Devenir replicante:
identidades mutantes en la ciencia ficción

Becoming replicant: mutant identities in science fiction

Pablo Francescutti*

Universidad Rey Juan Carlos I

Palabras clave

Ciencia ficción Identidad Robots
Clones
Mutantes

Resumen: Surgida para imaginar los posibles futuros de sociedades sumidas en un vertiginoso proceso de cambio, la ciencia ficción no tardó en incorporar a sus tramas la compleja cuestión de la identidad. En este artículo se muestra cómo, tomando el testigo de la literatura de horror victoriana, el género nacido de la revolución industrial y de la aceleración social actualizó en un contexto de creciente tecnificación de la vida cotidiana los temas del Doble, de la personalidad escindida y otros motivos que exponían los pliegues y fisuras del Yo burgués. Mediante figuras de la Otredad como el alienígena, el robot, el mutante o el clon, la ciencia ficción escenificó pesadillas de despersonalización, acompañó el proceso de descentramiento del sujeto cartesiano e iluminó la constitución y deconstrucción de las representaciones de los actantes sociales. Valiosos documentos de los cambios habidos en la subjetividad contemporánea, sus narraciones nos ayudan a repensar los límites de la identidad humana, personal, genérica o étnica.

Keywords

Science fiction Identity
Robots
Clones
Mutants

Abstract: Science fiction, initially emerged with the purpose of imagining the possible futures of a changing society, soon discovered the complex issue of identity. This article shows how, following the trail of Victorian horror literature, the genre born of the Industrial Revolution and of the social acceleration updated the themes of the Double, the split personality and other motives which exposed the folds and cracks of the bourgeois Self within a context of an increasingly technification of everyday life. Through figures of Otherness like extraterrestrials, robots, mutants and clones, the science-fiction staged nightmares of depersonalization, accompanied the decentering of the cartesian subject, and illuminated the construction and deconstruction of social actants’ representations. Valuable documents of the changes affecting contemporary subjectivities, these narratives help us to rethink the limits of personal, ethnic, gender and human identities.

* Correspondencia a / Correspondence to: Pablo Francescutti. Universidad Rey Juan Carlos I. Camino del Molino, s/n (28943 Fuenlabrada) – luispablo.francescutti@urjc.es – http://orcid.org/0000-0002-5369-2835.

Cómo citar / How to cite: Francescutti, Pablo (2022). «Devenir replicante: identidades mutantes en la ciencia ficción». Papeles del CEIC, vol. 2022/1, heredada 5, -9. (http://doi.org/10.1387/pceic.22881).

Fecha de recepción: mayo, 2021 / Fecha aceptación: noviembre, 2021.

ISSN 1695-6494 / © 2022 UPV/EHU

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Cualquier abonado a Netflix, HBO u otra plataforma de series y películas habrá reparado en la etiqueta «Ciencia ficción», situada en un lugar bien visible del menú de contenidos. Un vistazo a los títulos basta para constatar que una gran parte versa sobre distopías a cuál más tenebrosa, y otra gran parte narra los encuentros y encontronazos de los protagonistas con alienígenas, androides, clones o logaritmos demasiado inteligentes, sin contar las que solapan ambas temáticas. Parece evidente que, además de urdir pesadillas sociales, el género se ha volcado a explorar los confines de la identidad humana.

Los viejos fans sabemos que no siempre fue así. En su origen, la literatura que acabaría asumiendo el rótulo de ciencia ficción se circunscribía a cierto tipo de novum —las novedades paridas por la revolución industrial— y sus eventuales consecuencias (Suvin, 1984). Y en medida pareja a su hermana mayor, la utopía, al imaginar escenarios asociados a la innovación contribuyó a reducir la excesiva apertura del horizonte moderno, tornándolo previsible y, por añadidura, manejable (Luhmann, 1992).

