Maradona: mito popular, símbolo peronista, voz plebeya

Maradona: popular myth, Peronist symbol, plebeian voice

Pablo Alabarces*

CONICET, Universidad de Buenos Aires (Argentina)

Palabras clave

Maradona
Mito
Héroe popular
Identidad
Subalternidad

Resumen: En el contexto de una reflexión que apunta a la relación entre deporte e identidades, el texto aborda conceptos como cultura, héroe popular o subalternidad a partir del análisis del alcance de la figura del futbolista argentino Diego Maradona. Su muerte en noviembre de 2020, que provocó enormes manifestaciones de dolor público, desató una intensa cobertura que abusó de términos tales como mito, símbolo, héroe, ídolo e identidad. La pregunta clave giró en torno de hasta dónde Maradona, un deportista inigualable y simultáneamente una figura pública conflictiva, por su conducta personal (entre ellas, condenas deportivas y causas penales por consumo de drogas) y por sus posiciones políticas vinculadas al populismo de izquierda, podía ser considerado un símbolo de una presunta identidad nacional.

Keywords

Maradona
Myth
Hero popular
Identity
Subalternity

Abstract: In the context of a reflection on the relationship between sport and identities, the text addresses concepts such as culture, popular hero or subalternity by analyzing the scope of the figure of Argentine soccer player Diego Maradona. His death in November 2020, which provoked huge demonstrations of public grief, unleashed an intense coverage that used terms such as myth, symbol, hero, idol and identity. The key question revolved around the extent to which Maradona, a peerless sportsman and simultaneously a conflictive public figure, due to his personal conduct (including sports convictions and criminal cases for drug use) and his political positions linked to left-wing populism, could be considered a symbol of a presumed national identity.

 

 

* Correspondencia a / Correspondence to: Pablo Alabarces. Universidad de Buenos Aires, Departamento de Ciencias Sociales, Viamonte 430 (C1053 CABA, Argentina) – palabarces@gmail.com – http://orcid.org/0000-0001-9308-1732.

Cómo citar / How to cite: Alabarces, Pablo (2021). «Maradona: mito popular, símbolo peronista, voz plebeya». Papeles del CEIC, vol. 2021/1, heredada 2, -200.(http://dx.doi.org/10.1387/pceic.22540).

Fecha de recepción: febrero, 2021 / Fecha aceptación: febrero, 2021.

ISSN 1695-6494 / © 2021 UPV/EHU

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1. Mito, héroe, amor popular

No todos los mitos son amados; no todos los mitos son heroicos. No todos los héroes se vuelven míticos; no todos los héroes son amados. Las combinaciones son pocas, pero los ejemplos muchísimos. Hay mitos que sólo funcionan como referencia de una cultura o como argumento psicoanalítico, pero no organizan nada más —es difícil encontrar sujetos que maten al padre, se acuesten con la madre y en el intervalo resuelvan dilemas propuestos por esfinges mientras caminan por ahí—. Hay héroes inventados, hay héroes verificados por la historia; hay héroes estatales, consagrados por instituciones que, redundancia, los instituyen para proponer modelos de vida y conducta —de obediencia y sumisión, de ser posible—. Hay héroes anti-estatales, rebeldes contra esa obediencia y esa sumisión, que casi invariablemente terminan muertos por el estado (estos suelen ser más amados que los otros).

Lo que es difícil de hallar es la combinación virtuosa de todos los elementos, e inevitablemente eso necesita de un adjetivo: héroes populares, mitos populares, amores populares. Esto no significa profesar un populismo banal al estilo «vox pópuli-vox dei»: los pueblos también cometen soberanos errores, como es bien sabido, aunque hay algo de la larga duración —no una semana, no cuatro años; hablo de décadas— que termina siendo irrefutable. Tampoco significa afirmar que cualquier cosa con más «popularidad» que nosotros, las gentes ordinarias, se merece el adjetivo: una cosa es ser conocido, célebre —mejor: celebrity— y otra cosa es ser, densamente, popular. Me gusta seguir pensando el adjetivo como mucho más que un error de la estadística, parafraseando a Borges.1 Me empeño en usar «popular» con un sentido de clase: los pueblos son las clases populares, las clases subalternas, las clases plebeyas. Entonces, superar la prueba de ser, a la vez, un héroe popular, un mito popular y un amor popular, es una empresa reservada a pocos y pocas elegidos y elegidas. Comencemos a hacer esa lista. Pensemos también quién tiene la condición, ya excesiva, de que ese amor sea, incluso, un poco transclasista. Y más aún, de que ese amor sea compartido por hombres y mujeres. Y doblo la apuesta: que ese amor exceda, para colmo, los límites de una comunidad nacional e incluya, por poner ejemplos meramente casuales, a bangladesíes y a napolitanos.

