondencia a / Correspondence to: Alejandro Castillejo-Cuéllar. Cra. 1 #18a-12, Bogotá, Cundinamarca. Universidad de Los Andes (Colombia) – 
alecastillejo@gmail.com – http://orcid.org/0000-0002-6441-6609.

Cómo citar / How to cite: Castillejo-Cuéllar, Alejandro (2021). «El dispositivo transicional: de las administraciones de la incertidumbre a las nuevas socialidades emergentes». Papeles del CEIC, vol. 2021/1, papel 240, -200. (http://dx.doi.org/10.1387/pceic.21624).

Fecha de recepción: abril, 2020 / Fecha aceptación: octubre, 2020.

ISSN 1695-6494 / © 2021 UPV/EHU

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1. Introducción

El 24 de agosto del 2016 se firma el Acuerdo para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera entre el Estado colombiano y la guerrilla de las FARC-EP, en la ciudad de la Habana, Cuba (de aquí en adelante el Acuerdo). El Acuerdo se intersectaba, en condiciones muy distintas, con la promulgación de una serie de leyes que aquí llamaremos transicionales, como la Ley 975 del 2005 o Ley de Justicia y Paz por la cual se administra el sometimiento de las Autodefensas Unidas de Colombia, o la Ley 1448 del 2011 o Ley de Víctimas y Restitución de Tierras durante el primer periodo de Juan Manuel Santos como presidente, al igual que el Acto Legislativo 1 del 2012 o Marco Jurídico para la Paz, antecediendo el proceso de negociación de La Habana (de aquí en adelante respectivamente Justicia y Paz, Ley de Víctimas, y Marco Jurídico). Se podría afirmar que son una serie de momentos y poderes «arcónticos» que instauran los lenguajes de la transición en Colombia, y que se translucen a través de la implantación de criterios internacionales de justicia transicional (de aquí en adelante JT) (Derrida, 1995: 10). Un periodo en el que estas teorías del dolor colectivo, como aspiro a explicar, entre el 2005 y el 2016, se establecen y se consolidan como ámbito discursivo. Los tropos de la justicia, la verdad, la reparación y las garantías de no repetición se incrustan formalmente, aunque con contradicciones, en las conversaciones sociales, en las exigencias al Estado codificadas de esa forma, y en las arquitecturas conceptuales-legales que se gestaron desde el 2005 en adelante. Durante estos años lo que tenemos es un continuum, no de transiciones políticas, sino de la aplicación de conceptos y prácticas que eventualmente asociamos a la JT.

En este texto quisiera situar la discusión planteada en el marco de lo que definiré como «escenario transicional». Afirmaré que cada uno de estos momentos arcónticos, sobre todo el Acuerdo y Justicia y Paz, constituyen distintos «escenarios transicionales». Quisiera argumentar que lo transicional, más allá de un lenguaje formalizado y codificado que constituye el campo hegemónico de la JT, hace referencia un fenómeno cultural y social en la medida en que las categorías que constituyen el mundo o las categorías en las que lo habitamos se derrumban para producir otras. Y nuevas socialidades emergen. Es en medio de este temblor que sitúo mi análisis. Para entender esto, quisiera explicar en qué consiste este temblor, y en esa medida sugerir una agenda de trabajo intelectual en el campo de los estudios críticos de las transiciones los cuales intersectan los estudios sobre el Estado, sobre la ley, sobre el trauma. El «escenario transicional» constituye una matriz de análisis de lo que en esencia es la administración de la incertidumbre.

2. Lo Inimaginable, lo Posible y lo Realizable

Quisiera ahora retomar un planteamiento que esbocé en otro texto sobre las transiciones y sus escenarios (Castillejo-Cuéllar, 2017). El día del acto de cierre y anuncio público del «acuerdo final, integral y definitivo sobre la totalidad de los puntos de la agenda para la terminación del Conflicto» las cámaras del mundo se enfocaron en el Centro de Convenciones de la Habana. Con gran expectativa, los países garantes (Cuba y Noruega) y los acompañantes, las delegaciones negociadoras, al igual que la jet set de políticos, medios y consultores invitados, se reunieron para la ceremonia. Luego del himno de Colombia, Rodolfo Benítez (Cuba) lee el comunicado conjunto número 93 con el esperado anuncio. El texto realiza una genealogía de los momentos del proceso de negociación a la vez que pone presente el papel de las víctimas del conflicto armado. Nag Dylander, representante de Noruega, hace lo propio leyendo la introducción del Acuerdo. Media hora tras comenzar la ceremonia, las cámaras se enfocan en las «rúbricas» que Iván Márquez (en nombre de las FARC) y Humberto de la Calle (en nombre del Estado colombiano) realizan en el texto final. Con gran formalismo, todos debidamente vestidos de blanco y en medio de aplausos, reciben «simbólicamente» del Ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, Bruno Rodríguez Parrilla, «dos ejemplares» firmados de este documento histórico. Posteriormente, intervienen De La calle y Márquez con sus respectivas admoniciones a lo que llamo «el prospecto del futuro por-venir».

