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“Buen migrante” versus “mal migrante”: construcción nacional, gobierno de lo social y retóricas meritocráticas en las políticas de integración italianas
“Good Migrant” vs. “Bad Migrant”: Nation-Building, Social Government and Meritocratic Rhetorics in Italian Integration Policies
Papeles del CEIC. International Journal on Collective Identity Research, núm. 2, p. 201, 2018
Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea

Artículos de investigación

Los contenidos de Papeles del CEIC se distribuyen bajo la licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España (CC BY-NC-ND 3.0 ES)

DOI: https://doi.org/10.1387/pceic.17766

Resumen: Este artículo analiza las políticas italianas de integración de inmigrantes, profundizando en los discursos sobre la identidad y los valores “italianos” versus aquellos atribuidos a las personas definidas como migrantes. La discusión empírica pone de relieve: 1) la existencia de representaciones ambivalentes, que oscilan entre un llamamiento a la participación activa en el proceso de integración y la problematización del migrante como sujeto otro, caracterizado por carencias culturales ligadas a la procedencia; 2) un discurso moral y meritocrático orientado a diferenciar constantemente entre “buenos” y “malos” migrantes. El análisis resalta la persistencia del pensamiento de Estado y argumenta que tanto las representaciones contradictorias fomentadas por dichas políticas como las lógicas de inclusión diferencial que estas generan, lejos de constituir elementos dicotómicos, se refuerzan recíprocamente. Las conclusiones apuntan a una transformación de las racionalidades acontecida no solamente en este ámbito político, sino en el conjunto del gobierno neoliberal de lo social.

Palabras clave: Italia , Políticas de integración de inmigrantes, Construcción nacional, Gobierno de lo social, Meritocracia.

Abstract: This paper focuses on Italy’s immigrant integration policies. It deepens into discourses about “Italian” identity and values vs. “Migrant” supposed ones. The empiric discussion tackles two main issues: 1) the existence of ambivalent representations, fluctuating between a call to active participation within the integration process and the problematization of the migrant as the cultural Other, characterized by social and cultural shortages related to his/her origin; 2) a moral and meritocratic discourse aimed to constantly differentiate between “good” and “bad” migrants. The analysis emphasizes the persistence of State Thought and shows that both the ambivalent representations promoted, and the logics of differential inclusion produced by these policies, are not contradictory among them, but rather mutually supporting. The conclusions point to a wider transformation that has affected not only integration policies, but more generally speaking, the neoliberal social government as a whole.

Keywords: Italy, Immigrant integration policies, Nation-building, Social government, Meritocracy.

Introducción

El texto1 aborda las representaciones de la identidad y los valores “italianos” versus aquellos “otros” atribuidos a los migrantes no comunitarios2, a través del análisis de importantes y recientes documentos de las políticas de integración de dicho país. Más concretamente:

1) Resaltaré la existencia de una oscilación entre el llamamiento a la participación activa de la persona migrante dentro del proceso de integración en tanto que individuo y una representación de esta como sujeto deficitario, influido por determinadas carencias culturales ligadas a su pretendido origen —algunos orígenes son problematizados más que otros—;

2) Mostraré cómo estos discursos ambivalentes se articulan con las lógicas meritocráticas que vertebran las políticas de integración —caracterizadas por una racionalidad moral muy fuerte, orientada a separar constantemente entre “buenos” y “malos” migrantes— y, de esta manera, determinan procesos de inclusión diferencial (Mezzadra y Neilson, 2014a; 2014b) y de gobierno de lo social a través de la diferencia (Ávila y Malo, 2008).

¿Por qué ubicar el análisis empírico en el ámbito italiano? Ciertamente, podrían alegarse una serie de analogías con el contexto español: para empezar, ambos países mediterráneos han sido afectados por unos “flujos migratorios” considerados relevantes solo a partir de las tres últimas décadas. También existen similitudes en las características de dichos “flujos”, ya sea por su composición de género, los niveles semejantes de irregularidad administrativa o la diversidad de procedencias nacionales (para su cuantificación, Cetin, 2015; IDOS, 2016). Igualmente, en ambos contextos esta presencia ha dado lugar a una importante producción discursiva en el debate político, mediático y académico. Finalmente, se han observado analogías en los contenidos de las políticas (Finotelli, 2007; Urteaga, 2010). No obstante, en este texto abordaré elementos de discontinuidad más recientes, evidentes en el giro de las políticas de integración italianas de la última década, e implementadas por gobiernos de diferentes colores políticos. Medidas como la Carta de los valores o el Acuerdo de integración (analizadas más adelante) se han caracterizado por racionalidades y lógicas de funcionamiento parecidas a las del test cívico3 implementado en otros países de Europa septentrional y occidental, de tradición inmigratoria más “antigua” que la italiana, como Alemania, Dinamarca, Holanda o Reino Unido. Esta tendencia marca un importante elemento de ruptura con respecto de las políticas anteriores y apunta al contexto italiano como un laboratorio para la elaboración de políticas originadas en otros contextos geográficos, sociales y políticos. Además, no puede excluirse la implantación de ciertas políticas públicas también en el contexto español, en función de las analogías históricas anteriormente reseñadas.

Primero formularé el marco teórico, donde abordaré la integración como una herramienta para analizar los procesos de construcción nacional y el gobierno de lo social —centrándome especialmente en el gobierno neoliberal de lo social—. Posteriormente, aclararé algunos aspectos del procedimiento metodológico y de análisis de datos. Luego resumiré la trayectoria de las políticas italianas de inmigración e integración y presentaré los resultados de la investigación empírica. Finalmente, recapitularé las principales cuestiones en el apartado conclusivo.