No por casualidad cobró forma cuando la sociedad burguesa, impulsada por la industrialización y el aumento exponencial del conocimiento científico y técnico, abandonaba la marcha a ralentí del Antiguo Régimen y se lanzaba a toda velocidad hacia la tierra prometida del porvenir. «Mudan hasta las maneras de mudar», diría más tarde Fernando Pessoa de la vertiginosa transformación que dos discursos se encargaron de glosar: el periodismo, el gran notario de un presente en ebullición; y la ciencia ficción, la narrativa de los futuros en ciernes. En la era de la paleotécnica, el pionero del roman scientifique, Julio Verne, imaginó con optimismo saintsimoniano el devenir de la navegación aerostática, los submarinos y los vuelos espaciales sin alejarse demasiado de las orillas del presente. Su colega británico H. G. Wells tomó el testigo y exploró las capas más distantes del mañana, enviando a su viajero del tiempo hasta el año 802.701.

En esta fase temprana, la identidad y sus intríngulis se hallaban fuera del radar del género.

1. Literatura de horror e identidad victoriana

A la ciencia ficción decimonónica ese asunto no le desvelaba en lo más mínimo; sus héroes —ingenieros, inventores, exploradores…— estaban hechos de una sola pieza. Individuos razonables a quienes solo animaba la sed de conocimiento y el ansia de dominio técnico, eran típicos victorianos: viriles, prácticos, seguros y emprendedores.

Sus aventureros no se diferenciaban de las dramatis personae de la estética realista. El credo artístico de la burguesía triunfante pivotaba en la unicidad de caracteres concebidos como un todo continuo e indivisible, psicológicamente coherente, y, como le cuadra al individualismo moderno, dotado con una personalidad original: las figuras que pueblan las novelas de Dickens, Balzac, Stendhal, Austen... Si aquellos se distinguían en algo era en su voluntad de apropiación del mundo por medio de la técnica que se imponía a toda consideración sentimental, crematística o política; en lo demás estaban cortados por el mismo molde.

Se entiende que esos relatos no se preocuparan por cuestionar esas identidades tan sólidas en apariencias. Indagar en los pliegues y contradicciones del Yo burgués fue la especialidad de las expresiones «menores» confinadas a los márgenes del sistema literario, el horror y, en particular, de su pariente, el fantástico. Sus principales exponentes, E. T. A. Hoffman (1815) y Edgar Allan Poe (1840), se prodigaron en personalidades escindidas y dobles fantasmagóricos. Entre esas parejas inseparables destacó la integrada por el Dr. Jekyll y Mr. Hyde (Stevenson, 1886), la primera en mostrar la horrible personalidad agazapada bajo los chalecos ajustados, las levitas ceñidas, los cuellos postizos, las fajas y demás indumentarias concebidas para disciplinar los cuerpos y tener a raya los bajos instintos. Lo horroroso consistía en ver cómo las pulsiones reprimidas tomaban por asalto la fortaleza del sujeto racional y dueño de sí mismo. No sorprende que, un siglo más tarde, la crítica de matriz psicoanalítica (Jackson, 1986) descubriese en esas narraciones una ventana con inmejorables vistas al inconsciente.

Claro está que el asediado no era un sujeto real sino su trasunto ficcional: el personaje del realismo. A esta figura el fantástico y el horror le dieron la réplica: bien sacaron a la luz la bestia encerrada en su interior —la herencia simiesca señalada por Darwin y fuente de la pesadilla de una recaída en la animalidad—; bien lo mostraban sucumbiendo a agentes externos como Drácula (Stoker, 1897): un ente medio humano y medio vampiro, capaz de avasallar a sus víctimas y transformarlas a su imagen y semejanza, destruyendo su preciada individualidad (un motivo que reaparece en la zombimanía que hoy nos invade).