Esta es la escena que cierra una narrativa de negociación que comienza en realidad un año antes, el 23 de septiembre de 2015, cuando «alias Timochenko» y Juan Manuel Santos se encuentran en La Habana para informar conjuntamente ante la opinión pública de un acuerdo sobre los mecanismos de justicia transicional a implementarse. Era ese uno de los meollos de la negociación, por cuanto planteaba, como suele ser el caso, los temas complejos de responsabilidades y reconocimientos. El país había estado en vilo hasta ese día. La arquitectura de conceptos y relaciones de causalidad histórico-legal que quedará ahí determinaría la estructura de la implementación. No era un tema menor, por supuesto. Luego del anuncio, Raúl Castro extiende una invitación a Juan Manuel Santos para que se acerque al centro de la mesa a darle la mano a un expectante Timochenko. El apretón se da, no sin antes ser acogidos por un abrazo de Castro, con todos guardando cierta distancia aséptica. Santos mirando hacia adelante, Timochenko a Santos y Raúl a Timochenko. El presidente cubano le da la mano al colombiano, y cuando se aprestaba a dársela al comandante guerrillero, Timochenko lo evita y se la extiende como un rayo a su antiguo enemigo. Santos responde con algo de distancia. A fin de cuentas el cálculo de la carrera política estaba de por medio. Raúl opera como sacerdote santificador cuando toma entre sus manos las de ellos. Apenas unos segundos toma esta imagen general. Luego salen del recinto para volver con una intervención del Presidente de Colombia.

Traigo a colación estos dos momentos para sugerir la importancia y el peso simbólico en el arkhé, en el origen de un momento de «transición» (en sentido social y cultural) que, a mi modo de ver, pasa por tres instancias. En primer lugar, lo inimaginable. Unos cuantos años antes, eran comunes las imágenes y videos de Timochenko, luego de asumir la comandancia del Secretariado de las FARC, declarando, hablando, informando desde las montañas de Colombia, antes de comenzar el proceso de negociación. Uniformado y con dicción severa, gestos duros, Timochenko parecía un guerrillero brabucón y amenazante, sobre todo si se le comparaba con Raúl Reyes o Alfonso Cano. Representaba, en cierta forma, al enemigo perfecto. Encajaba en la gran campaña contrainsurgente en donde las iniciativas enfocadas a civiles eran en realidad parte de la estrategia militar: desde jornadas médicas hasta productos de mercadeo para estimular la deserción. Las imágenes y medios alimentaban esta imagen de guerrero irracional y feroz, eso aunado, por supuesto, a la degradación de la guerra, el desplazamiento masivo y el conjunto de violencias asociadas. En esa estrategia, el enemigo perfecto se oponía a una institucionalidad que se defendía y que por tanto hacía invisible su propio lado oscuro. En el momento de escribir este texto (diciembre de 2019), el lado oscuro de la institucionalidad auto-monumentalizándose sigue siendo la línea gubernamental. Enemigos, en todo caso, eran.

Las manos simbolizaban lo inimaginable. El encuentro entre antiguos enemigos, entre confianzas por hacer, en potenciales arrepentimientos, en la disposición para enfrentar la hecatombe de la guerra. No hace mucho hubiera sido un encuentro inimaginable. El bombardeo a Reyes, al Mono Jojoy y a Cano, quien más empujaba a un proceso de negociación, daba luces sobre el punto de inflexión en el balance de poderes estratégicos militares. Era tan inimaginable que las redes explotaron. Una revisión de Twitter o Facebook de la época muestra un país dividido, insultante. No obstante, lo inimaginable había sucedido, se había cruzado una línea, que en varias otras ocasiones había fracasado.

Un segundo momento en esta estructura temporal que introduce lo transicional como ámbito de lo social es lo que llamo lo posible. Precisamente, las intervenciones realizadas por los jefes de los equipos negociadores, el día del anuncio del fin de la negociación descrito anteriormente, constituyen una apertura hacia lo posible. Humberto de la Calle obviamente defendió el proceso, la importancia de los acuerdos a los que se llegaron para el país y para el mundo en general, tratando de zanjar las críticas malintencionadas según las cuales el Acuerdo era la instauración de la impunidad para las FARC. Las víctimas de crímenes de Estado, de desapariciones forzadas, tenían la esperanza de encontrar los responsables de sus dolores. El tema de la impunidad de la guerrilla fue una sombra que persiguió el proceso hasta el fallido momento plebiscitario en tanto momento moral (Castillejo-Cuéllar, 2016). Valga decir, ese día se instaura el fantasma del «mejor acuerdo en la historia de los acuerdos en el mundo». Márquez, por otro lado, hace un llamado a la unidad de los colombianos, en un discurso particularmente emotivo, resaltando el Sistema Integral y el papel de los sobrevivientes. En ambos, la figura de la víctima fue central y la visión era por supuesto prospectiva, mirando hacia adelante. A mi modo de ver, ese es el primer momento en el que se instaura lo que terminé llamando «la imaginación social del porvenir» (Castillejo-Cuéllar, 2015). Por lo general, a menos que sea un acuerdo de impunidades, todo momento transicional implica la posibilidad del porvenir. El de La Habana era un acuerdo monumental, en muchos sentidos. Solo su lectura implicaba la versatilidad del especialista en temas muy diversos: reforma rural, cultivos ilícitos, derecho de las víctimas y justicia de transiciones, reincorporación, participación política. Cada uno de ellos, un universo teórico en sí mismo, que implicaba minucias tras minucias. Había que ser políglota para leerlo en serio. Entre sus letras, habitaban las instituciones del futuro, las socialidades del porvenir: la Comisión de Esclarecimiento o la Jurisdicción especial de Paz. En un lenguaje detallado pero críptico para la sociedad, el acuerdo instauraba lo posible.

