Identidad y estilo de vida

Identity and lifestyle

Javier Callejo*

UNED-TRANSOC

Palabras clave

Estructura social
Identidad estructural
Lógica sintagmática
Lógica paradigmática

Resumen: Tras definir el estilo de vida como un específico y diferencial sistema de comportamientos, el escrito desarrolla la intensa relación existente entre el mismo y la identidad. Para ello, acude inicialmente a algunas de las fuentes de la teoría sociológica clásica en las que se ha acuñado el concepto de estilo de vida. En principio, estilo de vida e identidad aparecen insertos en lógicas distintas. El estilo de vida en una lógica sintagmática, por la que comportamientos y actividades quedan ajustados entre sí, combinados, construyendo un pretendido horizonte de coherencia en la práctica. Sin embargo, la identidad pertenece a la lógica paradigmática, de lo ideal, donde lo que se persigue o gestiona son modelos. Precisamente, por sus lógicas diferentes, estilo de vida e identidad se alimentan entre sí. Los estilos de vida alimentan y estructuran materialmente identidades. Las identidades completan y estructuran ideológicamente los estilos de vida, dándoles sentido.

Keywords

Social structure
Structural identity
Syntagmatic logic
Paradigmatic logic

Abstract: After defining lifestyle as a specific and differential system of behaviors, this paper analyses the intense link between identity and lifestyle. It initially turns to some of the sources of classical sociological theory that coined the concept of lifestyle. Lifestyle and identity appear belonging to different logics. Lifestyle to a syntagmatic one, by which behaviors and activities must stick to each other, combined, intending to build a horizon of coherence in practice. However, identity belongs to a paradigmatic logic. It belongs to the ideal, where what is pursued or managed are models. Due to their different logics, lifestyle and identity feed each other. Lifestyles feed and materially structure identities. Identities complete and ideologically structure lifestyles, giving them meaning.

 

* Correspondencia a / Correspondence to: Javier Callejo. UNED, Departamento de Sociología I (Teoría y metodología), C/ del Obispo de Trejo, 2 (28040 Madrid) – mcallejo@poli.uned.es – http://orcid.org/0000-0002-0856-5642.

Cómo citar / How to cite: Callejo, Javier (2021). «Identidad y estilo de vida». Papeles del CEIC, vol. 2021/2, heredada 4, -11. (http://doi.org/10.1387/pceic.22790).

Fecha de recepción: mayo, 2021 / Fecha aceptación: junio, 2021.

ISSN 1695-6494 / © 2021 UPV/EHU

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1. Introducción

Hay que reconocer el notable atractivo que el concepto de estilo de vida ha tenido para la Sociología. Su plasticidad es bastante evidente. Pero, sobre todo, lo más relevante son las dinámicas que intenta condensar, buscando articular lo que inicialmente parece opuesto. Por un lado, las dinámicas de la imitación y la diferenciación. Si un estilo de vida es reconocido, dotándosele de una etiqueta o categoría, es porque tiene referencias, al menos sigue ciertos cánones de comportamiento conocidos y relativamente extendidos en una sociedad. Ahora bien, un estilo de vida es también un conjunto de comportamientos que diferencian unos grupos sociales de otros. Es más, asumiendo la diferenciación como distinción, autores como Bourdieu (1988), sitúan en la dinámica de la distinción la función de los estilos de vida. Por otro lado, articula lógicas estructurales, como concreción del funcionamiento de una estructura social concebida con cierta flexibilidad y movilidad, y trayectorias, ya sean colectivas o individuales, abriendo el margen de actuación de la decisión de los sujetos. No hace falta subrayar que los estilos de vida son vividos como resultado de las decisiones —personales— de los sujetos.

Puede hacerse una primera definición de estilo de vida como un específico y diferencial sistema de comportamientos. Así, centrados en un elemento visible como los comportamientos, se hace hincapié precisamente en la visibilización de los estilos de vida. Son expuestos. Son públicos y, al hacerse públicos, adquieren vida propia (Simmel, 2013: 550). De hecho, fusionando este carácter público con su sistematización, los estilos de vida tienden a expresarse como una saturación de significantes que convergen en su sentido. El estilo de vida se erige como un mensaje en el sistema de comunicación (Baudrillard, 2008: 134) en el que se ha convertido la sociedad de consumo. Desde esta perspectiva, el estilo de vida es un mensaje a la sociedad, desde la sociedad. Con ello, se introduce la lógica reflexiva.

Una lógica reflexiva que se proyecta tanto en el nivel macrosocial, que es la que analiza muy sutilmente Simmel, como en el nivel microsocial, siendo aquí donde ha de instalarse su vínculo con la identidad y con los procesos de identificación. El carácter público del estilo de vida permite a los sujetos encontrar reflejo en la sociedad, mostrando ese sistema de comportamientos como una identidad. Como algo que diferencia al sujeto en su contexto social.

