Lastres de impunidad. Sombras de amnistía y espanto de victimarios en la España «democrática»1

Burdens of impunity. Amnesty shadows and victimizers horrors in «democratic» Spain

Jesús Izquierdo Martín*

Universidad Autónoma de Madrid

Palabras clave

Justicia transicional
Victimarios
Impunidad

Resumen: España experimentó una muy particular justicia transicional para la que la visibilidad de quienes fueron victimarios y de quienes sufrieron como víctimas fue prácticamente nula. No hubo ni justicia ni reparación de la memoria de las/os asesinadas/os. Se impuso desde el poder una memoria hegemónica que ocultaba a las víctimas, pero también a sus asesinos. Esta cultura memorial ha fijado unas reglas hasta nuestros días según las cuales no cabe pedir responsabilidades penales ni morales a los victimarios. Moralmente tampoco existe su arrepentimiento. La Ley de Amnistía de 1977 los ampara y no existe ninguna comisión de la verdad que señale a los asesinos de la dictadura, aunque no sean ya responsables penalmente. Muchos de esos victimarios son hoy en día espectros del pasado; ahora bien, cabe la posibilidad de que aparezcan en nuestra memoria como los «otros» negativos de nuestra tradición democrática.

Keywords

Transitional justice
Victimizers
Impunity

Abstract: Spain has experienced a very particular transitional justice for which the visibility of those who were victimizers and those who suffered as victims was practically null. There was neither justice nor reparation for the memory of the murdered. A hegemonic memory was imposed by the power that hid the victims, but also their killers. This culture of memory has established rules up to this day according to which the perpetrators cannot be held criminally or morally responsible. Moral repentance does not exist either. The Amnesty Law of 1977 protects them and there is no truth commission that points out the dictatorship’s murderers, even if they are not already criminally responsible. Many of these perpetrators are already spectres of the past, but there is a possibility that they will appear in our memory as the negatives «others» of our democratic tradition.

* Correspondencia a / Correspondence to: Jesús Izquierdo Martín. Departamento de Historia Contemporánea, Facultad de Filosofía y Letras. Universidad Autónoma de Madrid. Campus de Cantoblanco 28049-Madrid (España) – susoizquierdo@yahoo.es – http://orcid.org/0000-0002-5157-2637.

Cómo citar / How to cite: Izquierdo Martín, Jesús (2021). «Lastres de impunidad. Sombras de amnistía y espanto de victimarios en la España “democrática”». Papeles del CEIC, vol. 2021/1, papel 242, -200. (http://dx.doi.org/10.1387/pceic.21846).

Fecha de recepción: junio, 2020 / Fecha aceptación: octubre, 2020.

ISSN 1695-6494 / © 2021 UPV/EHU

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«Y me metieron en un pelotón de ejecución… en aquella época se mataba bastante gente… porque el primer día sí, es terrible, el segundo también, el tercero un poco menos y a los ocho días haces eso igual, igual que si mataras conejos o que mataras gallinas.»

José Luis de Villalonga,
La vieja memoria (1977)2

Una confesión, la declaración pública de un victimario incrustado en un pelotón de fusilamiento del ejército franquista durante la guerra de 1936, con apenas 16 años y a petición de su padre para que se habituara al arte de la muerte en el País Vasco. Quien enuncia estas palabras, José Luis de Villalonga (1920-2007), aristócrata, actor y escritor ya fallecido, había declarado previamente algo parecido en Fiesta—libro publicado en Francia en 1971 y editado en España doce años después—. Pero lo importante para este ensayo no es solo su turbador contenido, sino sobre todo las motivaciones que pudieron hacer a su autor expresarlo y el escaso impacto que tuvo y tiene en la opinión pública. Llama la atención la ausencia casi absoluta de responsabilidad del enunciante, algo que podría ser debido al contexto donde se hizo la declaración, esto es, antes de la muerte del dictador Francisco Franco y consiguientemente sin la presión social para decir la verdad. Villalonga ofreció, es cierto, otros testimonios más adelante, en 2003, en el documental Las fosas del Silencio de Montserrat Armengou y Ricard Belis. Y en aquel dispositivo dejaba entrever cierto remordimiento:

«todavía hay… noches en que me despierto sudando y pensando que, como esa gente que tienen (sic) pesadillas y nunca se van, uno se refugia en esa idea que dicen que, de cada doce fusiles, hay uno que no está cargado y siempre piensas a ver si es el mío.»3

Con todo, en ningún momento el enunciante se enfrenta a la exigencia moral de pedir perdón a las víctimas. No hay contrición ni dolor ni propósito de cambio. Solo se trasmite la sensación de que, para el individuo que enuncia, aquello no debería haber ocurrido sin entrar a reflexionar sobre lo acontecido: el asesinato ilegal e ilegítimo de aquellos humanos animalizados. Quizá la razón esté en la animalización del otro, que no exige responsabilidades políticas ni afecta a conciencias morales. Sumemos a ello la banalización del acto, la perpetración institucional no regida por patrones intencionales. Quizá estas sean las respuestas; pero, ¿tanto tiempo después? ¿Cómo es posible mantener esa conciencia de impunidad penal o de exención moral en España cuando deberíamos estar interpelados por las experiencias de elaboración del trauma de otros países? Alemania, Turquía, Argentina, Chile, Camboya o Ruanda (Bruneteau, 2006). En otros lugares se han realizado abordajes con respecto a sus crímenes colectivos —a veces no muy profundos, es verdad—, pero ¿por qué España sigue ensimismada en su impunidad?

Probablemente no haya que pedir perdón porque, y aquí entramos en la cuestión de la construcción de una ética pública y jurídica, en ninguno de los momentos en los que Villalonga testimonió, ni en nuestra propia actualidad, está apenas presente una cultura política que suscite el sentimiento de arrepentimiento, el dolor por el daño infligido y el propósito de enmienda. Y eso que somos un país de cultura católica. Extraña conducta. La historiografía desde luego no ha sido muy sensible a un tema que sobrevuela las sociedades traumatizadas por el genocidio: apenas hay libros en los que el victimario sea centro de reflexión. Es más, habría que señalar que tampoco el genocidio es asunto del que hablar4. El concepto continúa siendo ajeno a la interpretación de nuestro pasado violento y, desde luego, produce una incomodidad casi absoluta entre algunos historiadores y científicos sociales.