A la ciencia ficción, decíamos, esas tribulaciones le eran ajenas; ella apuntaba al cosmos infinito, no a las honduras insondables del alma; su cometido no pasaba por subvertir la moral victoriana sino por plasmar las potencialidades de la ciencia y la técnica1. Sin embargo, en aquellos años inventó un poliédrico personaje que daría gran juego en materia de identidades: el extraterrestre. En First Men on the Moon (Wells, 1901), la otredad de los selenitas encarnaba la alteridad de un futuro radicalmente distinto del presente; en The War of the Worlds (Wells, 1898), el invasor marciano remedaba al colonialista europeo empeñado en exterminar a las «razas inferiores». Al asignar a las entidades de otros mundos ciertos rasgos de la sociedad occidental decimonónica (el espíritu imperialista, el culto a la tecnología, la masificación…), la ciencia ficción estrenaba una vía oblicua de aproximación y cuestionamiento de la identidad humana.

2. Lavados de cerebros y ladrones de cuerpos

A esa innovación en el plano actancial le siguió otra de crucial importancia, proveniente esta vez de la Rusia bolchevique. We (1924), la novela decididamente contrarrevolucionaria del exiliado Yevgueni Zamyatin, retrata una ominosa dictadura colectivista cuyos ciudadanos carecen de nombre y apellido y se identifican por números. El narrador, D-503, y su compañera de desventuras, la valerosa I-330, no combaten con pulsiones internas ni contra monstruos sobrenaturales; su lucha es la del individuo contra el Estado Único. Nace un nuevo género —o subgénero, según se mire—, la distopía.

El pesimismo distópico se extiende a las intrigas con extraterrestres. De las estrellas descienden «ladrones de cuerpos» capaces de controlar a la humanidad con implantes cerebrales. El alienígena se presenta como el heraldo de un totalitarismo ultra-tecnificado; y también como el resultado final e inhumano de una evolución determinada por la razón instrumental. En ambos casos se trata de criaturas de raciocinio puro, cuya macrocefalia —la hipérbole de una cerebralidad desproporcionada—, voces monocordes, movimientos mecánicos y carencia de sentimientos los delatan. Las narrativas de invasiones invierten el eje axiológico del horror: si en este la amenaza provenía del fondo irracional del individuo, en aquellas el pathos deviene el último baluarte de la personalidad. Los extraterrestres, integrantes de sociedades masificadas y anónimas a la manera de las colmenas o los hormigueros, recuerdan a «esos hombres antinaturales, hombres máquinas con mentes de máquina y corazones de máquina» denostados por Chaplin en su alegato de El Gran dictador (1940), y, en particular, a la caricatura del científico frío, impersonal y resuelto a sacar adelante sus experimentos sin reparar en los costos humanos.

Con los invasores venidos del espacio retorna, tecnificado, el secuestro de la voluntad cultivado por el horror y el fantástico. Al igual que Drácula, los proteicos alienígenas pueden adoptar cualquier fisonomía, incluida la de sus víctimas; pero en contraste con los libidinosos monstruos del Ello, son seres asexuados. Esta última cualidad, de acuerdo con ciertas interpretaciones, sintomatiza la pérdida de la identidad sexual asociada a la sociedad de masas por algunos de sus críticos (Jancovich, 1996); un temor que acuciaba en especial a los hombres, que veían su virilidad puesta en entredicho por los trabajos repetitivos, los estilos de vida uniformes y la emancipación femenina. De acuerdo con esta lectura, tanto los extraterres­tres asexuados o andróginos y los robots2, «eunucos mecánicos», expresan el miedo masculino a la emasculación resultante de la imposición a los hombres de la condición de máquinas, entes designados con el género neutro.

Sobre esas tramas se proyecta la sombra de un tenebroso constructo de la Guerra Fría, el lavado de cerebro. El pánico mediático y político generado en el «mundo libre» por las técnicas de reeducación de la personalidad de los comunistas —más imaginarias que reales— transparentaba una ansiedad de fondo ante la despersonalización inducida por el fordismo y el consumismo, y ante el poder manipulador de la psiquiatría y las industrias de la conciencia. El blanco de los ataques de Riesman, Glazer y Denney (1950), Whyte (1956), Wright Mills (1956) es el corporate man: el estereotípico ejecutivo de una gran empresa, funcional, productivo, sin rostro, conformista, en definitiva: sin individualidad.