Políticas de integración, construcción nacional y gobierno neoliberal de lo social

Desde la antropología de las políticas públicas, la formulación de políticas es abordada como una práctica sociocultural emprendida por actores situados, imbricada en (y condicionada por) saberes, poderes, lenguajes, imágenes, metáforas (Shore, 2010). Las políticas intervienen en la realidad social para organizarla y ordenarla de una manera determinada y coherente, con el fin de conseguir los efectos deseados. Para ello, producen clasificaciones que implican objetos y personas; conllevan procesos de diferenciación, categorización y, a menudo, jerarquización conforme a una multiplicidad de criterios (entre los que uno de los más relevantes es el que separa entre ciudadanos y extranjeros). Mediante el poder de nombrar a los colectivos a los que se dirigen, las políticas públicas interpelan a los actores sociales, los problematizan aplicándoles ciertas nociones de pertenencia y alteridad, influyen en sus procesos de identificación y “moldean las maneras en las que los individuos se construyen a sí mismos como sujetos”4 (Shore y Wright, 1997: 4). De esta manera, pueden consolidar las relaciones de poder existentes en la sociedad o deslegitimarlas y pueden visibilizar y empoderar a determinados colectivos o silenciarlos (Shore y Wright, 1997). Otro concepto central para pensar las políticas públicas, procedente de los estudios sobre gubernamentalidad, es el de gobierno, entendido no en su acepción institucional, sino como “conducción de la conducta” de uno mismo y de los demás, actividad que se realiza a través de la libertad, pues los gobernados no son súbditos pasivos, sino participantes activos de su propio gobierno (Foucault, 1991a)5. Por tanto, el gobierno no se da desde arriba hacia abajo, jerárquicamente, sino reconociendo la capacidad de acción de los propios gobernados (Rose, 1999: 4) y aprovechando las energías aportadas por estos para conseguir más eficientemente los objetivos prefijados (De Marinis, 1999). El concepto de gubernamentalidad, en cambio, expresa el “cómo del gobierno” (Foucault, 1991a; De Marinis, 1999), las maneras de gobernar que han de ser utilizadas en un contexto específico. Veamos ahora la utilidad de los conceptos enunciados para el estudio de las políticas de integración.

Las políticas de integración como herramientas de construcción nacional

Observa Etienne Balibar que el Estado-nación se funda en una regla de exclusión y en unas fronteras, visibles o invisibles, que diferencian entre miembros de pleno derecho de la comunidad nacional —titulares de ciertas prerrogativas y derechos— y miembros de grupos “otros”, “ajenos”, “extranjeros”, situados en una condición de desigualdad (2003: 51). Desde este punto de vista, el hecho migratorio pone al desnudo la falsa inclusividad del orden nacional y evidencia la arbitrariedad en que este se funda (Sayad, 2008). Por eso, estudiar las migraciones conlleva hacer una “sociología del Estado” (Sayad, 2002). Ahora bien, dentro de este ámbito, se ha venido llamando políticas de integración a un conjunto muy variado de intervenciones relativas al empleo, la salud, el diálogo intercultural, la participación social, el conocimiento lingüístico, la antidiscriminación (Gil Araujo, 2006). En última instancia, dichas políticas establecen las condiciones para que ciertos grupos poblacionales considerados ajenos puedan entrar a formar parte de la comunidad nacional. Por consiguiente, analizar dichas políticas desde la perspectiva teórica aquí propuesta conlleva indagar cómo es pensada la pertenencia a la nación desde los ámbitos hegemónicos. Las políticas de integración, entendidas como herramienta analítica, nos permiten interrogar a fondo al Estado sobre sus procesos de construcción nacional y los cimientos de su pretendida identidad (Gil Araujo, 2006), sus “filosofías nacionales de integración” (Favell, 2001), así como sobre las historias coloniales de cada país (Grosfoguel, 2007)6. De hecho, se ha observado que las políticas de integración aplicadas en distintos contextos nacionales europeos, a pesar de la diversidad entre los contenidos específicos, se han caracterizado por contribuir, cada una desde sus nociones particulares, a los procesos de construcción nacional del país en cuestión (Brubaker, 1999; Koopmans et al., 2005).

Las políticas de integración y el gobierno de lo social

Las políticas de integración también nos permiten analizar las distintas formas de gobierno de lo social vigentes en un momento/contexto dado, al ahondar en cómo son problematizados determinados actores y qué tipo de intervenciones se consideran legítimas ante los “problemas” por ellos supuestos. En el caso de la inmigración, esta no siempre ha sido objeto de medidas de integración. Hasta la primera mitad de los setenta, los inmigrantes residentes en Europa eran llamados trabajadores huéspedes. Al estallar la crisis económica, y contrariamente a lo que pensaban los gobiernos europeos, la mayoría de ellos decidió no volver a sus países de origen y optó más bien por reagrupar a sus familias. Este acontecimiento, junto a las transformaciones productivas supuestas por el postfordismo y por la consecuente “metamorfosis de la cuestión social” (Castel, 1997), favoreció que las afiliaciones laborales del Estado de bienestar cedieran el paso a otros tipos de identificaciones que ponían en el centro la “cultura” de las personas migrantes, cuya presencia ya no era pensada como provisional y suponía una posible amenaza a la unidad nacional. De ahí el auge de la categoría de integración y la emergencia de formas específicas de intervención, que expresaban una concepción muy determinada de la relación entre público y privado —otorgando una creciente relevancia a ONG y empresas privadas— a ciertos tipos de saberes expertos y a cierta concepción de las políticas sociales —vertebradas por conceptos como “empleabilidad” o “responsabilidad”, apuntando a la integración como un deber individual de la persona migrante— (Gil Araujo, 2006: 23-24). Todas intervenciones reconducibles a una racionalidad política7 de “liberalismo avanzado” (Rose, 1999).

Las políticas de integración y el gobierno de lo social

Como plantean Débora Ávila Cantos y Marta Malo, en el contexto actual del neoliberalismo, el gobierno de lo social es un gobierno “de” y “por la diferencia”, que funciona “no eliminando las diferencias, pero sí estandarizándolas: es decir, acotando y clasificando a la población en grupos bien definidos y estancos, convirtiendo las diferencias en categorías” (2008). Dentro de este proceso de producción constante de diferencias, hemos visto que es central aquella que separa entre “nosotros” y “los otros”, los “ciudadanos” versus los “extranjeros”, operación necesaria para la (re)producción del orden nacional (Gil Araujo, 2006: 62). Otra diferenciación central para la racionalidad neoliberal es aquella entre sujetos moralmente dignos y sujetos no meritorios, un tipo de clasificación que a menudo se encuentra imbricada con la primera. En efecto, el paradigma de la ciudadanía neoliberal —una ciudadanía estratificada y excluyente— se fundamenta, por un lado, en la justificación de las desigualdades sociales por medio de los méritos y los fracasos individuales y, por el otro, en la criminalización y racialización de los grupos considerados marginales (Oliveri, 2015: 494) —entre ellos los migrantes—. Como evidencia Nuria Álvarez Agüi (2013) en una investigación junto con los jeunes de cité franceses, las políticas sociales neoliberales tienden a diferenciar las poblaciones marginalizadas entre “enemigos internos” y “jóvenes meritorios”, reprimiendo a los primeros y cooptando a los segundos. Las políticas públicas contemporáneas, por tanto, no solo nombran y etiquetan a los sujetos de distintas maneras, sino que, a partir de las categorías usadas para definirlos —ya sean la clase, el género, la raza/etnicidad, la procedencia, el “valor moral”— les asignan posicionamientos diferenciales en el acceso a derechos sustentados en sus presuntas atribuciones. Dicho de otra manera, funcionan generando procesos de inclusión diferencial8(Mezzadra y Neilson, 2014a y 2014b). Como discutiré más adelante, existe un nexo discursivo entre meritocracia, integración de inmigrantes e inclusión diferencial: en efecto, es más fácil legitimar la discriminación si esta se explica por las “faltas”, las “discapacidades” y los “atributos morales” de los demás (Grosfoguel, 2007: 24); más aún si estos discursos, en el caso de las personas migrantes, se sustentan en su “cultura” de procedencia, en su “etnia” (Wallerstein, 1991: 56-57) o en sus “tradiciones” supuestamente incompatibles con los “valores occidentales”.