Se entiende que hay una incompatibilidad de índole semántica entre la definición aprobada por la Organización de Naciones Unidas en 1948 y las matanzas perpetradas por el franquismo: el concepto solo tendría validez en su vertiente jurídica y afectaría a la casuística designada por la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio: delitos cometidos en tiempos de paz contra colectivos identificados, en principio por el victimario, como grupos étnicos, religiosos, nacionales o raciales. Los colectivos políticos quedaron excluidos como víctimas del genocidio: a lo más que hemos llegado es a calificar lo perpetrado por el franquismo como el «holocausto español» (Preston, 2011).

Con todo, si tuviéramos cierta sensibilidad hacia la historia del concepto, bien podríamos abrir sus límites y aplicarlo a nuestro caso. Porque, según nos cuenta el propio acuñador del término, Raphael Lemkin, la lucha por el reconocimiento de dicha categoría a nivel internacional estuvo jalonada por combates políticos: por la resistencia del Reino Unido a incorporar más casuística una vez concluidos los juicios de Núremberg; o por la negativa de la Unión Soviética a ampliar el concepto debido al efecto que tendría sobre sus propios crímenes masivos (Lemkin, 2018). Es más, el franquismo estuvo bien atento a la posibilidad de que sus atentados contra la humanidad pudieran ser motivo de enjuiciamiento criminal según lo contemplado en la Convención. Por eso estableció una reserva al artículo IX del convenio cuando lo asumió el 13 de septiembre de 1968. En dicho artículo se establecía que las «controversias entre las Partes Contratantes, relativas a la interpretación, aplicación, ejecución de la presente Convención incluso las relativas a la responsabilidad de un Estado en materia de genocidio o en materia de cualquiera de los otros actos enumerados en el artículo III serán sometidas a la Corte Internacional de Justicia» (año del convenio, número de página). Las expectativas del régimen con respecto a su actuación genocida —insistimos— quedaron así salvaguardadas, si bien manteniéndose alerta incluso muerto el dictador. Pasarían más de treinta años desde la aprobación de la Ley de Amnistía de 1977 (Ley 46/1977, de 15 de octubre) y la retirada de la reserva el 10 de diciembre de 2009, un gesto este último que venía precedido por la aceptación parlamentaria en octubre de este año de la ley orgánica de 1985 del Poder Judicial (Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio), limitando el alcance del Principio de Justicia Universal. Todo un ejemplo de impunidad democrática ante crímenes de lesa humanidad.

Tampoco la producción literaria, tan acostumbrada a ejercer funciones designadas disciplinariamente al historiador, ha sido proclive a la reflexión en torno a los victimarios ni al genocidio franquista. Si la literatura realista genera interpretaciones ficticias, esto es, «composiciones» de sentido —eso significa fictio— que no son definicionalmente falsas, la cuestión del victimario genocida ni ha sido anticipada ni reflexionada en este espacio cultural. Solo contamos con alguna excepción a la regla como la sobresaliente novela de Loreto Urraca «Entre hienas», una novela dirigida a denunciar a su abuelo, el espía franquista Pedro Urraca, más conocido como el «cazador de rojos» (Urraca, 2018).

A la sociedad española le ha costado mucho tiempo y esfuerzo asumir incluso el concepto víctima para designar a los muertos del franquismo. Poco a poco incorporó la categoría procedente del derecho internacional penal, pero sigue siendo complejo su reconocimiento a pesar del hecho de estar inmersos en un mundo rebosante de víctimas: de género, de terrorismo, de catástrofes naturales, de abusos, de accidentes de tráfico y un largo etcétera. La cuestión es que, si no hay víctimas reconocidas en su derecho a la verdad, justicia y reparación, si las circunstancias del pasado que provocó su muerte o dolor no estás judicializadas, entonces será débil la presión institucional para que los victimarios se vean obligados a aparecer y testimoniar en la esfera pública. Ambas circunstancias —carencia de impulso moral y ausencia de presión institucional— obligan a suscribir el enunciado de las autoras de uno de los escasos libros sobre este asunto, Paloma Aguilar y Leigh A. Payne: los enunciados públicos de los perpetradores son tan «breves y fugaces» que resultan casi invisibles, inexistentes (2018:79)5.

Este texto pretende desarrollar una interpretación sobre esta limitada visibilidad pública del victimario en una sociedad marcada por la memoria del régimen franquista, por esa irrupción del pasado en el presente que obedece a lógicas genocidas y que desata el universo de lo indecible. Ahora bien, la interpretación no será ajena a la dinámica de la historia que del victimario se nos ha contado, esto es, a la inexistencia de una convocatoria, desde el presente, del pretérito genocida que se ignora. El genocidio franquista no solo se centró en la depuración —física o psicológica— del enemigo representado por el aparato represor; también se apuntaló en la construcción de una memoria edificada por sus lógicas genocidas, una memoria que trascendió la dictadura hasta incrustarse en la propia democracia, contribuyendo a definir su propia cultura cívica, escasa, limitada. España comparte ese pasado genocida con otros lugares del terror. El siglo xx está bien nutrido de genocidios depurados por leyes de amnistía o auto-amnistía que produjeron espacios de impunidad y ausencia de reconocimiento de las víctimas. Lo que es paradigmático entre nosotros es la incapacidad —desde muchas esferas— para derogar una ley que, junto con otros factores, mantiene un elevado grado de impunidad para los victimarios. Esta es la principal herencia —permanente, podríamos decir— de una dictadura cuya sombra dejó huellas sobre el reconocimiento del dolor de los demás y del daño perpetrado: estamos jurídica, moral y éticamente, parafraseando a Primo Levi, en una zona más que gris.