Paradójicamente, en las democracias liberales que tanto se asustan de los «robots» humanos digitados por los comunistas el mantra es «control». El vertiginoso proceso de diferenciación y la complejidad creciente plantean a las élites la necesidad de dominar las infinitas variables de la sociedad, y la política y las ciencias sociales son presa de una obsesión por la autorregulación y la planificación patente en las teorías funcionalistas y en la cibernética, la «ciencia del control de los humanos y las máquinas», con sus feed-backs y sus sistemas homeostáticos. La contracara de esa obsesión es el rechazo al conformismo y el miedo a ser controlado «desde fuera»; un miedo que cobró entidad sociológica en el concepto de «hombre he­te­rodi­ri­gido» acuñado por Riesman, Glazer y Denney (1950): el individuo dirigido por su entorno, la publicidad, las mass media, las relaciones públicas, la propaganda, etc. Tales temores inspiran la narración paranoica de Philip K. Dick con sus personajes que no saben si son ellos mismos o meros juguetes de inteligencias malignas; el thriller The Manchurian Candidate (J. F­rankenheimer, 1962), con su candidato a la Casa Blanca «teledirigido» por la China roja; y el ataque de la novela One Flew Over the Cuckoo’s Nest (Kesey, 1962) a la psiquiatría que pretendía curar la enfermedad mental destruyendo los cerebros a base de lobotomía y elec­troshocks.

Las ficciones, con sus pesadillas de despersonalización, plantean una y otra vez las mismas preguntas: ¿qué significa ser persona? ¿y qué significa ser un individuo?

3. La apertura al Otro: momento alienígena

En los convulsos años 60, las tornas giran. Lentamente, el pánico cede su sitio a la curiosidad, y la ciencia ficción se permite preguntarse: ¿cómo sería ser Otro? Con retraso, con timidez, comienza a recorrer la senda de las vanguardias literarias, las primeras expresiones artísticas en exaltar sin ambages la felicidad de la metamorfosis y la identificación total con la Otredad, palpable en la declaración Je est un autre de Rimbaud o en el anhelo del Maldoror de Lautremont por devenir tiburón, cisne, cerdo o piedra.

El viraje se aprecia en la pérdida de protagonismo de los personajes masculinos, blancos y occidentales: ahora la voz cantante la llevan las féminas, los extraterrestres, los mutantes, las gentes de color… No es azaroso que el cambio en el elenco sea correlativo a la ampliación de la nómina de autores resultante de la incorporación de escritores afroamericanos, gays y, sobre todo, mujeres. Se añade un factor externo: la revalorización de las «culturas primitivas» promovida por la antropología, que en Estados Unidos conlleva una toma de conciencia del genocidio perpetrado con sus aborígenes. Ambos factores se coaligan para poner en tela de juicio las identidades étnicas y genéricas.

En la literatura encabeza el giro Ursula Le Guin3 (1969). Hija de los antropólogos Alfred y Theodora Kroeber, mamó desde la cuna el relativismo cultural, una perspectiva que le inspiró la confección de mundos poblados con los seres más variopintos. Además de relativizar las diferencias étnicas, sus alienígenas hermafroditas cuestionaban el binarismo al negar al género sexual un rol determinante en la identidad personal. Los universos imaginados por Le Guin enseñaban que la identidad humana nada tenía de universal.

La televisión y el cine aprendieron la lección. Desde su despegue, la serie Star Trek incluyó en la tripulación de la Entreprise a una actriz afroamericana (la teniente Uhura) y a un americano de ascendencia japonesa (el teniente Sulu). Luego, la película Starman (Carpenter, 1984) incluyó escenas de sexo entre una terrícola y un alienígena que desembocaron en un embarazo y en la promesa de un mestizaje inter-especies. La empatía con los extraterrestres dio un salto cualitativo en Avatar (Cameron, 2009), cuando Hollywood nos metió en el pellejo azulado de los humanoides del planeta Pandora.

