Papel crítico 80

 

Elena Urieta Bastardés

Universidad Complutense de Madrid

 

Still Life: Ecologies of the Modern Imagination at the Art Museum

Autor: Fernando Domínguez Rubio

Páginas: 424

Editorial: University of Chicago Press, 2020

Ciudad: Chicago (EE.UU.)

* Correspondencia a / Correspondence to: Elena Urieta Bastardés. Universidad Complutense de Madrid, Departamento de Sociología: Metodología y Teoría, Campus de Somosaguas, s/n (28223 Pozuelo de Alarcón, Madrid) – elurieta@ucm.es –  http://orcid.org/0000-0001-9874-5542.

ISSN 1695-6494 / © 2021 UPV/EHU

logo%20CC%20atrib%204_0%20int.jpg Esta obra está bajo una licencia
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Still Life es una obra sobre el arte y los museos, una visita guiada por las prácticas de mantenimiento, conservación, reparación y constitución de los objetos artísticos en el imaginario moderno.

Para trazar este recorrido Domínguez Rubio aúna conocimientos afincados en la historiografía del arte con una suerte de giro ontogenético en antropología que alude a los objetos de arte como agentes en devenir (Gell, 1998; Latour y Weibel, 2005), como posiciones o fijaciones momentáneas e inmanentes de un proceso socio-material en construcción que porta significados, valores y controversias. Pero al autor le interesa recalcar que las obras de arte no son sólo objetos, sino también cosas, procesos materiales sin intención ni sentido (Domínguez Rubio, 2016). Por ello, este libro comienza asumiendo un compromiso, una pregunta por las cosas. ¿Por qué los materiales del arte, sensibles, vulnerables, deteriorados, rotos, craquelados, cuarteados, contaminados, oxidados… han sido olvidados de la crítica estética y filosófica?

La pertinencia de esta pregunta cobra relevancia en la pluralidad de ejemplos propuestos que relatan que cuando los materiales del arte se mueven, cuando nos adentramos en las grietas y los craquelados, también pueden moverse los objetos. Así, este libro describe la relación y cohabitación problemática, a veces discrepante, entre cosas y objetos que constituye el modo de imaginación artístico en la modernidad; y que, como la materia, puede cambiar y, también, morir.

El esfuerzo y trabajo para cuidar del proceso de finitud de los objetos en los museos no es banal, aunque sí cotidiano. Limpiar polvo, regular luces, radiografiar pinturas, revisar fotografías, almacenar y ordenar documentos… son prácticas puestas en valor gracias al punto de vista privilegiado de la experiencia etnográfica del autor por el departamento de conservación del MoMa de Nueva York, y que rastrean la compleja y costosa labor de cuidado y sostenibilidad de obras de arte allí donde la ontología de estos objetos se ha multiplicado, eludido y vuelto materialmente «ambigua» (pp. 71-74) por happenings, collages, instalaciones, acrílicos, barnices sintéticos, land art, caramelos, abrazos, esculturas de cartón, softwares o códigos de programación.

Domínguez Rubio comienza exponiendo los diversos cuidados que requieren estos objetos, pero también los conflictos y patrones de difracción que despliega su condición artística en la modernidad. Cuidar algo implica dejar de cuidar otra cosa, por eso en el capítulo «ecologías de cuidado» analiza cómo los museos mantienen las obras cuidando y reparando los materiales para hacer objetos con ellos, pero conservan y restauran, sobre todo, la relación entre una cosa y el artista. La inviolabilidad entre la intención del autor y su obra emerge como la relación que ordena y fija las fronteras del arte y los museos de la modernidad. Sin embargo, la potencia de este régimen estético consiste en velar y ocultar lo que hay en medio, en ese recorrido de cosa a objeto, en las discrepancias entre artista y cosa, en la grieta. En este libro la pureza de esa relación queda en entredicho. No hay cosas que no hayan sido alteradas por un viaje, una mancha, un accidente, un barniz oxidado, un golpe, un recorte, la exposición al aire, la luz o la respiración de los visitantes. Sin embargo, los engranajes del museo funcionan para presentar esa apariencia de invariabilidad de los materiales, para romper las mezclas, las hibridaciones, los entrelazamientos, para rellenar y tapar roturas.

