«La delincuencia me roba tiempo y salud». El Programa Comisarías Cercanas como escenario de dramatización de la victimización

«Crime steals my time and health». The Community-Police Meetings as a scenario for the dramatization of victimization

Violeta Dikenstein*

CONICET y Universidad Nacional de San Martín (Argentina)

Palabras clave

Víctimas Problemas públicos Performance Inseguridad

Resumen: En la Ciudad de Buenos Aires, todos los primeros jueves de cada mes, en el marco del Programa Comisarías Cercanas se reúnen en todas las comisarías porteñas algunos vecinos, funcionarios del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, miembros de la Junta Comunal y los comisarios de turno. El micrófono circula y los participantes demandan medidas, discuten entre sí y con las autoridades presentes. Siguiendo la perspectiva de los problemas públicos, en este artículo nos centramos en la caracterización de la dimensión dramática y expresiva que entraña asumir el rol de víctima de la inseguridad, un problema público que ya lleva décadas enraizado en la escena argentina. A partir de una estrategia metodológica cualitativa basada en observaciones participantes y entrevistas en profundidad, nos preguntamos por el modo de encarnar en dicho rol, los recursos expresivos en juego, las narrativas que son movilizadas en el marco de estos programas específicos, así como rol o performance que las autoridades deben desplegar para brindar una respuesta y demostrar eficacia. Como cierre, el artículo ofrece algunas reflexiones preliminares sobre las implicancias que conllevan los nuevos modos de victimización contemporánea, sobre todo, en aquellos casos donde la víctima no ha sufrido grandes tragedias colectivas.

Keywords

Victims Social problems Performance Insecurity

Abstract: The first Thursday of every month, in the context of the Community-Police Meetings, there is a meeting that involves some residents, officials of the Government of the City of Buenos Aires, members of the Community Board and commissioners on duty. The microphone circulates and the participants demand measures, they argue among themselves and with the authorities. Following a public problem perspective, in this article we focus on the characterization of the dramatic and expressive dimension involved in assuming the role of a victim of insecurity, a social problem that has been rooting in Argentina for decades. Through a qualitative strategy based on participant observations and in-depth interviews, we wonder about the way this role is embodied, the expressive resources at stake, the narratives that are mobilized in these programs, as well as the role or performance that authorities must deploy to provide a response and demonstrate effectiveness. To conclude, the article offers some preliminary reflections on the implications of the new ways of contemporary victimization, especially in those cases where the victim has not suffered great collective tragedies.

* Correspondencia a / Correspondence to: Violeta Dikenstein. Universidad Nacional de San Martín, Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales. Av. 25 de Mayo, 2021 (San Martín, Provincia de Buenos Aires) – vdikenstein@unsam.edu.ar – http://orcid.org/0000-0001-5953-913X.

Cómo citar / How to cite: Dikenstein, Violeta (2022). «“La delincuencia me roba tiempo y salud”. El Programa Comisarías Cercanas como escenario de dramatización de la victimización». Papeles del CEIC, vol. 2022/1, papel 264, -15. (http://doi.org/10.1387/pceic.22477).

Fecha de recepción: enero, 2021 / Fecha aceptación: junio, 2021.

ISSN 1695-6494 / © 2022 UPV/EHU

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1. Introducción

En la Argentina, desde mediados de los años 90, los hechos delictuosos experimentan un crecimiento sostenido. Ciertamente, a partir de ese período, se duplicaron las agresiones contra la propiedad alcanzando un pico máximo en el año 2002 (Kessler, 2014)1. Así, se ha planteado que dicho aumento es corolario de la marginalidad y desigualdad producto de las grandes transformaciones producidas entre los años setenta y noventa2, aunque algunos autores sostienen que el comportamiento del delito ha alcanzado cierta autonomía relativa respecto de los índices de desigualdad registrados en el país (Kessler, 2015). De este modo, la inseguridad3 se asienta en una asociación de la cuestión social con la cuestión delictiva (Kessler, 2009), aunque también, se suele emplear esta categoría para aludir tanto al incremento del delito como al sentimiento de vulnerabilidad y desprotección que esto suscita.

En este contexto, de manera creciente —aunque con ciertos vaivenes— la inquietud por el delito y la seguridad ha ganado un lugar relevante en la agenda pública y en las preocupaciones de los ciudadanos y las ciudadanas. En efecto, al compás del incremento de los índices delictivos y la creciente preocupación pública, la problemática fue adquiriendo centralidad en la agenda mediática, devino en objeto de discusión de especialistas, en espacio para la consolidación de un mercado de la seguridad, foco de demandas de políticas públicas, es decir, ha pasado a revestir como problema público nacional (Kessler, 2014; Lorenc Valcarce, 2009, 2013).

Cabe destacar que, de acuerdo a esta perspectiva, no basta con la existencia empírica de un problema para que devenga en problema público. En efecto, la sociología de los problemas públicos se interroga acerca de por qué nos preocupamos por algunas y no por otras. En un mundo complejo signado por múltiples eventos, por situaciones dolorosas de diversa índole, sólo un pequeño número de circunstancias se vuelven tópico de atención nacional, mediática o política (Gusfield, 2014). El corazón de esta vertiente teórica se basa en que las condiciones objetivas no son inherentemente problemáticas: los problemas sociales son definiciones colectivas (Blummer, 1971). Entonces, la existencia de indicadores objetivos sobre una problemática no es suficiente para que esta devenga en problema público. Así, la configuración de un problema público responde a una suma de procesos que involucra la formulación de demandas y demandantes ante una situación que se considera negativa y que amerita ser resuelta; la elaboración de explicaciones causales sobre el problema dotadas de verosimilitud, una preocupación de carácter extendido en la población y que permanece estable en el tiempo (Pereyra, 2009, 2017). Consideramos que es posible afirmar que la inseguridad se ha configurado en las últimas décadas como un problema de tal naturaleza.