4. La apertura al Otro: momento robótico

Hemos visto que el alienígena le sirvió a la ciencia ficción de coartada para hablar de las relaciones étnicas y de los automatismos de la vida social. Pues bien, a partir de los años 70 abandona esa coartada y se lanza a especular abiertamente acerca de las fronteras cada vez más porosas entre la humanidad y sus máquinas. El género viene a decirnos que no hay por qué asustarse tanto por esa proximidad y asume la tarea de reconciliarnos con nuestros artefactos. Aquí el personaje clave es el robot de la clase semoviente. Los hay de aire cómico, trastos que fungen de mascotas y sirvientes a la vez —el pequeño R2D2 de La Guerra de las galaxias (Lucas, 1977)—; pero lo que de veras nos fascina es el androide: el artilugio cuyo aspecto humano insinúa semejanzas más perturbadoras.

Los robots de la ficción están destinados a adquirir conciencia. Isaac Asimov (1950) lo escenificó en Yo, robot, cuya primera persona del singular anunciaba desde el título esa emergente subjetividad. A su conjunto de cuentos se le recuerda por la presentación de una moral «robótica» que impide a los autómatas dañar a sus amos humanos.

Esta veta argumental se beneficia del interés por los progresos en inteligencia artificial. El desafío arrojado por Turing —el diseño de un cerebro electrónico cuya charla no se distinga de la de un interlocutor de carne y hueso— alienta un ambicioso programa de investigación y siembra una angustiosa incertidumbre, pues si las máquinas alcanzan aquel objetivo, ¿podremos saber si el vecino o nuestra novia no son autómatas camuflados?

La robótica y la inteligencia artificial sacuden dos cimientos de la identidad, la dimensión psicológica y la física. Se replantea la cuestión estratégica: ¿qué significa ser humano?

Al interrogante se le da una vuelta de tuerca cuando los hombres se apasionan por mujeres artificiales. La primera ginoide —adjetivo más apropiado que androide— objeto del deseo fue la Eva futura soñada por Villiers de L’Isle Adam (1886); aunque hubo que esperar a la película Metrópolis (Lang, 1927) para que la mujer mecánica acceda al imaginario popular, eso sí, negativamente connotada (mujer y autómata, doble peligro: es el mensaje). Las distancias se acortan en Blade Runner: Deckard, el duro cazador de androides —una suerte de Humphrey Bogart del siglo xxi—, se enamora de Rachel, la bella replicante, y escapan a vivir un gran amor. En estas obras la mujer es percibida como la alteridad de una humanidad definida en términos masculinos.

La misma película introduce a los robots con crisis de identidad. En una memorable escena, Deckard se enfrenta a su némesis, el letal replicante Roy, y un primer plano consigue que nos identifiquemos con la agonía humana, profundamente humana de este, y salgamos del cine barruntando que un androide puede manifestar más humanidad que muchos de nuestros congéneres. La emocionalidad de los robots volverá a ser abordada en Inteligencia Artificial (Spielberg, 2001), esta vez desde la perspectiva de la filiación: la triste historia de un Pinocho automático que nada más quiere que el amor de una madre.

En 1976, la teleserie La mujer biónica populariza al ciborg, término formado por la contracción de «cybernetic organism». De apariencia antropomórfica, en él se confunden las texturas orgánicas con la eficacia electromecánica de las prótesis más sofisticadas. A contrapelo de la masculinidad asesina de la que estos híbridos hacen gala en Robocop (Verhoeven, 1987) y Terminator (Cameron, 1984), Donna Haraway (1991: 164) reivindica el fragmentado juego de posibilidades que ofrece «una especie de yo personal, postmoderno y colectivo, desmontado y vuelto a montar». Gracias a esta mirada de la teórica feminista, el ciborg será consagrado un icono de la sociedad post-género.

