Memorias y ficciones en la recreación de un pasado violento. El caso de ETA1

Memories and fictions in the recreation of a violent past. The case of ETA

Marta Rodríguez Fouz*

I-Communitas. Institute for Advanced Social Research. Universidad Pública de Navarra (UPNA)

Palabras clave

Memoria
Ficción
Violencia
ETA

Resumen: El propósito de este artículo es ocuparse de cómo las ficciones participan en la reconstrucción de la memoria colectiva de un pasado traumático, en particular, el de la violencia de ETA. Prestaremos atención a cómo adquieren relevancia trabajos de ficción que tratan de contar ese pasado reciente, despertando reacciones encontradas acerca de su sentido y valor para relatar con verosimilitud lo ocurrido. El esfuerzo narrativo parece toparse con dificultades para construir una memoria colectiva que concite acuerdos sobre su acierto e idoneidad. Igual que viene ocurriendo con la revisión institucional del pasado, objeto de tensiones que se han verbalizado como «batalla por el relato». Se trata de proponer una reflexión que ahonde en el potencial de la narración para cargar de sentido la mirada hacia el pasado, identificando las tensiones y las claves que redundan en la re-mitificación de la violencia y que se expresan como sospecha contra la crudeza y autenticidad de determinados relatos. Para ello, acudiremos a los vínculos entre memoria, historia y ficción y al cuestionamiento del presupuesto de que puede y debe construirse una narración exenta de posicionamientos morales y juicios de valor. Algo especialmente decisivo cuando el contexto al que se remite es el de aquella violencia legitimada por una parte de la sociedad. Finalmente, recalaremos en el poder de la ficción para definir el mundo, destacando su capacidad para intervenir y añadir sentido en nuestra comprensión de la realidad.

Keywords

Memory
Fiction
Violence
ETA

Abstract: The purpose of this paper is to address the role that fictions play in the reconstruction of the collective memory of a traumatic past, in particular, that of ETA violence. We will pay attention to both the process through which works of fiction that try to portray that recent past become relevant and to the kind of mixed reactions about their meaning and value to tell what happened faithfully. The narrative effort seems to face difficulties to build a collective memory that reaches agreement on its accuracy and appropriateness. The same is true of the institutional review of the past, which is the object of tensions that have been conceptualized as the «battle for the story». The idea is to propose a reflection that delves into the potential of narratives to make sense of the past, identifying the tensions and keys that result in the re-mythologizing of violence and that are expressed as suspicion against the crudeness and authenticity of certain stories. In order to do so, we will look at the link between memory, history, and fiction and will question the assumption that a narrative can and should be elaborated free of moral positions and value judgments. This is especially decisive when the context to which it refers is that of violence legitimized by a part of society. Finally, we will emphasize the power of fiction to define the world, highlighting its capacity to intervene and add meaning to our understanding of reality.

* Correspondencia a / Correspondence to: Marta Rodríguez Fouz. Facultad de Ciencias Humanas, Sociales y de la Educación. Edificio Departamental Los Magnolios. Universidad Pública de Navarra. Campus Arrosadia (31006 Pamplona) – marta.rodriguez@unavarra.es – http://orcid.org/0000-0001-5220-9736.

Cómo citar / How to cite: Rodríguez Fouz, Marta (2021). «Memorias y ficciones en la recreación de un pasado violento. El caso de ETA». Papeles del CEIC, vol. 2021/1, papel 244, -200. (http://dx.doi.org/10.1387/pceic.21724).

Fecha de recepción: mayo, 2020 / Fecha aceptación: noviembre, 2020.

ISSN 1695-6494 / © 2021 UPV/EHU

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A José María Calleja. Por tanta verdad y tanta valentía para contarla.

In memoriam

1. Introducción

El propósito de este artículo es plantear una reflexión sobre cómo las ficciones participan en la reconstrucción de la memoria colectiva de un pasado traumático, en particular, el de la violencia de ETA, y cómo complementan o pueden llevar a cuestionar las iniciativas institucionales para reconocer a las víctimas partiendo del cuidado con esa memoria. El momento en el que me sitúo es el del final de la violencia de ETA, con la irrupción de ficciones y relatos que tratan de recrear lo ocurrido. Prestaremos atención a cómo adquieren relevancia trabajos de ficción que tratan de contar ese pasado traumático, despertando reacciones encontradas acerca de su sentido y valor para relatar con verosimilitud el pasado. El esfuerzo narrativo parece toparse con impulsos y dificultades para incidir en la construcción de una memoria colectiva que concite acuerdos sobre su acierto e idoneidad. Igual que viene ocurriendo con la revisión institucional del pasado, objeto de tensiones que se han verbalizado como «batalla por el relato» (Santos, 2011). Se trata de proponer una reflexión que ahonde en el potencial de las narraciones para cargar de sentido la mirada hacia el pasado. Ahí se localizan determinadas claves interpretativas que redundan en la re-mitificación de la violencia y que se expresan como sospecha contra la crudeza y autenticidad de algunos relatos. Esas claves son, precisamente, aquellas que habría que enfrentar si el propósito, institucional y social, es, como se dice, el de la deslegitimación de la violencia terrorista.

Para este recorrido, acudiré a los vínculos entre memoria e historia y a la necesidad de cuestionar el presupuesto de que puede y debe construirse una narración exenta de posicionamientos morales y juicios de valor. Desde ese planteamiento que remite a la relación entre la historia y la memoria y que advierte su inevitable condición de conocimiento situado, me ocuparé de algunos de esos recientes esfuerzos narrativos, desde la ficción, que se sitúan en el nudo de la violencia sufrida durante aquella época. Me refiero, en concreto, a las novelas Patria, de Fernando Aramburu, y a Una tumba en el aire, de Adolfo García Ortega. En el fondo de todo este acercamiento reflexivo late el presupuesto sobre el poder de la ficción para definir el mundo, destacando su capacidad para intervenir significativamente en nuestra comprensión de la realidad2. En todos sus sentidos y con sus implicaciones.

2. Recodos de la memoria anamnética. Potencia y límites de la ficción recreadora

El potencial reparador de la ficción es distinto al planteado por las iniciativas institucionales a través de homenajes y reconocimientos formales sobre la injusticia del mal padecido, pese a que todas ellas enlazan con formas de la memoria que tratan de exorcizar los fantasmas del olvido. El compromiso ético parece similar, aunque las obligaciones, en su sentido normativo y más formal, únicamente incumben a las instituciones, en especial cuando estas, como es el caso, tratan de implementar leyes de memoria y reconocimiento hacia las víctimas3. La estrategia discursiva que ponen en marcha unas y otras miradas sobre el pasado es distinta, pero las reacciones que provoca su propósito de relatar lo ocurrido conectan con un mismo referente: el valor de la memoria que impida olvidar el dolor y evite que se repita aquella violencia. Aunque enfrente también surgen lecturas y alternativas que esquivan la mirada y solicitan una revisión de la memoria que funda todo el dolor en uno y desvíe la cuestión de la responsabilidad sobre el daño provocado, interpretando que las acciones violentas eran siempre reacciones y, por lo tanto, que la culpa es del poder y del Estado español perpetuador de la represión contra el pueblo vasco. Entre una y otra perspectiva, asoma también la de la equidistancia, que provoca igualmente reacciones opuestas.