Cierro con la idea de lo realizable. El proceso plebiscitario del Acuerdo da cuenta de la complejidad de lo realizable. Después del documento, de los deseos laudatorios, de la exaltación de los valores de la convivencia y de los buenos augurios, queda lo que política y socialmente es posible hacer. Todo acuerdo es parte de un complejo balance de fuerzas. La materialidad de esto, las instituciones que conforman la llamada «institucionalidad de la paz», son también producto de ese campo de fuerzas. Es claro que no es suficiente con la economía moral de la negociación. Al frente quedan los funcionarios, los procesos legales, la administración pública, otras formas de refrendo, las fisuras sociales, los enemigos del proceso, las impunidades por ocultar, las carreras políticas por hacer y deshacer. Por más que el paquete de medidas transicionales opere como una «tecnología» vernaculizada, sus instituciones son presa de sus momentos históricos, de sus embates, inevitablemente. De todo ese embrollo de intereses, de limitaciones y de prospectos de lo posible, se hace lo que se pueda, literalmente. Lo que llamamos lo realizable es un arreglo de complejidades cotidianas.

El contexto del acuerdo no puede ser más obvio. El paso del acuerdo por el congreso para «renegociarlo», la instauración legal de sus mecanismos, la selección de sus funcionarios, de los magistrados, de los comisionados de la verdad y de la Unidad de Búsqueda, la clarificación de sus objetivos, las decisiones metodológicas o la ausencia de ellas, los prospectos de la verdad o de la memoria, habitan permanentemente un pantano de incertidumbres. Un realizable que habita simultáneamente un gesto retrospectivo, una mirada hacia atrás, a la vez que un gesto prospectivo, una mirada hacia adelante. Es en el marco de esta intermedialidad, de esta tensión, que un país se encuentra con la promesa transicional, que se imagina otro, y la ilusión (en su doble etimología, ficción y esperanza) del porvenir.

3. Esferas Etnografías de las Transiciones

Pero ¿en qué consiste esta esfera intermedia en la que se sitúa lo realizable, y que en cierta forma constituye lo transicional? Quisiera responder a esto aludiendo a una serie de cuestiones concretas: primero, la «transición» habita (más allá del discurso tecno-jurídico) una modalidad de liminalidad que conlleva el derrumbe de un mundo. Segundo, implica también el trazado de una línea imaginaria entre el pasado que queda atrás y el futuro por-venir. Tercero, implica también la materialización de un modelo del tiempo teleológico sobre el que opera instaurando como legítimas una serie de «teodiceas seculares», para usar la paráfrasis que Veena Das hace del concepto de Weber: teorías del sufrimiento colectivo, configurando una relación entre dolor, nación y narración (2009: 437).

La primera cuestión alude a la liminalidad. La tradición antropológica en torno al fenómeno religioso y en particular el proceso ritual es muy conocida. Particularmente, sobresalen las obras de Víctor Turner (1988), Mircea Eliade (1998) o Claude Lévi-Strauss (1994) que estudian el rito en tanto elemento vinculante de relaciones sociales más amplias. Moldean la discusión y el lenguaje sobre los tiempos y los espacios de lo ritual, de sus sujetos y objetos materiales y no materiales, humanos y no humanos, de lo sagrado y lo profano, en tanto formas del orden. Sin embargo, aquí quisiera volver a algo más básico del estudio de los ritos. Me refiero a Arnold Van Gennep y su concepto rites de passage o ritos de paso (2008). En su particular tour de force, Van Gennep explica la tipología de ritos: de separación, de margen, de agregación asociados a todo tipo de ceremonias. De esto, lo que me interesa es resaltar el esquema de los ritos de paso.

Aquí resalto esa fase intermedia, liminal, en la que la persona o la comunidad entran en un momento intermedio en donde no se ha abandonado del todo el anterior estado de cosas, pero tampoco se ha asumido el siguiente. Entre separación y agregación simultáneamente, mutuamente incluyentes y excluyentes, cohabitando. Algunas de estas situaciones de margen, como él las llama, pueden ser extendidas en el tiempo y en el espacio. Es una instancia de ambivalencia e incertidumbre administrada por actores sociales específicos y conceptos estructurantes. En lo que concierne al estudio de las transiciones políticas, el concepto de lo liminal se traduce en la ambigüedad entre los mundos y los estados que cohabitan, entre la separación de la guerra y la agregación de la paz. Lo que está en juego en una transición es el derrumbe de un Estado y la configuración de otro, de una communitas o de una comunidad moral, ente los valores de la guerra y los valores de la «paz». Es en los tiempos que llevan de lo inimaginable a lo realizable que se sitúa el prospecto de la communitas.

El segundo elemento en esta esfera de análisis, que opera como corolario, es el trazado de una línea imaginaria (y literal) entre el pasado que queda atrás (por autoevidente que suene), situada en el presente liminal, y un futuro por-venir. En otras palabras, lo que se produce en este contexto es el pasado en tanto tal, el arkhé, el origen del mal, del daño, y una serie de relaciones de causalidad que emergen en realidad de las arquitecturas conceptuales del poder arcóntico. Ese pasado implica un archivar. En otras palabras, a la producción de ese pasado lo podemos codificar, nominar o mapear de diversas maneras: historia, memoria histórica, o memoria, a secas, hacen parte de las formas de nombrar la violencia, de «localizar el dolor» (Castillejo-Cuéllar, 2015). Este trazado de una línea imaginaria, este archivar, funciona como presupuesto subyacente y fundacional del discurso transicional, en tanto escenario de lo realizable. Indistintamente de qué conceptos se ponen en juego en estos escenarios, lo cierto es que instaura dicha línea. Por ejemplo, las instituciones del pasado, centros o grupos de memoria hacen referencia a las violencias que por efecto de la dinámica transicional han quedado atrás. Los procesos de reincorporación siempre asumen hombres y mujeres que dejan la violencia «atrás». Las reparaciones, de cualquier clase, refuerzan ese «atrás», pues al fin de cuentas es un «daño», una grave violación a los derechos humanos acaecida antes. Ni que decir tiene de las experiencias de justicia penal o restaurativas. También están encuadradas dentro de esta teoría general del tiempo y la causalidad histórica. El presupuesto fundacional que lee el pasado atrás en la medida que una sociedad se mueve hacia adelante se materializa en los pilares que constituyen los criterios internacionales de Justicia Transicional. En este sentido, vale la pena recordar que, en este contexto, todo ejercicio retrospectivo es implícitamente prospectivo. La producción del atrás viene acompañada de una promesa del adelante, de una dinámica prospectiva: la nueva nación. Como explicaré a continuación, todo esto forja una communitas, un sentido de pertenencia, un sentido de unidad como respuesta.