A más de 20 años de su génesis y posterior estabilización como problema público nacional, la inseguridad constituye un modo de nombrar, percibir y experimentar situaciones diversas, fundamentalmente ligadas al delito. No obstante, aún queda por saber qué nuevas formas de victimización entraña la consolidación de un problema público. En efecto, de acuerdo con esta perspectiva teórica, cuando un problema público es exitoso, sus narrativas construyen sentido de realidad, es decir, este tipo de configuraciones contienen relatos sobre la situación problemática donde se elaboran —entre otras cosas— tipos sociales de personas (culpables, víctimas y responsables en resolverlo) (Loseke, 2007). Ahora bien, ¿cómo se performa la condición de víctima de un problema público? ¿Qué argumentos y emociones se motorizan? ¿Cuáles son los recursos expresivos para dar cuenta de la condición de víctima de la inseguridad? ¿Qué estrategias narrativas se ponen en juego?

En este artículo nos centraremos en el análisis del modo de encarnar el rol de víctima de un problema público. Consideramos que la consolidación de este tipo de problemas —en este caso, la inseguridad—, construyen un espacio de vacancia para ocupar determinados roles, entre ellos, el de víctima de la problemática en cuestión. Es decir, la existencia de un problema público permite nombrar ciertos padecimientos, pues hay categorías y relatos públicos a la mano que permiten asumirse víctima de aquellos. De este modo, analizaremos el modo particular de asumir dicho rol de damnificado del problema a partir del análisis de un programa que se muestra propicio para tales fines.

Como estrategia metodológica seguimos una perspectiva cualitativa basada en observaciones participantes en los encuentros mensuales del Programa Comisarías Cercanas a lo largo del 2017, y algunas durante el año 2018, en una Comisaría situada en el barrio de Barracas4. Este barrio, situado al sur de la Ciudad de Buenos Aires, se caracteriza por la mixtura social de sus habitantes: en su interior hay sectores habitados por sectores medios y medios altos y, también, se encuentra uno de los enclaves precarios más grandes de la Ciudad, la Villa 21-245. Asimismo, realizamos entrevistas en profundidad a los vecinos que asistían y a autoridades diversas: un miembro de la Junta Comunal, un alto funcionario del Ministerio de Justicia y Seguridad del Gobierno de la Ciudad y un Comisario de la dependencia correspondiente.

En primer lugar, nos detenemos en un recorrido teórico por diversas vertientes de la literatura académica que contribuyen a la discusión de nuestro objeto de análisis. Allí puntualizamos la centralidad que adquirió la figura de las víctimas en los últimos años, sobre todo, las víctimas de la inseguridad, y su nexo o co-constitución con instancias estatales. Seguidamente, brindamos algunas definiciones acerca de la dimensión dramatúrgica que entraña la performance del rol de víctima desde la perspectiva de la sociología de los problemas públicos. Luego, pasamos a describir el funcionamiento del programa bajo análisis. Posteriormente, nos detenemos en la caracterización del despliegue dramático que desarrollan los y las vecinas participantes del programa. El artículo se cierra con algunas reflexiones sobre la dimensión dramática que entraña la condición de víctima de inseguridad y su co-constitución con agentes estatales bajo estos programas específicos, así como en el avance de algunas en las pistas de análisis sobre los modos de victimización contemporánea, sobre todo, en aquellos casos donde la víctima no ha sufrido grandes tragedias colectivas.

2. Las víctimas y el Estado

La figura de la víctima (y sus familiares) ha alcanzado una inusitada centralidad en las últimas décadas tanto a nivel local como internacional. En el caso argentino, este protagonismo se ha consolidado inicialmente en el marco de las luchas en defensa de los derechos humanos durante la dictadura y, posteriormente, vinculado a los casos de violencia policial e institucional. De este modo, las víctimas devinieron en actores legítimos para sostener reclamos diversos (Pita y Pereyra, 2020). A partir de los años 90 la figura de la víctima se proyectó más allá de la cuestión de los derechos humanos para abarcar otro tipo de reclamos y eventos dañinos. Ciertamente, como afirma Gatti (2016), si dos décadas atrás solamente merecían el sustantivo de víctimas quienes sufrían violencias trascendentales (genocidios, violencia de Estado, familiares de desaparecidos, etc.), en los últimos tiempos este nombre se hizo común, ordinario y, sobre todo, se amplió: «quienes podían usarlo con legitimidad, si antes eran muchos y muchas, ahora son muchos más» (ibídem: 117). De esta manera, hay víctimas de catástrofes naturales, accidentes viales, violencia de género y, en lo que aquí nos atañe, inseguridad ligada a delitos comunes. Así es como en el marco del ascenso y la consolidación de la inseguridad como problema público, las víctimas de delito adquirirán un nuevo protagonismo. A su vez, este fenómeno se produjo en correspondencia con otros procesos de más vasto alcance. En efecto, el creciente protagonismo de las víctimas del delito urbano se vincula con la emergencia de una nueva cultura del control del delito (Garland, 2005). Esta nueva cultura —enmarcada por el autor en el contexto anglosajón— se caracteriza, entre otras cuestiones, por una penalidad más punitiva donde los delincuentes merecen menor empatía social. Si antes la reinserción tenía un lugar primordial, ahora ese aspecto pierde centralidad en detrimento de la prevención de las futuras víctimas. Entonces, el delincuente y su reinserción pierden centralidad a la par que la víctima adquiere relevancia y se individualiza, deviene en un modo fundamental de subjetividad contemporánea (Calzado, 2014; Gatti, 2017) y, como veremos luego, se vuelve el foco de las políticas de prevención del delito.

En Argentina, la conjunción de estos procesos se tradujo en una creciente importancia de las víctimas y los familiares de víctimas de la inseguridad. Ya desde el caso de Axel Blumberg6 como uno de los hitos más memorables, estos actores irrumpieron la esfera pública del país mediante un creciente activismo (Galar, 2016; Calzado, 2014), motorizando reclamos y protestas tanto en el espacio público (calles, redes sociales, interacción con los medios de comunicación, etc.) como en escenarios institucionales (tribunales, ministerios, etc.).