Cuando el propósito es el de impedir que se olvide el dolor y que se repita aquella violencia, aparece también la tentación de fiscalizar el relato juzgando y condenando todas las versiones que cuentan la dimensión humana de los victimarios como parte de la realidad. A partir de ahí, puede advertirse que cuando las ficciones apuntan, por ejemplo, a una mirada tibia, contemporizadora o «neutral» se reactiva ese mecanismo fiscalizador de la memoria que polariza los relatos, distinguiendo entre relatos aceptables e inaceptables4. Requiriendo, por lo tanto, un planteamiento que dé cuenta en clave moral de los acontecimientos del pasado. Es decir, recrear esa época exigiría tomar partido. Lo mismo ocurre si esa mirada se enfrenta a bocajarro con la violencia de los actores que empuñaron las armas enfatizando el dolor causado. También en ese caso, asoma el cuestionamiento del relato al presuponerle la incapacidad para comprender en su complejidad las razones de la apuesta por la vía violenta. Normalmente este cuestionamiento llega desde una perspectiva que podríamos identificar con la que define la historia de ETA como episodio de un conflicto y remite la responsabilidad de sus acciones al mecanismo de acción-reacción. En otras palabras, cuando la toma de partido se traduce en la plasmación inequívoca de la «maldad» de los actores, las voces que critican ese planteamiento tienden a ser las mismas que advierten contra el maniqueísmo de juzgar, sin sentido del contexto, las apuestas por la lucha armada. En esa disconformidad late la semántica del «uno y otro bando», que procura verbalizar el pasado en una clave contemporizadora que, en efecto, despierta muchas resistencias. Entre ellas, la que insiste en la necesidad de deslegitimar la violencia y reconocer la injusticia cometida contra las víctimas. Esa tensión se traslada más allá de la exigencia de verdad en la historia, incumbiendo también a la autenticidad de la expresión narrativa. En este artículo voy a explorar el sentido de esas solicitudes de compromiso moral en la recreación de la violencia de ETA desde la ficción, y para ello me serviré de la clásica distinción de Habermas sobre las pretensiones de validez sustitutas del concepto de verdad. Pero antes de acometer esa cuestión, que entronca con los vínculos entre memoria, historia y verdad, acudiremos a un escenario que resulta paradigmático en la reflexión sobre cómo enfrentarse a los traumas colectivos del pasado. Me refiero al holocausto y a su impregnación anamnética en la conciencia alemana y en la memoria del siglo xx (Mate, 1991; 2006).

La célebre advertencia de Adorno contra la posibilidad de la poesía después de Auschwitz nos sitúa frente al papel de la literatura ante el trauma de la violencia colectiva5. Ese «imperativo categórico» (Traverso, 2001: 133; Grass, 1999: 19) enlaza, con todo, con una idea de lo poético que presupone que el arte carece de legitimidad allá donde la barbarie absoluta se adueñó del alma de todo un pueblo. Adorno verbaliza su sentencia bajo el presupuesto de una culpa colectiva que no puede exonerarse y que pesa sobre las espaldas de las generaciones herederas de aquel legado negativo. El vínculo entre cultura y barbarie remite a la obligación de que las expresiones poéticas sean testimonio de lo indecible que ocurrió en la Alemania del Tercer Reich. En otras palabras, la tarea del arte consistiría a partir de entonces en «hacerse eco del horror extremo» (apud Traverso, 2001: 133). Recuperamos aquí esa reflexión de Adorno no tanto para regresar sobre su sentido u oportunidad como para recalar en los desafíos que se le imponen a la revisión moral del pasado cuando se forma parte del contexto que alentó y propició la violencia de persecución orientada a un objetivo político y de identidad. Las diferencias entre el contexto de la Alemania nazi y el de la Euskadi que dio aliento a ETA son enormes, pero ambos escenarios testimonian el sufrimiento padecido en medio de la apariencia de normalidad y por la búsqueda de un destino colectivo homogéneo.

Es un lugar común considerar el holocausto como una experiencia inconmensurable e incomparable (Agamben, 2000: 28-31). Un punto de cesura gigantesco que marca un antes y un después en la historia de la humanidad. No se trata aquí de entrar a discutir ese presupuesto ni de plantear una comparación que, de hecho, encogería el alcance de la violencia más cercana y doméstica del independentismo vasco. Es obvio que las dimensiones del exterminio y su planificación de aquella «Solución final» que desafió a toda moralidad empequeñecerían la violencia que ha tenido lugar en las últimas décadas en el País Vasco a través de las acciones armadas de ETA. Con todo, la reflexión sobre el desafío que supone la recreación del «horror» y el papel que la expresión artística pudiera propiciar justifican este primer acercamiento6. No en vano, a la sociedad vasca, como a la alemana en su momento, sí se le ha recriminado la ausencia de sensibilidad hacia el mal padecido por muchos convecinos, además de la complicidad de sus silencios y cobardías, cuando no de su aquiescencia con los objetivos del nacionalismo más radical (Arteta, 2010).

Más allá de esas potenciales similitudes, que entroncan con la vertiente convivencial de la persecución alentada y consentida7, me interesa volver la mirada hacia la rememoración del pasado vergonzante. Ahí, las palabras de Himmler, refiriéndose, precisamente, a la «Solución Final» como «una página gloriosa de nuestra historia que nunca ha sido escrita y que jamás lo será» (apud Todorov, 2000: 13), nos prestan un apunte muy significativo. El jerarca nazi anticipaba la posibilidad de una historia desmemoriada que ocultase el episodio del holocausto para las generaciones posteriores, que recibirían y estrenarían un Reich impoluto y libre para siempre de los enemigos que bloqueaban su camino y su destino. La derrota de esa dirección criminal, entre otras circunstancias, impidió el silenciamiento de sus víctimas que, desde entonces y pese a las dificultades iniciales para dar testimonio de lo ocurrido, asoma en la historia del siglo xx como paradigma del mal. De esa faceta de la voluntad narrativa, me interesa aquel propósito de intervención sobre las líneas de la historia que entronca directamente con la gestión de la memoria colectiva. Es ese el flanco donde adquiere todo su potencial la reflexión que trato de plantear sobre el papel de la ficción y, en particular, de la literatura, en la recreación del pasado.

Entendemos así que la literatura es interpelada por los actores desde una perspectiva moral que permite situarla si no en el centro, sí a un lado de los procesos de reparación y reconocimiento que propugna la justicia hacia las víctimas. La celebrada novela de Fernando Aramburu, Patria, condensa esa virtualidad de los relatos de ficción para recrear con verosimilitud aquel contexto de violencia. Esa presunción de realismo la situó en un doble frente muy significativo: el de su éxito de ventas y de reconocimiento mediático, y el de las críticas que trataban de aminorar, justamente, la verosimilitud de sus personajes y situaciones, discutiendo, en realidad, la memoria sobre lo ocurrido y presuponiendo el maniqueísmo de un enfoque que contaba la historia del conflicto vasco desde la condena explícita e incondicional de la violencia8.

