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Inmunidad, comunidad, biopolítica1
Immunity, community, biopolitics
Papeles del CEIC. International Journal on Collective Identity Research, núm. 1, 2018
Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea

Fundamentales

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DOI: https://doi.org/10.1387/pceic.18112

Resumen: Este documento recoge la conferencia impartida por Roberto Esposito el 19 de octubre de 2011 en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid emplazada en el marco de actividades organizadas por la Asociación TALES y publicada originariamente por la revista Las Torres de Lucca en 2012. En ella, Esposito reflexiona sobre la relación entre los conceptos que han organizado buena parte de su trabajo teórico en las últimas décadas: inmunidad, comunidad y biopolítica. El autor realiza un recorrido genealógico del concepto de comunidad, verdadero centro de la tríada conceptual, que le lleva a plantear la communitas como aquello que liga a sus miembros en un empeño donativo del uno al otro y, por tanto, como aquello que abre al individuo hacia la alteridad. Si la comunidad determina la apertura de las barreras de protección de la identidad individual, la inmunidad constituye el intento de reconstruirla en una forma defensiva y ofensiva contra todo elemento externo capaz de amenazarla. Dado que los dispositivos inmunitarios se inscriben en el punto de intersección entre derecho y biología, la política que de ella resulta, en forma de acción o de reacción, estará en relación directa con la intervención activa en la vida biológica de los individuos. Es en ese sentido que el campo de acción en el que comunidad e inmunidad se entretejen no puede ser otro que el campo biopolítico.

Palabras clave: Inmunidad, Comunidad, Biopolítica, Identity.

Abstract: This text gathers the conference dictated by Roberto Esposito on October 19th, 2011 at the School of Philosophy of the University Complutense of Madrid in the context of the activities organized by the Association TALES and published originally in the journal Las Torres de Lucca in 2012. In the presentation, Esposito considers the relation among the concepts that have organized his main theoretical work in the last decades: immunity, community and biopolitics. The author presents a genealogy of the concept of community, central in his work, and argues that communitas is what links its members in a gift relation of one to another and, thus, what opens the individual to alterity. If community determines the opening of protection barriers of individual identity, immunity constitutes the essay to reconstitute identity in a defensive and offensive way against any external element ready to threaten it. Since immunity devices are located in the intersection between law and biology, its politics, either pro-active or reactive, will be in direct relation with the active intervention on the biological life of individuals. It is in this sense that biopolitics is where community and immunity action field is interwoven.

Keywords: Immunity, Community, Positive biopolitics, Identity.

1.

Comunidad, inmunidad, biopolítica. ¿Qué relación existe entre estos tres términos a través de los cuales se ha articulado mi trabajo en los últimos años? ¿Es posible conectarlos en una relación que vaya más allá de una simple sucesión de conceptos o de léxicos distintos? Creo que no sólo es posible sino incluso necesario. Es más, sólo en relación con los otros dos, cada uno de estos términos encuentra su sentido más pleno. Pero partamos de un dato histórico recordando brevemente el pasaje mediante el que las dos semánticas, primero la de la comunidad y después la de la biopolítica, se han sucedido dentro del debate filosófico contemporáneo. Fue a finales de los años ochenta cuando, en Francia y en Italia, se desarrolló un discurso sobre la categoría de comunidad radicalmente deconstructivo de aquellos modos con que el término —concepto había sido utilizado en toda la filosofía del siglo XX, primero en la sociología organicista alemana de la Gemeinschaft, más tarde en las diversas éticas de la comunicación y por último en el neocomunitarismo norteamericano. Lo que, a pesar de las importantes diferencias, unía a estas tres concepciones de comunidad era una tendencia, que podríamos definir como metafísica, a pensarla en un sentido sustancialista y subjetivista. Fue entendida como aquella sustancia que conecta a determinados sujetos entre sí en el reparto de una identidad común. De esta manera, la comunidad parecía conceptualmente ligada a la figura del “propio”: ya se tratara de apropiarse de lo que es común o de comunicar cuanto es propio, la comunidad quedaba definida por una pertenencia recíproca. Sus miembros resultaban tener en común su carácter propio, ser propietarios de aquello que es su común.