Metodología y procedimiento analítico

He adoptado un acercamiento cualitativo basado en la lectura de fuentes escritas, para su posterior análisis. Después de revisar los principales documentos políticos italianos sobre integración, he seleccionado cuatro textos en función de su relevancia: la “Carta de los valores de la ciudadanía y de la integración” (2006, de ahora en adelante Carta), el “Acuerdo de integración” (2009, Acuerdo), el “Plan para la integración en la seguridad ‘Identidad y Encuentro’” (2010, Plan) y el “Pacto por un islam italiano” (2017, Pacto). El conjunto de estas medidas, aun cada cual con un estatus jurídico diferente y habiendo sido introducidas por gobiernos de diversa orientación, está vertebrado por un alto nivel de coherencia interna y por problematizaciones análogas de la integración: de ahí la decisión de abordarlas juntas, discutiendo los ejes analíticos de manera transversal a los textos.

Para el análisis me he servido principalmente del análisis crítico del discurso —ACD— (Van Dijk, 1993), entendiendo este último como una práctica social influida por condicionantes sociales, culturales e ideológicos y con la capacidad de vertebrar y definir los problemas sociales en ciertos términos antes que en otros (Fairclough, 1995). He otorgado prioridad al discurso de las élites políticas —es decir, los protagonistas de las políticas “oficiales” e institucionales—, por su capacidad para alcanzar una notable influencia social. Recogiendo la invitación a analizar las políticas públicas como “textos culturales” (Shore y Wright, 1997), he colocado el análisis en el plano de los tópicos y las representaciones sociales antes que en un terreno lingüístico, entendiendo los discursos como “eventos” antes que como “códigos” (Foucault, 1991b: 59) y atendiendo a sus condiciones de emergencia y de verdad (ibídem).

Apuntes sobre el caso italiano

Las políticas de integración aplicadas en países europeos fueron concebidas desde el comienzo con fuertes tintes culturalistas (Favell, 1997). Aun así, entre finales del siglo XX y comienzos del XXI, tuvo lugar un importante proceso de convergencia, que se manifestó principalmente mediante la adopción de distintas versiones del “test cívico” en un creciente número de países (Joppke, 2007; Carrera y Wiesbrock, 2009). Con estas políticas, la integración pasaba de ser concebida como un proceso social de larga duración, para cuyo alcance era necesario garantizar ciertos derechos a las personas migrantes residentes legalmente, a convertirse en un deber, una responsabilidad individual, un mérito a demostrar; en última instancia, una precondición a cumplir para ser considerado parte de la nación (Gil Araujo, 2006). En Italia, las políticas de integración tienen un origen relativamente reciente. En efecto, las primeras migraciones de una cierta relevancia tuvieron lugar a partir de la segunda mitad de los setenta, cuando ante las políticas restrictivas de los gobiernos norte-europeos afectados por la crisis, el país se convirtió en una posible meta alternativa. Sin embargo, no existía en Italia un modelo específico de gobierno de las poblaciones “no autóctonas”. Así pues, muchas de las leyes aprobadas tuvieron una naturaleza fragmentaria —cada gobierno tendería a reformar las disposiciones del anterior—, y fueron elaboradas a menudo desde una lógica de la emergencia (Ambrosini, 2001; Zincone, 2006; Cetin, 2015). La primera medida orientada a regular la inmigración fue la Ley Martelli (1990), seguida de algunos decretos menores posteriores (Bascherini, 2008). No obstante, fue a finales de los noventa cuando las migraciones no comunitarias empezaron a ser problematizadas más claramente como un asunto de orden público y una amenaza a la seguridad nacional: de allí la aprobación, primero, de la Ley 40/1998 (llamada Turco-Napolitano e impulsada por el primer gobierno de Romano Prodi, de centro-izquierda) y, posteriormente, de la Ley 189/2002 (Bossi-Fini, impulsada por el segundo gobierno de Silvio Berlusconi, de centro-derecha). La ley Turco-Napolitano resultaba particularmente ambigua, al incluir tanto algunos elementos “liberales” como otros más “restrictivos” —como la apertura de centros de detención para migrantes en condiciones de residencia irregulares— (Bascherini, 2008; Gargiulo, 2012; Cetin, 2015). Entre otras cosas, empezaba a hablar de integración e inclusión social, entendiéndolas como un derecho a garantizar a las personas migrantes “regulares”, y establecía la Comisión para las políticas de integración de los inmigrados. La posterior Ley Bossi-Fini, aun manteniendo los planteamientos de fondo, endureció algunos aspectos represivos (Gargiulo, 2012 y 2014).

Hasta ese momento, algunos estudiosos habían definido las políticas italianas como un “multiculturalismo excluyente” (Zincone, 2009; Gargiulo, 2012), en el que la presencia migrante seguía siendo concebida como algo provisional, teniendo lugar su integración de manera informal, principalmente en un plano socioeconómico y al nivel local-regional antes que mediante planes estructurados. Sin embargo, en los últimos años se dio un giro hacia una dimensión más claramente asimilacionista (Gargiulo, 2012), coherente con las tendencias europeas. Una fecha clave fue 2006, cuando el ministro de interior Giuliano Amato (del segundo gobierno de Prodi) reunió a un comité científico para elaborar la Carta de los valores de la ciudadanía y de la integración, un documento inicialmente sin valor jurídico, hasta que fue convertido en ley por el decreto del 23 de abril de 2007. Este documento no solo se adhería a la nueva noción de integración (Gargiulo, 2012), sino que asumía un discurso culturalista, generando una neta diferenciación entre “nosotros” los italianos y “los otros” inmigrantes (Colaianni, 2007), mirando desde una particular sospecha a las personas procedentes de países “musulmanes” (Denaro, 2014)9. Este giro reforzaba una característica observada por la literatura: la convergencia de las políticas de inmigración e integración adoptadas por los gobiernos tanto de centro-izquierda como de centro-derecha (Zincone, 2006; Cetin, 2015). Posteriormente, este enfoque iría profundizándose con disposiciones como el Paquete de medidas sobre seguridad (distintas leyes impulsadas entre 2008 y 2009 por el cuarto gobierno de Berlusconi), que establecía el delito de “entrada y estancia ilegal en el territorio del Estado” (Ley 94/2009) e introducía el “Acuerdo de integración” —cuyo reglamento entraría en vigor en 2012—, una medida profundamente influida por la lógica de los tests cívicos y cuya aprobación dentro de un paquete de medidas de seguridad apuntaba a las racionalidades securitarias desde las que se estaba conceptualizando la presencia migrante. La suscripción del “Acuerdo de integración” —obligatoria para las personas migrantes recién llegadas— implicaba la adhesión automática a los principios contenidos en la Carta, que de ser un documento orientativo se convertía en una disposición vinculante.