Manos que raspan, ácidos que limpian, reflectografías que desvelan, cartelas que relatan, análisis que determinan moléculas, diarios que conversan, contratos que legalizan y demás ejemplos actúan como un aparato de limpieza que ordena y da sentido a la aparente fidelidad e inmovilidad de las obras en el imaginario estético contemporáneo. Estas prácticas de conservación y restauración que el autor denomina «mimeográficas» operan para producir semejanza. Si el trabajo del artista se presupone «neográfico» (crea algo nuevo), de la práctica de la conservación se presupone prácticamente la de un testigo modesto, el que no altera ni transforma, es fiel a la objetividad, y cuya participación se vuelve, por invisible, exitosa (Haraway, 2004). Mas reparar también es rehacer. El recosido expande una red ecológica de agentes y preguntas cuando una obra como One de Jackson Pollock se restaura. ¿Qué hizo el autor? ¿Qué fue un accidente? ¿Qué tiene que ser borrado?

En el cuidado del arte aparecen objeciones entre los materiales y la materialidad (Ingold, 2007), entre el cambio y la continuidad, el orden y el desorden, la identidad y la diferencia, la autenticidad y la ficción. El devenir de cosa a objeto, de materia a obra, de ordinariez a arte, pasa también por quitar el polvo de una escultura o el barniz de una tela de algodón cubierta de aceites. La práctica mimeográfica es ya una acción, genera semejanza, donde la intervención en la imitación o analogía ocurre como un modo particular de modulación de un espacio-señal (Deleuze, 2007: 217). El proceso de individuación del objeto (Simondon, 2009), así como de purificación de las fronteras modernas (naturaleza-cultura) en el departamento de conservación implica una negociación cautelosa y prudente por parte de un colectivo variado. El laboratorio analiza la composición y propiedades de materiales; los conservadores comparan patrones de estilo, temas y épocas; los restauradores perciben las pinceladas, trazos y colores; mientras que la figura del comisario termina por aunar este trabajo de recomponer los hechos para tomar una decisión. Cuando aparecen controversias, cuidar es hacer que las cosas vuelvan a imbricarse en el objeto. El enlace socio-técnico del museo, el entre, acopla su determinación como obra de arte.

En la segunda parte del libro, «ecologías de contención», describe un museo que actúa como los bodegones, tratando de acallar y aquietar la vida de los objetos. En este sentido, la mayor parte de las obras están custodiadas y ordenadas en los depósitos. Las prácticas de almacenamiento funcionan, así, como tecnologías de contención, control y preservación en dos sentidos: uno temporal, que hace lo presente, lo durable y lo eterno; y otro espacial, que hace el reparto de lo visible (siguiendo a Ranciere (2009), el arte opera en un régimen de visibilidad donde volverse sensible sería volverse político y viceversa). El coleccionismo emerge, entonces, como una cámara que conserva el deterioro y paraliza a su vez el movimiento de las obras. Los objetos se vuelven inmóviles por el control de las condiciones atmosféricas del entorno (humedad, temperatura, luz, urnas, bodegas, etc.). Pero esta condición de inmovilidad es, al mismo tiempo, su condición de circulación de un museo a otro. Las colecciones que se prestan tienen que verse igual en todos los lugares, desplazamientos estandarizados bajo serias condiciones e instrucciones. Este moverse sin alterarse diferencia qué espacios pueden permitirse entrar en los flujos del arte, quiénes tienen las condiciones económicas, espaciales y técnicas para presentar el arte o, mejor dicho, para encapsular el espacio-tiempo.