La última cuestión que definen las esferas de análisis en torno a la transición política gira en torno a la instauración de una serie de teorías del dolor o del sufrimiento colectivo. Aquí quisiera volver sobre algunas preguntas de orden ontológico y antropológico, quizás un tanto autoevidentes, en torno a la localización y definición de la «herida», así como sus múltiples registros, tanto existenciales como comunales, y sobre el instante en el que se le asigna (o se signa), incluso literalmente, un nombre a la violencia. En momentos de liminalidad social, de intermedialidad entre lo posible y lo realizable, a mi modo de ver lo que está en debate, asociado a las producciones del pasado que queda atrás, es el tema del dolor social: ¿qué nos duele cuando decimos que «Colombia nos duele»? ¿Dónde se localiza ese dolor? El discurso transicional, con sus tropos de los derechos humanos y el trauma, instaura lenguajes del dolor colectivo. Para referirme a esto voy a situarme en el borde externo, por decirlo así, de lo transicional.

Greg Marinovich y Joao Silva (2002) relatan la historia del Club de los Bang Bang, un grupo de reporteros gráficos que documentó el proceso político sudafricano. El libro se concentra en el periodo de negociación entre 1990 y 1994, particularmente en lo que se conoció como la guerra de los townships, es decir las «violencias de la transición» (Kynoch, 2013). Junto a los fotógrafos Kevin Carter y Ken Oosterbroek, Marinovich y Silva (2002) relatan su trabajo fotográfico en las localidades segregadas alrededor de Johannesburgo y Pretoria, en el llamado Triángulo de Vaal. Estas «guerras», que se presentaban mediáticamente como una violencia de «negros contra negros» (black on black violence) eran en realidad parte de la manipulación del moribundo apartheid y sus aliados zulúes de lo que se denominó el Inkata Freedom Party (IFP) liberado por Mangosuthu Buthelezi. Esta matriz de lectura era una extensión de los estereotipos del negro salvaje que mediaba el discurso público durante la fase final del régimen. Un esfuerzo subrepticio para descarrilar las conversaciones a través de actos violentos en un contexto en el que IFP buscó forzar un rol nacional importante en el escenario político que surgía luego de la liberación de Mandela. Durante esos años, los fotógrafos se hacen también con imágenes del intento de «golpe» al proceso de negociación por parte de la oscura Afrikaner Broederbond o la Hermandad Afrikáner, una secta nacionalista-racial, del asesinato del líder del Partido Comunista en 1993 Chris Hani, y de los eventos tumultuosos de aquellos turbulentos años. Carter eventualmente haría fama con el Premio Pulitzer en 1993 por una foto tomada de un niño sudanés famélico, al parecer al borde de la muerte, junto un expectante buitre en medio de la hambruna. Al final, su incapacidad para dar razón del destino de ese niño lo llevó al suicido.

Sumándole a una larga lista de periodismo de guerra en el continente africano en la década posterior a la caída del Muro de Berlín, cuando el ajedrez de la Guerra Fría terminaba, el Bang Bang Club: Snapshots of a Hidden War —escrito con una prosa acelerada y adictiva— transfiere toda la ansiedad y delirio del momento al lector (Gourevitch, 1998; Hatzfield, 2003; Rosa Mendes, 2003; Steward, 2003; Wrong, 2000). Uno de los eventos que Marinovich y Silva (2002) relatan, hace referencia a la masacre de Boipatong, ocurrida en el asentamiento informal Joe Slovo, a las afueras de Vereeningins, el 17 de junio de 1992. Un grupo de hombres armados con pangas, cuchillos y garrotes, venidos de Kwa Madala Hostel y afiliados al IFP, asesinan a 45 personas, incluyendo Aaron Mathope, un niño de apenas 9 meses de edad. El impacto político de la matanza llevó al Congreso Nacional Africano (ANC por sus siglas en inglés) a retirarse de la mesa de negociación, dado que varios de los 22 sobrevivientes informaron de la colusión con hombres blancos de las fuerzas de seguridad. Vehículos blindados, según investigó la Comisión de la Verdad (TRC) en sus audiencias sobre «asesinatos motivados políticamente» durante el periodo de negociación, hicieron parte de la matanza (TRC, 1998)