El transhumanismo lleva la acometida contra las identidades fijas a las últimas consecuencias. Con su afán por reducir la personalidad a datos que puedan cargarse o descargarse de dispositivos digitales, aspira a un sucedáneo de inmortalidad. La fantasía de una identidad separada del cuerpo, de prosapia platónica —«la utopía primera, la más inextirpable del corazón de los hombres, quizás sea justamente la utopía de un cuerpo incorpóreo», recordaba Foucault (2009: 10)—, se ha visto revigorizada por el postulado cibernético de que todo es información. Al paso de estos tecno-utopismos ha salido la ciencia ficción para alertar «que ese proceso subvertirá valores humanos como el amor y la empatía, revelando la discriminación, la fragmentación social, el totalitarismo, la vigilancia…» (Mahmud, 2015: 29), entre otras desagradables consecuencias. Lo vemos en Bettany, la muchacha de la serie Years and Years que inútilmente busca protegerse de los sinsabores de la adolescencia injertándose chips, cámaras y teléfonos móviles.

Al recalcar que lo humano está inexorablemente ligado a lo no humano, la ciencia ficción postmoderna dramatiza la crítica hecha por Bruno Latour (1993) a los límites supuestamente infranqueables entre naturaleza y cultura. Las post-personas que irrumpen en el escenario vienen a decirnos que «la anatomía ya no es más un destino». Una afirmación que los relatos de clones refuerzan con su insistencia en que la herencia biológica que garantizaba la continuidad del ser humano ha dejado de ser indispensable, como veremos a continuación.

5. Alter ego clónico

En su exploración de las identidades la ciencia ficción no se contentó con las oportunidades creadas por los robots, y se volcó a aprovechar el filón de la genética. Al principio lo hizo a través del mutante. En términos estrictos, tal denominación le cabe a todo ser vivo surgido de una variación inesperada en su ADN; pero la ficción de los años 40 y 50 se la impuso a las personas cuya naturaleza biológica ha mudado preferentemente por una exposición a radiaciones, sinécdoque del avance técnico fuera de control. Fruto del maridaje non sancto entre la ciencia y la humanidad, el mutante compone una figura patética. Sus poderes sobrehumanos, lejos de beneficiarlo, le predestinan a ser la víctima propiciatoria de un orden social que no soporta la diferencia.

Engendro accidental, a fin y al cabo, el mutante fue eclipsado posteriormente por el clon: el gemelo idéntico resultado de una manipulación genética intencional y, por ende, muchísimo más inquietante. Los peligros de la clonación habían sido prefigurados en Los niños del Brasil (Levin, 1976) con la estremecedora (y pueril) perspectiva de una producción en serie de Adolfo Hitler; pero fue la oveja Dolly, el primer mamífero clonado, la que infundió verosimilitud científica al viejo fantasma del sosías.

El tirón de la clonación fue irresistible. La prensa imaginó la transferencia de la conciencia de un anciano a un juvenil cuerpo clónico, para luego preguntarse cuál sería la identidad de esa copia externamente disímil que en teoría conserva la personalidad de otra persona. Y la telenovela brasileña El Clon utilizó la duplicación genética para enrevesar los enredos de roles del culebrón. Las narrativas sobre los dobles, reflexiona Escudero Pérez, nos obligan «a reconsiderar la tradicional aceptación de la identidad como algo unificado y coherente. Mientras el doble podría interferir con esa unidad, el clon expone su fragilidad al confrontar al individuo con el otro en el mismo espacio» (2014: 21). Nótese que una fracción considerable de los relatos persevera en el distopismo bosquejado en el mundo feliz de Aldous Huxley (1932) con la fabricación de bebés al servicio del sistema de castas; otra prefiere adentrarse en las complejidades psicológicas de una subjetividad sin singularidad y del narcisismo de la reproducción infinita del Yo.