Asimismo, el creciente protagonismo de las víctimas ha tenido un correlato cada vez más significativo en el despliegue de política pública y programas estatales (Pita y Pereyra, 2020). En estas instancias, las víctimas son nombradas por otros profesionales, atendidas por especialistas, encauzadas por mecanismos burocráticos, es decir, las víctimas son socialmente producidas (Pita y Pereyra, 2020; Zenobi y Marentes, 2020). Entonces, la condición de víctima no está dada, sino que emerge mediante mecanismos sociales que las produce y, allí, los dispositivos estatales diseñados para encauzarlas contribuyen en este proceso de producción. Tal como afirma Schillagi (2018) el vínculo de las víctimas con el Estado no es meramente contencioso, sino que se relacionan a través de agentes que se desempeñan en el marco de dispositivos orientados a gestionar la situación crítica que atravesaron. Así, las víctimas circulan por el Estado y sus dispositivos diseñados para su contención (y su gestión), de modo tal que víctimas y Estado, lejos de oponerse, se co-constituyen e interactúan.

En este trabajo abordamos dicha intersección y co-constitución en un programa que, si bien no está diseñado explícitamente para las víctimas, constituye una esfera donde los ciudadanos y las ciudadanas asisten para ejercer ese rol de damnificado. Se trata de «Comisarías Cercanas», un programa que depende del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y que implica una estrecha coordinación con el Ministerio de Justicia y Seguridad y la Policía de la Ciudad. El programa consiste en la realización de encuentros mensuales en cada una de las comisarías de la Policía de la Ciudad. A los encuentros concurren representantes del Ministerio de Justicia y Seguridad de la Ciudad de Buenos Aires, jefes policiales, comuneros/as y vecinos y vecinas que residen en la zona geográfica afectada a la comisaría, con la finalidad de discutir situaciones locales vinculadas al ámbito de la inseguridad (MacColman y Giormenti Moravec, 2019).

El Programa Comisarías Cercanas puede encuadrarse dentro de las llamadas tácticas de prevención comunitaria que surgen como consecuencia de lo que la literatura anglosajona ha llamado «giro preventivo» (Garland, 2005; Crawford y Evans, 2016). Ante el creciente protagonismo de las víctimas y el desdibujamiento de la rehabilitación del delincuente que hacíamos referencia anteriormente, cobra relevancia la prevención del delito, es decir, intervenir antes de que este se produzca para evitar que suceda (Sozzo, 2000). En este giro preventivo —que tales autores datan para los países centrales desde los años 80— se ha señalado la emergencia la sociedad civil como un agente significativo. Bajo las llamadas «estrategias comunitarias», se convoca a «los vecinos» a cogestionar la seguridad; es decir, mediante programas basados en un énfasis en la organización y participación comunitaria como una estrategia de prevención del delito (Tonry y Farrington, 1995; Crawford y Evans, 2016; Edwards y Hughes, 2002). En consonancia con tales procesos, hacia finales de la década del 90 se han desarrollado en América Latina, en general, y en Argentina, en particular, numerosas iniciativas de las llamadas políticas de prevención comunitaria (Dammert, 2003; Sarmiento, Ceirano, y Segura, 2007; Pegoraro, 2002; Eilbaum, 2004).

El programa bajo análisis se inaugura en 2017, en el marco de un cambio institucional dentro de las fuerzas de seguridad locales, con la conformación de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires7 (Maglia y Dikenstein, 2018). Uno de los perfiles que se pretendía para esta fuerza se basaba en la «cercanía con el vecino»8 y obtener una «mirada más territorial» es decir, una fuerza con una impronta de cercanía con el territorio porteño y sus habitantes. No obstante, más allá de sus objetivos explícitos —ya sea acercar a la policía con la «comunidad» o procurar la prevención del delito—, nos interesa observar los usos que hacen los participantes de tales espacios, en particular, analizar los modos en que los vecinos que asisten a las reuniones performan, manifiestan, expresan su malestar por la problemática de la inseguridad instando a las autoridades a que hagan algo al respecto. Es decir, nos centraremos en la dimensión performativa que despliegan los participantes para dramatizar su carácter de víctima del problema.

3. El programa Comisarías Cercanas como escenario de dramatización de las víctimas

Los problemas públicos no pueden ser directamente experimentados; son una entidad abstracta, un constructo que no existe empíricamente en ningún sitio. Nadie atraviesa personalmente las tasas de delito, las olas de inseguridad, la caída o la baja de los homicidios, nadie observa hurtos o asesinatos todos los días. No obstante, tenemos creencias sobre la sociedad que son públicas en dos sentidos: porque son compartidas y porque aluden a un conjunto de acontecimientos que nosotros no vivenciamos ni podemos vivenciar (Gusfield, 2014). A pesar de la imposibilidad práctica de vivir en persona un problema público, creemos en su existencia. Es que el mundo de los hechos es confuso y caótico, pero la inseguridad —en tanto problema público— puede ordenar esa maraña. En efecto, la categoría tiene una gran potencia para organizar los eventos de la experiencia asociados al delito, señalar a los culpables, la causa del problema y sus soluciones. Habilita, también, a que ciertos actores se identifiquen víctimas del problema. Consideramos que las categorías públicas propician esas operaciones, dan lugar a determinados roles: víctimas o portavoces que desean justicia, victimarios, responsables políticos de resolver el problema, entre otros posibles. De este modo, en el siguiente apartado, nos detendremos en el modo de asumir el rol de víctima de un problema público.

Nuestra investigación versa sobre las dinámicas que comporta un problema público en un barrio y no en un plano nacional, tal como se ha realizado mayoritariamente en los trabajos desde esta perspectiva teórica. Hallamos que hay escenarios donde el problema se dramatiza: se señalan culpables, se construyen víctimas. Consideramos que el programa Comisarías Cercanas es uno de estos escenarios de dramatización del problema a escala barrial.

En su carácter de constructo, los problemas públicos tienen una dimensión indisociablemente dramatúrgica: el padecer que suscita debe ser performado o representado. Con esto no queremos decir que las personas no tengan una preocupación genuina por la inseguridad, ni que la dramatización sea una impostación ficticia de lo que experimentan. Entonces, a diferencia de otras problemáticas, los problemas públicos en las escalas barriales tienen asidero para ser discutidos en lugares específicos donde son problematizados, tematizados: son hablados. Sobre todo, son dramatizados. Requieren de lugares donde trascender la insatisfacción en un plano individual o privado y pasar a instancias públicas (locales) donde poder compartir las inquietudes que provoca con otros igual de preocupados. Allí, los actores asumen roles: de damnificados, de víctimas, de persona competente para hacerse cargo y resolverlo. De esta manera, como observaremos a continuación, estos escenarios de dramatización del problema son, a su vez, una oportunidad para los residentes de la zona y participantes del programa de encarnar el rol de damnificado, es decir, de performar, narrar y manifestar su condición de víctima del problema.