Unos años más tarde, Marinovich (1999) «retorna» imaginariamente al lugar de la muerte a raíz de una publicación en un periódico local sobre las historias de zombis y las acusaciones de brujería en una serie de townships, particularmente Thokosa Township y la famosa Khumalo Street, a lo largo de la cual había sido testigo de verdaderas batallas campales entre miembros de una sociedad fracturada por efectos de la negociación/transición misma. En el periodo entre 1990 y 1994 se dio, curiosamente, un auge de historias de zombificación que, en cierta forma, planteaban relaciones de continuidad con otras historias de brujería documentadas por Isak Niehaus (2001) en su etnografía de lo oculto de finales de los violentos años 1980 en la región Loweveld en Sudáfrica, o en la monografía de Luise White (2000) sobre las historias o rumores de vampiros por la misma década, en pleno proceso de descolonización de Zimbabue, antes Rodesia. El tema de los espíritus encarnados, la posesión, o los antepasados en tanto supercherías ha sido parte de la construcción exotizante de la antropología clásica nacida del colonialismo en África (Kramer, 1993). Marinovich (1999) responde de la misma manera, ante el relato de su empleada, cuya familia precisamente había vivido en Thokoza por esos años. Era la historia de Joyce, la abuela de Mimi, una niña de 13 años que vivía por los alrededores de Khumalo Street. Marinovich (ibídem) no escatima en dar datos de la calle, que para todos los efectos resulta aterradora. Rodeada de tres hostales, viviendas remanentes del sistema de migración forzada del apartheid, resguardaba guerreros zulúes politizados que combatían literalmente con miembros de las Self Defense Units alineadas con el ANC. Encarnando todas las contradicciones sociales de la guerra y el racismo, en la «zona muerta» entre Khumalo y Nkasa Streets reinaba el terror: se subdividía en secciones (Slovo, Lusaka, y Mandela) y eran disputadas centímetro a centímetro por grupos político-étnicos armados y una plétora de gánsteres que constituían una babel de lenguas, dialectos, modismos fusionados, tradiciones históricas de guerra y criminalidad rampante (Shaw, 2002). Alimentados por las armas y el entrenamiento por parte de la llamada «tercera fuerza» (unidades encubiertas de militares al servicio del régimen del apartheid), los miembros de IFP y su contraparte llevaron esta calle a ser una verdadera zona de confrontación. Fue el mismo contexto, la misma calle, de la matanza de Boipatong.

Joyce relata los acontecimientos de su nieta. Tras un intento de secuestro para violarla en grupo (gang rape) por parte un grupo de maleantes locales, los Bad Boys, su sobrina alcanza a escapar y esconderse en la casa de la madre de Mimi. Los tsotsis entran por delante y por detrás, y arrastran a la niña del pelo y se la llevan (Marks, 2001). En medio del ajetreo violento, Mimi se levanta de la cama y uno de los jóvenes le dispara un tiro tras la oreja. Salen, y de camino a su escondite, encuentran otra chica que también es arrastrada. Mimi había sido asesinada. Las chicas secuestradas alcanzan a huir antes de ser violadas. La historia continúa con dos avistamientos del cuerpo de Mimi por parte de la abuela: uno para el reconocimiento en la morgue y otro para vestirla el día del entierro. Nota Joyce que en ninguno de los dos casos las señales corporales hacían parte de lo que se reconoce como cuerpos muertos. En la primera ocasión, le pareció que los senos de la niña estaban disminuidos y en general el cuerpo estaba considerablemente blando. En el segundo algo similar. Luego, por esos días, Joyce sueña con su nieta, hablando con ella. Cuando le cuenta el sueño a la vecina, la señora le dice que visite un sangoma, un sanador tradicional, a donde finalmente va. De hecho, visita cuatro distintos, llegando todos a la misma conclusión: la niña no estaba muerta, era un zombi que «trabajaba» para una vecina. Es decir, estaba a medio camino entre la vida y la muerte. Joyce gastó sus ahorros tratando de revertir eso, contratando rituales y charlatanes que le cocinaban sus mutis y pócimas. Mimi se quedó zombi y la abuela jamás pudo probar la responsabilidad de la vecina.

Tomo este atajo periodístico con el relato de Joyce, y la incredulidad inicial de Marinovich (1999), para resaltar el problema de la ininteligibilidad del dolor. Aquí el argumento es que las sociedades y las personas recurren a modelos o teorías del sufrimiento humano para explicar la violencia y sus efectos. Algunos son recursos culturales, teodiceas religiosas, que explican el sufrimiento humano. La palabra zombi, por otro lado, hace parte de un entramado cultural más amplio en donde quienes «mueren» se convierten en «antepasados» o «ancestros», que no están del todo muertos, y con quienes los vivos mantienen una relación de dialogo presente. La violencia se explica como parte de la fractura de ese diálogo con los antepasados, y es en ese orden de ideas un mal colectivo-moral. La palabra zombi también remite a la mala muerte, por decirlo así, aquella que irrumpe y es administrada por el ser humano, que rompe el ciclo de la vida y la muerte, que trastoca el mundo de la vida. La pregunta de qué hacer con esa mala muerte es profunda e irresoluble.

En la misma línea del conocido estudio de Veena Das (Ortega, 2008) sobre las mujeres sobrevivientes de la partición de la India, en donde por razones sociales, morales o religiosas, hay una dimensión indecible (que es distinto a innombrable) de la violencia contra ellas ejercida por el contradictor/abusador religioso. Hay una inaudibilidad fundante en ese acto de violencia, de silenciamiento e ininteligibilidad. Lo que el relato de Marinovich (1999) muestra es un choque de audiciones del mundo, de epistemologías y de formas de habitar el dolor, de teodiceas en medio de la violencia de la transición, de un mundo que se derrumba. Lógicamente, para una visión medicalizada, lo que la madre de Mimi sufría era síndrome de estrés postraumático (PTSD por sus populares siglas en ingles). Sin embargo, volviendo a la polémica obra de Luise White (2000) mencionada anteriormente, a lo que estos relatos de zombis, vampiros, brujas o descabezados, y los poseídos o embrujados, deben hacer referencia no es a su realidad científica o a su ficcionalidad en tanto «mito urbano» (Ashforth, 2000). El asunto tiene que ver más con el lenguaje del sufrimiento que implican y sobre el que están edificadas las decisiones y experiencias humanas: son un modo culturalmente determinado de hablar de momentos de vulnerabilidad, desolación, destitución y de inestabilidad social. Son modos de hablar lo innombrable, aquello que habita el borde externo del sentido. Si se quiere, son formas de testimoniar el derrumbe, de hablar de la fractura. Implican una epistemología del oír, un habitar y un entender los encuadres a través de los cuales la palabra se hace palabra, o se establece un balance entre enunciación y silencio, entre lo audible y lo inaudible.