La lista es muy corta: se llama Diego Armando Maradona, a veces se llama Diego, a veces Maradó (con la ó muy extendida en el canto, nuevamente, popular) y a veces se llama Diegó (aquí la ó no se extiende: concluye, cierra, un «Olé, olé olé olé», como inventaron los tifosi napolitanos).2 Es una especie muy extraña: es una clase de uno. Un héroe popular que se vuelve mito popular —un lejano 22 de junio de 1986—3 y sobre el que se deposita un inmenso amor popular. En esa combinación, no hay pueblo que pueda mandarse muchas tonterías: aquí sí, por algo será, son razones del corazón pero la razón las entiende —o debería entenderlas—.

2. Mitogénesis

En un viejo libro de 1997, Formas de historia cultural, Peter Burke se preguntaba: «¿por qué los mitos se vinculan a algunos individuos (vivos o muertos) y a otros no? (...) La existencia de esquemas no explica por qué se vinculan a determinados individuos, por qué algunas personas son, por así decirlo, más “mitogénicas” que otras» (Burke, 1997: 75). Una palabra que no había aparecido hasta ahora: Maradona como mitogénico, como el individuo en torno del cual se construye un mito —reviso el diccionario y me envía a un complejo mecanismo de división celular—; y sin embargo, la palabra me gusta, algo así como «el origen de un mito». Hace más de veinte años, Burke describía algo que Maradona ya había cumplido: su transformación en mito viviente —un error repetido en los días de su funeral: no nació un mito con su muerte, porque ya llevaba treinta y cinco años de mito en vida—.

Burke dice que no hay regla que explique ese hallazgo, que no hay teoría que pueda prever su aparición. Los mitos no están regulados ni previstos: van y aparecen. Pero pueden explicarse: no veo ningún sentido poético en invocar el milagro o la magia donde puede haber explicación. Explicar la mitología de Maradona no destruye su belleza ni su eficacia, ni mucho menos su calidez y su seducción. Y la explicación está en la compleja intersección de todos los elementos que varios señalamos desde hace mucho tiempo: su calidad deportiva excepcional, su condición heroica, el relato de origen, el contexto global de actuación, el nuevo rol de los medios de comunicación, ahora centrales y en una expansión indetenible, los flujos y reflujos de ascenso y caída; pero también las condiciones políticas de producción del mito, esa crisis radical de la sociedad argentina entre la dictadura y el menemismo, que hallaron en Maradona un «héroe en disponibilidad» (una idea de mi colega María Graciela Rodríguez, 1996)4 para que, en determinado momento de la historia argentina, todos estos elementos se encarnaran en él… y solamente en él.

Recapitulando, en orden de aparición: fue el mejor jugador de fútbol del mundo, a tal punto que posiblemente haya sido el mejor de todos los tiempos; su calidad deportiva se expandía por el terreno del arte y la creatividad porque, como gran artista, tanteaba el límite del lenguaje futbolístico hasta subvertirlo —nadie había hecho lo que hizo, nadie pudo repetirlo—. Fue el héroe del Mundial de México 1986, pero pareció seguir con minucia todos los periplos del héroe clásico, tal como lo definieron desde los griegos hasta aquí: por ejemplo, la superación de las pruebas —las lesiones, las enfermedades, las drogas— o los enemigos poderosos —el Imperio británico, el Norte rico italiano, las instituciones futbolísticas, la CIA, el Vaticano, los gobiernos norteamericanos, algún árbitro malvado—. Cumple con los requisitos del origen: ¿quién conoce un mito pudiente, un mito burgués, para decirlo con economía? (Lo que no significa un mito inventado por la burguesía, que ya sería otro cantar). Fue además el primer héroe global, porque antes de él no existían posibilidades para que una figura circulara con esa expansión y esa eficacia —si Pelé aspiraba al mito, le faltaba transmisión por satélite y televisión codificada—. Cumplió con las reglas del ascenso al cielo y del descenso al infierno —literal: resucitó por lo menos dos veces, una hazaña que, hasta donde sé, no ocurría desde que un tal Lázaro la cumplió, y sólo en una oportunidad—. Y para colmo, todo eso ocurrió entre 1976 y 2001: los peores años de una historia argentina a la que le sobran peoridades.