1. Victimarios en un mundo de víctimas

«Su profusión [de la víctima]… no solo revela la fragilidad de quienes portan esos nombres sino lo quebrado que está el territorio del viejo ciudadano…. Y cualitativamente, es de una densidad inaudita: la víctima no es el otro. Tampoco un otro cercano, uno que podré ser yo si paso por un desastre o catástrofe, la que fuere. Es un uno mismo, un normal.» (Gatti, 2017: 27)

Cabe añadir, junto con el enunciado del sociólogo Gabriel Gatti, que en España el mundo de víctimas se ha instituido de forma similar al resto de los países de cultura occidental. Aunque tardíamente, la víctima, emulación contemporánea del sujeto vulnerable, se ha situado en el centro de atención de las miradas de los científicos sociales y de la política desplazando la atención —y mudando la subjetividad— del ciudadano contemporáneo, de aquel héroe autónomo que se había enfrentado a los avatares de las monarquías premodernas, que se había vuelto independiente de la subjetividad del súbdito, de ese adulador de reyes y emperadores. La condición de víctima se ha abierto paso en un espacio social cada vez más masificado, donde ya no solo caben las circunspectas víctimas de la violencia con mayúscula, víctimas políticas y sagradas, de los mártires, sacrificios humanos de la violencia de ETA, del franquismo, del 11M,… Ahora se incorporan otros sujetos reconocidos como tales, atravesados por otras violencias ya no consideradas mayúsculas. La víctima ha tornado una víctima ordinaria, construida como parte del orden cotidiano. Son las víctimas donde se mezclan casuísticas como la dependencia social, la estafa bancaria, los accidentes automovilísticos, los infortunios domésticos y un largo etcétera. Ahora vuelven a emerger con fuerza debido a la destructiva pandemia que nos vuelve a desbordar con sus nuevas víctimas. La víctima, en suma, se ha tornado cotidiana y, al mismo tiempo, central en nuestro orden social de sujetos vulnerables (Butler, 2006).

Lo que parece claro es que han llegado tiempos en los que el concepto víctima se ha superpuesto a la vieja categoría de ciudadano y se ha convertido —no solo, por supuesto— en moneda común de la lucha por el reconocimiento en las sociedades contemporáneas. Hay toda una tradición del concepto que indica que su contenido se ha venido secularizando con la llegada de la modernidad; las definiciones cambiantes que contiene, por ejemplo, el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua permiten esbozar este proceso. A finales del siglo xix, el término remitía a la «ofrenda viva, que se sacrifica, y mata en sacrificio», lo que nos indica que su semántica se formulaba en una estructura de significados de fuerte sesgo sagrado: la víctima es allí una oblación consagrada a fin de propiciar el retorno a un estado original quebrado por una acción humana indebida, contraria al orden trascendente.

La modernidad rompe con esta lógica restitutiva de la víctima en aquel viejo orden social que entendía el concepto revolución como giro, como regreso a un estado original conculcado, un estado creado por la divinidad. En el último año del siglo xix, la víctima pasó a ser una «persona que padece daño por culpa ajena», un significado que se amplió en 1925 con la idea de que víctima podía ser asimismo resultado de una «causa fortuita». El concepto moderno está pues vinculado a la categoría moderna de revolución, entendida como desenvolvimiento de acontecimientos sin posible retorno, en una temporalidad concebida como progreso infinito. En dicho orden se entiende que los hombres despliegan los acontecimientos y estos producen víctimas, víctimas interpretadas como síntomas del cambio histórico, marcaciones de la transformación producida por el artificio societario, manifestaciones que nos permiten identificar sus errores y corregirlos. La víctima, por consiguiente, ya no es un objeto restitutivo de un orden sagrado transgredido, sino un sujeto indicativo para cualificar las innovaciones de un orden que es interpretado como esencialmente humano6. En cierto sentido «es producto de una causa mundana en un orden que hay que administrar atendiendo al testimonio de la víctima», aunque también a la memoria colectiva que la víctima produce (Izquierdo Martín, 2017:166-167).

Es en este contexto de reconfiguración moderna del orden donde tiene lugar también la re-semantización del concepto victimario. Victimario ha perdido su significación original relacionada con el concepto víctima según la cual esta debía ser sacrificada por quien «[las] vendía, y las ataba al ara». Dentro de la arquitectura de la modernidad seculariza, el victimario es causa del error en cuanto es autor del artificio humano —esto es, el propio orden—, de forma que su identificación y castigo es una forma entre otras de evitar la repetición del desacierto. No importa que el origen indirecto del error sea fortuito (por ejemplo, en el caso de las víctimas de catástrofes naturales o accidentes laborales), ya que siempre es plausible identificar a los causantes de las condiciones de posibilidad para que se desate ese desastre inesperado. Se trata de un síntoma que pone de manifiesto la obsesión moderna —y sus paradójicos vínculos con la premodernidad— por evitar lo puramente azaroso, eso que denominamos «barbarie», y sustituirlo por supuestas determinaciones sociales que eliminen lo que puede ser sencillamente contingente7.

La gran fractura sociopolítica que se abrió en la primera mitad del siglo xx —con su elenco de infiernos genocidas— fue crucial para fijar nuestra atención, no solo en la víctima, sino también en el victimario, en el perpetrador. El victimario identificado era susceptible de ayudarnos a entender las causas de los errores cometidos, en el mismo sentido que contribuía a marcar el estereotipo de la víctima, por cuanto era el propio perpetrador el que la definía a través de los discursos profilácticos contra el enemigo interno. Otra cuestión es que esta lógica identificadora del victimario haya tenido el mismo impacto en la sociedad española y se haya reflejado en el mismo sentido para todas sus víctimas. España no ha sido ajena a la eclosión de los mundos de víctimas: en las últimas décadas el viejo espacio de las víctimas, el de las víctimas de violencia de raíz política, se ha ido abriendo para renovarse con otras víctimas menos transcendentes y menos excepcionales, al tiempo que dicho espacio se profesionalizaba con gestores, observadores, investigadores…. La víctima ha tornado en un ciudadano-víctima cada vez más común, mientras sus demandas dejaban de estar en el lugar de la gran política para desplazarse a la gestión ordinaria de la justicia y la vulnerabilidad. La víctima genérica, como sujeto indicativo del cambio social, es operativa en España y, en este sentido, lo es el victimario como perpetrador de una acción errónea: estos últimos pasan ante los sistemas constitucionales regidos por el principio de legalidad donde la justicia corrige defectos, averiguando la verdad y reparando a la víctima, de la misma forma que se convierten en el centro de distintas agencias para las que las palabras víctima y victimario tienen sentido.