En suma, en un mundo en tránsito de lo inimaginable a lo realizable, que traza una línea imaginaria entre el pasado que queda atrás, el presente liminal y el futuro por-venir, lo que está en juego son las categorías con las que organizamos el mundo social, un mundo herido por definición (Bracken, 2002). La más central, a mi modo de ver, es aquella que constituye el contenido y las razones del sufrimiento humano. Está en juego la capacidad social de escuchar (coincidimos en que se escucha con todo el cuerpo), una modalidad de audición. El gran certificador es la voz. Sin embargo, quisiera plantear la siguiente pregunta para extender la reflexión sobre lo transicional: ¿hasta qué punto «el derecho» y «el trauma» constituyen nuestras explicaciones del sufrimiento humano, teodiceas, pero de orden secular a las cuales recurrimos para dar sentido? En el centro de la Justicia Transicional emergen el lenguaje de las masivas violaciones de los derechos humanos como principio explicativo del daño, que podemos llamar «daño» o «trauma». Parte de los lenguajes del sufrimiento y las teodiceas de dolor están precisamente atravesadas por debates políticos sobre quien es susceptible de sentirlo, incluso dónde duele y qué duele y sobre quién recae la responsabilidad de ese dolor. En medio de esto emerge la voz como certificador del dolor, la voz del doliente, la voz del responsable, la voz de quien no está: su administración, sus tecnologías de inscripción, notación, reproducción, y su legitimidad son centrales para el proyecto o paradigma transicional.

En este texto, ese proyecto, leído desde una escala distinta, «a pequeña escala», es un proyecto atravesado por lo aural, por los sonidos, por la acústica, por los ecos y los rumores (Castillejo-Cuéllar, 2018, 2019,). Lo transicional es un gran momento de escucha compleja, profunda, y multifacética. Y la Justicia Transicional como campo de saberes es un proyecto de escucha encuadrada que traza límites de lo audible.

4. Formas de devenir Estado

En medio de este contexto, si leemos la violencia y sus efectos comunitarios y personales desde una perspectiva que privilegia la vida cotidiana y la subjetividad, esta implica la negación del otro en tanto otro, la negación de su projimidad, alterizándolo. La violencia es por tanto una inscripción de esa vida diaria, en particular una inscripción del cuerpo del otro/a, del espacio social y de las formas de enunciar el mundo. Un corpus de trabajo etnográfico que emerge con fuerza con la caída del muro de Berlín y el fin de la guerra fría en un tema que no había capturado el interés de la disciplina hasta el momento.

Por supuesto, la caída del Muro y el advenimiento de procesos y formalizaciones de lo que terminaría por llamarse «justicia transicional» de segunda o tercera generación, como plantea la genealogía desarrollada por Teitel (2003), traería consigo la preocupación por la inestabilidad de los mundos que cambian, por la «administración» de poblaciones violentadas, por la memoria y por «lo pasado», por el trauma (Sharp, 2013b: 158). A mi modo de ver, la JT implica una forma de gubernamentalidad, de administraciones y diseños de la vida (Belasco, 2018; Jones y Bernath, 2017; Leebaw, 2008; McAuliffe, 2017; Murphy, 2017; ). Menciono parte de este corpus solo para resaltar que es producto de un momento histórico concreto: el fin de la guerra fría, que cambia drásticamente el teatro de operaciones global, no solo gestando fracturas nacionales en diversos lugares como Yugoslavia, sino también forzando el fin de alianzas históricas (nacionales o insurgentes) con la antigua Unión Soviética. Esta situación permitió la configuración y establecimiento de un debate sobre ese proceso de cambio social administrado hacia las sociedades post-violencia, claramente instauradas dentro de la hegemonía de una paz liberal incrustada en el capitalismo financiero global (Newman, Paris y Richmond, 2009; Sharp, 2012). Este tránsito de lo inimaginable a lo realizable podría leerse también en esa década, en esa escala global, como un mundo bipolarizado que se derrumba (Lundy y McGovern, 2008: 266; Sharp, 2013b: 158).

En ese lugar de intermedialidad, lo transicional, como fenómeno social liminal, intersecta al menos tres campos etnográficos complementarios, inter-vinculados: el del Estado (Sharma y Gupta, 2006), el de la ley y los derechos humanos, y el de la justicia de transición propiamente hablando. Lo que aquí planteo es que una lectura del discurso transicional es a la vez un análisis de las formas de devenir Estado, es decir, de las prácticas asociadas a la «justicia, la verdad, la reparación y las garantías de no repetición» en tanto pilares centrales del proyecto de configuración de una paz liberal. Estos principios/conceptos aparecen como administradores de la incertidumbre, a la vez que mojones en el mapa del futuro. La literatura especializada insiste en este elemento, en la reinstauración del Estado y en la restitución del derecho como vectores que rigen y estructuran la aplicación de la JT (Fletcher y Weinstein, 2002; R­oth-Arriaza y Mariezcurrena, 2006; Teitel, 2003). En otras palabras, el proyecto transicional es un proyecto estatocéntrico.