El mito Maradona nos habla simultáneamente de la posibilidad de una nación «exitosa» —lo que quiere decir democrática, igualitaria, justa— y de sus clases populares como protagonista de sus relatos. Mejor que el peronismo porque, en vez de volver a invocar los años dorados de Perón y Evita, nombra una Arcadia más cercana, aunque se trate de una Arcadia meramente del deseo —sin pleno empleo ni redistribución del ingreso—: nombra el momento —efímero— en que los argentinos pensamos que podíamos volver a ser felices. Pero es centralmente un mito plebeyo: por su origen, y mucho más por la exhibición permanente de su plebeyismo, por su subalternidad en exceso, excesivamente ostentada sin pausa, orgullosamente exhibida. Eso le permite exceder, en el mismo movimiento, la trampa nacionalista: aunque su transformación en mito sea en el Mundial 86, cuatro años después de la Guerra de Malvinas, no depende de un relato militarista y patriotero —el propio Diego hizo explícita esa explicación: no era un gesto patriótico, sino de revancha por el dolor de los soldados muertos, que eran, para colmo, de su misma edad y de su misma clase—. Se trata de una mitología del humilde, no del panteón.

3. Maradona peronista

Hace muchos años, mientras Diego acometía su segundo milagro —la segunda resurrección: la del 2004, la segunda vez que volvió de la muerte—5, un colega profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires me contó un pequeño secreto: que, en algún lugar del quinto piso del viejísimo edificio de la calle Marcelo T., había un altarcito con las imágenes de Eva Perón y Diego Maradona. Allí peregrinaban, cada tanto, para prender una vela, los y las trabajadores de la Facultad y los compañeros y compañeras del Departamento de Trabajo Social —siempre, inevitablemente, los más peronistas de una Facultad que se jactaba de su racionalismo y que aún no había sido ganada por el credo kirchnerista—.

Jamás encontré ese altar. Posiblemente era imaginario. Ya no lo debe ser.

Quizás fue por eso que alguna vez se me ocurrió titular un trabajo con la fórmula «Maradona, o la superación del peronismo por otros medios». Después comprobé que me había quedado corto. Maradona fue el exceso de peronismo en ausencia del peronismo. Exageremos: el peronismo aún existe gracias a Diego. Volvamos argumento este exceso.

El ciclo de Maradona arranca en su debut en Argentinos Juniors en 1976 y se extiende hasta su último partido en Boca, en 1997.6 Démosle un pequeño margen: hasta su despedida, en 2001. Y un poco hacia atrás: su aparición en un programa televisivo en 1971 como niño prodigio, esas imágenes —que jamás dejaremos de repetir como un sinfín— del pibe que mira a la cámara y afirma que su sueño es jugar un Mundial y ganarlo. (Pensemos un poco en la potencia de la imagen de un niño de once años que tiene un sueño, desmesurado, y que luego va y lo cumple, y para colmo nos lo regala. Lástima que esas imágenes están editadas: Maradona niño no dice que sueña ganar un Mundial, sino un torneo infantil, pero luego pronuncia la palabra «mundial» y un editor avispado ve el gol, como un buen goleador frente a la valla).7

Todos esos años son los del peronismo en el destierro. Una interpretación peculiar, claro, de los años menemistas, que a la vez son peronistas. El debut en Primera llega con el golpe militar, la masacre, la persecución; la carrera se expande durante Malvinas y la derrota de 19838; llega a su clímax en el final de la década, y se vuelve conflictiva, zigzagueante y escandida por suspensiones durante el menemismo, el período en el que «el peronismo» había sido reemplazado con eficacia por el populismo neoliberal de las dos presidencias de Carlos Menem (1989-1999). (Por supuesto, para mí todo aquello seguía siendo, también, peronismo; pero debatir esa interpretación de las Sagradas Escrituras no es hoy mi preocupación).

Entonces, fueron veinticinco años en los que casi todo lo que era sólido se desvanecía en el aire (gracias, Marx) mientras una única cosa permanecía inalterable: el Diego como máquina de cumplir sueños y regalar felicidad popular. Es decir, una máquina peronista, según reza el texto sagrado.