Los personajes a los que da vida Aramburu en Patria aparecen como reflejos estereotipados de las personalidades que encarnaron lo más crudo de la violencia. Ese reflejo resulta molesto para quienes no encuentran en esas páginas ningún eco humanizador del victimario. Este es tosco, rudo y cruel. Y por vínculos afectivos, la tosquedad, rudeza y crueldad acaban alcanzando a los seres más cercanos. Frente a esa lectura incómoda con el perfil de los personajes y con la descripción de los sucesos que plasman un entorno asfixiante, aparece también la interpretación del relato como testimonio verosímil de aquellas circunstancias, relaciones y acontecimientos. La capacidad de Aramburu para describir esa realidad desde la ficción de unos personajes arquetípicos explica la recepción de su novela como el relato definitivo sobre aquellas terribles circunstancias. Pero también explica la resistencia de algunos para aceptar el núcleo de verdad que late en ella. Su ficción atraviesa la médula de una sociedad que se niega a mirar de frente la violencia efectuada en su nombre. De ahí que, por ejemplo, se haya echado en cara a Aramburu haber dedicado muy poco espacio de su larga novela a recrear los crímenes del GAL9. La estrategia es idéntica a la que se activa sistemáticamente cuando se señala la injusticia e ilegitimidad de la violencia de ETA, generando un «pero» que remite a un contexto político represivo que sería el que habría provocado la lucha armada. Sin embargo, aquí lo que nos interesa no son esas estrategias justificadoras de la violencia de ETA, sino el hecho de que se reclame esa necesidad de completud a un relato de ficción, por más que esté basado en la realidad. Y también, que se le eche en cara la imagen, personalidad y actitud de determinados personajes.

Se hace patente en esa recriminación (y también en el aplauso y el reconocimiento) el sustantivo papel práctico que desempeña la ficción en la recreación del pasado. Los relatos cuya vocación se materializa como esfuerzo explícito por contar lo ocurrido contribuyen a la construcción de la memoria colectiva, de las «tramas de identidad» (Iriarte, 2000), con todo lo que ello comporta en términos de discusión o aceptación de su pretensión de verdad. Es decir, no solo la poesía no queda proscrita como un acto de barbarie, sino que es requerida para contar con autenticidad los acontecimientos del pasado, de una manera más perentoria, precisamente, cuando esos acontecimientos pertenecen a la vertiente más oscura de la voluntad humana. O lo que es lo mismo, a la aceptación de que unos deben morir para obtener determinados propósitos (sean estos cuales sean)10.

Desde esa cualidad de la ficción para recrear el pasado pueden entenderse las polémicas suscitadas por algunos esfuerzos narrativos que se asoman a esos espacios de la memoria colectiva. Puede recordarse, por ejemplo, la novela de Javier Cercas (2001), Soldados de Salamina, cuya reconstrucción de un episodio histórico de la Guerra Civil española levantó una controversia que se deslizaba sobre la impunidad de los protagonistas del levantamiento pero que apuntaba al poder «restaurador» de la literatura. Es decir, el hecho de que Cercas humanizara la figura del falangista Sánchez Matas despertó críticas que recaían sobre la capacidad de la literatura para dar sentido al pasado. Unas controversias que tuvieron también su eco en Alemania al compararlas con otras producciones revisionistas que rescataban la vertiente humana de protagonistas del nazismo (Moreno, 2002). Nos topamos con la exigencia hacia la literatura de que tome partido inequívoco, en el caso de Alemania, contra los criminales nazis, en el caso de España, contra los sublevados franquistas11. Las diferencias de contexto y remisión histórica son muy notables, pero el aliento de esa exigencia moral es idéntico y está motivado por la consideración de la literatura como referente en la construcción de la memoria colectiva. Solo así se explica ese requerimiento de no «blanquear» la historia. Si solo fuese un artificio ficcional, y su ámbito de influencia se limitase al juego narrativo, carecería de sentido la advertencia sobre su capacidad para limpiar la imagen de los culpables. Para limpiarla o para mancillarla, obviamente, aunque el ejemplo anterior apunta al primero de los efectos.

En el caso de la violencia de ETA ese papel que se le requiere a la literatura cuando se aplaude su compromiso o cuando se le recrimina su posición ambigua o se le acusa de simplificadora, enlaza con las polémicas ligadas a la gestión de la memoria colectiva planteada por las instituciones. Algunas de las iniciativas institucionales que han tratado de trabajar con esa memoria han sido recibidas por muchas de las víctimas de ETA con críticas que ahondan en la ambigüedad de una perspectiva que considera ese pasado en clave de conflicto y que evita una distinción inequívoca entre víctimas y victimarios. Así, por ejemplo, el programa educativo «Herenegun!»12 o los «Retratos municipales» sobre vulneraciones del derecho a la vida13, materializan una mirada hacia el pasado cuya interpretación resulta polémica al incorporar en un mismo plano al conjunto de las víctimas, presuponiendo que el problema de convivencia se derivó de la pérdida de sentido genérico acerca del derecho a la vida y no, de la apuesta violenta de ETA. La referencia a las víctimas de «uno y otro bando», el requerimiento de no verbalizar el final de ETA en términos de derrota, el automatismo en la equiparación entre víctimas de ETA, víctimas de la extrema derecha, víctimas del GAL o víctimas de abusos policiales cuando se alude al problema del terrorismo contribuye a diluir la responsabilidad de ETA y de quienes la alentaron y apoyaron. Esa perspectiva, que pretende cerrar las heridas atenuando el peso de la voluntad individual y colectiva como efecto directo de la violencia contextual, redime a los sujetos y al conjunto de la sociedad del problema moral de la revisión crítica del pasado. Se desliza una semántica de lucha bilateral que ahonda en el riesgo de manipulación y olvido sobre la realidad de ese pasado reciente14. De ahí la acusación de «blanqueo de la historia» y de ahí también la animadversión que despiertan ese tipo de iniciativas en quienes más directamente han sufrido la violencia terrorista15. En síntesis, se plantea el problema sobre si la equidistancia y la neutralidad no contribuyen a obviar la identificación de responsabilidades, añadiendo, además, la sospecha contra esa identificación de estar guiada por la venganza y no por la justicia.