6. Un género para pensar identidades

La modernidad afirmó la radical diferencia del pasado y el futuro, y la ciencia ficción se abocó a describir la fisonomía de este último. Su prioridad pasaba por definir y enfatizar la alteridad del mañana y sus habitantes, aunque con el tiempo se ocupó de las identidades.

En otra ocasión (Francescutti, 2004) caracterizamos a la ciencia ficción del siglo xx como un tipo de comunicación del riesgo científico-técnico. Inicialmente, los mayores peligros se concretaban en el advenimiento de totalitarismos, la creación de monstruos o la destrucción del planeta por causa de la hybris científica; paulatinamente, sus narraciones se interesaron por el impacto de la tecnificación en la personalidad y en la individualidad. Mark Rose (1981) apuntó que la antinomia humano/no humano ha sido una de las oposiciones que han motorizado el desarrollo del género. Pero ha habido otras que hicieron de esta narrativa una plataforma apta para experimentos mentales con subjetividades que borran, cruzan y mezclan todas las fronteras de género, raza, especie...

El cyborg, el alienígena, el mutante y el clon han servido de disparadores de cavilaciones acerca de la identidad humana… Y no olvidemos los viajes temporales, la excusa para lucubrar aventuras de enredos con la filiación. En las historias de crononautas que se topan en el pasado con sus ancestros o con su yo imberbe nadie es imposible; el viajero puede esposar a su madre o —cambio de sexo mediante— acabar pariéndose a sí mismo.

Pintando al Yo contingente y performativo, la ciencia ficción recalca que la identidad es fluida y cambiante. La erosión de la idea de unidad psíquica y el descentramiento del sujeto cartesiano participan de la interrogación continua de los límites prescrita por la modernidad, y la ciencia ficción —forma moderna donde las haya— subvirtió al personaje de la estética realista en mayor grado que el horror. Pero, como observó Brandt (2006), sus modelos alternativos de individualidad aún coexisten con el Yo unificado del humanismo liberal, el sujeto universal defensor de la democracia y los derechos humanos, en realidad, la proyección del hombre blanco occidental4. Este estereotipo es especialmente conspicuo en las obras audiovisuales de consumo masivo5, todavía lejos de los extremos transgresores de la ciencia ficción literaria (el grotesco queer de las conspiraciones cósmicas de William Burroughs (1964), por ejemplo), o de las vanguardias (los cuerpos sin órganos de Antonin Artaud, las vidas de insecto de Henri Michaux…).

Las salvedades no quitan que el género sea un valioso prisma a través del cual visualizar, con las distorsiones impuestas por sus convenciones y exigencias ideológicas, los cambios habidos en la subjetividad contemporánea. No es su único mérito: así como la pesquisa en inteligencia animal y artificial ha obligado a redefinir la inteligencia humana, los yoes parciales, no humanos, múltiples y desmembrados de la ciencia ficción nos incitan a repensar nuestras identidades, al tiempo que brindan a los estudiosos un material de gran riqueza sobre las representaciones de la identidad en los últimos cien años.

7. Referencias citadas

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Burroughs, W. (1964). Nova Express. New York: Grove Press.

Escudero Pérez, J. (2014). Sympathy for the Clon. (Post)Human Identities Enhanced by the ‘Evil Science’ Construct and its Commodifying Practices in Contemporary Clone Fiction. Between, IV (8), 1-24.

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Zamyatin, Y. (1924). We. New York: E. P. Dutton.

8. Películas y series televisivas citadas

Barbera, J., y Hanna, W. (Creadores) (1962-1987). The Jetsons/Los Supersónicos [Serie]. Universal Pictures.

Cameron, J. (Director) (1984). Terminator [Película]. Pacific Western, Hemdale.

Cameron, J. (Director) (2009). Avatar [Película]. 20th Century Fox.