Sin embargo, a diferencia de la Europa que ha confrontado —si bien no en todas sus consecuencias— los efectos genocidas del fascismo y el estalinismo, o de la América Latina que vio proliferar los regímenes autoritarios durante las décadas de los 60 y 70 y en algunos casos elaboró sus traumáticas huellas con profundidad, la genealogía de la víctima política en España no surgió de la identificación de un genocidio: el franquismo y su terror. Su origen se remonta a otra víctima de la violencia cuyos victimarios están bien identificados y procesados: las del terrorismo de ETA. Mientras los testimonios de ambas partes de aquella violencia nacionalista y estatal están reconocidos socialmente, especialmente los de las víctimas, los del franquismo han sido desplazados a la esfera de lo personal o familiar a pesar de que en la esfera pública dominen las categorías del derecho internacional penal. Si la víctima de la dictadura franquista ha salido a la palestra no ha sido gracias al poder de Estado, sino a la demanda social, principalmente, de la generación de los nietos de la guerra de España, organizados en asociaciones que buscan la eclosión de memorias públicas y la democratización del conocimiento histórico. Por detrás, siempre ha quedado un poder judicial que prácticamente no ha intervenido en las prácticas de justicia y reparación, dejando a la víctima sin un foro testimonial en el que proyectarse y anulando cualquier posibilidad de identificación del victimario, el cual ha quedado al amparo de la invisibilidad pública y, por consiguiente, ajenos a cualquier petición de perdón.

2. El perpetrador y el relato exculpatorio

«En España no se cumplió la expectativa de que las confesiones desataran un debate público. Cuando se producían, eran escasas, breves o fugaces. Los verdugos se desvanecían antes de que pudiera comenzarse a hablar.» (Aguilar y Payne, 2018: 82)

No es cuestión nueva: los relatos de los perpetradores del genocidio en España son extraños y raros. Lo han mostrado con creces Aguilar y Payne en un libro lleno de sugerencias sobre dicha constatación. Lo han ratificado también José Babiano, Gutmaro Gómez, Antonio Míguez y Javier Tébar: «se extiende hasta hoy un manto de impunidad sobre los verdugos o perpetradores de las grandes matanzas del golpe del 18 de julio de 1936, la guerra y la posguerra» (2017: 239)8. El perpetrador o bien ha muerto o bien sigue amparado en un sistema político y jurídico que mira a otro lado cuando hasta 2018 se han exhumado por parte de ciudadanos voluntarios más de 700 fosas comunes y se han sacado a la luz 9.000 cuerpos9. Tenemos cifras aproximadas del número de víctimas de la violencia franquista entre 1936 y 1945: 150.648 muertos, de los cuales aproximadamente se encuentran inhumados en cunetas y fosas dispersas por todo el territorio nacional (Babiano et al., 2017: 93 y 97). El sistema judicial es insensible a la aparición de restos donde las señales de violencia son notorias y están acreditadas por expertos forenses que acuden a las fosas en protocolos de excavación que poco tienen que ver con las exhumaciones espontáneas que realizaron muchos familiares durante la transición e incluso antes. Algunos investigadores, como Aitor Fernández, Antonio D. López Rodríguez, Carlos Fernández o Francisco Espinosa, han recogido alguna huidiza confesión. Indudablemente ha habido leyes que reconocen a las víctimas, como la Ley Solidaridad con las víctimas del terrorismo de 1999 (Ley 32/1999, de 8 de octubre) o la última, el Estatuto de la Víctima de 2015 (Ley 4/2015, de 27 de abril), pero ninguna ha comprometido al Estado en la averiguación de la verdad o la restitución de la justicia. El amparo legal de los victimarios continúa garantizado.

Seguimos anclados en la noción de justicia transicional para la que la idea de reconciliación, esto es, la materia política para recuperar la paz social es más relevante que la averiguación de hechos delictivos y la defensa de sistemas constitucionales regidos por los principios de legalidad según los cuales las controversias se conducen a los tribunales que corrigen decisiones bajo el auspicio de la investigación de la verdad. Indudablemente, la verdad es un asunto controvertido por cuanto los hechos, por mucho que sean el fin primero del proceso judicial, siempre están sometidos a interpretación. Ya lo señalaba Nietzsche: «no existen los hechos, solo las interpretaciones». Hay que considerar además que la verdad transicional implica una idea de verdad como reconocimiento, lo que supone una verdad ajustada a la restauración o a la curación. La pregunta que surge a continuación fue planteada por el jurista Michele Taruffo: «Se puede hablar de democracia en un sistema que evite investigar sus precedentes históricos inmediatos, aunque sean evidentes los crímenes cometidos?» (2017: 93-108).

Lo que parece evidente es que España no es el mejor ejemplo para hablar de una transición modélica hacia la democracia a tenor de la pregunta planteada por el italiano. Y aunque la justicia opere con cierta autonomía con respecto a las exigencias sociales, sin su concurrencia es difícil que para las víctimas del franquismo haya posibilidad de que estas adquieran relevancia pública en sus demandas de verdad y reparación, y, especialmente para lo que nos interesa, no haya impulsos para que a los victimarios de los crímenes del franquismo les sean pedidas explicaciones sobre sus actos y, cuando menos, hagan algún tipo de reparación. Si acaso, España es una muestra de que se ha favorecido la reconciliación garantizando la impunidad. No es, desde luego, el único Estado que ha cercenado la justicia muchas veces debido a las necesidades políticas propias de la Guerra Fría. Sirvan como ejemplos Alemania Federal y su limitada desnazificación, reducida a las altas esferas del poder; Francia y su elaboración memorialista de la «resistencia» que arrincona el sangrante colaboracionismo y nos deja la imagen de un país repleto de héroes; o Japón y las patéticas conclusiones del juicio celebrado en el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente (1946 y 1948), que dejó impune al emperador japonés Hirohito y restringió extraordinariamente las sentencias contra los criminales de guerra, quienes han acabado venerados en el actual templo parafascista de Yasukuni, un templo donde se idolatra a los 14 «Mártires de Showa», asesinos calificados por los aliados como criminales de Clase A (Buruma, 1994).