Obras como la de Aramburu retratan ese periodo de la historia vasca a través de personajes que conforman un paisaje humano desolador. De ahí que cuando Patria es recibida masivamente como ejemplo de la derrota literaria de ETA y como retrato veraz de lo ocurrido, se susciten reacciones que cuestionan y puntualizan esa capacidad para narrar la realidad de la violencia en Euskadi. Esas voces reacias a reconocer el verismo del retrato de Aramburu reclaman una mirada más compleja y sensible a las razones de quienes se vieron abocados a la lucha armada. Reclaman una comprensión más ecuánime de los porqués de aquella violencia subrayando que la misma no se puede entender si no se atiende a su vertiente reactiva. Es decir, para contar esa historia, aunque sea una ficción recreadora de la realidad, el escritor debería proponer una versión contemporizadora con la violencia que encaje con la semántica del «conflicto». Aquella que alienta los proyectos institucionales mencionados y que ilustra el riesgo de un cierre en falso de la memoria del terrorismo que obstaculiza su radical desle­gi­ti­ma­ción.

El problema que se le reprocha a esa ficción es que describe la tragedia como un escenario de sufrimiento provocado por la «fiereza insensible» y la indiferencia cómplice de los ciudadanos16. Para la perspectiva obsesionada con la identificación del contexto en clave de conflicto entre bandos, los nacionalistas radicales que apostaron por la violencia no deberían aparecer representados, como ocurre en Patria, por un personaje carente de inteligencia, bruto e inmisericorde, o por sujetos indiferentes al sufrimiento provocado por la lucha armada. Esa imagen resulta molesta y más, si cabe, cuando es recibida con aplausos unánimes fuera de Euskadi17. Lo llamativo, con todo, es la exigencia de una mirada que contemple ese crisol. Prefigurando, en el fondo, la capacidad de la literatura para contar la realidad y para dotarla de sentido.

Y ahí es donde vamos a detenernos para ahondar en la conexión entre memoria y ficción. El requerimiento hacia la ficción que hemos visto en el caso del fenómeno literario que supuso Patria nos permite apuntar a la potencialidad de la literatura para afincarse como tropo de la memoria colectiva. También nos lleva a advertir sus límites, que se localizan, particularmente, en la distinción con la historia. En la medida en que la literatura no puede ser juzgada por su objetividad ni por su veracidad, la exigencia de contar la verdad, o la presuposición de que es precisamente lo que hace, nos lleva a un territorio distinto al que, a priori, ocuparía la historia como disciplina académica.

3. Autenticidad, sentido y orientación

En este apartado vamos a partir de la distinción ya clásica que establece Jürgen Habermas entre pretensiones de validez, sustitutivas del concepto de verdad, y los ámbitos del mundo al que remitirían. Habermas distingue entre mundo objetivo, mundo social y mundo subjetivo, apuntando que en cada uno de ellos el criterio de validez que se activa es específico. Tendríamos así, la eficacia para el mundo objetivo, la rectitud para el mundo social y la autenticidad para el mundo subjetivo (Habermas, 1987: 64-65). Los actos comunicativos que tendrían lugar en cada uno de esos ámbitos contienen pretensiones de validez que se expresan como racionales en la medida en que se acerquen a la aspiración referencial de cada uno de esos espacios. Así, aspiran a definir e intervenir en el mundo físico con eficacia y generando conocimiento; en el mundo social, que remite a lo normativo y a las interacciones, con rectitud proveyendo de orientaciones para la acción, y en el mundo expresivo de la subjetividad, aspirando a la autenticidad y propiciando interpretaciones que aluden inequívocamente al sentido (antes que al saber).

Partiendo de esa propuesta analítica, podríamos decir que nuestra mirada hacia los relatos literarios que tratan de contar el pasado de ETA remite a priori a ese ámbito del sentido que moviliza la subjetividad, teniendo en cuenta que se trata de argumentaciones que ahondan en la expresividad de pensamientos y sentimientos personales de cada autor. La autenticidad como criterio de pretensión de validez permite entender, precisamente, aquella versatilidad que choca con la exigencia de construir un único relato. Desde la perspectiva de los sujetos que cuentan aquel presente, la «verdad» del relato irrumpe como polifonía. Si además nos situamos en la ficción recreadora del pasado, la multiplicidad de voces se conjuga como otro elemento de complejidad que habría que añadir a la mirada sobre ese contexto. Nos estaríamos moviendo en el plano de los significados y de la interpretación, que chocan con las exigencias de una objetividad que no tergiverse la explicación sobre la realidad. Podríamos ilustrarlo con la diferencia entre historia y memoria, apoyándonos en las reflexiones de Juan Pablo Fusi, precisamente, a raíz de la polémica suscitada por los materiales propuestos por el Gobierno Vasco para tratar la cuestión del terrorismo en las aulas vascas18:

La memoria está hecha de percepciones, mitos, impresiones, evocaciones. La historia es otra cosa: es un cuerpo sustantivo de conocimiento. Desde Tucídides, la historia la escriben los historiadores; por eso no se puede aceptar el uso dirigista que desde el poder se hace por lo general en las políticas de memoria. En cualquier caso, resulta claro que es difícil alcanzar memorias compartidas sobre hechos históricos graves, polémicos, dolorosos, como es nuestro caso. Se pueden fijar empíricamente los hechos, y narrarlos (que no es poco: porque toda narración es una explicación). Las cuestiones morales —reconocer el mal y a las víctimas de ese mal, afrontar la culpabilidad o culpabilidades en los hechos, responder a preguntas como violencia por qué y para qué— violentan nuestra conciencia, nos incomodan y conmueven, y nos enfrentan. La derrota, con todo, obliga a la reflexión y a la rectificación: yo espero que ese sea también el caso de ETA. (Fusi, 2019)

Esa apreciación respecto al papel de la memoria en comparación con la historia resulta especialmente significativa cuando nos referimos a este contexto concreto, en el que la lucha armada implosiona desde una concepción particular de la identidad nacional del pueblo vasco. En todo nacionalismo, la concepción de la historia en términos de comunidad de destino desempeña un papel crucial (Sen, 2007), de igual modo a como lo viene haciendo en la identificación de los retos políticos del independentismo vasco. La historia cobra relevancia como relato sustantivo que enlaza tradiciones y establece la unión diacrónica entre generaciones. Sin embargo, esa historia no se pliega a las exigencias de veracidad y objetividad que tradicionalmente pretende requerir como ciencia y disciplina académica. El uso político del pasado histórico, máxime en su lectura identitaria, obvia los parámetros del conocimiento científico, resolviéndose como interpretación selectiva que encaja con una determinada semántica predefinida de antemano. Desde una mirada que es inevitablemente contextual y situada, la memoria, sus huellas, interpelan al presente desde la constatación de que el pasado es casi tan incierto como el futuro. Esta ductilidad del pasado deriva de que los relatos y su propia epistemología remiten al ámbito del sentido, con lo que su materialización en cada presente se configura mediante un punto de vista situado que transforma su significado y su discurso19.