Carpenter, J. (Director) (1984). Starman [Película]. Columbia Pictures.

Chaplin, Ch. (Director) (1940). The Great Dictator/El gran dictador [Película]. Charles Chaplin Film Corporation.

Frankenheimer, J. (Director) (1962). The Manchurian Candidate [Película]. United Artists.

Johnson, K. (Creador) (1976-1978). The Bionic Woman/La Mujer Biónica [Serie]. Harve Bennett, Universal Pictures Television.

Lang, F. (Director) (1927). Metrópolis [Película]. UFA.

Lucas, G. (Director) (1977). Star Wars/La Guerra de las Galaxias [Películas]. Lucasfilm.

Pérez, G. (Creadora) (2001). O Clone/El Clon [Telenovela]. Rede Globo.

Roddenberry, G. (Director) (1966-1969). Star Trek/Viaje a las estrellas [Serie]. NBC.

Russel, D.T. (Director) (2019). Years and Years [Miniserie]. BBC One, HBO, Canal+, Red Production Company.

Scott, R. (Director) (1982). Blade Runner [Película]. The Ladd Company.

Spielberg, S. (Director) (2001). A.I./Inteligencia Artificial [Película]. DreamWorks Pictures.

Verhoeven, P. (Director) (1987). Robocop [Película]. Orion Pictures.

1 Podría objetarse que Frankenstein (1818) de Mary Shelley ya tocaba la identidad humana al imaginar la creación de un hombre artificial. Sin embargo, no era aquel tema el eje de la novela, centrada en el espíritu prometeico de la modernidad, el intento del científico de suplantar al Dios creador, y la responsabilidad del inventor para con su invención presentada a través de la analogía padre/hijo, un leit motiv que recorrerá la ciencia ficción como se aprecia en el filme Blade Runner (Scott, 1982), en la relación del magnate de la ingeniería genética, Eldon Tyrrell, con Roy, el replicante de su creación.

2 Nos referimos a la ciencia ficción de los años 40 y 50. En las décadas posteriores se produce una híper-masculinización del robot, especialmente visible en la figura del cyborg asesino de Terminator (Cameron, 1984), fenómeno cuyo análisis excedería el espacio previsto para el presente artículo.

3 En honor a la verdad toca decir que hubo autores que abordaron tempranamente la cuestión racial. Un cuento de Bradbury (1950) adoptó el punto de vista de los habitantes blancos de un pueblo del Sur estadounidense que ven pasmados cómo los negros emigran a Marte en busca de una vida mejor. La confusión que se apodera de ellos evidencia la necesidad que tienen de los afroamericanos como el Otro contra el cual afianzar una identidad basada en el supremacismo racista que se ha vuelto su segunda piel.

4 Este punto conecta con la identidad nacional, que a su vez nos remite a la hegemonía anglosajona en la imaginación futurista. Los personajes de la ciencia ficción quieren presentarse como «ciudadanos del mundo» o «habitantes del mañana», aunque las marcas de nacionalidad estadounidense son tan perceptibles en Star Trek como en la serie de animación The Jetsons. El detalle debería bastar para prevenirnos contra la engañosa noción de un «supermercado de las identidades» en el cual los lectores o espectadores pueden elegir libremente los ingredientes para construir sus identidades, ignorando que la oferta viene condicionada de antemano por los sesgos ideológicos de las industria culturales.

5 Lo ilustra perfectamente Star Wars (Lucas, 1977). Por más abigarrada que sea la fauna interestelar con la que tropiezan Han Solo, Luke Skywalker y Obi-Uan Kenobi, estos han salido del molde del personaje típico del relato de aventuras: masculino, controlado, valiente y de mucha acción y poca reflexión (ni siquiera la empoderada princesa Leia escapa del tradicional rol de damisela en apuros). Solo muy avanzada la saga pudimos ver a Luke plantearse preguntas profundas acerca de su identidad.