3.1. Vecinos en escena: la dramatización del rol de víctima

El objetivo del programa Comisarías Cercanas es involucrar a los vecinos con la seguridad. Para ello, todos los primeros jueves de cada mes, los residentes del barrio que desean acercar sus demandas, se encuentran con comisarios y funcionarios del gobierno porteño, con el fin de que «haya una relación directa entre los vecinos y la Policía, con colaboración permanente a la hora de acercar reclamos y sugerencias»9.

Las reuniones se realizan en «casino» de la comisaría, una amplia sala donde los policías pasan su tiempo libre, almuerzan y cenan, realizan eventos, etc. Allí, disponen dos grandes bloques con varias hileras de sillas plegables de madera. Los participantes son generalmente adultos de mediana edad y adultos mayores (entre 45/50 y 80 años), y las pocas veces que participan personas más jóvenes suelen ser mujeres, frecuentemente junto con algún hijo pequeño. Hay, también, un «elenco estable», un núcleo de vecinos que participan casi sin excepción de todas las reuniones.

En la apertura de cada reunión, una coordinadora suele explicar las reglas del juego: el procedimiento consiste en elaborar una lista de oradores con los participantes que desean presentar una demanda o reclamo a las autoridades. Se da lugar a que hablen tres oradores, un minuto cada uno, y luego de esa ronda el comisario u otra autoridad pertinente responde a esas intervenciones. Por supuesto este esquema nunca es respetado, las reglas se rompen una y otra vez: hay oradores que intervienen sin anotarse, otros que se adelantan a su turno porque consideran pertinente interceder en un momento determinado del diálogo, oradores que hablan más de una vez en distintas oportunidades, o varios participantes que intervienen elevando la voz al mismo tiempo.

Del lado de las autoridades, se encuentra siempre presente el comisario o el subcomisario (a veces uno solo, otras ambos al mismo tiempo). También, participan de manera rotativa diversas autoridades del Gobierno de la Ciudad: el Subsecretario de Gestión Estratégica y Calidad Institucional, el Subsecretario de Emergencias del Ministerio de Seguridad; el Coordinador General del Instituto de la Vivienda, etc. Estos actores realizan intervenciones y comentarios en los debates, asesoran ante las diversas demandas. Finalmente, en todas las reuniones, se encuentran presentes miembros de la Comuna y, eventualmente, participa alguno de los comuneros.

El modo de disponer el espacio para las reuniones nos brinda una pista sobre cómo se pretende que ocurran los intercambios: de un lado, sentados en sus sillas, los vecinos harán sus reclamos. Del otro, frente a ellos, un puñado de autoridades se responderá a sus demandas. Es decir que en el espacio o escenografía ya define entre autoridades y vecinos un tipo de interacción que no será horizontal. No obstante, como habremos de observar, los vecinos se consideran portadores de una superioridad moral respecto de los funcionarios y que la habrán de expresar en sus performances y demandas.

Ahora bien, ¿cómo se performa la condición de víctima de un problema público? ¿Qué argumentos y emociones se motorizan por parte de los vecinos para llevar a las autoridades la urgencia y la gravedad de la inseguridad? ¿Cuáles son los recursos expresivos para dar cuenta de la condición de víctima de la inseguridad? ¿Qué narrativas ponen en juego?

Ante la presencia de otros, las personas buscan transmitir una impresión determinada (G­offman, 2007). Los actores movilizan una dotación de signos expresivos (vestimenta, porte, pautas de lenguaje, expresiones faciales, gestos corporales) que son vehículos transmisores de signos, con el objetivo de ser visto y percibido de un determinado modo, de definir a favor suyo la situación social que los tiene involucrados (Meccia, 2005). En ese sentido, siguiendo a Gusfield, la acción puede ser entendida como texto, como persuasión, pues está orientada a una audiencia: «la presencia de la audiencia hace que nuestro comportamiento se ajuste conscientemente a los espectadores» (2015: 15). De este modo, los encuentros en la comisaría son una oportunidad única para que los residentes del barrio expresen sus malestares vinculados al delito ante autoridades competentes. De algún modo, deben aprovechar las circunstancias para que sus reclamos sean reparados y escuchados. Deben lograr que sus problemas particulares conciten una atención suficiente para que las autoridades hagan algo al respecto. Los vecinos que asisten al programa desarrollan, así, una serie de narrativas, que buscarán poner en escena el padecer que el problema les suscita en sus vidas diarias.

3.2. Estrategias narrativas y maniobras de engrandecimiento

Sentados frente a las autoridades, con tono acalorado, los vecinos despliegan una serie de argumentos que pueden referirse a casos puntuales que vivenciaron en primera persona, o bien, argumentos con pretensiones más amplias. En efecto, hay, a grandes rasgos, dos tipos o estrategias narrativas en juego que los vecinos sacan a colación en las reuniones: los relatos de victimización sufridos ante un episodio puntual de delito, o bien, los relatos de mayor alcance.

En el primer grupo de narrativas encontramos que los participantes suelen asistir para relatar episodios de delito que atravesaron en los últimos tiempos. Estos episodios pueden ir desde eventos traumáticos de victimización, hasta contravenciones, es decir, situaciones que no llegan a ser delito. Por ejemplo, en la reunión, una oradora rompió en llanto al relatar que la semana anterior había despertado a la madrugada con dos intrusos en su habitación, que la ataron junto con su marido y su madre, y «agradece a Dios» que sus hijos no se despertaron. Luego, destrozaron su hogar: acuchillaron los sillones, rompieron los placares, y «se llevaron todo». Tras relatar el episodio, menciona que asiste a esta reunión con el fin de saber qué ocurre una vez que se realiza la denuncia, por qué no acudieron a tomar huellas digitales o indagar las cámaras de seguridad de la zona. «Ya no duermo tranquila», afirma, «me siento vulnerada». Intrusos que caminan y roban por las terrazas, intentos de secuestro a algún hijo/a, hurtos de automóviles, puntos de venta de «paco»10 en ciertas zonas del barrio, suelen ser algunos de los hechos de victimización que los participantes sacan a colación en las reuniones.