España, si acaso, es una radical expresión de la lógica de la impunidad legal. Leyes de amnistía establecidas tras el final de alguna dictadura se han producido en el cincuenta por ciento de las transiciones de distintos países, aunque en algunos lugares aquellas se han eliminado, como ocurrió con la resolución de la Corte Suprema argentina en 2005 que derogó la Ley de Punto Final de 1986 (Ley 23492 de 23 de diciembre de 1986) y la Ley de Obediencia Debida de 1987 (Ley 23521 de 8 de junio de 1987). En España dicha ley sigue en vigor y poco se puede decir de la incompatibilidad de una ley de amnistía y una democracia basada en la idea de verdad. Por mucho que en su aprobación estuvieran implicada vehementemente la izquierda para sacar de las cárceles a cerca de 600 presos políticos de la dictadura, por la puerta de atrás se salvaron de procesamiento judicial todos los verdugos al servicio del franquismo desde 1936. No fue, es verdad, una auto-amnistía decretada por el propio régimen autoritario, como fue el caso de Chile, pero no deja de lastrarnos como una gran concesión de nuestra «modélica» transición a la democracia a los perpetradores.

A la cesión de la ley de amnistía, verdadera ley de memoria histórica en España, más allá de la Ley 57/2007, de 26 de diciembre (conocida popularmente como Ley de Memoria) —por cierto, una norma legal decretada para ser incumplida habitualmente por el propio Estado—, se une la inexistencia de comisiones de la verdad, un tipo de reparación que hasta 2007 se ha establecido en no menos que 68 países con procesos de violencia cuyos efectos han sido altamente traumáticos. Cierto es que las comisiones se centran fundamentalmente en la reparación de las víctimas y que la verdad que pretenden está menos reconocida que la verdad establecida en un tribunal. Pero, sin duda, tienen recorrido en el reconocimiento de las víctimas y la audiencia de sus testimonios puede contribuir a identificar victimarios y crímenes contra la humanidad. En todo caso, el principal problema de España es la ausencia de procesos penales contra los crímenes del franquismo, especialmente porque quedan excluidos de las amnistías y no son contemplados en comisiones de la verdad.

Aunque dichos crímenes fueran enjuiciados o su judicialización solo pudiera contemplar la identificación de las víctimas, los problemas prácticos son en España numerosos. Ya no solo porque el sistema judicial está atravesado por una cultura política en parte heredera o condescendiente con el propio victimario, sino también porque los grupos políticos que presionan a dicho poder tienen vinculaciones a veces demasiado claras con la cultura de la perpetración. Adicionalmente, la cultura española sigue aferrada a criterios como la prescripción del delito o la irretroactividad de la ley penal, cuando no a la esperanza de que el paso del tiempo conduzca al olvido. La herencia del ensimismamiento continúa pues proyectando sus sombras.

La cultura que forma el grueso del poder judicial, o si se prefiere, su condescendencia, tiene que ver con la memoria pública o la «buena memoria» —en palabras de Ricard Vinyes— que se fue gestando ya en la época del segundo franquismo: la memoria del golpe y el conflicto de 1936 como locura colectiva, como guerra civil en la cual no podía hablarse de víctimas porque, sencillamente, solo había culpables de las pasiones colectivas (Vinyes, 2009). Se trata de una memoria articulada como un relato de sesgo bíblico-redentor según el cual la Segunda República y la Guerra son algo similar a la «expulsión del Paraíso», el franquismo es una Historia de tribulaciones que prepara la redención final, esto es, la transición, y la democracia es el reencuentro con la verdadera esencia de España: la modernización, el europeísmo, símbolos que nunca deberían haber sido olvidados. Se trata de un recuerdo hegemónico, construido por el Estado, por la prensa, por cierta literatura —y algunos profesionales de la historia—, que levanta una suerte de ideología del «sinsentido», esto es, la idea de locura colectiva, de españoles irracionales y apasionados, y que sirve, ahora desde el presente, como espejo donde reflejar nuestra imagen positiva, moderna, en fin, redimida (Izquierdo Martín, 2014).

Este relato, que ni siquiera tiene orígenes democráticos porque la idea de pecado de origen procede del propio franquismo, considera que solo hay en España una víctima política: la ocasionada por ETA. Y es que, según su articulación narrativa, la organización independentista vasca sería el último impedimento antes de la redención democrática final. La víctima de ETA es, pues, la víctima heroica de la democracia y sus verdugos la diana indiscutible de la crítica social —al menos en una gran parte de España— y el foco principal de la actividad penal. Mientras tanto, la otra víctima «trascendente», la del franquismo, ha quedado relegada a un lejano lugar donde únicamente es identificada como encarnación de la enajenación indigna de los años 30, de su democracia imperfecta, de las pasiones despolitizadas que desembocaron en una guerra fratricida en la cual no hay sino culpables. Esta memoria y este conocimiento histórico hegemónicos, resultado de un «acuerdo denegativo» —un pacto establecido para evitar que el pasado afecte al presente—, hace que la sociedad española haya sido mayoritariamente incapaz de reivindicar la figura de la víctima del franquismo como sujeto demandante de verdad, justicia y reparación, y como promotor de los orígenes democráticos del país, por muchos errores que tuviera la Constitución de 1931. Y es que empieza a ser crucial construir algún tipo de memoria democrática y trascender el concepto de memoria colectiva o memorias colectivas. En efecto, porque, pace al filósofo Walter Benjamin, estas últimas tienden a generar equidistancia entre los ajusticiados y los justicieros pues estos no desaprovechan la ocasión para aparecer en la esfera pública también como víctimas. Nos lo demostró la conocida «guerra de estelas funerarias», desatada en España en los primeros años del siglo xxi.