Aquí me quiero distanciar de esta lectura formal e institucional del Estado, constitutivo de los peace and conflict studies, para leer, en otra escala, lo que llamaría formas de devenir Estado, que va más allá de los cambios o transformaciones en sus estructuras o modos de operación implícitos en el «paradigma transicional» (Carrothers, 2002; Ehrenreich-Brooks, 2003). La reimplantación del Estado alrededor de un concepto de paz liberal, como sugiere Dustin Sharp, remite a los términos de un debate y al diseño institucional: desarme, desmovilización y reintegración de excombatientes, reformas al sector de seguridad, elecciones post-acuerdo, el imperio de la Ley, y por supuesto, iniciativas de justicia transicional. Programas internacionales de construcción de paz, plantea el autor, que cito extensamente:

«son con demasiada frecuencia impulsadas desde el exterior, y se planifican y ejecutan de arriba a abajo y centradas en el Estado, lo que no da suficiente voz y protagonismo a los más afectados por el conflicto; están sesgadas hacia planteamientos occidentales, prestando muy poca atención a las tradiciones locales o autóctonas de paz y justicia; se presentan como soluciones tecnocráticas, neutrales y apolíticas a cuestiones y opciones políticas muy controvertidas o discutibles; y, en última instancia, no reflejan las necesidades y realidades locales, sino un paradigma dominante de “consolidación de la paz liberal e internacional” que trata de fomentar las democracias occidentales orientadas al mercado después de un conflicto sin tener en cuenta las tensiones que esto puede desencadenar en el período inmediatamente posterior al conflicto.» (Sharp, 2013a: 169)

Me interesan, por otro lado, las ramificaciones de esta paz liberal (y lo que ella pueda implicar, en una cotidianidad herida, para seres humanos concretos), no tanto en el seno del gran proyecto teleológico-político de lo que he llamado «el evangelio global del perdón y la reconciliación», sino más bien un conjunto heterogéneo de prácticas de las formas de devenir Estado: concretamente, prácticas de espacialización, de corporalización y de nominación (Castillejo-Cuéllar, 2017). Ante el proyecto de las administraciones de la incertidumbre que implica la JT, la pregunta se sitúa en los ámbitos de reproducción de esa vida cotidiana, en las temporalidades de lo realizable. Así, el momento liminal/transicional implica (más allá de sus respectivas codificaciones jurídicas) la instauración de estas prácticas. Si la guerra instauraba el cuerpo, el espacio y el lenguaje como herramientas de guerra o violencia, lo transicional (como experiencia y como lenguaje técnico) implica, como quisiera ilustrar ahora, el desmonte de un cierto sentido común, de su naturalización, y la reproducción de nuevas socialidades y nuevos mundos-de-la-vida.

Primero, las nuevas corporalidades. El desmonte de un ejército guerrillero, en condiciones de negociación, implica cuestionar las masculinidades de la guerra, indistintamente de si se trata de hombres o mujeres combatientes. Parte de la desmilitarización de la vida diaria es atravesada por re-habitar el propio cuerpo. La relación entre el cuerpo y el arma, por ejemplo, las relaciones entre el uniforme y la identidad, las lógicas de género de la vida guerrillera en el monte como una forma de disciplinamiento, son elementos que se transforman cuando se transita a la «vida civil». Del guerrillero combativo, la maquinaria transicional exige una transformación en la relación de estas personas con su propia materialidad. Talleres de reincorporación o atención psicosocial, y una plétora de procedimientos, programas, regulaciones, medidas administrativas moldean estas nuevas corporalidades. De alguna forma, los cuerpos antes considerados por fuera o al margen de la ley son colonizados y domesticados por el Estado, convirtiéndolos en sujetos productivos, emprendedores en ciernes para una democracia (neo)liberal. Así mismo, entre varias otras ilustraciones, la disposición corporal de las víctimas, «heridas», «dolidas», «amputadas», «resentidas», «perdonantes», o «resignadas», hacen parte del performance y los teatros de la transición.

Segundo, se producen nuevas espacialidades. Los espacios de la posguerra, si volvemos de nuevo al caso del tránsito de las FARC, mutan: desde los centros de concentración de combatientes (previo a la dejación formal de armas), a los «espacios territoriales de capacitación» (ETCR). De hecho, el proceso de reincorporación de las FARC es en sí una red de lugares concretos, y temporalidades sociales, que van desde los «territorios de guerra», «zonas rojas», «espacios de violencia», «zonas operacionales», «geografías de guerra», hasta los lugares finales de habitación o tránsito, administrados, definidos, legalizados por instituciones del Estado como la Agencia para la Reincorporación y Normalización (ARN), antes, en el contexto del «sometimiento a la justicia» de la Autodefensa, llamada Agencia Colombiana de Reintegración (ACR). De la apropiación del lugar concreto hasta el destino final encarnado en una «nación» en paz y un Estado que la viabiliza, la teleología transicional se desenvuelve espacialmente a lo largo del tiempo. Incluso, las espacialidades de la transición están sujetas a fronteras nacionales, en la medida que sus mecanismos concretos operan bajo mandatos espaciales: la comisión de la verdad, solo uno de los elementos del actual Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, se ha descentralizado localmente (como o­currió en Sudáfrica o Perú), creando Casas de la Verdad a nivel de las regiones y su mandato se centra claramente en el Estado-nación.