Fue contra este cortocircuito conceptual, en base al cual el común venía siendo volcado en lo que lógicamente es su contrario, es decir en el propio, que se posicionaron una serie de textos aparecidos en rápida sucesión, tales como La comunidad inoperante de Jean-Luc Nancy, La comunidad inconfesable de Maurice Blanchot, La comunidad que viene de Giorgio Agamben y mi Communitas. Origen y destino de la comunidad. Aquello que los unía en una misma tonalidad era una suerte de alteración de la semántica precedente, en el sentido, incluso literal, de que la comunidad, en vez de a una propiedad o a una pertenencia de sus miembros, se refería más bien a una alteridad constitutiva que la diferenciaba incluso de sí misma, sustrayéndola a toda connotación identitaria. Más que por una sustancia, o por una res, los sujetos de la comunidad, según era definida en estos trabajos, resultaban unidos por una falta que les atravesaba y les contaminaba mutuamente. En particular en el libro de Nancy, que había abierto esta perspectiva a lo largo de un recorrido fuertemente marcado por el Mitsein de Heidegger y el être avec de Bataille, la comunidad no era concebida como aquello que pone en relación a determinados sujetos, sino más bien como el ser mismo de la relación. Decir, como precisamente ha sostenido Nancy, que la comunidad no es un “ser” común sino el ser “en común” de una existencia coincidente con la exposición a la alteridad, significaba poner fin a todas las tendencias sustancialistas, de carácter particular y universal, subjetivo y objetivo. Sin embargo, a pesar de la fecundidad teórica de este paso, un problema quedaba abierto. Sacando a la comunidad del horizonte de la subjetividad, Nancy hacía extremadamente problemática la articulación con la política —aunque sólo fuera por la evidente dificultad de imaginar una política completamente externa a una dimensión subjetiva—, manteniéndola así en una dimensión necesariamente impolítica. De esta manera, el discurso sobre la comunidad continuó oscilando entre una inclinación política, pero de resultado regresivo —aquella de las pequeñas patrias de la tierra y la sangre— y una manera teóricamente fructífera pero políticamente intraducible. Mi impresión es que en el fondo de esta dificultad de orientar políticamente la nueva noción de comunidad, se encontraba una tendencia, de parte de sus teóricos y de Nancy en particular, a observarla desde el punto de vista del cum más que del munus. Es como si el absoluto privilegio asignado a la figura de la relación, de la comunicación, acabase por cancelar el contenido más relevante —el objeto mismo del intercambio recíproco— y por lo tanto, con ello, también su significado potencialmente político.

La contribución que personalmente he tratado de aportar a la discusión ha sido un desplazamiento genealógico hacia el origen del concepto. Quiero decir que la idea de comunidad porta en sí la clave para escapar a su cariz impolítico y recuperar una significación política, pero a condición de atravesar de nuevo la historia hacia atrás, hasta su raíz latina comunitas y, antes aún al término del cual deriva éste, es decir, al munus. A partir de tal presupuesto he iniciado un recorrido interpretativo, que, aun compartiendo la exigencia, se distancia sensiblemente de aquel activado por los deconstructivistas franceses al menos con respecto a un punto bien preciso. Incluso asumiendo la pars destruens de su discurso contra los comunitarismos identitarios, he desplazado la atención, al interior del concepto de comunidad, desde el ámbito del cum, sobre el cual se concentraba el análisis de Nancy, al de munus, que había dejado de algún modo en la sombra. Su significado complejo y ambivalente de “ley” y de “don” —y, más precisamente, de ley del don unilateral en las confrontaciones con los otros— me permitía mantener, e incluso acentuar, la semántica expropiativa ya elaborada por los deconstructivistas: pertenecer hasta el fondo a la communitas originaria quiere decir renunciar a su sustancia más preciosa, es decir, a su propia identidad individual, en un proceso de apertura progresiva al otro de sí. Pero, al mismo tiempo, me permitía dar un paso hacia delante o, mejor dicho de lado, que reabría una posible vía de tránsito hacia la dimensión política.