No se trata de arrebatar a los victimarios el empleo del concepto víctima; más bien de diferenciar los vínculos de su acción política pasada con respecto a la defensa de la democracia. Es una confusión que procede del uso genérico del concepto víctima procedente del derecho internacional: según la Declaración sobre los Principios Fundamentales de la Justicia para víctimas del delito y del abuso del poder proclamada el día 29 de noviembre de 1985 por la Resolución 4034 de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, las víctimas son «personas que, individual o colectivamente,… [han] sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera, o menoscabo sustancial de los derechos fundamentales», una definición que solo califica a la víctima como objeto sufriente sin considerarla como actor político. Hubo acciones del pasado dirigidas a enfrentar un golpe de estado antidemocrático y la represión de un régimen genocida; y asimismo existieron actores que defendieron el golpe y la dictadura, aunque puedan ser considerados víctimas. En todo caso, la memoria que les arropa es distinta y debería ser interpretada a partir de una ética democrática (Molinero, Sala y Sobrequés, 2003; Rodrigo, 2005; Hernández de Miguel, 2019)10.

Con todo, según la citada resolución, la víctima lo es «independientemente de que se identifique, aprehenda, enjuicie o condene al perpetrador e independientemente de la relación familiar entre el perpetrador y la víctima». Y esta afirmación supone una desvinculación entre víctima y victimario que, si bien favorece el derecho de la víctima, también desanima cualquier relación penal con el verdugo. Se trata de una cuestión jurídica que opera tangencialmente sobre las posibilidades de publicidad de los testimonios de los perpetradores. Indudablemente, la averiguación de la verdad sobre víctimas y perpetradores debe ser resuelta a través de un sistema jurídico garantista; ahora bien, esta premisa está vinculada a una demanda social de justicia que en España es políticamente débil. Y es precaria debido a la fuerza de una memoria hegemónica que construye identidades narrativas para las cuales las expectativas del futuro priman sobre los vínculos genéticos con el pasado. Se trata de una suerte de memoria que arrincona otros recuerdos alternativos de lo que los españoles también fueron: exiliados, emigrantes, campesinos o, si se prefiere, aquellos sujetos utópicos de los años 30 y de los años 60-70. Una memoria fundada en las lógicas de «palo y zanahoria» que desde 1936 aplicó el franquismo hasta dejar una sociedad fuertemente traumatiza a la que más tarde se le ofreció las mieles del consumo y luego el horizonte del europeísmo. El inconsciente de muchos miembros de la generación de la guerra fue tajantemente fracturado por un régimen que aplicó con creces una lógica genocida de destrucción física y social del enemigo «rojo», convirtiendo España, especialmente en los años 40 y 50, en un sistema penal «concentracionario» de fuerte implantación que abarcaba, por ejemplo, 20.000 presas políticas en 1940 (Rodrigo, 2005; Hernández de Miguel, 2019). Una fractura de la identidad que no solo ha producido conductas patológicas de compulsión —la vida quebrada, por ejemplo, no podía ser verbalizada—, sino también miedo a hablar públicamente, especialmente en las localidades rurales, y la vergüenza de haber tenido que cohabitar con el propio perpetrador durante más de 40 años (Piedras Monroy, 2012).

3. Más allá de la persistencia de la irresponsabilidad penal

«La extendida nostalgia, el anhelo de un pasado que nunca fue realmente así, nos dan a entender que todavía tenemos ideales, aun cuando los hayamos enterrado vivos.» (Bregman, 2016: 25)

Podríamos considerar la posibilidad de que los victimarios del franquismo testimoniasen públicamente sin la presión de un sistema judicial al acecho, sin ni siquiera el apremio de la generación y las asociaciones que han colocado a las víctimas del franquismo en el centro de una demanda social de memoria democrática que erradique el relato de la culpa compartida y equidistante, la narrativa que ha legitimado los silencios de los victimarios. Ahora bien, la interpretación de la guerra civil como locura colectiva o la cultura de la violencia necesaria para corregir el desorden, lecturas ambas legadas por el franquismo, no hace fácil los actos de contrición o de arrepentimiento que incitaran a los perpetradores a repensar sus actos como crímenes de lesa humanidad o a identificar las fosas que todavía quedan sin localizar. Por el contrario, parece que aquí la alternativa es descargar la culpa en unas instituciones criminales a las que el victimario supuestamente debe obediencia haciendo del mal ocasionado una simple y llana banalidad (Arendt, 2014).

No existen en España acontecimientos que hayan tenido la suficiente fuerza para quebrar la hermenéutica del relato redentor, que hayan trastocado su capacidad interpretativa para dar sentido al pasado reciente. El reconocimiento colectivo de la identidad del perpetrador continúa siendo esa retahíla de yoes interpersonales e intertemporales que da coherencia a su pasado sin que se produzcan dinámicas para repensar históricamente lo acontecido, para no dar por sentado lo sucedido: ni hay dolor por la víctima a la que, consecuentemente, no se reconoce como tal ni hay renuncia a lo ejecutado; tampoco hay propósito de enmienda (Pizzor­no, 1989). Simplemente hay continuidad en una narrativa en la que la violencia aparece como necesaria o simplemente está tan extendida en el cuerpo social que se normaliza, se acredita, se asume como efecto de causas legítimas: la violencia aplicada por los victimarios fue necesaria para ordenar el mundo con la coherencia precisa, asentando los derroteros del progreso económico (del franquismo) y político (de la transición) y conduciendo España hacia su natural europeización. No hay ética hacia la víctima cuando el perpetrador justifica sus actos de manera que el ofendido asuma su parte de responsabilidad en un acto que el primero considera necesario.