Posteriormente, el Consejo de Ministros del mismo gobierno aprobó el “Plan para la integración en seguridad ‘Identidad y Encuentro’” (2010), un documento que sustituía de facto a los anteriores documentos programáticos trienales establecidos por la Ley 40/1998 y se convertía en la principal herramienta de políticas migratorias y de integración nacionales (Gargiulo, 2012: 510). El Plan marcaba otro escoramiento hacia visiones culturalistas de la otredad migrante, poniendo de nuevo a los nacionales de terceros países “musulmanes” en el punto de mira.

En esta misma línea va un documento mucho más reciente: el Pacto por un islam italiano (2017), impulsado por gobiernos anteriores, redactado por el Ministerio del Interior en colaboración con el Consejo para las Relaciones con el Islam Italiano —un órgano de nombramiento gubernamental— y finalmente firmado, de un lado, por Marco Minniti —entonces titular de la cartera de Interior y miembro del gobierno de Paolo Gentiloni— y, del otro, por las principales organizaciones islámicas italianas. Este documento, aprobado al calor de recientes atentados terroristas como los de París, Niza y Berlín, define el marco legal y los valores “democráticos” dentro de los que se pretenden encauzar las distintas manifestaciones del islam italiano: aun sin ser expresamente un texto de políticas migratorias, en sus pocas páginas hace multitud de referencias a los “migrantes musulmanes”, representándolos como sujetos problemáticos, potencialmente peligrosos y necesitados de cierto disciplinamiento y control. Profundicemos ahora en el análisis de los documentos seleccionados10.

Construcción de la alteridad en los documentos analizados

La representación del sujeto migrante entre persona y etnia

¿Qué concepción emerge del migrante como sujeto? El análisis documental evidencia representaciones ambivalentes: por un lado, está el llamado a la participación y al protagonismo individual dentro del proceso de integración y, por el otro, el recurso a las identidades colectivas y las referencias a la “cultura de origen” para explicar criticidades, riesgos y fracasos. A este respecto, el Plan afirma en un principio que “el encuentro nunca se da abstractamente entre culturas, sino siempre entre personas” (Governo Italiano, 2010: 3). Las políticas de integración afirman dirigirse a estas últimas, haciendo hincapié en su responsabilidad, entendida como atributo de un sujeto autónomo y hacedor de sí mismo (Rose, 1999: 84):

“Desconfiamos, por tanto, del enfoque cultural que privilegia la interacción entre categorías sociales, étnicas o religiosas, que deja al lado de una manera ideológica la responsabilidad de cada cual en ser protagonista del encuentro con el otro. El presupuesto de toda interacción es la capacidad de comunicarse a sí mismo, de trasmitir la identidad propia” (Governo Italiano, 2010: 4).

Sin embargo, esta declaración de intenciones es relativizada por afirmaciones posteriores. En otro fragmento, el discurso del Plan no solo evidencia la estrecha relación entre integración e identidad nacional, sino que tiene un desliz semántico:

“Italia, por historia y posición geográfica, desde siempre ha sido tierra de encuentro entre culturas y tradiciones diferentes que han sabido mantenerse —salvo pocas y breves excepciones— en un equilibrio de respeto y paz. Para construir una convivencia civil estable, en un contexto de creciente presión social, no podemos sino redescubrir en nuestro pasado las condiciones esenciales, reavivando sus raíces. La identidad de nuestro pueblo ha sido plasmada por las tradiciones greco-romana y judaico-cristiana, que uniéndose de manera original han hecho de Italia un país solidario en su interior y capaz de dar hospitalidad gratuita a cualquiera que entrara en sus confines. El respeto a la vida, la centralidad de la persona, la capacidad del don, el valor de la familia, del trabajo y de la comunidad: estos son los pilares de nuestra civilización, que se alimentan de esa apertura hacia el otro y hacia el más allá [de las fronteras] que nos caracteriza” (Governo Italiano, 2010: 4).

Más adelante el documento sigue:

“El sujeto adecuado que hace posible la interacción necesaria para la integración es el pueblo, una experiencia humana viva, con su tradición, su cultura y sus valores. El pueblo italiano guarda en sus rasgos constitutivos todo el potencial humano indispensable para ser protagonista de ello” (Governo Italiano, 2010: 5).

En estas formulaciones cabe observar una estrategia típica del discurso racista, que consiste en la “autopresentación positiva” de las cualidades nacionales y en una acentuación de las supuestas características negativas del grupo “ajeno” (Van Dijk, 2003). Esto es visible en la celebración del carácter “respetuoso”, “solidario”, “hospitalario”, “abierto” y “acogedor” de la identidad italiana, que omite experiencias históricas cuestionables como la inquisición, el colonialismo o el fascismo. Además, los fragmentos generan una representación evolucionista de la historia italiana y europea, que se reafirma en el llamamiento a las “raíces”, que debemos “redescubrir” y “reavivar” porque allí se encontrarían los pilares de “nuestra civilización”. Esta idea de civilización, además de evidenciar influencias huntingtonianas, apunta a una “genealogía del progreso” (Wolf, 1982), a una visión aproblemática y lineal de los procesos históricos, que son leídos en clave teleológica y retrospectiva (Coronil, 1996: 53) como el desarrollo necesario de un destino ya inscrito en los orígenes. Esta “invención de la tradición” (Ranger y Hobsbawm, 2002) —operación necesaria para que pueda existir una historia nacional— se fundamenta en una “diacronía unilineal Grecia-Roma-Europa” (Dussel, 2000: 24), donde la identidad italiana es representada como encarnación de la Modernidad occidental y desenlace “natural” de las culturas griega y romana antiguas, del mundo cristiano medieval y del judaísmo (Denaro, 2014); en cambio, no se menciona al islam, considerado exterior a la experiencia europea. Finalmente, la problematización de la identidad italiana, aun definida como “identidad abierta” (Governo Italiano, 2010: 4), se cimienta en un aparataje teórico esencialista y es problematizada como un objeto, un bagaje o una mochila a llevar a cuestas.