En el centro de este pasaje se encuentra el paradigma de inmunidad, al cual es difícil acceder por el lado del cum, porque deriva su significado, negativo o privativo, precisamente del término munus. Si la communitas es aquello que liga a sus miembros en un empeño donativo del uno al otro, la immunitas, por el contrario, es aquello que libra de esta carga, que exonera de este peso. Así como la comunidad reenvía a algo general y abierto, la inmunidad, o la inmunización, lo hace a la particularidad privilegiada de una situación definida por sustraerse a una condición común. Esto es evidente en la definición jurídica, según la cual goza de inmunidad —parlamentaria o diplomática— aquel que no se encuentra sujeto a una jurisdicción que concierne a todos los demás ciudadanos por derogación de la ley común. Pero es por otra parte reconocible en la acepción médica y biológica del término, en relación a la cual la inmunización, natural o inducida, implica la capacidad del organismo, de resistir, gracias a sus propios anticuerpos, a una infección procedente de un virus externo. Superponiendo las dos semánticas, la jurídica y la médica, bien se puede concluir que, si la comunidad determina la fractura de las barreras de protección de la identidad individual, la inmunidad constituye el intento de reconstruirla en una forma defensiva y ofensiva contra todo elemento externo capaz de amenazarla. Esto puede valer para los individuos singulares, pero también para las mismas comunidades, tomadas en este caso en su dimensión particular, inmunizadas respecto a todo elemento extraño que pareciera amenazarlas desde el exterior. De ahí el doble nudo implícito en la dinámica inmunitaria —ya típico de la modernidad y hoy cada vez más extendido en todos los ámbitos de la experiencia individual y colectiva, real e imaginaria. La inmunidad, aunque necesaria para la conservación de nuestra vida, una vez llevada más allá de un cierto umbral, la constriñe en una suerte de jaula en la que acaba por perderse no sólo nuestra libertad, sino el sentido mismo de nuestra existencia— o bien aquel abrirse de la existencia hacia fuera de sí misma a la cual se ha dado el nombre de communitas. He aquí la contradicción que he intentado poner de relieve en mis trabajos: aquello que salvaguarda el cuerpo —individual, social, político— es también lo que al mismo tiempo impide su desarrollo. Y aquello que también, sobrepasando cierto umbral, amenaza con destruirlo. Para emplear los términos de Benjamin, se podría decir que la inmunización en dosis elevadas es el sacrificio de lo viviente, esto es, de toda forma de vida cualificada, por razón de la simple supervivencia. La reducción de la vida a su desnuda base biológica. Se ve bien como, gracias a esta clave hermenéutica, y sin caer en una metafísica sustancialista, la categoría de comunidad puede recobrar un nuevo valor político. Desde el momento mismo en que el dispositivo inmunitario deviene el síndrome, a la vez defensivo y ofensivo, de nuestro tiempo, la comunidad se presenta como el lugar destinado, la forma real y simbólica, a la resistencia frente al exceso de inmunización que nos captura sin cesar. Si la inmunidad tiende a encerrar nuestra existencia en círculos, o recintos, no comunicados entre sí, la comunidad, más que ser un cerco mayor que el que los comprende, es el pasaje que, cortando las líneas del confín, vuelve a mezclar la experiencia humana liberándola de su obsesión por la seguridad.

2.