Un elemento recurrente en este tipo de relatos, consiste en la evocación de una suerte de prontuario de victimización. En efecto, a la hora de relatar el episodio vivido, los participantes también enumeran eventos delictivos de los que fueron víctimas en el pasado. Algunos, incluso, acuden con una carpeta donde reúnen los papeles de todas las denuncias realizadas. Al momento de exponer su situación mencionan la cantidad de robos que sufrieron en sus vidas y exhiben la carpeta como testimonio de ese prontuario. Como afirmábamos al comienzo de este artículo, aquí no estamos ante víctimas de violencias trascendentales, sino de víctimas «en minúsculas». En ese sentido, tal como afirman Gatti y Martínez (2017), el mundo de las víctimas no es homogéneo, sino que está signado por jerarquías: las hay aristocráticas y comunes, las reconocidas y reparadas y las que no. Así, aquellas que gozan de posiciones consolidadas, funcionan como parámetro de sufrimiento. Por su parte, las víctimas ordinarias son mucho más numerosas y consideran que les corresponde ocupar una posición de mayor relevancia de las que se les asigna. Por eso es que luchan: para diputar legitimidad y centralidad en la escena.

Entonces, justamente por ese carácter minúsculo, es decir, no tan inmediatamente demostrable ni tan trascendental como el que sufrieron otras personas en grandes tragedias colectivas, es necesario «engrandecer» el padecimiento, demostrar su magnitud para atestiguar el malestar. Es decir que echan mano a diversas «maniobras de engrandecimiento» (Boltanski, 2000) para que su denuncia sea escuchada. De este modo, llevar la cuenta de los episodios de victimización sufridos a lo largo de una vida, armar sus propias series y llevar ese prontuario en papel con documentos que lo atestigüen, puede interpretarse como una de estas maniobras y, así, lograr acreditar su condición de víctima. Pero también, es una estrategia para obtener la atención necesaria para alcanzar algún tipo de respuesta al problema planteado. Además, mediante estas maniobras, pretenden sortear el posible descrédito o la descalificación a sus denuncias. Se apoyan en tales operaciones para darle una impronta de legitimidad y normalidad a sus planteamientos y evitar que sean leídas en términos patológicos o irracionales, pues «ser considerada normal es la condición mínima que debe satisfacer una denuncia para tener posibilidades de éxito» (Boltanski, 2000: 276).

Generalmente, los participantes, vecinos del barrio, se conocen entre sí y también conocen los episodios de victimización que sufrieron los otros. En efecto, algunos merecen más deferencia, fundamentalmente en virtud de la gravedad de los episodios sufridos. Carlos es uno de ellos, «las pasó todas». «Tenés que hablar con Carlos», nos decían los vecinos con los que conversábamos, «el pobre hombre» había padecido algo terrible. Con el tiempo, supimos que su hija había sufrido una violación 10 años atrás. También, en su carácter de comerciante (tiene un local en el barrio), fue víctima numerosos episodios delictivos. Pero lejos de llevar un porte dolido, Carlos es un participante activo que interviene con ímpetu y virulencia, «ustedes no tienen ni idea», les achaca a las autoridades cuando se discute algún episodio reciente. Carlos también saca a relucir su prontuario de victimización cuando hace de orador. Por ejemplo, en una ocasión mencionaba que ya va por la denuncia número 20: «tengo una carpetita con todas las denuncias que hice, que ya llegan a 20, la primera data de 2007 [en alusión al episodio de su hija]». El episodio de su hija, lejos de ser un tabú, es sacado a colación por este actor en numerosas ocasiones. Entonces, si decíamos que aquí las víctimas son «víctimas en minúsculas» (Gatti y Martínez, 2017), lo cierto es que algunas tienen más estatus que otras y no requieren grandes maniobras para dotarse de legitimidad o magnitud: con mencionar el episodio es suficiente para ser reconocidas como tales. De este modo, como indicábamos anteriormente, el mundo de las víctimas no es homogéneo sino que está signado de jerarquías (ibídem), pero también al interior del universo de víctimas ordinarias hay distinciones internas y posiciones plurales.

Carlos, además, es un gran orador y, con el correr del tiempo, fue modulando sus intervenciones. Ciertamente, en los primeros encuentros sus relatos tenían un carácter extravagante, crítico y exaltado: manifestaba sus deseos de ajusticiar a los delincuentes, atropellarlos con su vehículo. Luego, en encuentros posteriores, fue evitando estas exclamaciones. De este modo, los participantes atraviesan una suerte de aprendizaje dramático en los encuentros. Sobre todo algunos de ellos, aprenden qué tipo de expresiones y exclamaciones son las más «escuchables» por el resto de los participantes, y percibidas —siguiendo a Boltanski— como «normales». Cuáles tienen mayor impacto en la atención de las autoridades, cuáles brindan mayor legitimidad y reconocimiento frente a los otros vecinos participantes. En algunas ocasiones, la destreza para manejar estas performances en público redundará en contactos más personales con los actores institucionales y, posteriormente, permitirá construir a los vecinos un rol de activista local de la seguridad (Dikenstein, 2019).

Tal como ha sido señalado en la literatura sobre familiares de víctimas de violencia institucional en el espacio judicial (Tiscornia, 2008; Pita, 2004; Bermúdez, 2015), en este tipo de instancias de dramatización, las víctimas o sus familiares ponen en juego (y aprenden a desplegar) una serie de recursos dramáticos a través de gramáticas y lenguajes corporales de los afectos, en donde se expresa la indignación y el dolor de la pérdida (Vianna y Farias, 2011); así como un interés por dramatizar una suerte de subversión de las relaciones de poder y desafío a la autoridad, es decir, las fuerzas de seguridad (Pita, 2010). En nuestro caso, y salvando las distancias, si bien los vecinos que asisten a las reuniones desafían de algún modo la idoneidad y la eficacia de las autoridades para afrontar la problemática de la seguridad en el barrio, lo cierto es que —en la mayoría de los casos— no incurren en una subversión manifiesta de los roles. Los vecinos permanecen en el sitio de la sala que se les ha asignado, vociferan y manifiestan su indignación pero guardan cierto respeto por la autoridad policial, reconocen su labor y su esfuerzo, aunque siempre exijan más. En suma, los vecinos aprenden a dramatizar su condición de víctima de la inseguridad, pero eso no implica una resistencia o impugnación radical y abierta a las autoridades presentes, persiste algún tipo de cooperación, de mutuo reconocimiento.