Contrargumento kirchnerista: Maradona permanece en los casi veinte años siguientes, contemporáneos del peronismo devenido kirchnerismo. Objeción denegada: justamente, en esos años, Diego deja de cumplir sueños y no le regala felicidad a nadie. Se vuelve, apenas, un recuerdo eterno del momento en que creíamos que podíamos volver a ser felices, como ya dije. Pero políticamente es pura redundancia: no hace falta otro símbolo peronista cuando el peronismo se pone en movimiento y vuelve a ser una máquina cultural. En esos, estos, veinte años, Diego es sólo símbolo del pasado y sólo puede hablar del pasado. En presente, se vuelve pura máquina verbal —incomparable e incontenible—, uno de los mayores productores de frases populares de la cultura de masas local; pero puro discurso. Y todos sabemos que las palabras sirven, entre otras cosas, para mentir. En el único momento en que esas palabras se debían volver práctica —su desafortunada etapa como director técnico—, el fracaso es innegable. El mayor éxito como entrenador del Diego es su célebre círculo epistémico maradoniano: de «la tenés adentro» a «que la sigan chupando», las frases con las que celebró la clasificación mundialista en Montevideo una noche de 2009. Es decir, otras dos grandes frases populares.

El resto del tiempo son sus vaivenes sentimentales y laborales, su vida organizada por la lógica de la celebridad criolla o el jet set global. Aunque, como dice Beatriz Sarlo —que siempre lo quiso y lo respetó—: a diferencia de las celebridades contemporáneas, que basan su «popularidad» en ser, simplemente, sólo eso, celebridades, Diego ostentaba su historia (Sarlo, 2018). Diego era célebre y estábamos obligados a saberlo todo de él, simplemente porque fue y será el mejor jugador de fútbol de toda la historia, y el tipo que hizo más felices a argentinos y napolitanos —y a todos les que quisieran sumarse a esa felicidad, y compartirla, y gozarla—. Pavada de currículum.

4. La única verdad es la realidad maradoniana

Porque: qué pasado. Como el peronismo: «los años más felices de los trabajadores fueron peronistas», reza el slogan. Parafraseo: los momentos más felices de estos cincuenta años fueron maradonianos.

Y como el peronismo: aunque siempre había un margen de ilusión, de imaginación y ensueño, con el peronismo también había un dato material —tan insuficiente como queramos, tan excesivo como deseemos— que se llamaba distribución del ingreso. Experiencia material de la felicidad, además de cotidiana. El dato material, en Maradona, es su cuerpo en movimiento.

La capacidad infinita de sus frases, la posibilidad de producir significados con sus palabras —a la que nunca renunció—, sus afiliaciones políticas a veces zigzagueantes, no pueden opacar lo innegable, lo real, lo material; como ya narramos y vimos, el 22 de junio de 1986, poco después de las 13.00 horas mexicanas, con un calor insobornable y ante 114.850 testigos, más algunos cientos de millones añadidos que lo veían por la televisión, ese cuerpo se puso en movimiento e hizo felices a algunas decenas de millones de personas. No había allí ficción ni ilusión ni guión televisivo ni extras de riesgo ni trucaje digital o analógico ni propaganda estatal ni locutores en cadena nacional ni ensayos ni preparación actoral ni entrenamiento espacial. Había, apenas, un peronista de Villa Fiorito, el barrio popular, pobre y suburbano donde nació Maradona el 30 de octubre de 1960.

Y esto es porque soy tacaño: antes de ese 22 de junio hay horas de felicidad desparramadas por su cuerpo en movimiento. Felicidad dependiente, claro, de saber gozar con el fútbol como una de las bellas artes. Y luego de ese 22 de junio, otras tantas. La diferencia es que, después, ese cuerpo ya era un mito en movimiento. (Pavada de jactancia generacional: vimos a un mito en movimiento. No nos lo contaron. Se lo contaremos a nuestros hijos y a nuestros nietos, con orgullo incansable: fui contemporáneo de Maradona, nacimos con un año de diferencia, teníamos la misma estatura, un día me dijeron «pasala, Pelusa» en un juego ocasional).

El cuerpo de Maradona jugando al fútbol fue lo real. Lo innegable. Lo que no se puede debatir, porque no se puede fingir.