Pero —y aquí se inserta la segunda cuestión que hemos anunciado— la política de la que en este caso se habla no puede ser más que una forma de biopolítica. Desde el momento en que el fenómeno de la inmunidad se inscribe precisamente en el punto de intersección entre derecho y biología, entre procedimiento médico y protección jurídica, es evidente que también la política que ello determina, en forma de acción o de reacción, resultará en relación directa con la vida biológica. Sin embargo, la relación entre la biopolítica por un lado y, por otro, la dialéctica que enfrenta comunidad-inmunidad es aún más intrínseca —en el sentido de que concierne al significado, sin duda huidizo, de aquel conjunto de dinámicas de diversa índole reconducidas al paradigma biopolítico—. Es inútil reconstruir aquí la historia reciente de este paradigma originado por los cursos foucaultianos de los años setenta y continuada sobre todo por algunas interpretaciones italianas, inicialmente de Giorgio Agamben y Toni Negri, que han desarrollado de manera original las extraordinarias ideas de Foucault. Solo la referencia a las diversas modalidades que la categoría de biopolítica ha asumido en estos autores nos reenvía, sin embargo, a una dificultad, o mejor, a una contradicción de fondo —de algún modo reconocible, de manera latente, ya en las tesis de Foucault— que consiste esencialmente en una carencia, o insuficiencia, de articulaciones entre los dos polos, el de bios y el de política, que componen el término biopolítica. Es como si, en vez de ligados en un único bloque semántico, estuvieran pensados separadamente y sólo en un segundo momento relacionados entre sí. Quisiera decir que la radical divergencia entre un tipo de interpretación negativa, si no apocalíptica, y otra, por el contrario, marcadamente optimista y hasta eufórica de la biopolítica ahonda en una fractura semántica, presenta ya en las tesis de Foucault, entre dos estratos de sentido nunca perfectamente integrados entre sí en el interior del concepto y de hecho destinados a dividirlo en dos partes recíprocamente incompatibles y sólo compatibles a través de la subyugación violenta de una al dominio de la otra. Así que, o bien la vida aparece encerrada, como aprisionada, por un poder destinado a reducirla a la simple base biológica, o bien es la política la que está en riesgo de quedar disuelta en el ritmo de una vida capaz de reproducirse sin interrupción más allá de las contradicciones históricas que la embisten. En el primer caso, el régimen biopolítico tiende a no desviarse de aquel soberano, del cual parece constituir un pliegue interno; en el segundo, se emancipa hasta el punto de perder cualquier contacto con su propia genealogía profunda. Como ya dije, el mismo Foucault no ha llegado jamás a decidirse entre estas dos posibilidades extremas, oscilando entre la una y la otra sin llegar nunca a una resolución definitiva. Sea la relación entre régimen soberano y régimen biopolítico, sea aquella entre modernidad y totalitarismo, ambas quedan, en su aparato de categorías, ofuscadas por esta indecisión de fondo sobre el significado, y aún más sobre los resultados, de lo que él mismo había definido como “biopolítica” o, sin atribuir un significado particular a tal diferencia léxica, “biopoder”. Como ya he tenido ocasión de observar, mi impresión es que en su formidable dispositivo conceptual falta algo —un eslabón intermedio o un segmento de unión— capaz de conectar estas diversas configuraciones del concepto y, antes incluso, las dos polaridades fundamentales de la vida y de la política de una forma más orgánica y compleja que aquella, todavía titubeante, que activó en sus trabajos pioneros.