La reconstrucción del pasado desde un sentido coherente con el presente y que anticipa el futuro (como fórmula de un destino colectivo) aportaría razones y causas para la acción de las generaciones vivas, que orientan su voluntad hacia la construcción de una identidad colectiva aparentemente sin fisuras, sólida y esencialista. Hannah Arendt llamaba a la voluntad «órgano de futuro», acentuando esa vertiente de proyección en la historia que enfatiza la capacidad para intervenir sobre los procesos que conducen a una meta prefijada. Llámese «nación», «autodeterminación», «libertad»… A esa voluntad, que en multitud de ocasiones se despliega como fuerza y violencia, le resultaría extraña la propia reflexión de Arendt cuando afirma que contemplar el futuro como un tiempo gramatical auténtico requeriría no pensarlo como «una consecuencia del pasado» (1984: 264) y, por lo tanto, no presuponerlo como resultado de nuestras intervenciones sobre el presente. Tanto en su vertiente material como en la que atañe a su significado y sentido.

La pretensión de dominio sobre el relato que habrá de contarse acerca de las luchas de cada momento vivido aparece en la proyección del resultado, que es verbalizado como victoria y preconcebido como destino. De manera especialmente nítida en los casos más extremos y alentados por el compromiso con la causa. Dicha pretensión de dominio estaba también, recordémoslo, en aquel propósito de Himmler de ocultar las prácticas más cruentas del régimen nazi en los campos de concentración. Salvando las evidentes distancias, el ejercicio de recreación del pasado que evita el reconocimiento de la injusticia e ilegitimidad de la violencia de ETA y que rechaza la consideración de su final como derrota, exhibe una parecida pretensión de controlar las claves del relato. Se proyecta, como memoria futura que se articula en el presente, la rememoración de la lucha armada como destino épico de los héroes y «gudaris» que se sacrifican para liberar al pueblo vasco. En gran medida, sin atender a la seguridad en la identificación sustantiva de la pertenencia a un pueblo maltratado, no podría explicarse el nacimiento y la perduración de ETA20. Tampoco, las dificultades actuales para reconocer que sus acciones fueron injustificables. El sentido es previo y está integrado en la conciencia colectiva de muchos como la gramática fundamental para explicar esa violencia.

La voluntad de liberación del pueblo vasco ha funcionado durante décadas como coartada para las apuestas violentas del presente, simulando una argumentación ad hoc para salir de las encrucijadas morales imitando los modales y prácticas del pasado. Las figuras mitificadas del héroe, del sacrificio, de la lucha, canalizan esa narración que incardina la acción desde la lógica de su desenlace. De ahí que suela afirmarse que la historia la escriben los vencedores. Y de ahí que el modelo, para los derrotados, tienda a ser idéntico al de los vencedores (situándose en un «todavía no»). Se trataría de reproducir el combate contra los enemigos que impiden nuestra liberación (como pueblo, como nación o como sujeto colectivo), emulando la lucha de quienes en otros espacios y momentos se han enfrentado a quienes los aplastaban. La trama narrativa es más épica que trágica, pese a que todos los indicios de la historia de la humanidad se asimilan más a la forma de la tragedia21. En el caso de la identidad nacional vasca se produce además un efecto de victimización que se alimenta de la percepción de un continuo ataque por parte de sus enemigos22.

En esa dinámica de reconfiguración del sentido que se lanza hacia el futuro, presuponiendo que puede decidir el modo como va a ser narrado el presente, resulta muy sugestiva una crónica alejada del contexto vasco, pero cercana en la dificultad de la gestión cotidiana tras el cese de la violencia. Se trata de «Las olvidadas de la paz», un relato periodístico sobre los asesinatos de líderes sociales en Colombia tras los acuerdos de paz. El periodista se centra en particular en las mujeres como objetivo número uno de esa aniquilación. Y cuenta la experiencia de María, una líder social amenazada por su activismo:

«Hace unos días, esperaba para cruzar la calle en Florencia (Colombia) cuando un motorista se detuvo a su lado. Acercó la cabeza y, con la voz retumbando desde dentro del casco, le dijo: “No debería usted ir con ese bolso tan bonito. Si no, cuando la matemos, van a pensar que lo hicimos para robarle. Y su muerte no habrá valido de nada.” Después, el motorista arrancó y dejó a María paralizada, aferra­da a su bolso como si aquella amenaza tuviera algo que ver con él.»23

Esa proyección sobre el sentido de la muerte provocada (efectuada como amenaza y que Sánchez Ferlosio identificó atinadamente como muertes firmadas24) encaja exactamente con la interpretación sobre el significado de la lucha violenta que los actores llevan a cabo desde la perspectiva de la épica. El significado político de la ejecución del enemigo se contrapone a la mera delincuencia. De ahí, la obsesión de ETA por identificar a los asesinados, extorsionados, amenazados, secuestrados… como enemigos del pueblo vasco. Y a los militantes y activistas como gudaris. A partir de ese mecanismo de identificación de su lucha como épica, en el enlace con las postrimerías del franquismo y con su oposición a la dictadura de Franco, ETA obtiene sus mayores réditos. Sin embargo, ya en esos inicios pueden identificarse momentos y decisiones que habrían debido hacer que se tambaleara la seguridad moral que anidaba en su conciencia respecto al significado del bien y el mal.

4. Cortocircuitos y puntos de fuga

El asesinato de José M.ª Pardines, en 1968, fue el pistoletazo de salida e inició la persecución de la Guardia Civil por parte de ETA25. Con todo, cuando se acude a su relato, la mirada no se detiene en ese joven a quien Txabi Etxebarrieta, miembro destacado de ETA, quitó la vida por «error»26, sino en Melitón Manzanas, conocido torturador de la policía española en la época franquista y jefe de la brigada político-social de Guipúzcoa. Ahí ETA saca pecho y ensaya el orgullo activista que llevará a su máxima expresión con el asesinato de Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973.

Es precisamente ese golpe de efecto, que forma parte de la memoria épica de ETA27, el que está presente en el acercamiento del escritor Adolfo García Ortega a uno de los episodios más negros y ocultos de la historia de ETA. Me refiero al secuestro, tortura, asesinato y desaparición de tres jóvenes trabajadores gallegos a quienes los etarras Tomás Pérez Revilla, Manuel Murua, Ceferino Arévalo, Prudencio Sudupe, Sabino Achalandabaso y Jesús de la Fuente confundieron con policías28. El 24 de marzo de 1973, esos militantes protagonizaron una de las acciones más oscuras y escondidas de la trayectoria criminal de ETA. Precisamente con el propósito de ocultar el error cometido hicieron desaparecer los cuerpos de los jóvenes asesinados imponiendo el silencio con la consigna: «cuanto menos se sepa del asunto, mucho mejor» (García Ortega, 2019: 330)29. Una consigna muy similar, sino idéntica, a aquel propósito de Himmler sobre la manipulación del relato que habría de ser contado.