Asimismo, para dar cuenta del malestar que la problemática de la delincuencia (y las incivilidades) suscita, los participantes suelen mencionar los cambios que debieron introducir en sus prácticas cotidianas: «cambié mi ritmo de vida», «mi casa ya es un fuerte», «no puedo arriesgarme a salir a la calle»; también mencionan los grandes gastos que les insume procurarse seguridad (servicios de seguridad privada, cámaras, rejas, etc.). En una ocasión, por ejemplo, un hombre comentaba que debe acompañar a su mujer al trabajo y que decidió hacer teletrabajo desde su hogar para proteger a sus hijos, y menciona que «en Brasil los policías les pegan unos tiros en la cabeza de los delincuentes y listo».

Cabe señalar que afirmaciones como la última suelen recibir comentarios de aprobación acalorada por parte del resto de los asistentes. Es que aquí reina cierto consenso en torno a la definición de la inseguridad, sus culpables y las medidas necesarias para paliarla. Esto no significa que todos los residentes del barrio estén de acuerdo, sino que quienes acuden a estos espacios comparten ciertas ideas comunes sobre el problema. La inseguridad como problema público no flota de modo abstracto en las escalas locales. Por el contrario, hay esferas donde toma forma concreta y actores que se apropian y motorizan por diversas instancias a la problemática. Las reuniones en la comisaría es una de esas esferas y los vecinos que participan efectúan una apropiación nativa sobre la problemática. Asimismo, no todos los actores que entrevistamos buscan encuadrarse dentro de ese rol: algunos rehúyen y rechazan el discurso securitario. Por ende, no todos están interesados en asistir a este tipo de eventos, ni desean asumirse como víctimas o familiares de víctimas de la inseguridad (Dikenstein, 2020).

Además de relatar episodios de victimización que han padecido, los participantes también pueden aprovechar la oportunidad para aventurar demandas de mayor alcance. En estos casos, los participantes se colocan como víctimas del problema público «en abstracto»: sufren la existencia de la inseguridad, aún sin haber padecido directamente un episodio de delito. Por ejemplo, Isabel, una participante asidua, no narra episodios de victimización que ha sufrido, sino que asiste para denunciar su descontento con el sistema judicial y, por ende, la persistencia de la problemática. En efecto, manifiesta recurrentemente su descontento respecto de la justicia: «los jueces están a favor de los chorros11 y están recibiendo dinero». «¿Qué pasa con la justicia?» demandaba a las autoridades en otra ocasión, «los delincuentes salen como si nada. Hay que armar un relevamiento de jueces corruptos y que se vayan». De este modo, Isabel urde su propia teoría causal sobre la problemática y la exhibe en público: según ella, el delito persiste porque la justicia no funciona correctamente, porque los jueces son corruptos y dejan en libertad a los delincuentes. No obstante, este tipo de comentarios no son de los más «exitosos», no son los mejor recibidos por las autoridades ni por el resto de los participantes. En efecto, cuando una persona narra sus padecimientos a causa de un episodio de delito sufrido, la recepción del prójimo es de empatía e indignación: las autoridades prometen alguna solución, los vecinos asienten con compasión. Pero intervenir para denunciar a la justicia es un tanto desconcertante, pues la solución no está a la mano de ninguno de los presentes, el problema aparece en un plano más abstracto, el sufrimiento que suscita no es inmediatamente tangible.

A veces, los participantes que asisten no tanto para relatar un episodio de victimización que han sufrido, sino para manifestar su malestar por la inseguridad, suelen incurrir en otro tipo de maniobras de engrandecimiento. Por ejemplo, en una ocasión, un participante que estaba preocupado por la formación policial para hacer frente a la delincuencia, deslizó que él hizo el servicio militar y que su padre había sido policía: «tengo familiares policías». Otra estrategia del estilo es mencionar intercambios o reuniones que algunos participantes tuvieron oportunidad de alcanzar con alguna autoridad de mayor envergadura. Por ejemplo, Beto, un participante activo que lleva numerosas iniciativas en el barrio para contribuir a mejorar la problemática, no pierde oportunidad para mencionar que se reunió con un alto funcionario del Ministerio de Seguridad de la Ciudad o las próximas reuniones que habrá de concretar. De este modo, demostrar cercanía con el mundo policial o los encargados políticos de la seguridad de la Ciudad, son modos de incrementar la propia investidura, colocarse en un pie de igualdad o, al menos, de proximidad con actores de mayor estatus y, así, procurar engrandecerse a sí mismos como portavoces (Boltanski, 2000).

En definitiva, ya sea para mencionar episodios de delito sufridos en primera persona o por familiares cercanos, o bien, para manifestar la insatisfacción que les provoca la problemática de la inseguridad, los participantes motorizan diversos recursos narrativos de engrandecimiento, maniobras que, bien logradas, concitarán la atención de las autoridades como del resto del auditorio. Pero también, deben superar la prueba de normalidad de la denuncia: si, como en el caso de Isabel, se elabora una demanda más «abstracta», como por ejemplo, cuestionar el funcionamiento de la justicia, la recepción de aquel reclamo será incierto. De hecho, en más de una ocasión, los participantes rompieron en risas ante dicha intervención. En términos de Boltanski, no se ajustó a la coacción de normalidad que están sujetas.