Es justo en esta conexión constitutiva donde he tratado de localizar el paradigma de inmunización. Ello, en su doble variante biológica y jurídica, constituye exactamente el punto de tangencia entre la esfera de la vida y la de la política. De ahí las dos posibilidades de cubrir la distancia inicial entre las dos interpretaciones extremas de la biopolítica —entre su versión mortífera y su versión eufórica—. Más que dos modos, opuestos e inconciliables, de entender la categoría, se constituyen dos posibilidades internas, en un horizonte unificado precisamente por el carácter ambivalente, al mismo tiempo positivo y negativo, protector y destructor, del dispositivo inmunitario. Una vez fijado la doble cara del proceso de inmunización —al mismo tiempo protección y negación de la vida—, también el paradigma de la biopolítica, o del biopoder, encuentra una definición más congruente. La manera negativa en que en algunos momentos se le ha designado, no es el resultado del sometimiento violento que el poder ejerce sobre la vida desde el exterior, sino el modo contradictorio a través del cual la vida misma busca defenderse de los peligros que la amenazan contradiciendo otras exigencias igualmente destacadas. La inmunidad necesaria para la conservación de la vida individual y colectiva —ninguno de nosotros quedaría con vida sin el sistema inmunológico de nuestros cuerpos— termina contradiciendo su desarrollo si se toma de forma exclusiva y excluyente respecto a cualquier alteridad ambiental y humana. Si se quiere, lo que está en juego es la diferencia —en la que de otra manera ha insistido Derrida— entre inmunización y autoinmunización. Todos sabemos lo que son las enfermedades autoinmunes. Se trata de aquellas formas patológicas que intervienen cuando el sistema inmunitario de nuestros cuerpos se hace tan fuerte como para volverse contra sí mismo, provocando la muerte del propio cuerpo. Desde luego esto no siempre sucede. Normalmente el sistema inmunitario se limita a una función conservadora, sin volverse contra el cuerpo que lo alberga. Pero cuando sucede, no ocurre por una causa externa, sino por el efecto del propio mecanismo inmunitario, intensificado hasta un grado insoportable. Ahora bien, un funcionamiento similar se hace reconocible también en el cuerpo político, cuando las barreras protectoras con el exterior comienzan a convertirse en un riesgo mayor que aquel que intentaban evitar. Como se sabe, hoy en día uno de los mayores riesgos de nuestras sociedades radica en la excesiva demanda de protección, que en algunos casos tiende a producir una impresión de peligro, real o imaginario, con el único fin de activar medios de defensa preventiva cada vez más potentes en su contra. Esta articulación, por así decir, lógica e histórica, entre los paradigmas del biopoder y de la inmunización, nos permite por un lado aclarar el significado mismo del concepto de biopolítica, y por otro, establecer una distinción interna entre su modalidad negativa y aquella que es, por el contrario, potencialmente afirmativa. Que a lo largo del curso entero del pasado siglo la primera haya resultado tan prevalente sobre la segunda, no impide que pueda reaparecer.

Pero vayamos por orden. A menudo se ha cuestionado cuál es, y si existe, la verdadera especificad de la categoría biopolítica, puesto que desde siempre la política ha tenido que ver de todas maneras con la vida, incluso en su sentido estrictamente biológico. ¿No era una forma de biopolítica la política agraria de la antigua Roma o acaso el empleo del cuerpo de los esclavos en los antiguos imperios? ¿Y entonces, qué les distingue, en esencia, de aquello que se ha definido con tal expresión? E incluso, ¿nace la política con la modernidad, como Foucault estuvo inclinado a creer, o tiene una genealogía más larga y profunda? A tales preguntas se podría responder que, observada desde el punto de vista de su base viviente, cada política ha sido y será una forma de biopolítica. Pero es la caracterización inmunitaria lo que ha determinado primero la intensificación moderna y más tarde, en la fase totalitaria, la deriva tanatopolítica. Como Nietzsche supo ver, lo que llamamos “modernidad” no es otra cosa que el metalenguaje que ha permitido responder en términos inmunitarios a una serie de demandas de protección preventiva surgidas del fondo mismo de la vida en el momento en que flaquearon las promesas de salvación trascendente. Si el paradigma de autoinmunización nos ayuda a comprender el nexo estructural entre modernidad y biopolítica, el de autoinmunización nos permite fijar la relación, incluso con su elemento de discontinuidad, entre la política moderna y la tanatopolítica nazi. En el caso de esta última, el objetivo principal de la política alemana no sólo fue la defensa racial del pueblo germánico —como si la supervivencia dependiera de la muerte de sus enemigos externos e internos— sino, en cierto punto, cuando la derrota parecía inevitable, también lo fue la propia autodestrucción. En ese caso, el síndrome inmunitario había asumido una connotación plenamente autoinmunitaria y la biopolítica había llegado a coincidir de modo perfecto con la tanatopolítica.