En su novela Una tumba en el aire, el escritor García Ortega parece asistir como espectador a unos sucesos marcados por el horizonte de la «Operación Ogro»30 y por la obsesión belicosa de aquellos etarras. El trabajo previo de investigación y recopilación de datos y testimonios de la época y de muchos de sus protagonistas (cf. García Ortega, 2020), le permite recrear ese episodio con una viveza y verosimilitud que debería desencajar el gesto de quienes pretenden rememorar las primeras acciones de ETA desde la épica. El secuestro, tortura y asesinato de tres trabajadores en marzo de 1973 cuestiona esa pretensión de ser promotores de la lucha de liberación del «pueblo trabajador vasco»31 y alienta la práctica de su desaparición. La decisión de ocultar sus cadáveres extiende la tortura a las familias de los desaparecidos buscando eliminar de la historia de ETA en las postrimerías del franquismo un episodio inasumible e inenarrable como lucha épica antifranquista32.

El envés de la consigna para ocultar el «error» sería el que nos lleva a la pregunta sobre qué habría pasado si esos jóvenes hubiesen sido, en efecto, policías ¿Se habría ocultado también para proteger la «Operación Ogro», evitando el incremento de la presión policial? ¿Habría habido un reconocimiento posterior del crimen como parte de la «guerra» contra el Estado? Esas preguntas evidencian la acometida ideológica de la justificación de las acciones de ETA, acentuando de paso el calibre de aquel error que, tal como acierta a describir García Ortega, es fruto de la convicción de unos sujetos que golpean sin distinguir y presuponiendo que ese es el destino lógico de su lucha. «Bastaba con el uso que se hiciera de las palabras. Victoria o muerte. Ese era el nexo. Todo consistía en el uso que se hiciera de las palabras, como las que decía Monzón» (García Ortega, 2019: 326)33. De las palabras, o del silencio, que, en este caso, trata de sellar el pasado como si no hubiera existido, eludiendo la responsabilidad al tiempo que, sin embargo y desde entonces hasta hoy, se reafirma la propia causa mediante el ejercicio de una memoria que sí remarca y enfatiza sus huellas más distintivas, convirtiéndolas en momentos ineludibles y señeros del relato. La referencia al Carrero Blanco que voló como emblema de orgullo, o al asesinato de Lasa y Zabala por parte del GAL como prueba de la injusticia e ilegitimidad de los detentadores del poder y del mismo Estado español, jalonan esa narración que evita la confrontación con la responsabilidad sobre las acciones llevadas a cabo. En especial cuando esas acciones retratan la imagen más incómoda de sus activistas y del tejido protector que les rodea.

Patria recrea desde la ficción novelada un ambiente, una atmósfera, unas complicidades que dibujan un paisaje reconocible en sus perfiles más asfixiantes y brutales. Aramburu escribe desde su recuerdo de ese contexto y acentúa con su ficción los momentos de esa degradación moral que llevó a unos a asesinar y a otros a aplaudir los asesinatos. Una tumba en el aire recrea, a partir de una exhaustiva investigación del autor34, unos hechos que ETA ha tratado siempre de ocultar. García Ortega, se propone «contar una verdad transformándola»35. Dando vida a esos «fantasmas» que no pueden descansar en paz. Uno y otro palpan la realidad y la hacen latir desde la poderosa materia de las ficciones36. Como afirma Florencio Domínguez:

Una tumba en el aire, al igual que Patria y otras novelas, opera desde la ficción para proporcionarnos un conocimiento eficaz de los años del terrorismo etarra con la misma verosimilitud que tendría un ensayo histórico. (Domínguez, 2020: 13)

Ahí se cruzan la historia y la ficción para participar en ese complejo armazón de la memoria colectiva, que selecciona y genera emociones que son la materia básica de los recuerdos y, sobre todo, de nuestros posicionamientos y decisiones. Sería, de hecho, muy complicado explicar la existencia de ETA sin contar con el papel de la memoria colectiva (que conoce e inventa desde su pretensión de verdad), con el solapamiento activo entre el campo de experiencia y el horizonte de expectativas de los que hablaba Koselleck (1993)37. Sin la proyección de esa memoria sobre la vivencia de la identidad colectiva es difícil imaginar que se active esa resolución violenta para enderezar el destino de todo un pueblo (en este caso, el pueblo vasco). Nos estamos moviendo en el ámbito del sentido, y ahí, la toma de partido, la perspectiva que genera una gramática específica que dota de estructura y significado a la narración, es ineludible. De ahí que se susciten esas tensiones en torno a los relatos. Y de ahí también la exigencia previa, que verbalizan las Instituciones con sus leyes de reconocimiento y reparación, y que simbolizan con especial visibilidad las víctimas, de un posicionamiento ético inequívoco y radical en su deslegitimación de la violencia38. Ese posicionamiento, que se ha traducido en la exigencia de un «suelo ético» y que ha generado, a su vez, tensiones derivadas de la distinción taxativa entre víctimas y victimarios, propicia un uso político y social de la memoria histórica y rompe los límites analíticos clásicos entre el saber y el sentir. El propósito de buscar la verdad se conjuga con el compromiso de juzgarla, advirtiendo que solo una revisión crítica de ese pasado —deslegitimadora de la violencia etarra— puede permitir que la justicia prevalezca, al menos, como aspiración. La literatura, mientras tanto, seguirá en su trance de, como escribe García Ortega en una dedicatoria personal de su novela, volverlo «todo real».

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1 Este artículo se elaboró en el marco del proyecto «El logos de la guerra. Normas y problemas de los conflictos armados actuales» (DER2017-82106-RB) financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad y dirigido por Roger Campione. Una versión preliminar se gestó durante la estancia de movilidad en la Università degli Studi di Firenze concedida por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades en la convocatoria 2018 del Programa ‘Salvador Madariaga’ y llevada a cabo entre febrero y julio de 2019.

2 Sobre esa potencia de la ficción para explicar lo ocurrido en el País Vasco es imprescindible el exhaustivo trabajo de Edurne Portela, El eco de los disparos (2017a). Sobre la irrupción de obras de ficción en el contexto del desarme de ETA: https://elpais.com/cultura/2016/09/21/actualidad/1474483133_615775.html. Última consulta: 15/12/2020.

3 Así, por ejemplo, la Ley 4/2008, de 19 de junio, de Reconocimiento y Reparación a las Víctimas del Terrorismo, y también la legislación nacional y la desarrollada por las distintas autonomías en este ámbito. Disponible en: http://www.interior.gob.es/web/servicios-al-ciudadano/ayudas-y-subvenciones/a-victimas-de-actos-­terroristas/normativa-basica-reguladora). Última consulta: 15/12/2020.