Volviendo a nuestra caracterización del rol de víctima de la inseguridad, cabe mencionar un aspecto más que hace al clima de las reuniones y el tipo de lenguaje expresivo que está en juego. En estos encuentros mensuales, el ambiente es tenso y serio, todos portan cierto aire de gravedad en sus rostros. Intervenir para poner de manifiesto el carácter de víctima por parte de los vecinos debe hacerse desde una tesitura específica que denote urgencia, malestar y padecimiento. Incluso, algunos participantes se ponen de pie al momento de hacer sus intervenciones, acompañan sus relatos con ademanes grandilocuentes, alzan el tono voz, levantan sus brazos en señal de indignación. En ese sentido, a la hora de relatar los episodios de delito o incivilidades antes descritos, ponen en juego un lenguaje emocional, o bien, directamente expresan emociones. Algunos lloran, otros gritan. Hay que performar el padecer y el sufrimiento, ponerlos de manifiesto. Decíamos al comienzo de este texto que la inseguridad como problema público, da lugar a nuevas categorías para entender y encuadrar en un relato más o menos ordenado la experiencia cotidiana, que es confusa y caótica. También, que esto da lugar a nuevos roles sociales, o bien, que en este marco, las personas que atraviesan episodios de delito pueden encuadrar tales vivencias como un hecho de inseguridad y, así, asumirse víctimas del problema. Asimismo, al ocupar ese rol y desplegar dicha performance, le otorgan una entidad concreta y situada a un problema público, que se caracteriza por su carácter abstracto. Asumir este rol es un modo de sentir y actuar particular, implica revivir emocionalmente episodios traumáticos, poner de manifiesto el sufrimiento que produce la problemática. De este modo, como afirmábamos, si la acción puede leerse como texto destinado a un púbico, aquí los actores motorizan narrativas de padecimiento, acompañadas de una serie de expresiones emocionales que enfaticen ese malestar y, así, persuadir a la audiencia de la urgencia del problema que están atravesando, que algo debe hacerse al respecto. Aunque el evento vivido haya ocurrido semanas atrás, los participantes reviven en público las emociones que atravesaron. Entonces, los relatos en juego no son mesurados, sino que se invoca a un acalorado tono emocional: «la delincuencia me roba tiempo y salud», «estamos todos desamparados», «tenemos miedo», «quiero que alguien me cuide». Incluso, algunos de los participantes nos han reconocido que se retiran estresados de las reuniones. «Me voy aterrada», mencionaba en una ocasión una participante asidua. En definitiva, para ser víctima hay que performar esa condición: no basta con haber padecido un episodio de delito, es necesario también motorizar esa experiencia, dramatizarla frente a otros —vecinos y autoridades— quienes, a su vez, deben reconoceros como tales. Es decir que deben atravesarse procesos de escenificación y puesta en forma, de apropiación performática de dicha categoría. Y este proceso no es solitario: se hace frente a otros y en espacios que se muestran propicios para ello, en este caso, una política pública de participación ciudadana.

Tal como afirma Jimeno la comunicación de las experiencias de sufrimiento permite crear una «comunidad emocional»:

«En la narración de la experiencia se crea un terreno común, compartido entre narra­dor y escucha, en el que no sólo se intercambia y pone en común un contenido simbólico (cognitivo) sino también, y sobre todo, se tiende un lazo emocional que apunta a reconstituir la subjetividad que ha sido herida: se crea una comunidad emocional.» (2007: 262)

De este modo, la puesta en común del malestar y los episodios traumáticos vividos, además de constituir un elemento importante de la performance del victimizado, también permite crear lazos de mutuo apoyo.

Pero, por supuesto, este tono de exacerbación emocional, irritación y disgusto no necesariamente es reflejo de la tesitura con la que estas personas transitan sus vidas cotidianas. Esto resultó evidente cuando conversamos con algunos de estos actores fuera del contexto de las reuniones. Efectivamente, al entrevistar a Carlos en su kiosco nos sorprendimos de encontrarlo amable, simpático y dicharachero. Lo mismo nos ocurrió con Isabel, quien suele hablar enardecida, en tono alto y decidido durante las reuniones. En más de una ocasión discutió a los gritos con alguna autoridad presente y con otros participantes. No obstante, en nuestro encuentro habló con una voz templada y serena, nos respondió con calma y paciencia. Son, entonces, «fachadas»12 y performances específicas las que están en juego en las reuniones.

4. Comentarios de cierre

Mensualmente, vecinos y autoridades se encuentran cara a cara para conversar acerca de los problemas de inseguridad en el barrio. Los unos expresan su padecer frente al problema, mientras que, los otros, buscan demostrar su capacidad para resolverlo. A lo largo de estas páginas hemos procurado caracterizar la performance de la victimización, que no se desempeña en solitario, sino que emerge en interacción con autoridades públicas y en programas diseñados por agencias estatales, que habilitan a los ciudadanos y ciudadanas (que desean hacerlo y se identifican con esta condición) a ejercer este rol. Tal como señala la literatura especializada, las víctimas pueden co-constituirse en el marco de dispositivos estatales: la condición de víctima no está dada, sino que emerge mediante un proceso social que las produce y, allí, los dispositivos estatales diseñados para encauzarlas contribuyen en este proceso de producción.

Estos encuentros mensuales son una instancia donde los residentes del barrio pueden ejercer y construir, en el marco de un tiempo y espacio determinados, el rol de víctima. Pueden acercarse a narrar los acontecimientos de delito padecidos, revivir las emociones que allí atravesaron y demandar una solución o reparación ante lo experimentado. De algún modo, se trata de espacios institucionalizados para la descarga del malestar que el problema supone, y manifestar ante miembros del gobierno la necesidad de una respuesta. En los encuentros, los participantes se anotician sobre otros episodios que sufrieron sus vecinos, o bien, confirman la gravedad que asume el problema en el barrio. También es una ocasión para ir a encarnar el rol de víctima, salir del padecimiento solitario que puede llegar a provocarles el problema e ir a canalizarlo junto con otros pares, así como demandar medidas y soluciones.

El rol de damnificado o víctima de la inseguridad, entonces, se encarna de modo emocional y exaltado. El malestar que el problema provoca puede ser puesto en evidencia ante las autoridades y el resto de los participantes. Al hacerlo, el problema público cobra un carácter concreto y tangible. Asimismo, observamos que los participantes pueden asistir como víctimas de un delito en particular o como víctimas del problema «en abstracto»: sufren la existencia de la inseguridad, aún sin haber padecido directamente un episodio de delito.

Asimismo, este rol se encarna de un modo particular, pues no se constituye un colectivo de víctimas articulado, sino que cada residente asiste individualmente, interviene y luego se retira con una respuesta más o menos satisfactoria a su reclamo. Así, estos actores hacen de víctimas de modo episódico, en un tiempo y lugar delimitados, en un momento determinado del mes y en el marco de un programa institucional. Es posible sostener, entonces, que la inseguridad, en tanto problema público y preocupación cotidiana, produce un malestar latente que es posible canalizar, entre otros lugares posibles, en el contexto de estos espacios delimitados y diseñados para tales fines.