3.

Como ya ha quedado claro, el fin del nazismo —y después, a distancia de medio siglo, del comunismo soviético— no ha supuesto el fin de la biopolítica, que ahora se instala de manera estable en la sociedad contemporánea de tal modo que puede parecer que sustituye a las viejas ideologías. Reconocer su creciente presencia en todos los ámbitos de la política nacional e internacional, a lo largo de una línea de indistinción cada vez mayor entre lo público y lo privado, no es difícil. Desde la esfera de la salud hasta la de la biotecnología, desde la cuestión étnica hasta la ambiental, la única fuente de legitimación política parece ser hoy en día la conservación y la implementación de la vida. Es precisamente en este contexto donde se vuelve a presentar con renovada urgencia la necesidad de una biopolítica afirmativa. Se trataría de algo así como un horizonte de sentido en el interior del cual la vida no sería ya objeto sino, de algún modo, sujeto de la política. ¿Y entonces cómo perfilar los contornos? ¿Dónde localizar los síntomas? ¿Con qué objetivos? Se trata de una cuestión, e incluso de un conjunto de cuestiones, nada fácil de responder. Haber tenido una experiencia dramática, y a veces trágica, de una biopolítica negativa, o incluso de una tanatopolítica en toda regla, no basta para identificar, a base de contrastes, su contrario. No es posible limitarse a volcar en positivo determinadas prácticas mortíferas —en el sentido extremo de dar la muerte, en el de no paliar su difusión en las zonas más pobres del mundo—. Lo que se requiere es un salto cualitativo que sitúe de modo completamente diferente el nexo entre las restricciones y las necesidades, entre la expansión del mercado financiero y la protección de los más débiles desde el punto de vista social, cultural, generacional. Para este trabajo que incumbe a todos los ámbitos, y que sólo es posible mediante una nueva alianza entre políticas nacionales e internacionales, entre partidos y movimientos, entre sujetos individuales y colectivos, un primer punto de orientación, no solamente teórico, podría estar constituido precisamente por la dialéctica entre comunidad e inmunidad a la que antes se hizo referencia. Se trata, de alguna manera, y de hecho en todos los sentidos, de derrocar la relación de fuerza entre “común” e “inmune”. De separar, mediante lo común, la protección inmunitaria y la destrucción de la vida. De pensar de forma distinta la función de los sistemas inmunitarios, tomándolos, más que como barreras excluyentes, como filtros de relación entre lo interior y lo exterior. ¿Cómo? ¿A partir de qué presupuestos? ¿Con qué instrumentos? El problema ha de afrontarse a dos niveles. Aquél de la desactivación de los aparatos de inmunización negativa y aquel de la activación de nuevos espacios de lo común.