Recapitulemos: el Plan, primero, afirma que la interacción tiene lugar entre personas, independientemente de las “culturas” y las procedencias, para destacar posteriormente las virtudes de la “identidad italiana” y afirmar que el “pueblo italiano” está histórica y culturalmente predispuesto para una interacción “acogedora” hacia las personas extranjeras. En cambio, no existen fragmentos que resalten en los mismos términos las cualidades y capacidades de las migrantes procedentes de “otras culturas”. Por el contrario, emergen reflexiones sobre riesgos y peligros potenciales que esta presencia entrañaría. A este respecto hay un fragmento muy revelador, donde se habla de convivencia en el espacio urbano:

“La cuestión de la convivencia con personas de diferentes costumbres y tradiciones es sin duda un aspecto decisivo para juzgar si una ciudad es vivible. Por desgracia, a menudo, la concentración de etnias extranjeras en el mismo barrio acarrea una inseguridad difusa, tanto para los ciudadanos como para los mismos migrantes. Es urgente re-equilibrar la presencia étnica extranjera en aquellas zonas de la ciudad donde ya no habitan italianos (…) Esto para evitar la creación de enclaves donde reinan la degradación y la microcriminalidad. Allá donde se constituyen ámbitos monoétnicos de culturas diferentes de la nuestra, es conocido el crecimiento del nivel de tensión social, que anula las esperanzas de integración (…) La educación a las normas básicas de convivencia cívica sobre el uso de espacios comunes, el respeto a las normas de higiene y seguridad no es un paso descontado, al revés, es a menudo causa de enfrentamientos cotidianos. Por eso es importante recordar a los inmigrantes desde el comienzo cuál es el marco en que se desenvuelve la convivencia en nuestro país” (Governo Italiano, 2010: 16-17).

Ante un discurso que, en sus proclamaciones generales, afirmaba poner en el centro la interacción entre personas, ahora la categoría de etnia adquiere centralidad. Si los italianos son descritos como un pueblo —noción que remite a un escenario de modernidad—, los migrantes se definen por marcadores de pertenencia que aluden a un imaginario premoderno, tribal, atávico. Una excesiva concentración de inmigrantes, entonces, entrañaría riesgos para la integración y estaría naturalmente asociada a un escenario de “inseguridad difusa”, “degradación” y “microcriminalidad”. Este discurso remite al tópico de los “umbrales de tolerancia”, argumento típico del racismo culturalista (Grosfoguel, 2007) sobre los niveles “aceptables” de presencia extranjera (Balibar, 1991a)11. Aunque no lo diga claramente, el documento insinúa entre líneas la duda de que ellos, los otros, tal vez no estén tan capacitados para una interacción exitosa como proclamaba abstractamente al comienzo. He ahí el citado desliz semántico: por mucho que, en términos generales, se celebre el encuentro entre “personas” y se rechace un enfoque culturalista de la integración, a la hora de formular directrices específicas se asocia al “pueblo italiano” a una predeterminación cultural homogénea —como si no existiera ningún tipo de diversidad interna y proponiendo la ecuación “una nación = una cultura”— y aproblemáticamente positiva, mientras que a la persona migrante se le otorga una predeterminación cultural negativa o cuando menos sospechosa: de ahí la necesidad de recordarle “desde el comienzo” cuáles son las normas cívicas a respetar. Así pues, lo que había saltado por la ventana entra por la puerta: estas problematizaciones no solo son etnocéntricas, sino que están imbuidas de una moralidad neovictoriana que concibe a la persona migrante como falta del conocimiento necesario sobre cómo hacer las cosas de la manera socialmente correcta y vincula esta especie de “discapacidad”, o incluso “peligrosidad social”, a su “cultura de origen” (Agrela Romero, 2002; Gil Araujo, 2006).

“Valores italianos” versus valorización de las “tradiciones” ajenas

Las ambivalencias detectadas con anterioridad también se manifiestan en el discurso sobre los valores, concepto mencionado frecuentemente en el corpus analizado. Sin embargo, en ninguna ocasión esta noción se asocia a las “culturas” y “tradiciones” otras; solo se encuentra vinculada a la identidad italiana, a través de formulaciones como: “Italia, comunidad de personas y valores”, “los valores básicos de la sociedad italiana” (Ministero dell’Interno, 2007), “los valores democráticos de libertad, igualdad y solidaridad que son el fundamento de la República italiana” (Decreto del Presidente della Repubblica, 2011). En cambio, cuando se habla de poblaciones migrantes se hace un llamamiento a valorizar las “tradiciones” de los demás (Governo Italiano, 2010: 9), por ejemplo, al mencionar el “aporte del patrimonio espiritual y cultural de la tradición islámica” (Ministero dell’Interno, 2017: 3). Hay una dicotomía entre la noción de valores —naturalmente atribuidos a la identidad italiana— y el acto de “valorizar” a las “otras culturas” —que, para hacerse realidad, requiere algún tipo de esfuerzo o actitud proactiva por parte de la población “autóctona”—. Sin embargo, el valor de estas declaraciones de intentos es rebajado, o cuando menos relativizado, por afirmaciones como:

“los talentos y las creatividades de las personas que llegan a Italia deben encontrar un terreno abonado para que sean plenamente valorizadas en los procesos económicos y sociales, pero, al mismo tiempo, no podemos permitir que las diversas tradiciones y culturas de procedencia entren en conflicto con la configuración de nuestros valores” (Governo Italiano, 2010: 3).

O: “Debemos estar preparados para valorizar lo que hay de edificante en su tradición, subrayando —indudablemente sin hacer descuentos— las afinidades y los puntos de contacto” (Governo Italiano, 2010: 21). De esta manera se evidencia un mecanismo discursivo de “concesión” o “empatía aparente” —se expresa una opinión aparentemente positiva sobre el “exogrupo”, para posteriormente cuestionarla o plantear dudas sobre su veracidad— (Van Dijk, 2003), así como se establece una relación asimétrica entre el “endogrupo” y el “exogrupo”: en efecto, mientras que al pueblo italiano son atribuidos valores a los que hay que adherirse, a las otras “tradiciones” y “culturas” se les achacan elementos potenciales de afinidad, cuya relevancia dependerá, en última instancia, de la validación otorgada por la población “autóctona” (Gargiulo, 2012: 514). Por tanto, el marco de referencia para los migrantes está claramente determinado por “nuestros valores”.