Posar la mirada en la dimensión dramática y expresiva que entraña asumir el rol de víctima de un problema público permite vislumbrar algunas pistas de análisis. Puntualmente, comprender qué implicancias conlleva los nuevos modos de victimización contemporánea, sobre todo, en aquellos casos donde la víctima no ha sufrido grandes tragedias colectivas. En ese sentido, cabe destacar que estas víctimas «menores» deben acudir a diversas estrategias de engrandecimiento. Si bien, en este caso, se encuentran en espacios diseñados para dar cauce a sus padecimientos por el problema, pareciera que con eso no alcanza: la condición de víctima debe ser puesta de manifiesto recurriendo a diversas estrategias que acrediten dicha condición. También, es posible reflexionar que a ser víctima se aprende: estos espacios de encuentro recurrente son también instancias de aprendizaje dramático donde los vecinos que asisten van asimilando cuáles son los recursos más eficaces para ser escuchados y convocar la atención del auditorio, sobre todo, de las autoridades.

Utilizar la metáfora del drama implica denotar cierto hacer creer, afirma Gusfield (2014), insistir en que algo es merecedor de atención y reparo. Si entendemos a la acción como texto, como un acto que intenta persuadir a una audiencia, la dramatización de la victimización puede interpretarse entonces de este modo: como una vía posible adonde performar un malestar (insistimos, válido y genuino) en un rol socialmente disponible. Entonces, una política pública asociada internacionalmente a la prevención del delito es reapropiada por los actores y se trasforma a su vez en un escenario de dramatización de la victimización. Pero, también, se convierte en un lugar de encuentro con otros que comparten la preocupación que experimentan la misma desazón e incluso atravesaron episodios dolorosos y traumáticos y, así, construyen lazos endebles e intermitentes.

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1 Ver el Informe de la Dirección Nacional de Política Criminal del Ministerio de Justicia, Seguridad y DD.HH. donde se observa la evolución anual de las tasas de hechos delictuosos, que evidencian un crecimiento sostenido: http://www.jus.gob.ar/media/109054/Argentina2008_evol.pdf. Última consulta: 20/01/2020.

2 En la historia argentina, la dictadura militar inauguró un nuevo proceso de acumulación basado en la apertura financiera, el desmantelamiento del tejido industrial, la privatización de los servicios públicos, la retracción del Estado de Bienestar, entre otros cambios estructurales; reformas que se profundizaron con la posterior apertura democrática, fundamentalmente durante el gobierno de Carlos Saúl Ménem entre 1989 y 1999. Estas medidas impactaron profundamente en el tejido social, incrementando dramáticamente los niveles de marginalidad y pobreza (Torrado, 2010).

3 Esta construcción se asienta sobre el vínculo entre delitos callejeros y pobreza, de modo que excluye otros sentidos posibles, como los vinculados a las inseguridades sociales (protecciones sociales, desempleo, etc.), al tiempo que ocluye y exceptúa otros tipos de delitos (desfalcos, fraudes contra la administración pública, etc.) (Dallorso, 2014).

4 A los fines de preservar el anonimato de los participantes, omitimos referencias específicas que den cuenta de la comisaría donde transcurrió el trabajo de campo.

5 La población que allí reside presenta altos índices de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI). A la precariedad en las condiciones de vida se suma la contaminación producto de la cercanía del Riachuelo, lo cual genera una serie de padecimientos ambientales para los habitantes (Carman, 2017; Auyero y Swistun, 2008) tales como la presencia de plomo en sangre en sus residentes, donde los niños son los principales grupos de riesgo.

6 Axel Blumberg fue un joven que fue secuestrado el 17 de marzo del 2004 y posteriormente asesinado. Tras la muerte de su hijo, Juan Carlos Blumberg convocó a movilizaciones de gran magnitud y de repercusión mediática, que en poco tiempo cristalizaron con la transformación de una serie de artículos del Código Penal y del Código Procesal Penal de la Nación que, entre otras cosas, tendieron hacia un endurecimiento de los castigos (Calzado, 2015).

7 Hasta el año 2016, la seguridad de la Ciudad de Buenos Aires se encontraba regida por cuatro fuerzas policiales y de seguridad. Tres de ellas federales —la Policía Federal Argentina (PFA) y, a través del Operativo Cinturón Sur, la Gendarmería Nacional Argentina (GNA) y la Prefectura Naval Argentina (PNA)— y una municipal —la Policía Metropolitana (PM), creada en el año 2008 (Ley N°2894)—. El 18 de enero del año 2016, se aprueba el convenio de transferencia progresiva entre el Estado Nacional y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, donde la última asume «todas las funciones y facultades de seguridad en todas las materias no federales para ser ejercidas en el ámbito de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires» (Convenio 1°/16, Resolución Nº 298/LCBA/015) (Maglia y Dikenstein, 2018).

8 Vale mencionar que el uso del término «vecino» no es azaroso sino que entraña significados locales y culturales. A grandes rasgos, la categoría vecino entraña un juego de oposiciones: es lo contrario tanto a los políticos como a los delincuentes, o bien, vecinos marginales que aparecen como amenazantes (Sarmiento, Ceirano, y Segura, 2007; Tufró, 2012). Es decir que cuando se invoca a los vecinos, se hace referencia a un colectivo restringido, esto es, los residentes «respetables» de un barrio o sector de la Ciudad, pero no incluye a políticos, militantes, funcionarios, ni delincuentes, marginales, etc.

9 Ver: http://www.policiadelaciudad.gob.ar/?q=content/segunda-jornada-de-comisar%C3%ADas-cercanas. Última consulta: 06/05/2019.

10 Droga de bajo costo elaborada con residuos de cocaína.

11 Término del lunfardo para denominar a los delincuentes.

12 Goffman define a la fachada como la dotación expresiva que los individuos emplean intencional o inconscientemente durante su actuación, a fin de definir la situación con respecto a aquellos que lo observan. Son vehículos transmisores de signos, algunos de los cuales son relativamente fijos mientras que otros son relativamente móviles y pueden variar de una actuación o situación a otra (2017: 38).