El tercer capítulo, «ecologías de imaginación», describe cómo se genera y sostiene la percepción estética a través de la práctica de la exposición. Para Domínguez Rubio, la habitación blanca del museo acontece como un espacio «anestesiado» (p. 238) que define los modos de cohabitación entre lo humano y los objetos artísticos. Una exposición no dispone objetos, también los genera. No es el autor el productor y el museo el presentador, las fronteras se difuminan en un modo de composición ecológico-híbrido en el que la exposición funciona como tecnología de percepción neutralizando olores y ruidos, expulsando bacterias y hongos, filtrando la luz, estandarizando un rango de temperatura y humedad, fijando una distancia y ángulo de observación, disponiendo y vigilando la corporalidad de los visitantes. El significado de una obra, por tanto, no es una idea que está en nuestra mente y transponemos o inscribimos a las cosas, de arriba a abajo, sino un nexo ecológico que tiene que ser físicamente armado, generado y «compuesto en el mundo» (p. 259). Por ello, la exposición no sería un espacio de inscripción, sino una articulación donde cuerpos, cosas, espacios y superficies co-constituyen modos posibles de imaginación del arte en la modernidad. La exposición deviene una cosa en arte, la hace visible como tal por medio de un recorrido pautado que persuade a los espectadores a relacionarse de una forma concreta con las obras.

Producir un sentido estético homogéneo que sea experimentado de la misma manera es el objetivo de un museo que trabaja para las obras, para asegurarlas, para mantenerlas y sostenerlas sin variación. Desafortunadamente, este mantenimiento del arte ha resultado no sólo caro, sino también muy sucio. La arquitectura acristalada y aséptica que trata de encapsular y esterilizar el espacio-tiempo, la suciedad, el deterioro, la ruptura, la pérdida, la pluralidad… no ha sido capaz de detener el carácter entrópico del polvo y la impureza. Los agentes que transforman los materiales de una obra (bacterias, hongos, óxidos, roturas, descascarillados) contaminan la percepción del arte modernamente imaginado. A tiempo, quizás, una retirada victoriosa.

En el último capítulo, «ecologías de lo digital», se desmonta otro mito moderno, aquel que enardecía que el arte verdadero, el que importa, es el que perdura, el que trasciende. Los objetos de arte digitales presentan, en sus velocidades y pluralidades materiales, desafíos para su cuidado y conservación, para su identificación o para las bases legales de su autoría. Por un lado, existe cierta continuidad en el esfuerzo por el mantenimiento de grabaciones, televisiones, prototipos, programas informáticos, códigos de programación, pantallas y demás cadáveres que van dejando los rastros del desperdicio. Pero, por otro, estos desechos también abren una vía esperanzadora para una conservación menos dañina si atendemos a la reproducción, la copia, y renunciamos a las remilgadas fronteras del imaginario moderno.

Still life cierra con la polisemia del aún, del casi, del arte que sostenemos quietamente vivo sólo por un momento. ¿Hasta cuándo mantenerlo así?

Cuando el museo pone en funcionamiento el engranaje de su maquinaria pesada genera arte-factos que cuida y deteriora a la vez, y quizás no importe tanto si son originales, auténticos, sublimes, singulares… sino cómo se hacen y sostienen y qué efectos genera. Toda materia envejece lenta o abruptamente, y esta vulnerabilidad compartida y conflictiva se desvela minuciosamente en un libro que propone dar importancia, precisamente, a los vínculos que acontecen en la fragilidad. Exponer copias, objetos rotos, degradados u oxidados quizás es otro modo de envejecer con otros menos sucio y más transparente con el proceso de cambio, fragilidad y muerte de objetos que no duran eternamente, pero pueden mantenerse momentánea y delicadamente vivos de otro modo. Sostener el arte y los museos no es lo mismo que mantener la excepcionalidad de la modernidad. Aquella que ni era tan auténtica y genuina, ni tan humana; sino que se edificó por todas las cosas que bifurcó (Whitehead, 2009) y a las que niega su condición de agencia o actuación. Los materiales siguen importando, constituyendo los límites de lo posible, y los museos aún pueden proponer otros modos de imaginar, fabricar y ensoñar imposibles materiales que importe mantener.