Finalmente, nuevas formas de nominación. Solo la implantación de un lenguaje para nombrar la transición es suficiente para evidenciar esto. Los sujetos transicionales habitan lenguajes. El acto arcóntico, como los Acuerdos de la Habana-Cartagena-Teatro-Colón, es un acto de origen en la medida que da comienzo ritual a algo, es un acto de nominación del mundo desde una epistemología concreta: «reincorporados», «reinsertados», «excombatientes», «víctimas», «versionados», son, entre muchos, parte de un glosario especializado cuyos contenidos adquieren dimensiones sociales. Como sabemos, la adjudicación de un nombre, nombrar el mundo, implica un ejercicio similar al mapear. Nominar implica crear categorías que estructuran la vida cotidiana en donde la cosa en sí no es lo mismo que el nombre, donde «el mapa no es el territorio» (Bateson, 1979: 26). Esas nominaciones, esas categorizaciones del mundo transicional, se concretan y refuerzan de diversas formas: la adjudicación de cédulas de ciudadanía, por ejemplo, a antiguos miembros de las FARC es de por sí una práctica de nominación legal que hace que el sujeto transite de la «ilegalidad» (o de la rebelión, según sea el punto de vista) a la «ciudadanía» reconocida con todas las responsabilidades y derechos. El Acuerdo de la Habana es en sí un monumental esfuerzo por nominar el mundo, por establecer relaciones de causalidad entre diversas categorías, es una forma de mapear el tiempo social.

En resumen, es el «nuevo» Estado el que los sujetos incorporan. Se redefine el territorio, actuando de manera integrada e interrelacionada en la vida diaria, configurando lo que podríamos llamar «socialidades emergentes». La teleología política transicional, el estado liberal incrustado en la economía de mercado con el «desarrollo» como motor, se traduce en formas concretas de devenir Estado (Gordon y Sylvester, 2004). En este sentido, hay una traducción de los pilares del discurso transicional («justicia», «verdad» y «reparación» son actos de estatalidad), en medio de una sociedad que administra su incertidumbre con la promesa de un porvenir. La articulación de estos elementos conceptuales, morales, administrativos es a lo que llamamos tecnologías de transición. Este paquete tecnológico circula globalmente, junto con sus presupuestos subyacentes, sus dispositivos y sus economías morales. Su deconstrucción constituye un proyecto crítico-político (Castillejo-Cuéllar, 2017).

5. Comentarios finales: hacia una definición
del escenario transicional

Como etnógrafo, me interesan, precisamente, las socialidades emergentes: las formas de apropiación social, circulación y reproducción de lo que se entiende como justicia transicional, sus tiempos y sus lugares; sus definiciones de «violencia», de «daño», de «reparación», de «testimonio», de «dolor» y los recursos sociales y culturales que una sociedad tiene a mano para definirlos. No tanto reflexión codificada jurídicamente (y el ámbito de preguntas y debates que les son consustanciales), sino la manera como dichos conceptos caen, por decirlo así, sobre la sociedad como una cascada, para ser interpretados, apropiados, reevaluados y hasta negados. Esas socialidades nos sacan del campo de lo jurídico y nos ponen en el campo de la vida social de los conceptos y sus mecanismos. Al inspeccionar su discurso, el evangelio global del perdón y la reconciliación, el prospecto y la imaginación social del porvenir se pueden leer como un régimen de «lo dicho y lo no-dicho», de lo inteligible y lo ininteligible. Me remito entonces a la noción de «escenario transicional» como ámbito etnográfico de análisis; por este término hago referencia a los espacios sociales (y sus dispositivos legales, geográficos, productivos, imaginarios, epistemológicos, y sensoriales) que se gestan como producto de la aplicación de lo que llamo, de manera genérica, leyes de unidad nacional y reconciliación y que se caracterizan por una serie de ensambles de prácticas institucionales, conocimientos expertos y discursos globales que se entrecruzan en un contexto histórico concreto con el objeto de enfrentar graves violaciones a los derechos humanos y otras modalidades de violencia.

En el fondo la pregunta que se esconde detrás de esta definición radica en entender los múltiples registros del dolor, lo que llamaba «localización». Quizás si se entienden los lugares del dolor, algunos abiertamente hechos invisibles por la teleología transicional, podremos configurar un proyecto más complejo y diverso de lo que significa, incluso en su imposibilidad, remendar lo social. Aquí, como en otros textos, retomo la genealogía que conecta las palabras «enmendar», «remendar», o incluso «enmienda»: el verbo Emendare del latín («corregir las faltas»), se traduce también como «remediar», «mejorar» o «perfeccionar». Derivado de menda y mendum (falta, error, o defecto) de donde provienen términos como «mendigo». Del diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, enmendar en sus densidades semánticas significa: 1. arreglar, quitar defectos, 2. resarcir o subsanar daños, y 3. variar el rumbo (según la necesidad).

Cuando se habla de los efectos de la violencia y de lo que requerimos para sobreponernos se usan, en español, una variedad de términos y metáforas médicas, mecánicas o textiles subyacentes: reconstruir (algo roto o dañado), sanar, curar o suturar (una enfermedad o una herida), tejer algo desanudado (la trama y la urdimbre) o restituir (el lazo o tejido social), etc. Aquí quisiera usar una más local, si se quiere, más inmediata, más cercana al proyecto inacabable de enfrentar las heridas de la guerra: remendar lo social es mendar de nuevo los lazos en espíritu de futuro. Una metáfora textil que junta lo desjuntado, que no se queda en la cicatriz/rotura sino que la lleva consigo, mostrando la evidencia de la costura, el tejido, el hilo (en toda la obviedad del término «remendar») y la artesanía del afecto que implica un remiendo que no se queda en ese momento sino que fragua, implícitamente, un cambio de rumbo, un nuevo destino, y un nuevo porvenir.

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