Esta es la justificación moral con la que se mantiene el silencio o el olvido con respecto a las víctimas y victimarios, la que aleja a su sociedad de las advertencias éticas, jurídicas y políticas hechas por organismos internacionales. En estos últimos años han sido constantes las críticas a la vulneración de los derechos humanos del régimen franquista. El 17 de marzo de 2016, por ejemplo, la asamblea parlamentaria del Consejo de Europa denunciaba las «múltiples y graves violaciones de los Derechos Humanos cometidas en España por el régimen franquista desde 1939 a 1975». Ese mismo año, el Parlamento Europeo condenaba el franquismo, y ocho años después se publicaban dos informes de Naciones Unidas, uno del grupo de Trabajo sobre las Desapariciones Forzadas o Involuntarias y el otro del Relator Especial sobre la Promoción de la Verdad, la Justicia, la Reparación y las Garantías de no Repetición. En ellos se solicitaba la derogación de la Ley de Amnistía y se criticaba la inhibición de España en la aplicación del derecho internacional penal. Con todo, aunque estas advertencias tuvieron repercusión en los medios de comunicación, su impacto en la administración de justicia está por comprobar. No es muy alentador el escaso impacto de algunas de las iniciativas de familiares de víctimas, por ejemplo, de las dos querellas puestas en 2010 en el Juzgado Federal N.º 1 de Buenos Aires en las que se exigía justicia por crímenes tales como desapariciones forzadas, ejecuciones sin garantías jurídicas, robos de bebés, tortura…

El franquismo emanó de una justicia militarizada desde su mismo inicio, desde aquellos bandos que declararon la guerra en 1936 desde la ilegalidad y la ilegitimidad; mantuvo esa militarización mientras fue necesario, más allá del fin de estado de guerra en 1948, y a través principalmente de los once estados de excepción que aplicó entre 1956 y 1975. Mientras que en Italia y Alemania el ejército quedó formalmente separado de la represión, en España la «jurisdicción militar cumplió […] una función esencial en la represión y consolidación de la dictadura», tanto en la aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas de 1939 (Ley de 9 de febrero), que no prescribió hasta 1969, como el Decreto-Ley de Bandidaje y Terrorismo de 1947 (Ley de 18 de abril). Pese a la creación del tribunal de Orden Público en 1963, «la justicia política del régimen franquista no se «civilizó» nunca por completo» pues los militares no dejaron de ser los últimos ejecutores de la represión política (Babiano et al., 2017: 119 y 135).

Por otra parte, la dictadura se dedicó con ahínco a crear una memoria negativa de la Segunda República a través de «alegorías maniqueas» que nada tienen que envidiar a otras culturas colonialistas europeas y que fueron llevadas a la práctica por un ejército africanista acostumbrado a la erradicación violenta del contrario, del «enemigo de España». Con una cultura política antidemocrática, antifederalista, antiliberal y anticomunista, desde la declaración de guerra al Frente Popular en 1936 hasta el final de Estado de Guerra el 7 de abril de 1948, el régimen estuvo encabezado por un dictador «salvaguardado por un ejército que dirigía el país como un territorio ocupado», colonizando el aparato estatal civil, militarizando la administración policial y jurídica (Babiano et al., 2017: 23, 38 y 86)11.

Su función fue básicamente «purificadora» a través de la Juntas depurativas encargadas de limpiar la administración de profesores, funcionarios, carabineros, trabajadores de correos. Un proceso que se centró en la sustitución laboral de las víctimas por los victimarios y la creación en 1937 de la Comisión Central Administrativa de Bienes Incautados para dar apariencia legal al saqueo de los bienes de sus víctimas. Es más, el régimen hizo algo más que convertir el país en un espacio concentracionario y aplicar políticas genocidas contra un enemigo estereotipado: contribuyó a crear una memoria colectiva sobre su pasado que ha dejado una profunda huella en la sociedad actual: es la memoria del silencio, el olvido, la indiferencia, el miedo… una memoria que ha conformado una comunidad de sentimientos que establece el desprecio hacia el otro «apasionado». Aquella memoria y aquella historia sobre los años treinta ha quedado fijada en la conciencia de numerosos españoles que piensan el pasado republicano como un lugar distópico, como un espacio posible pero indeseable que advierte contra experimentos supuestamente radicales. Y evidentemente esta memoria nos aleja de veleidades retrotópicas, al menos las que podrían unirnos a nuestras viejas experiencias democráticas.

La carencia de impulso jurídico o la falta de demanda social de justicia con el fin de que los testimonios de los victimarios se hagan públicos, no parece que vaya a ser suplida por actos morales de confesión y solicitud de perdón (Mate, 2006). Sabemos que el perdón, aunque no haga justicia, al menos asume la justicia al permitir la renuncia a la venganza. Pero no puede haber perdón, como ya se ha comentado, si la contrición es poco plausible, si no hay convencimiento de la maldad del acto perpetrado. No hay arrepentimiento porque los actos asesinos no se han visto desestabilizados en su estructura moral: siguen teniendo sentido para los portadores de la postmemoria (hijos, nietos) de los perpetradores o para una generalidad de ciudadanos que ha identificado aquel pasado como un pretérito ineludible. Memoria y moral acaban yendo de la mano.

Lo cierto es que pocos son los victimarios de la guerra y la primera gran oleada de represión franquista —años 30 y 40— que quedan con vida. Y ejemplos como el de Billy el Niño, torturador de la policía de la dictadura que fue amparado, antes de su muerte durante la pandemia de la Covid-19, por cierta derecha, no alientan expectativas más justas. Puede ser que, como sostiene el historiador Pablo Sánchez León, haya llegado la hora de conocer, a través del «giro victimario», la identidad del perpetrador, sus motivos, sus límites éticos, sus provisiones sociales e institucionales (2018); ahora bien, el radio del giro victimario es corto, mientras son todavía amplias las posibilidades de considerar que el único verdugo reconocible es un abstracto conflicto fratricida que convierte la guerra en motor de muerte para todas y todos los españoles afectados: víctimas y victimarios, culpables de su propio destino bajo tierra. Y aquí el entramado cultural católico funciona porque el relato que funda la memoria secularizada es en origen redentor. Nada hay de que arrepentirse cuando imperan leyes trascendentes o históricas. Cada cual que aguante su vela. Los victimarios no aparecen por ausencia de norma jurídica o por omisión de principios morales que vayan en contrario a lo establecido. Y la mayoría de la población ni sabe ni recuerda porque su mirada se dirige hacia un futuro donde el consumo y el disfrute funda nuestra modernidad y nuestro europeísmo.