Lo demás fue también peronismo: exceso, dicha, felicidad, amarguras, vaivenes, contradicciones, fiesta, resaca, orgías, machismo, burla, risa, sueño, fracasos, cocaína, alcoholes, promesas incumplidas, antiimperialismo popular vestido por Versace (las galas de Evita vestida por el modisto Jamandreu). Lo que se puede debatir, pero no cuenten conmigo para hacerlo hoy. También: su machismo, algunos maltratos injustificables, sus dificultades con la paternidad «ilegítima». Al menos, los besos que desparramó con su compañero Caniggia en 1996 lo salvaron de la homofobia.

Maradona es también la desmesura de un momento feliz. Intenso pero breve, breve pero intenso, como la felicidad del peronismo.

5. La cultura popular transpirada

La primera conferencia de académicos e intelectuales dedicada a Maradona la organizaron, por supuesto y previsiblemente, los napolitanos. Fue en 1991, luego de la salida definitiva de Diego del fútbol italiano debido a la suspensión por consumo de drogas. El inventor fue un historiador, Vittorio Dini, que luego compiló un libro al que tituló Te Diegum: Genio, sregoletezza e bacchettoni (Dini y Nicolaus, 1991) un título fatalmente intraducible que en español, años después, viró a «Te Diegum. Maradona: genio y transgresión». Recién en 2018, cuando Diego cumplía 58 años —es decir: 27 años después que los napolitanos— la Universidad Nacional de San Martín, gracias al empeño del colega antropólogo José Garriga Zucal, organizó el primer simposio Maradona que hubo en alguna universidad argentina.9 También fue el último, hasta hoy. Y hasta donde sé, ninguna universidad le dio nunca un Honoris Causa. Deben haber juzgado que su aporte a la cultura argentina fue demasiado escaso. Y en el mismo movimiento, aceptaron que los académicos y los intelectuales tenemos unos problemas desmesurados para entender el mundo popular.

Diego fue el símbolo más importante de la cultura popular argentina del último medio siglo. Apenas. Armemos un Olimpo de esa cultura popular criolla: antes Gardel, luego Spinetta, María Elena Walsh, Piazzolla, Mercedes Sosa, Quino, Fontanarrosa, Sandro. Apenas este último compite en aquello en lo que Diego desborda: es otro plebeyo. Fíjense en la lista: todos pertenecen al mundo de las artes —la música, la historieta—. Diego es, de todos ellos, el símbolo más subalterno, orgulloso y excesivo en su plebeyismo, incluso porque su arte —¿debo explicar por qué lo llamo arte?— es también el más subalterno de todos: una nimiedad llamada fútbol. Y dije «el más importante»: no sólo por los millones que lo duelaron —una mera indicación estadística y mortuoria, que apenas contribuye para ponerlo a la altura de Perón y Evita—, sino por lo que produjo como artista popular: sencillamente, el último momento en el que muchos argentinos soñamos —es la tercera vez que lo digo— que podíamos ser felices.

La carrera de Diego coincide, punto por punto, con exactamente los momentos de mayor desdicha, pérdida y miseria de la historia argentina reciente. Los recuerdo: la caída de la ilusión peronista —y hasta de la utopía revolucionaria— de los ’70, la dictadura, el genocidio, el terror, la guerra de Malvinas y la peor malversación de alguna esperanza popular convertida en mero asesinato, la ilusión alfonsinista transformada en su fracaso, la pobreza y la desocupación estructural, el hambre como experiencia cotidiana, el ciclo neoliberal menemista y su modernización miserable, la fragmentación social en astillas organizadas por la violencia, el estallido social, económico y político que clausuró el siglo e inauguró el nuevo. En esos años, incluso el Mundial de 1978, alegría efímera, quedó opacado por la vergüenza y la sospecha, y así se volvió apenas una mueca que avergüenza más que lo que reconforta: la utilización del estado dictatorial, la propaganda patriotera, y para colmo el partido posiblemente amañado contra Perú.10 Fueron los años en los que nuestra comunidad despertó de una ilusión democrática para despertarse con la pesadilla —pero real— de un país injusto de toda injusticia.

En ese mapa tenebroso, la única luz aparece un lejano mes de junio de 1986; y brilla desmesuradamente cuando un morocho de escasos 165 cm comienza a gambetear jugadores ingleses, exactamente cuatro años después de la catástrofe malvinera. Como escribió milagrosamente Hernán Casciari, esos 10.6 segundos son el Aleph que soñó Borges, pero encontró Maradona (Casciari, 2013). En ese Aleph, aparece el nudo de felicidad más intensa que conoció nuestra comunidad en este medio siglo.