Otra característica del discurso sobre los valores es su continuo llamamiento a la Constitución italiana, que se repite varias veces en los documentos analizados. El Acuerdo, por ejemplo, considera el conocimiento de sus principios básicos como un requisito necesario. En la misma línea, el Plan afirma:

“El conocimiento y el respeto a nuestra Constitución y a los valores que contiene están en la base del recorrido de integración (…) Es importante que los valores constitucionales, las obligaciones legales, nuestros hábitos y costumbres y los servicios para la integración predispuestos a nivel nacional, y sobre todo local, sean comunicados al inmigrado durante los primeros meses de estancia en Italia” (Governo Italiano, 2010: 9).

La Carta va incluso más allá: no solo enfatiza que las “instituciones democráticas” italianas “están al servicio de los hombres, de las mujeres, de los jóvenes y de las futuras generaciones” y recuerda el compromiso internacional de Italia para impulsar el establecimiento de la “democracia política” —entendida básicamente como democracia liberal— (Ministero dell’Interno, 2007), sino que llega a formular una posición específica de política internacional: aquella en favor de una solución al “conflicto israelopalestino” que pase por “dos pueblos”, “dos Estados” y “dos democracias” (Ministero dell’Interno, 2007). Recordemos que la Carta debe ser suscrita obligatoriamente por quien solicite permiso de residencia: aunque los efectos prácticos sean nulos, el hecho de forzar a la persona migrante a adherirse a un posicionamiento determinado —enésimo requerimiento de lealtad a la nación (Sayad, 2002), que sería impensable exigir a un ciudadano italiano— muestra un gran nivel de paternalismo y de racismo epistémico12 (Grosfoguel, 2011).

Igual atención merecen los fragmentos dedicados a la laicidad y a los derechos de las mujeres, valores que son presentados como dos caras de la misma moneda. A este respecto, la Carta afirma que “Italia es un país laico fundado en el reconocimiento de la plena libertad religiosa individual y colectiva” (Ministero dell’Interno, 2007), mientras que el Pacto aboga por “la plena implementación de los principios cívicos de convivencia, laicidad del Estado, legalidad, paridad de los derechos entre hombre y mujer, en un contexto caracterizado por el pluralismo confesional y cultural” (Ministero dell’Interno, 2017). Es justamente en las formulaciones dirigidas a problematizar las identificaciones religiosas de las migrantes que se pueden detectar, por un lado, los principales tópicos asociados al islam y, por el otro, el imaginario de modernidad al que aparece vinculada la identidad italiana pretendidamente laica. La Carta afirma lo siguiente: “el hombre y la mujer tienen igual dignidad y disfrutan de los mismos derechos dentro y fuera de la familia” (Ministero dell’Interno, 2007: art. 4); “se castiga toda mutilación del cuerpo que no se deba a exigencias médicas, sea practicada por quien sea” (Ministero dell’Interno, 2007: art. 9); “Italia reconoce los derechos de la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio (…) El matrimonio se basa en la igualdad de derechos y responsabilidades entre marido y mujer, y por eso tiene una estructura monogámica (…) Italia prohíbe la poligamia en tanto que contraria a los derechos de la mujer” (Ministero dell’Interno, 2007: art. 16-17); “el ordenamiento italiano prohíbe toda forma de coerción y violencia dentro y fuera de la familia, y tutela la dignidad de la mujer en todas sus manifestaciones y en todo momento de la vida asociativa” (Ministero dell’Interno, 2007: art. 18), “en Italia no se ponen restricciones sobre la ropa, siempre y cuando sea elegida libremente y no lesione la dignidad. No se aceptan prendas que cubran el rostro porque esto impide el reconocimiento de la persona y obstaculiza la relación con los demás” (Ministero dell’Interno, 2007: art. 26). Para los fines de este artículo, no es relevante profundizar en el mayor o menor ajuste de cada disposición a la realidad social que se pretendería normar: lo que aquí interesa es resaltar: 1) el lugar de enunciación eurocéntrico y esencialista, que problematiza a las poblaciones inmigrantes (especialmente a algunas de ellas) como portadoras de prácticas “culturales” y “religiosas” lesivas de los derechos humanos y, al mismo tiempo, no articula ningún tipo de reflexión crítica con respecto a la igualdad de género en Italia13; 2) los intentos por definir y fomentar, a través de la sobrenormación de determinados aspectos de la vida social, una separación entre “buenos” y “malos” migrantes —en particular entre “buenos” y “malos” musulmanes (Mamdani, 2002: 767)—, en pos de generar una identidad musulmana “moderada” (Denaro, 2014) que sea considerada compatible con el ordenamiento jurídico y las normas de convivencia italianas; 3) el doble rasero manifiesto en la instrumentalidad de estos enunciados pretendidamente universalistas, puesto que estos, lejos de establecer normas generales dirigidas al conjunto de la población, se remiten a perfiles culturales específicos considerados socialmente peligrosos. En definitiva, la Carta apunta al islam como fuente de sospecha (Denaro, 2014) y lo presenta “orientalizado, homogeneizado, definido como no civilizado, y eso conlleva que Occidente decide unilateralmente lo que es mejor para las gentes musulmanas, cerrando cualquier opción de diálogo intercultural serio” (Grosfoguel y Mielants, 2006: 9).

La instrumentalidad de este discurso se vuelve más evidente si se compara con la representación de la mujer presente en el Plan. Para entender las distintas lógicas, cabe puntualizar que, mientras que la primera es una declaración a suscribir por el/la migrante mediante la firma del Acuerdo de integración —interpela directamente a los inmigrantes extranjeros—, el segundo es un documento de orientación política general, que no tiene como referente directo a los colectivos migrantes —es un discurso hecho por nosotros y sobre ellos14. De allí, tal vez, el mayor descuido en lo que respecta a la igualdad de género empezando por el uso del lenguaje: si la Carta, refiriéndose tanto al género masculino como al femenino, habla de “hombres y mujeres”, el Plan siempre utiliza la expresión “hombres” y afirma que la identidad italiana es trasmitida por “nuestros padres” (Governo Italiano, 2010: 6). En una ocasión, se dirige a la mujer migrante desde una perspectiva de “rescate” (Abu-Lughod, 2002), aunque, al hacerlo, termina más bien por relegarla a un papel de reproductora social mediante formulaciones tan ambiguas como la siguiente:

“Con respecto a las mujeres inmigradas (…) hay que promover programas televisivos cotidianos en franjas horarias específicas para mejorar el conocimiento y el uso de la lengua italiana y para acercar a los extranjeros residentes en Italia a nuestra cultura. Sobre todo las mujeres, en efecto, a raíz de factores culturales propios de algunas nacionalidades y de su prolongada permanencia en casa, tienen menos ocasiones para confrontarse con ciudadanos italianos y aprender el idioma” (Governo Italiano, 2010: 9).