Partamos del primer punto. Ya hemos visto como el crecimiento anormal de los dispositivos de control y de sometimiento determina una correspondiente disminución de la libertad individual y colectiva. Barreras divisorias, bloqueos a la circulación de las ideas, a los lenguajes, a la información, mecanismos de vigilancia activa en todos los lugares sensibles, constituyen siempre formas de debilitamiento frente a las cuales es necesario por un lado escapar y por otro lado oponer resistencia con todos los medios legítimos. Esto es particularmente difícil. Por el momento debido a los dispositivos contemporáneos —desde que las medidas biométricas de detección en los pasos fronterizos, las células fotoeléctricas que localizan cada uno de nuestros movimientos, las interceptaciones que registran nuestras palabras o nuestros mensajes—, están dirigidos también a la protección de la sociedad y de nosotros mismos. Pero también es difícil por otro motivo más profundo. Y es así porque, como lo ha explicado perfectamente Foucault, la subjetivación que da sentido a nuestros actos pasa siempre por alguna forma de sometimiento —así que huir del sometimiento comporta siempre un efecto de desubjetivación—. Por eso el éxodo de dispositivos, o su desactivación, comporta siempre un doble resultado —de liberación y de aislamiento, de emancipación y de empobrecimiento—. Ciertamente, vivir fuera de la red de Internet es posible —pero con los costos nada leves de una desorientación respecto al mundo globalizado—. Lo que se necesitaría hacer, antes de producir su desactivación, o, simplemente, antes de no dejarse capturar, es una discriminación preventiva entre dispositivos de prohibición, dispositivos de control y dispositivos de sumisión. Entre sistemas capaces de facilitar nuestra experiencia individual y colectiva, y aquellos aparatos que la reducen en potencia vital. O preservar zonas de silencio en el interior de una comunicación que ya se extiende a cada uno de los momentos de nuestro tiempo de vida.

Pero con esto no basta. Esto no puede constituir más que el lado negativo —de escapatoria individual— en el interior de una estrategia que también debe jugarse en positivo. A la desligadura de los vínculos de lo inmune debe sumarse la producción de espacios, de esferas, de dimensiones comunes, cada vez más amenazados por la intrusión de su contrario. Si se considera el término y el concepto de “común” se encontrarán tres contrarios diferentes, pero convergentes en su efecto contrastante —se trata de los conceptos de “propio”, de “privado” y de “inmune”—. Los tres, en cambio, se oponen a la semántica del común en las formas, distintas pero convergentes, de la apropiación, de la privatización y de la inmunización. Son tres modos de disolución de la unión social, pero, antes aún, de aquella idea del “bien común” cada vez más reducida en intensidad y extensión en un mundo que realmente se desea global. Desde hace algún tiempo no sólo los filósofos, sino también los juristas, han hecho un trabajo de reconstrucción semántica del concepto de bien común, estrechado entre aquellos dos conceptos, opuestos y especulares, del bien privado y el bien público. El propio derecho nace, en Roma, como derecho privado, destinado a sancionar de forma jurídicamente codificada la apropiación originaria de las cosas, y también de determinados seres humanos reducidos al estatuto de cosa, por parte de aquellos que por la fuerza proclaman ser sus propietarios. Esta dinámica de apropiación, en el mundo moderno, se ha acercado a aquella publicización [pubblicizzazione] de los bienes asignados al control y al usufructo de los organismos estatales. De este modo el espacio común, no apropiable ni por los individuos ni por el Estado, se ha visto cada vez más disminuido hasta el punto de coincidir con la zona, jurídicamente indecidible, de la res nullius, de la “cosa de nadie”. Cuando se ha puesto en marcha el mecanismo general inmunitario, esta retirada de lo común —bajo la presión convergente de lo propio, lo privado y lo público— se ha hecho todavía más fuerte. La inmunidad no se ha limitado a reforzar los confines de lo propio, sino que ha investido progresivamente también la esfera de lo público. No en vano la soberanía se ha revelado como el primer y fundamental dispositivo inmunitario junto a las categorías, ellas mismas preventivamente inmunizadas, de propiedad y de libertad.