¿Exagero? Lo someto a debate: ¿cuál es el otro o los otros momentos comparables? No sólo por la felicidad escasa de un partido de fútbol: pongamos ese nudo en aquel contexto. Las otras fueron felicidades colectivas más efímeras: amamos a nuestras parejas, mapadres, hijos e hijas, gozamos con nuestros y nuestras artistas populares, sin duda, y a veces esos artistas nos han permitido momentos de gran felicidad grupal. Pero comunitariamente, como (casi) toda una sociedad golpeada: ¿cuándo fuimos, o pensamos que fuimos, tan intensamente felices como en junio de 1986?

(Sí, exagero. Hemos vivido, incluso comunitariamente, otros momentos de felicidad y hasta de esperanza. El regreso democrático, el Juicio a las Juntas militares en 1985, la recuperación de la ESMA, el centro clandestino más tenebroso de detención y tortura, en 2004,11 los festejos del Bicentenario de la Independencia de España en 2010. Pero todos ellos pasaron por alguna colectividad de la política, por líneas de fuerza que excedían a los sujetos y sujetas que los promovían u organizaban. La felicidad de 1986 estaba cargada sobre los hombros de un morocho petiso y fortachón que, además, sabía largamente que cargaba ese peso. Que se hacía cargo, que se la bancaba con, como dijo una amiga en las redes sociales, su «coraje guacho de pibe pobre»).

6. Arte popular

Diego fue antes que nada un creador de lo imposible. No sólo los goles contra Inglaterra, o contra Italia, o contra Bélgica —no hay ni uno sólo que sea previsible o convencional—. Diego mostraba el límite del lenguaje: sencillamente, cuando jugaba, decía que no había límite para él. Que podía hacer lo que se propusiera aunque no estuviera en la regla —por ahí está ese significado de «sregoletezza»—: fuera de la regla, en el múltiple sentido del que hace lo imposible o del que viola la convención.

Violar el lenguaje, tantear su límite: eso hizo Diego con el fútbol. Hasta donde sé, es una buena definición de lo que es el arte. No en vano las multitudes lo llamaron genio —para después llamarlo dios—, porque ya habían comprobado que dios había muerto y hacía falta reemplazarlo, y porque no podemos vivir sin algo que se le parezca.

Todo lo demás es literatura, o sociología, o tonterías resentidas y clasistas. (Hoy, cuando asistimos a una unanimidad ficticia, no dejo de recordar que la mayoría de las críticas a sus comportamientos, sus excesos, sus vaivenes, concluían en un inevitable «después de todo, es un negro de Fiorito»). O insatisfacción; como buenos cobardes, quisiéramos que Diego hubiera sido lo que nosotros mismos no nos animamos a ser: coherentes, precisos, insobornables, una pura línea recta de convicciones y compromisos con la verdad y con la justicia. Pero «si yo fuera Maradona, viviría como él: mil cohetes, mil amigos, y lo que venga a mil por cien», como cantaba Manu Chao.12

Diego como exceso del exceso, en la vida y en la política y hasta en sus consumos: lo podemos discutir en otro momento, y no sé si valdrá la pena —sí, lo vale—: también podemos pensarlo como héroe, como encarnación paradójica de un antiimperialismo popular, como Garibaldi y como el Cid y como un Virgilio en el infierno y como un Perón posmoderno. Pero recordemos ahora el mayor de sus excesos: creer que un pibe de Villa Fiorito, un morocho petiso, con la escolaridad indispensable, puede tomar una pelota detrás de su mediocampo, girar, levantar brevemente la vista, mirar los 60 metros que lo separan del arco contrario, y pensar que lo va a lograr, violando todas las reglas del lenguaje. Sólo creerlo era un exceso, y él lo creía, y luego lo hacía, porque por eso fue nuestro mayor artista popular.

7. Una coda parlante sobre la identidad

Para finalizar, una coda sobre la voz maradoniana.