4 Pueden recordarse aquí las tensiones que en 2003 suscitó el documental de Julio Medem La pelota vasca que, pese a no ser ficción, sí implica una recreación en clave de yuxtaposición de opiniones y planteamientos que chocaba frontalmente con la posición de quienes habían decidido incriminar al conjunto del nacionalismo vasco, cancelando cualquier posibilidad de diálogo o escucha del adversario nacionalista mientras ETA continuara existiendo. También es interesante lo sucedido a la propuesta teatral La mirada del otro, de la compañía Proyecto 43-2 (disponible en: http://www.proyecto432.com/la-mirada-del-otro/. Última consulta: 15/12/2020). Esa obra, estrenada en 2012 y que mostraba el diálogo entre un preso arrepentido y una víctima emulando los encuentros restaurativos de la Vía Nanclares, fue objeto de censuras derivadas de las mismas inquietudes y planteamientos que condenaban los encuentros restaurativos. Sobre la censura, puede verse, entre otras, las siguientes crónicas: https://www.eldiario.es/cultura/teatro/ayuntamiento-onubense-PP-censura-Nanclares_0_485751852.html. Última consulta: 15/12/2020; https://www.elmundo.es/pais-vasco/2016/03/01/56d55c6922601dcc6c8b45e2.html. Última consulta: 15/12/2020. Sobre la Vía Nanclares y los encuentros restaurativos véanse Pascual (2013) y Rodríguez Fouz (2016b).

5 La sentencia reza así: «Luego de lo que pasó en el campo de concentración de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía» (Adorno, 1962: 29). Sobre el papel del arte en tiempos de catástrofe, puede verse Fernández (2006).

6 Podría añadirse también cierto sinsentido en la gradación del horror, recordando la referencia a los «hit-parades del sufrimiento» o a las «jerarquías en el martirologio» que invocaba Todorov en su implacable reflexión sobre la memoria del holocausto (2000: 41).

7 Sobre ese clima de convivencia es muy atinado e ilustrativo el testimonio de José M.ª Calleja recogido en Calle­ja (2001). Y desde una posición más beligerante, Ezkerra (2001).

8 De este autor, con el trasfondo de esa misma inquietud sobre la violencia pueden verse también: Aramburu (2006; 2011 y 2012).

9 Cabría añadir también alguna voz singular que considera que la falta de autenticidad del relato de Aramburu se deriva de no prestar atención a sus víctimas más numerosas y significativas, esto es, a las que forman parte de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Estaríamos ante una «verdad ofensiva a las víctimas por omisión y exculpación de sus responsables» (disponible en: https://www.mundiario.com/articulo/politica/p/20180114053731111452.html. Última consulta: 15/12/2020). A lo que se añade el malestar porque la única referencia a dichas fuerzas se explicite, precisamente, a partir de la alusión a Intxaurrondo y las torturas que se llevaron a cabo allí (Aramburu, 2018: 504-510). Sobre el GAL, y en particular, sobre el caso de Lasa y Zabala, puede verse la ficción de Harkaitz Cano (2013), Twist, donde desentraña aquel crimen perpetrado por los GAL en uno de los episodios de su «guerra sucia» a partir de dos trasuntos que vagan como fantasmas sin saber bien qué les ha ocurrido. También puede verse, Martutene, de Saizarbitoria (2012), donde ese nombre (un barrio y una cárcel) se afirma como el espacio habitado de unos personajes que arrastran sus vidas y las entrecruzan sin que el conflicto y la violencia adquiera en realidad un protagonismo directo en el relato.

10 Sobre esta cualidad de la aceptación de la lucha armada es muy atinado un reciente ejercicio audiovisual de recreación de los orígenes de ETA: La línea invisible. Esta miniserie relata esos primeros pasos, centrándose en la peripecia vital de Francisco Javier Etxebarrieta, quien se convertiría en el primer asesino de ETA al matar al Guardia Civil José Antonio Pardines en 1968 y en su primer mártir, al morir pocas horas después, abatido por la Guardia Civil en su huida. En la recreación sobre los porqués aparece limpiamente retratada la directriz sobre la necesidad de que corra la sangre. Solo con la lucha armada parece viable enfrentarse a Franco para defender al pueblo vasco. Sobre la interpretación del pasado que encumbra a Etxebarrieta como «gudari», «héroe» y «mártir» puede verse la polémica en torno al 50 aniversario de su muerte, disponible en: https://www.­elperiodico.com/es/politica/20180607/etxebarrieta-contra-pardines-medio-siglo-despues-6859167. Última consulta: 15/12/2020. Sobre ese crimen fundacional, puede verse Fernández Soldevilla y Domínguez (2018).

11 Es interesante anotar que ese debate tenía lugar años antes de que se aprobara la llamada «Ley de la memoria histórica» cuya polémica más enrarecida tuvo que ver, precisamente, con la impunidad de los responsables del Alzamiento y de la Dictadura.

12 Disponible en: https://www.euskadi.eus/gobierno-vasco/-/noticia/2018/el-gobierno-vasco-presenta-los-materiales-del-programa-educativo-herenegun-sobre-la-memoria-reciente-de-euskadi-para-la-­asignatura-de-historia/; y https://www.irekia.euskadi.eus/es/tags/programaeducativoherenegun. Última consulta: 15/12/2020.

13 Disponible en: http://www.euskadi.eus/retratos-municipales/web01-s1lehbak/es/. Última consulta: 15/12/2020.

14 Un trabajo que, en mi opinión, resulta paradigmático de esa trampa de la equidistancia buenista es la novela gráfica Los puentes de Moscú, donde Alfonso Zapico (2018) recrea el encuentro entre una víctima de ETA, Eduardo Madina, y Fermin Muguruza, destacada figura del rock radical vasco y militante y candidato de Herri Batasuna, partido que apoyaba las acciones de ETA.

15 Cabe entender cierto posicionamiento atento y hasta beligerante de estas, pero resulta erróneo considerar a los colectivos de víctimas como grupos homogéneos que aglutinan al conjunto de las víctimas. En especial cuando la expresión de sus protestas o advertencias adquiere un marcado sesgo político. Sobre las víctimas como sujeto político, puede verse Rodríguez Fouz (2016a).

16 Sobre el rechazo de esa imagen en el espejo, puede verse: https://elpais.com/cultura/2017/02/11/actualidad/1486803840_485642.html. Última consulta: 15/12/2020.

17 «Patria no cala en Hernani». Disponible en: https://www.elmundo.es/espana/2017/03/26/58d6c418e5fdea69668b45ce.html. Última consulta: 15/12/2020.

18 Se trata del mencionado programa educativo Herenegun!

19 Sobre esa dimensión interpretativa del pasado cuando se moldea hagiográficamente la «biografía» de un pueblo hay numerosos ejemplos. En el caso que nos ocupa, la lectura del bombardeo contra Gernika es paradigmático. Tanto desde la perspectiva de su semantización como ataque de los españoles contra los vascos como a partir del uso simbólico y político del mural pintado por Picasso para el Gobierno de la República española. Sobre esas tensiones y subjetividades que moldean la versión de los acontecimientos puede verse Rodríguez Fouz (2004: 233-370). Resulta también muy ilustrativo de esta inclinación ideológica el Diccionario Ilustrado de símbolos del nacionalismo vasco, donde aparecen multitud de referencias sobre esa querencia simbolizadora del nacionalismo (De Pablo et al., 2012).