Por tanto, dichos llamamientos parecen apuntar a operaciones de “lavado de cara”, recurriendo a argumentos “feministas” para perseguir objetivos discriminatorios (el llamado purple washing).

En conclusión, en el discurso sobre los valores también se observa una asimetría entre la presentación aproblemática de la identidad italiana y el discurso contradictorio sobre la otredad migrante. Además, en la representación de esta última hay una “bipolaridad discursiva” que oscila entre un “discurso condescendiente” y otro “preventivo” (Bañón Hernández, 2006: 266), entre la concepción de una diversidad potencialmente enriquecedora o, al revés, amenazante.

Discurso meritocrático, moralización de la cuestión social y procesos de inclusión diferencial

Tomemos ahora en consideración el Acuerdo de integración, cuya lógica de funcionamiento es paradigmática. Para empezar, el hecho de llamarse de antes que para la integración, trasmite enseguida la idea de que es un pacto entre partes desiguales que atribuye a la persona migrante la principal responsabilidad de su propia integración. Esta se configura como un deber a cumplir por una de las dos partes —la más “débil”, que no ha podido definir sus contenidos— y que debe darse dentro del marco previamente definido por la parte más “fuerte”. Con este fin, el Acuerdo predispone un conjunto de mecanismos para poner a prueba y cuantificar los méritos adquiridos y demostrables por las personas firmantes. Veamos sus principales aspectos:

- El Acuerdo, disponible en varios idiomas, debe ser firmado por la persona migrante mayor de 16 años, al llegar a Italia por primera vez y solicitar el permiso de residencia. En ese momento se le asignan 16 puntos, que corresponden a cierto nivel de conocimiento del italiano hablado y de la “cultura cívica” del país. Mediante la firma, la persona declara su adhesión a la Carta de los valores y se compromete a alcanzar el nivel A2 del idioma hablado, un conocimiento suficiente de la Constitución, las instituciones y la “vida civil” italianas y a escolarizar a sus hijos menores. El Estado, por su parte, se compromete a costear un breve curso de formación cívica (de entre cinco y diez horas de duración), al que la persona deberá asistir en un plazo de tres meses;

- A los dos años de la firma, el Acuerdo es verificado por las autoridades competentes y, en función de los créditos adquiridos (que se demuestran a través de cierto nivel de conocimiento del idioma y de la cultura cívica y de la asistencia a actividades formativas, etc.) o “perdidos” (por conocimiento insuficiente del idioma y de la cultura cívica, por haber recibido una condena penal incluso no definitiva o por sanciones administrativas o tributarias, etc.), puede extinguirse al darse por cumplido, resolverse por incumplimiento o ser prorrogado otro año más. La resolución por incumplimiento conlleva la revocación o no renovación del permiso de residencia y la expulsión. Pero es verdad también lo contrario: la revocación o el rechazo de renovación del permiso de residencia hace que el Acuerdo decaiga, independientemente de los créditos conseguidos, mostrando la supeditación de los méritos individuales a las leyes migratorias —que, vale recordarlo, vinculan el permiso de residencia a la posesión de un contrato laboral—.

¿Qué racionalidades se desprenden del Acuerdo? Para empezar, su arquitectura se enmarca dentro de una tendencia más general del gobierno neoliberal de lo social: aquella que se manifiesta en la proliferación de racionalidades contractuales y mercantiles, en acuerdos entre ciudadanos “empresarios de sí mismos” y empresas, instituciones, agencias de varios tipos, entre “clientes” o “consumidores” y “proveedores de servicios” (Rose, 1999: 164). En segundo lugar, este documento se caracteriza por multitud de “tecnologías del yo” o “de formación moral”, esto es, mecanismos que construyen al sujeto desde cierto tipo de relación moral para consigo mismo, con vistas al alcance de objetivos deseables (Rose, 1999: 42-43). Desde esta perspectiva, las “buenas” o “malas” elecciones del sujeto en su proceso de integración permitirán sumar/restar una cantidad de méritos que, finalmente, se traducirán en la puntuación final, que refleja el nivel de integración alcanzado y que dará lugar a la renovación o retiro del permiso de residencia. Por tanto, demostrar ser meritorio aprobando el Acuerdo (al lograr 30 o más puntos) se vuelve una necesidad imprescindible para conservar el derecho a permanecer en el suelo italiano y para obtener más derechos en el futuro. Como añadido, el Acuerdo no solamente establece una distinción entre quienes aprueban y quienes suspenden, sino que añade otras capas estratificadas por encima y por debajo de este mecanismo de jerarquización de méritos, dando lugar a ulteriores niveles de acceso diferencial a los derechos. En efecto, por un lado, garantiza descuentos para la realización de actividades culturales y formativas sin especificar a quienes hayan sumado al menos 40 puntos y, por el otro, cabe recordar que esta medida se aplica a una categoría de personas que ya han pasado por un primer filtro de selección al haber podido acceder al territorio italiano en condiciones regulares (Gargiulo, 2014), pues para las personas en condiciones administrativas irregulares solo es posible la expulsión.

En todo caso, las lógicas meritocráticas y los discursos morales presentes en el Acuerdo no se limitan a esta disposición, sino que vertebran el conjunto de las políticas italianas de inmigración e integración. Préstese atención a esta afirmación del Plan:

“Es en el desorden que se produce una desresponsabilización del inmigrado y un cierre en la comunidad de acogida. Una perspectiva de este tipo puede suponer caminos aparentemente ásperos, necesitados de mucha determinación y perseverancia. En este sentido, el mismo concepto de clandestinidad se vuelve intolerable, ya que esta —en tanto que condición objetivamente desleal y desequilibrada con respecto de las normas de convivencia— frustra incluso las muchas iniciativas de buena integración que surgen en el territorio” (Governo Italiano, 2010: 5).