Un elemento que organiza de manera muy fuerte la saga de Diego, casi desde el comienzo hasta su final, es el uso excesivo y desautorizado de la voz. Con mayor o menor fortuna, con mayor o menor tino, pero siempre sobre el principio de que Maradona exhibía esa voz subalterna, una voz orgullosa y jactanciosa de su subalternidad. Y en el clímax de su carrera, irreductible a la captura de la cultura de masas. O mejor aún: le imponía esa voz a la cultura de masas, que no podía fijarle un guión sino asistir a —y poner en escena— sus decisiones parlantes. Y esto es un argumento central en una teoría de lo popular: que las voces subalternas siempre son representadas, aunque nunca oídas. Que son sometidas a operaciones de ventriloquía, como las llama Mario Rufer (2012); que son sometidas a una tutela enunciativa (Alabarces, 2020), en la que otros (blancos, burgueses o pequeño burgueses, generalmente varones, portavoces de una enunciación legítima) se proponen como sus portavoces.

Esos otros pueden ser intelectuales —dicho ampliamente: por ejemplo, periodistas, artistas— o el Estado. Porque el Estado es un poder tutelar, y es una máquina narrativa que oculta la violencia sobre la que se constituye. Y entonces los Estados, inclusive los Estados neo-populistas progresistas del siglo xxi, reprodujeron esa estructura enunciativa. Es decir, eran portavoces de subalternidades sin derecho a la palabra, sino por intermedio de lenguaraces, nuevamente, hombres, blancos y urbanos. La cultura de masas también asume esa tutela enunciativa de los grupos subalternos, y en consecuencia ejerce la ventriloquía como operación discursiva. El Estado, los letrados, la cultura de masas, aparecen como los únicos usuarios legítimos, aceptados, tolerados, con capacidad de imponer las condiciones de producción, circulación y consumo de sus voces. Los únicos que ejercen con legitimidad el derecho a la palabra. Como dije: es uno de los ejes centrales a la hora de debatir el lugar de las culturas populares y subalternas en la escena, permítanme el giro, pos-posmoderna (y es el argumento que despliego en Alabarces, 2020).

Las clases subalternas, en este esquema, son mudas: habladas por sus lenguaraces. Y Maradona era todo menos mudo; por eso escapó a esa tutela. No siempre lo logró, mucho menos en los últimos años. Pero aquí también es un ejemplo de aquel que toca el límite: en este caso, de lo que un subalterno tenía derecho a decir. El ejercicio desautorizado, transgresor, de la voz maradoniana es un gesto insurrecto. A veces contra-estatal, a veces condescendiente, generalmente antiburgués, vagamente resistente y a veces ni siquiera resistente; siempre político, aunque no se integrara en los términos correctos de las narrativas políticas: o peor aún, en los términos correctos de nuestras propias expectativas políticas como letrados progresistas —y que nos encantaría que fueran los términos que asumieran las clases subalternas, pero no sabemos cómo lograrlo—.

Sé que este énfasis final en Maradona como voz subalterna implica un riesgo: el de caer en la celebración acrítica de un sujeto excepcional, el de ocultar por ejemplo sus pliegues poco felices, entre los cuales su machismo o sus difíciles relaciones con la paternidad, como dije, son sin duda los más difíciles de aceptar, o más bien los imposibles de aceptar. En última instancia, también permite ver que el mundo popular no es un reino de pureza y autonomía incontaminada por determinaciones que cruzan transversalmente todo lo social y lo cultural. En definitiva, nos reclama el esfuerzo de comprender. De eso se trata la investigación sobre la cultura popular, y de eso se trata el esfuerzo de entender a Maradona como un símbolo posible de identidad. Pero no una identidad nacional, patriótica, uniforme y universal, sino una identidad popular, plebeya, subalterna y vociferante.

Hace veinte años, en Fútbol y Patria (Alabarces, 2002), argumenté largamente sobre los modos en que Maradona había sintetizado la posibilidad de una identidad nacional a través del fútbol; ese argumento incluía el dato de que nunca había sido un símbolo universal e indiscutido, sino tironeado y resistido por todas estas «limitaciones». Un héroe y un mito popular, un símbolo plebeyo, una voz subalterna, como he tratado de condensar aquí. Todos los adjetivos funcionan como un límite y a la vez como un índice: vuelven imposible su universalidad —ni siquiera en el contexto breve de una nación— y remiten a una jerarquía inscripta en la estructura social. Maradona fue héroe, mito, símbolo, voz, en el que las clases populares argentinas —y los napolitanos, y los bangladesíes, y muchos otros— pudieron reconocer una identidad, por lo menos precariamente, de clase. Que es lo que queríamos demostrar.