Cuando después, con el ocaso de la primera modernidad, estas categorías han entrado en relación directa con el horizonte de la vida política, la erosión del bien común —es decir, de todos y de ninguno, de ninguno puesto que es de todos— se ha vuelto aún más intensa. Los primeros en ser privatizados han sido los recursos ambientales —el agua, la tierra, el aire, la montaña, los ríos—; más tarde los espacios urbanos, los edificios públicos, las calles, los bienes culturales; y finalmente los recursos de la inteligencia, los espacios de la comunicación, las herramientas de información. Todo eso en espera de que incluso los órganos de la vida biológica fueran puestos legalmente a la venta y adquiridos por el mejor comprador. Ya la modernidad —con la invención del Estado, es decir, del mayor dispositivo político— ha tendido a excluir el bien común, esto es, el de todos, o al menos a reducirlo cada vez más en favor de una dialéctica entre lo privado y lo público destinada a ocupar progresivamente toda la escena social. Si se leen autores como Locke, e incluso como Grocio, se observa cómo fue teorizada la necesidad de subdividir un mundo ofrecido por Dios a todos, y esto quiere decir a ninguno en particular, entre aquello que pertenece a propietarios particulares y aquello que pertenece al Estado. El concepto de propiedad estatal, como propiedad pública del Estado, ha constituido por un largo periodo, todavía no agotado, no lo opuesto sino la solapa complementaria de la propiedad privada. Con eso que solemos definir como globalización, esta suerte de publicización de lo privado se ha visto cada vez más entrelazada con el fenómeno inverso de privatización de lo público de una manera que parece agotar, y excluir de hecho del horizonte de posibilidades, algo así como un bien común. Esto se pone aún más de relieve cuando, con el giro biopolítico en acción, cada bien material o intelectual, corpóreo o tecnológico, viene a concernir, directamente o indirectamente, a la esfera de la vida biológica, incluyendo en ella también los recursos de la inteligencia y del lenguaje, de lo simbólico y de lo imaginario, de las necesidades y de los deseos.

Ahora bien, es justamente en este terreno donde va a ser afrontada, y posiblemente vencida, la batalla por una biopolítica afirmativa. Se debe comenzar precisamente por la ruptura de la tenaza entre público y privado que amenaza con triturar lo común, buscando en cambio ampliar el espacio. El conflicto que se ha abierto contra el proyecto de privatización del agua, aquel relativo a las fuentes energéticas o el que tiende a reexaminar las patentes exclusivas por parte de las industrias farmacéuticas que impiden la difusión de medicamentos a bajo coste en las zonas más pobres del planeta, van todos en esta dirección. Se trata, por supuesto, de una batalla difícil —incluso porque no hace falta cometer el error estratégico de abandonar el espacio público a favor del común, arriesgándose mientras tanto a favorecer el proceso de privatización—. Pero en ningún caso se debe confundir el bien común con aquello que pertenece a la soberanía del Estado o de las administraciones regionales reguladas por la subdivisión jurídica preliminar entre público y privado. El problema es que no existen por el momento estatutos y códigos jurídicos dedicados a la protección de lo común respecto a lo privado, lo propio y lo inmune. En realidad, antes incluso que leyes adecuadas, por el momento no existe ni siquiera un léxico para hablar de algo —lo común— de hecho excluido primero del proceso de modernización y después del de globalización. Lo común no es lo público —que se opone dialécticamente a lo privado— ni es lo global, que se corresponde en cambio con lo local. Es algo largamente desconocido, y también refractario, a nuestras categorías conceptuales organizadas desde hace mucho por el aparato general inmunitario. Y sin embargo, la apuesta por una biopolítica afirmativa, de la vida y ya no sobre la vida, se juega precisamente sobre esta posibilidad. Sobre la capacidad, antes incluso que de operar, de pensar en el interior de este horizonte. De pensar entorno y más bien desde el interior de lo común. Es en esta dirección que, también a través de la categoría de lo “impersonal”, estoy tratando de orientar la dirección de mi investigación en estos años.

Notas

1 Texto original publicado en la revista Las Torres de Lucca. Revista Internacional de Filosofía Política en el número 1, julio-diciembre, de 2012, páginas 101-114. Agradecemos la autorización de la revista para publicar este trabajo. Traducción a cargo de Daniel Lesmes.


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