20 Mikel Azurmendi identificaba esa emoción catalizadora de la acción como «herida patriótica», en una metáfora muy ilustrativa de esa dimensión victimista del patriotismo, que quiere henchir la patria anhelada frente a quienes la hieren y niegan (Azurmendi, 1998). Sobre ese sentimiento resulta también muy sugestiva la reflexión de Bernardo Atxaga (1995), «De Euzkadi a Euskadi». Juaristi, por su parte, nombraba ese sentimiento como un «bucle melancólico» (1997).

21 Sobre la lectura trágica del mundo social contemporáneo son imprescindibles y valiosísimas las reflexiones de Ramón Ramos (2018). En especial, su «Homo tragicus», donde contrapone las expectativas del ciudadano prudente con las del héroe (2018: 35-81).

22 Puede apuntarse aquí la lúcida apreciación de Julien Freund sobre la identificación de los enemigos. Según F­reund, tal como relata Molina en su estudio introductorio a La esencia de lo político, nos convertimos en enemigos porque somos designados como tales (cf. Molina, 2018: XLIII). Así, España y los españoles no pueden evitar esa categorización que los sitúa en la línea de fuego del independentismo.

23 Disponible en: https://elpais.com/internacional/2019/06/20/actualidad/1561042492_610542.html. Última consulta: 15/12/2020.

24 Sánchez Ferlosio (2002: 143). Son impecables sus «Notas sobre el terrorismo» (ibídem: 143-165), donde recupera y reflexiona sobre las palabras de Telesforo Monzón: «los etarras de hoy son los gudaris de mañana» (ibídem: 143).

25 La Guardia Civil es el Cuerpo de Seguridad del Estado más castigado por las acciones de ETA (cf. Alonso et al., 2010: 1226). Puede verse Silva et al. (2017).

26 Iñaki Sarasketa, quien acompañaba a Txabi Etxeberrieta cuando ocurrió el asesinato de Pardines, afirmaba años después, en la reconstrucción del crimen, que fue un error (Fernández Soldevilla, 2018: 98). Puede señalarse, por lo demás, el desconocimiento por parte de la sociedad hasta hace bien poco sobre ese crimen fundacional. Recreaciones cinematográficas como la mencionada La línea invisible pueden contribuir a esa memoria. Aunque lo hagan, al parecer de algunos, blanqueando a ETA, al descubrir la vertiente humana de Etxeberrieta y de sus compañeros. Una aportación excepcional e imprescindible para el conocimiento de lo ocurrido es ETA. El final del silencio, de Jon Sistiaga.

27 Puede recordarse que se incorpora a ese imaginario incluso con aquella tonadilla: «Voló, voló, Carrero, voló» que cantaban los jóvenes en las verbenas de la época lanzando sus jerséis al aire. En la película Yoyes, de Helena Taberna, se recrean esos momentos. La novela de Edurne Portela, Mejor la ausencia, expresa muy bien esa impregnación acrítica acerca de la muerte y la violencia. La protagonista ahonda en una apatía anímica que la prefigura como un robot que repite el ritual, adaptándose al entorno y aprendiendo, en realidad, a refugiarse de su asfixiante violencia (Portela, 2017b).

28 Cf. VV.AA. (2018: 11).

29 Los cuerpos de Humberto Fouz, Fernando Quiroga y Jorge García continúan desaparecidos sin que ninguno de los implicados en su crimen ni en su ocultamiento ayudara nunca a localizarlos. Puede verse VV.AA. (2018) y García Ortega (2019; 2020).

30 Ese fue el nombre que recibió la operación para preparar el atentado contra el presidente del Gobierno Español, Luis Carrero Blanco.

31 Precisamente al asesino de Pardines se le atribuye la semantización de la lucha de ETA en términos de lucha por el «pueblo trabajador vasco». Claro que, obviamente, esos trabajadores no eran vascos, y como escribe García Ortega imaginando una secuencia final de reflexión entre los «enterradores»: no importaba si eran o no txakurras. «Eran españoles, ¿no? —escribe—. Pues lo mismo da» (García Ortega, 2019: 326).

32 El asesinato de Pardines, pese a aparecer también como un error, alcanza otra dimensión simbólica. Sobre todo porque su asesino perdió la vida poco después y forma parte de la secuencia de los hechos. Pero también, porque el asesinado era un miembro de la Guardia Civil, que simbolizaba al régimen represivo y a los enemigos de lo vasco.

33 García Ortega se refiere a Telesforo Monzón, figura intelectual del nacionalismo vasco cuya deriva radical le condujo a vincularse con ETA en el exilio y a participar en la fundación de Herri Batasuna en la Transición. Tal como lo cuenta García Ortega, parece probable que Monzón estuviese al tanto de lo ocurrido con los jóvenes gallegos y alentara la desaparición de sus cuerpos.

34 Como afirma Florencio Domínguez, «la investigación más amplia y concienzuda que se ha realizado en torno al secuestro, asesinato y desaparición de Humberto, Fernando y Jorge es la que ha llevado a cabo Adolfo García Ortega para documentar su novela Una tumba en el aire. El escritor ha tratado de localizar y de hablar con todos los que podían estar relacionados con el caso, con aquellos otros que pudieran tener alguna información, bien por formar parte de ETA, bien por ser miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado» (Domínguez, 2020: 13). Esa apreciación hace aún más evidente y sangrante la inacción de las instituciones ante este caso, quienes contribuyeron al éxito del silencio impuesto por ETA. Esa inacción puede comprobarse en el Informe sobre la desaparición de tres jóvenes gallegos el 24 de marzo de 1973, elaborado por la Cátedra de Derechos humanos y poderes públicos de la Universidad del País Vasco en 2018. Como también afirma el propio Domínguez, «la verdad no sustituye a la justicia, pero mitiga el daño cuando esta última no existe» (2020: 14).

35 Disponible en: https://www.abc.es/cultura/cultural/abci-adolfo-garcia-ortega-nacionalismo-mas-­refractario-pensamiento-201903080112_noticia.html?ref=https%3A%2F%2Fwww.google.com%2F. Última consulta: 15/12/2020.

36 Puede apuntarse aquí un curioso dato que recoge García Ortega en sus notas de investigación para escribir su novela. Cuenta cómo José Luis Álvarez Santacristina, alias Txelis, le habla de un cómic que estaría basado en la experiencia que él habría contado al autor (García Ortega, 2020: 31). El cómic es He visto ballenas, de Javier de Isusi (2014) y resulta muy afinado en la fórmula con la que aborda la tragedia humana del terrorismo a través de la vivencia de un preso derrumbado y derrotado en todo su universo simbólico y moral. Nos topamos con ese vínculo entre arte y realidad que cobra todo su sentido en ese reconocimiento sobre la ficción como testimonio veraz. Con todas las licencias que se permita el autor.

37 Sobre las semánticas de la memoria y sus implicaciones en el ámbito público, puede verse Sánchez-Prieto (2020).

38 Aquí se sitúa el nudo gordiano del posicionamiento ideológico, pues desde la perspectiva del independentismo la violencia inadmisible sería, justamente, la que simboliza, representa y efectúa el Estado de derecho con su monopolio de la violencia, que sería ilegítimo.