8. Bibliografía

Alabarces, P. (2002). Fútbol y Patria. El fútbol y las narrativas nacionales en la Argentina. Buenos Aires: Prometeo.

Alabarces, P. (2020). Pospopulares. Las culturas populares después de la hibridación. Guadalajara: Universidad de Guadalajara/Centro Maria Sibylla Merian de Estudios Latinoamericanos Avanzados en Humanidades y Ciencias Sociales (CALAS).

Burke, P. (1997). Varieties of Cultural History. Cambridge: Polity Press.

Casciari, H. (2013). «10.6 segundos», en el Blog del autor, https://hernancasciari.com/blog/10_6_segundos.

Dini, V. (Ed.) (1991). Te Diegum, Genio, sregolatezza & bacchettoni. Milano: Leonardo.

Germani, G. (1962). Política y sociedad en una época de transición. Buenos Aires: Paidós.

Rodríguez, M.G. (1996). El fútbol no es la patria (pero se le parece). En P. Alabarces y M.G. Rodríguez (Eds.), Cuestión de Pelotas. Fútbol. Deporte. Sociedad. Cultura (pp. 37-52). Buenos Aires: Atuel.

Rufer, M. (2012). «El habla, la escucha y la escritura. Subalternidad y horizontalidad desde la crítica poscolonial», en Sarah Corona Berkin y Olaf Kaltmeier (Eds.), En diálogo. Metodologías horizontales en Ciencias Sociales. Ciudad de México: Gedisa.

Sarlo, B. (2018). La intimidad pública. Buenos Aires: Planeta.

1 En 1976, en declaraciones periodísticas, Jorge Luis Borges afirmó que la democracia era «un abuso de la estadística». En 1983, al final de la dictadura militar, se arrepintió.

2 Un buen ejemplo puede verse en: https://www.youtube.com/watch?v=fmqCHtKBhRo&ab_channel=Muroni. Última consulta: 15/02/2021.

3 Incluso para el público argentino la fecha puede ser demasiado exigente: ampliamente, la Copa del Mundo de Fútbol de 1986 ocurrió en México durante ese mes de junio. El día 22 fue el recordado juego contra Inglaterra, donde ocurrió esto: https://www.youtube.com/watch?v=At_D_SNDUTk&ab_channel=Juli%C3%A1nHermida. Última consulta: 15/02/2021.

4 La idea evoca, explícitamente, la idea de «masas en disponibilidad» acuñada por el sociólogo Gino Germani (1962) para explicar la relación de la clase obrera argentina con el peronismo.

5 En 2000 y 2004, Maradona debió ser internado de emergencia ante crisis cardíacas, ampliamente derivadas de sus consumos de drogas y alcohol. En ambos casos estuvo muy grave: en el segundo, llegó a estar clínicamente muerto por algunos segundos.

6 Argentinos Juniors, el equipo en el que se inició Maradona como deportista profesional, es un pequeño club de un barrio porteño, La Paternal, con pocos seguidores y apenas un trofeo en toda su historia —que no ganó con Maradona—.

7 Las imágenes pueden verse (editadas) en: https://www.youtube.com/watch?v=Ee2On4lZ3e4&ab_channel=TvDelia. Última consulta: 15/02/2021.

8 En 1983, el peronismo fue derrotado por primera vez en elecciones presidenciales democráticas. El candidato ganador fue Raúl Alfonsín, de la Unión Cívica Radical, un partido en ese entonces socialdemócrata y luego una errancia derechista.

9 Disponible en: https://noticias.unsam.edu.ar/2018/10/16/jornadas-marado-marado-futbol-cultura-genero-y-nacion-en-los-inicios-del-siglo-xxi/. Última consulta: 15/02/2021.

10 Argentina debía vencer por cuatro goles a Perú en el último juego de segunda fase para clasificar a la final contra Holanda. Ganó 6 a 0, entre sospechas nunca disipadas de acuerdos, incluso, entre cúpulas militares gubernamentales de ambos países. Está probado que el dictador Videla visitó el vestuario peruano minutos antes del inicio del juego.

11 En marzo de 2004 el presidente Kirchner decidió la conversión de la ESMA, Escuela de Mecánica de la Armada, en monumento recordatorio de los crímenes de la dictadura militar.

12 Como puede verse en: https://www.youtube.com/watch?v=RM9JWCVG4v4&ab_channel=ManuChao. Última consulta: 15/02/2021.