España es, así, un país tan familiar como extraño. Tenemos víctimas, pero no parecen funcionar como en el resto de las sociedades afectadas por genocidios: no parecen sujetos indicativos de un error de la modernidad que haya sido mostrado por los victimarios. Aquí no hay un error, hay más bien un pecado redimido con el sacrificio de todos, aunque ese todas y todos remita especialmente a los asesinados del franquismo. Quizá la solución radique en retornar a la literatura e imaginar a aquellos perpetradores desde ficciones que, a partir de fundamentos democráticos, puedan despertar conciencias y, por consiguiente, abrir a la necesidad de conocer y hacer: de conocer conductas reprobables y hacer justicia, aunque esa justicia no busque ya más que la reparación de los otros, los que quedaron sin nombre, los que permanecieron sin voz, los que, heridos, silenciaron tanto horror.

La narrativa que atrapa la memoria de la España reciente convierte la Ley de Amnistía en una suerte de norma natural que resiste las advertencias de los organismos internacionales y crea una conciencia colectiva entre los ciudadanos que moraliza los orígenes y el funcionamiento de dicha ley. Como sostienen los autores de Verdugos impunes, «el Estado democrático no ha cuestionado la deformidad moral entre los autores de las torturas y las personas que las sufrieron, y ha fijado una doctrina de equiparación ética entre los servidores y colaboradores de la dictadura y sus opositores» (Babiano et al., 2017: 238-239). La transición no depuró el sistema judicial ni el policial ni a los funcionarios de prisiones aun cuando la Ley de Amnistía reconocía —perdonando a sus perpetradores— los delitos de los responsables del orden público. Ahora bien, pese a la Ley, según Pablo de Greiff, hay posibilidades de abrir causas penales ya sea por detención ilegal, sentencias judiciales sin garantía, tortura, aunque el entendimiento restrictivo de la justicia las haga prácticamente implausibles12. Es una cuestión de voluntad política que, si bien no ocupa la conciencia de la mayoría de españoles, sí puede modificar el signo de una transición que tomó los derroteros de la reconciliación política frente a los caminos de la justicia, y que cercenó las posibilidades de contrición y testimonio de los victimarios.

La historia reciente de España no escapa de las atrocidades perpetradas en la modernidad, dentro de un orden social en el que se impuso la normalización violenta de los otros, la homogeneización de la alteridad reconocida solo como incompletitud definida por el enunciante, el victimario. Este colonialismo, desarrollado en distintas formas, especialmente en los siglos xix y xx, no fue únicamente una práctica implementada hacia el «afuera constitutivo» de la modernidad europea: América Latina, Asia, África… Fue también un asalto contra el otro europeo: clases populares y su cultura, grupos políticos subalternos, mujeres domesticadas, judíos racializados y un largo etcétera. Su violencia es consustancial al universalismo que defiende occidente, pero ocultando los orígenes locales de sus enunciados. Dieron cuenta de ella, no solo los grandes observadores poscoloniales y decoloniales, sino también occidentales de renombre como Zymunt Bauman (2010) y Michel Mann (2009). Indudablemente hubo españoles que ejercieron la violencia desde la izquierda durante el conflicto de 1936, pero en la mayoría de los casos hubo en ellos una cierta conexión con algún tipo de democracia, por muy extraña que nos parezca hoy en día. No somos ellos, pero tampoco somos sujetos ajenos, pese a lo que el franquismo, la transición y la democracia edificaron sobre nuestro pasado reciente. No es una justificación; simplemente es una explicación sobre unas raíces democráticas que no solo pueden rastrearse hasta 1978. Otros españoles, los levantiscos verdugos, violentaron una sociedad que —en precario— crecía democráticamente, y para el presente nos dejaron esa España ensimismada y lastrada con el amargo peso de las viejas fosas comunes.

4. Referencias

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1 El autor agradece a los dos revisores anónimos de este texto y a sus editores los comentarios sin los cuales su contenido y forma habrían sido otra cosa, distinta.

2 La vieja memoria de Jaime Camino. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=Tw4jyCeX3JE. Última consulta: 21/11/2020.

3 Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=aRVzexeQtIk. Última consulta: 21/11/2020.

4 De los pocos trabajos que incorporan y discuten el concepto: Míguez Macho (2014) y Baquero (2019).

5 El debate sobre los victimarios se puede ampliar comparando España con otras culturas políticas: Payne (2008) y Salvi (2019).

6 Sobre el cambio de orden y la aparición del concepto de cultura nos remitimos al libro de Bauman, 2005.

7 A este respecto, es pertinente consultar el capítulo 20, «El asesinato del azar», de Droit, 2007: 252-260.

8 Similar aseveración en Fernández Prieto y Míguez Macho, 2018.

9 Hay información sistemática de cifras en el sugerente libro de Ferrándiz, 2014.

10 Disponible en: http://lavozdelderecho.com/index.php/actualidad-2/corrup-5/item/2822-diccionario-juridico-concepto-de-victima-en-el-derecho-internacional. Última consulta: 24/11/2010.

11 «[La represión] No se limitó al período de la guerra y la posguerra. Si bien en la segunda mitad del Régimen se crearon tribunales especiales de carácter civil, los tribunales militares mantuvieron prerrogativas represivas y la policía política. De origen militar, extendió sus actividades hasta el final de la dictadura» (Babiano et al., 2017: 230).

12 Disponible en: https://digitallibrary.un.org/record/780611. Última consulta: 24/11/2010.