En este fragmento, la categoría de clandestinidad —correlato moralista de la noción más aséptica de irregularidad administrativa— se convierte en un atributo moral negativo de quienes encarnan dicha condición: de ahí que se hable de “desresponsabilización” y “condición objetivamente desleal”. En esta misma línea, hace un año, el anterior ministro del Interior Marco Minniti declaró: “Tenemos que mantener juntas dos palabras fundamentales: severidad e integración. A quien no cumple las reglas, a quien no respeta la ley, tenemos que trabajar para que sea repatriado al país de origen. Punto” (La Repubblica.it, 2017a); “Cuanto más severos seamos con los irregulares, más será posible la integración” (La Repubblica.it, 2017b). De nuevo, aunque en este caso se hable de “irregulares” antes que de “clandestinos”, las condiciones de residencia de las personas migrantes se convierten en piedra de toque para medir su moralidad: si son irregulares es porque son “malas” personas que no respetan las reglas. Estos discursos reactivan la antigua distinción, típica de la Inglaterra victoriana y de la Francia del siglo XIX, entre “pobres meritorios” y “no meritorios”, así como entre “clases laboriosas” y “clases ociosas” (Russo Spena y Carbone, 2014: 12). Además, impulsan un proceso de individualización de las responsabilidades que no solo no menciona la producción social, política y jurídica de la ilegalidad, sino que contribuye a invisibilizarla. En lugar de afrontar los múltiples procesos de discriminación existentes, las políticas restrictivas se justifican por la falta de virtudes morales atribuida al migrante, falta que es mucho más fácil argumentar si, previamente, este ha sido representado de manera ambivalente, abocado desde el comienzo a un posible fracaso en la integración en función de su procedencia y de su “cultura de origen”.

Conclusiones

Como he mostrado en este análisis, las representaciones ambivalentes de los valores, la identidad y la otredad emergentes en los documentos de las políticas de integración italianas, con sus constantes oscilaciones entre el individualismo y el esencialismo culturalista, guardan una relación estrecha con los mecanismos de producción de la desigualdad impulsados por dichas políticas. Por un lado, dichas representaciones son funcionales con respecto de los procesos de construcción nacional y refuerzan la vinculación entre el orden nacional y el orden migratorio (Sayad, 2002 y 2008). Por el otro, las políticas aplicadas enuncian discursos morales y meritocráticos pretendidamente universalistas, los cuales terminan legitimando los distintos procesos de inclusión diferencial articulados por el gobierno de la integración.

Por supuesto, lejos de reducirse al caso analizado, las tendencias aquí analizadas han sido observadas en distintos contextos geográficos y políticos. Es que la proliferación de discursos morales y de lógicas meritocráticas apunta a una transformación más amplia relativa no solo a las políticas de migración e integración, sino al conjunto de las prácticas de gobierno de lo social del capitalismo contemporáneo, persiguiendo el sueño “de una sociedad flexible de derechos modulables” que ya no quiere saber nada de derechos universales (Ávila Cantos y García García, 2013: 130). De ahí la importancia de profundizar en el conocimiento concreto de sus mecanismos de funcionamiento, no solo por una vocación cognoscitiva, sino también desde una intención crítica y transformadora.

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Notas

1 Este artículo se origina en un contrato de investigación en el Instituto de Migraciones de la Universidad de Granada (8 REF. 4617). También retoma contenidos de mi tesis doctoral (2014), defendida en el Departamento de Antropología Social, dirigida por Aurora Álvarez Veinguer y Francisco Javier García Castaño y financiada por una beca/contrato FPU del Plan Propio de Investigación (programa 6A).
2 Aun compartiendo la noción más apropiada de emigrante/inmigrante propuesta por Sayad (2002), por razones de brevedad hablaré de migrante(s), inmigrante(s) o persona(s) migrante(s). Utilizaré de manera indiferenciada el género masculino o femenino, salvo donde toque especificar expresamente.
3 Medida orientada a averiguar el conocimiento de las “costumbres”, la “cultura” y el idioma de la sociedad receptora por parte de las personas migrantes, como precondición para obtener o renovar el permiso de residencia y tener acceso a otros derechos de ciudadanía.
4 Todas las traducciones de textos y documentos en otros idiomas son mías.
5 Otra definición posible de gobierno es: “Cualquier actividad más o menos calculada y racional, llevada a cabo por una multiplicidad de autoridades y agencias, utilizando una variedad de técnicas y formas de conocimiento, que trata de moldear la conducta operando sobre los deseos, las aspiraciones, los intereses y las creencias de variados actores” (Dean, 2010: 18).
6 En función de esta característica, no es una casualidad que, en el ámbito de la Unión Europea, las políticas de integración sigan siendo una competencia nacional.
7 Las racionalidades políticas son “los cambiantes campos discursivos dentro de los cuales el ejercicio del poder es conceptualizado; las justificaciones morales para formas determinadas de ejercer el poder de parte de diferentes autoridades; las nociones sobre las maneras adecuadas, el objeto y los límites de las políticas públicas” (Rose y Miller, 1992: 3).
8 Con esta expresión se hace referencia no tanto a la exclusión sin más, sino a la constante producción social y jurídica de jerarquías y subordinaciones variadas, cambiantes y contextuales (Mezzadra y Neilson, 2014a; 2014b).
9 Para profundizar en el debate sobre la islamofobia en Europa, véase Grosfoguel y Martín Muñoz (2012).
10 Al haberse redactado antes de las últimas elecciones generales, este artículo no aborda las políticas implementadas por el nuevo gobierno de Giuseppe Conte y su ministro del Interior Matteo Salvini. Valga puntualizar que las medidas adoptadas hasta ahora, aun dando un giro dramático hacia la legitimación abierta del racismo, no hacen sino profundizar una tendencia ya existente en las políticas públicas italianas.
11 Se trata de un discurso aplicado no solamente a los migrantes, sino también a los pobres, reflejando la imbricación entre “clase” y “raza” (Balibar, 1991b).
12 Esta expresión remite a una vertiente más discreta del racismo, que proclama formalmente valores universales e incluso celebra las oportunidades de encuentro entre diferentes “culturas”. Sin embargo, lo hace bajo unos supuestos eurocéntricos que descalifican como irracional y acientífico todo tipo de saber que no proceda del paradigma de la modernidad occidental, cuyas racionalidades, valores y formas de pensamiento son considerados superiores e indiscutibles (Grosfoguel, 2011).
13 Valga un ejemplo: en el caso de la definición de familia como sociedad natural fundada en el matrimonio “entre hombre y mujer”, la Carta, aun teniendo la principal intención de denostar el matrimonio polígamo, no solo manifiesta un lugar de enunciación nada “laico” y particularmente influido por la religión dominante en Italia (el catolicismo), sino que además reinterpreta “a la baja” la misma Constitución italiana, que a este respecto habla de matrimonio “entre cónyuges” (Colaianni, 2007: 4).
14 También podría alegarse que los dos textos fueron elaborados por gobiernos de distinta orientación política, aunque no puede obviarse que la Carta, inicialmente elaborada por un gobierno de centroizquierda, fue asumida e incorporada al Acuerdo por un ejecutivo de centroderecha.


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