El compromiso con el que el autor analiza los vínculos entre moléculas, disolventes, estilos, tipos de pincelada, corrientes, diarios, maquetas o contratos que apuntalan las obras de arte en el departamento de conservación del MoMa es, a su vez, el que ha puesto de manifiesto que el trabajo que supone evitar el colapso del arte modernamente imaginado es tan frágil como sus obras, tan costoso y complicado que quizás no merezca la pena seguir sosteniéndolo así. Consecuentemente, este libro no bifurca ni repliega un dominio de la forma sobre la materia, la idea sobre el cuerpo, la cultura sobre la naturaleza, el objeto sobre el sujeto, el pasado sobre el presente, lo auténtico sobre lo falso. Su propuesta es un museo a-moderno, un espacio que no separe los objetos de las cosas, las cosas de sus tecnologías, los cuidados de sus relaciones de poder y sentido, y propone una relación ecológica que lo que haga sea vivir en y con la fragilidad, la pérdida, de las cosas porque nos sostienen y nos hacen existir.

El objeto que está en la palestra de la portada de este libro no es sólo memoria, cultura, «dinero, estatus, o poder, sino un modo concreto de imaginarnos y mantenernos en el mundo» (p. 331). Quizás, entonces, importe sostener los objetos de arte de otra manera. El libro cierra con la esperanza de unos museos menos obsesionados con detener el movimiento, más honestos con su trabajo de reparación y mantenimiento, que claudiquen a las copias, lo ordinario, la multiplicación y abandonen la excepcionalidad en una política de reducción de daños. Si el trabajo del museo es generar las condiciones atmosféricas para que lo que es producido como objeto artístico se mantenga vivo e inteligible como tal, en el arte lo que hay que matar no es la naturaleza, sino su eternidad y autenticidad para vivir entre las quiebras, los craquelados y las fisuras.

El autor ha asumido este compromiso ecológico en sus descripciones y en su metodología, conecta un conservador con un trozo de cartón, una fotografía con un autor, la contaminación ambiental con un jardín de Nueva York, la arquitectura de un edificio con un vigilante, un rango de temperatura o un espectro de luz con la percepción sensible, pues es lo que hace que algo devenga arte, exista y subsista como tal. Esta ecología, continuidad o imbricación entre arte, ciencia y técnica resulta tan rica y compleja como cuidadosa y sensiblemente expuesta. Asimismo, el nexo ecológico que hace existir al museo es detallado creativamente con las rajas, empastes y discusiones teóricas que el autor no oculta ni encapsula, sino que articula en su movilidad entrelazando las cosas del arte en la reflexión sobre la modernidad: vincula clásicos estetas, filósofas del conocimiento, sociólogos y antropólogos, pero también activistas feministas y ecologistas; ensalzados pintores y escultores, pero también las que sufren limpiando, reparando, rehaciendo materiales y experimentan otros modos de reflexionar la fragilidad. Dar espacio a las cosas veladas y ocultadas en los depósitos, a las prácticas que las generan, sostienen y transforman, traza, en consecuencia, un nexo teórico ecológico digno de agradecer.

Referencias

Gell, A. (1998). Art and agency: an anthropological theory. Oxford: Clarendon Press.

Deleuze, G. (2007). Pintura. El concepto de diagrama. Buenos Aires: Cactus

Domínguez Rubio, F. (2016). On the discrepancy between objects and things: An ecological approach. Journal of Material Culture21(1), 59-86. Doi: 10.1177/1359183515624128

Haraway, D. J. (2004). Testigo_Modesto@ Segundo_Milenio. HombreHembra© _Conoce_Oncoratón®. Feminismo y tecnociencia. Barcelona: UOC.

Ingold, T. (2007). Materials against materiality. Archaeological dialogues14(1), 1-16. Doi: 10.1017/S1380203807002127

Latour, B., y Weibel, P. (Eds.) (2005). Making Things Public: Atmospheres of Democracy. Cambridge, MA: MIT Press.

Simondon, G. (2009). La individuación a la luz de las nociones de forma e información. Buenos Aires: La cebra y Cactus

Rancière, J. (2009). El reparto de lo sensible: estética y política. Santiago: LOM.

Whitehead, A. N. (2019). El concepto de naturaleza. Buenos Aires: Cactus.