Las distintas concepciones del estilo de vida se van a desplegar entre aquellas que subrayan su carácter objetivo, como sistema de prácticas y comportamientos, y su carácter subjetivo, como fuente de identidad o expresión de una identidad, acentuando sus motivaciones psicosociales. En medio, sin que esto signifique equidistancia, como sistema de objetos. Especialmente como sistema de bienes de consumo.

2. Las fuentes del estilo de vida

El concepto de estilo de vida ha estado presente en muy distintas concreciones sociológicas. Sus bases pueden encontrarse entre la sociología de la religión y, sobre todo, la sociología del consumo aplicada, pasando por la sociología de la salud, en cuanto se utilizó para señalar cómo había sistemas de comportamientos y prácticas saludables y, sobre todo, sistemas de comportamiento y prácticas nocivas para la salud, de cara al despliegue de medidas preventivas.

Desde la sociología de la religión, especialmente de los análisis sociohistóricos realizados por Weber, el estilo de vida queda vinculado a un sentido de vida. La sistematización de los comportamientos es fruto de la incorporación del orden normativo-doctrinal presente en la religión, teniendo mucho de ética práctica. La religión sistematiza las acciones individuales (Weber, 1997: 203). La fuente del estilo de vida puede considerarse, por lo tanto, religiosa; aun cuando la propia sistematización de comportamientos implica notables dosis de racionalización de los mismos. En todo caso, la identificación es con la religión y, en algunas de sus concreciones, como el calvinismo estudiado por Weber, la sistematización de los comportamientos del estilo de vida como manera de servir mejor, instrumentalmente, a la divinidad. Una sistematización de comportamiento que es, sobre todo, una sistematización del control de sí mismo, cuyo éxito puede ser tomado como signo de estar entre los elegidos, y cuya manifestación histórica preferente es la ascesis intramundana (Weber, 1979). La doctrina religiosa se impone como estilo de vida:

«La esperanza de salvación tiene las más amplias consecuencias para el estilo de vida cuando la salvación proyecta de antemano en este mundo su sombra o transcurre como acontecimiento interior dentro de este mundo» (Weber, 2002: 419).

Como apuntan Bell y Hollows (2006), la concepción de estilo de vida de Weber difiere sustancialmente de las más actuales, incluso se discute que estas puedan tener siquiera origen en la weberiana (Featherstone, 1991; Jagose, 2003). Sin embargo, han de destacarse algunos rasgos del concepto de estilo de vida de Weber, especialmente cuando en su referencia se aleja del campo estrictamente religioso. Sobre todo, porque nos invitan a introducir el concepto de estilo de vida en las luchas simbólicas dentro de la estructura social y, por lo tanto, en las luchas por la identidad. Así ocurre cuando señala que los estilos de vida —en cuanto comportamientos cotidianos sistemáticos— hacen olvidar el origen de una posición social, su trayectoria, transformándola en la manifestación de una esencia, algo derivado de una «sangre distinta» (Weber, 2002: 317). De este modo, puede utilizarse la barrera de la autenticidad por los que ya están, frente a las pretensiones de los que lo intentan y los advenedizos. La sistematicidad del estilo de vida deniega el origen social y, así, es utilizado frente a otras posiciones en la estructura social. Además, en Weber encontramos el uso del concepto de estilo de vida como una especie de berbiquí que consigue insertarse en la pared de la estructura social y, a la vez, transforma esa estructura social. Tal vez el mejor ejemplo se tiene cuando diferencia entre capa social y estilo de vida, al referirse a los funcionarios alemanes pietistas, puesto que «la piedad ascético-burguesa encontró en Alemania como representantes específicos de un estilo de vida burgués, no a una capa burguesa, sino a la burocracia» (Weber, 2002: 382).

El estilo de vida como cultura o subcultura de una determinada categoría social encuentra acomodo en las obras de quienes se fijaron especialmente en el carácter autónomo —y con lógica propia— de las clases populares en general (Grignon y Passeron, 1992) y de la clase obrera en particular (Thompson, 1980, 1995; Horkheimer, 1973), situando la defensa del estilo de vida como palanca que había hecho o podía convertir a la clase social en actor político relevante. El sistema de comportamientos se hace cuerpo, se incorpora, de tal manera que, sobre todo, sirve para identificar a los miembros de las distintas clases sociales. Aun cuando tiene su extensión en las expresiones culturales, calificadas de populares, y las propias costumbres, cabe resaltar aquí su carácter identificador. Sirve para identificar y para identificarse. El propio sistema de comportamientos sirve para identificarse. La expresión de identificación con tales costumbres se convierte en expresión de identidad grupal de pertenencia.

De manera paralela a como parece diluirse la identidad de clase social y el papel revolucionario de la clase obrera (Marcuse, 1985), la extensión de la sociedad de consumo da relevancia al concepto de estilo de vida para dar cuenta del espectáculo de gentes que podía verse en los espacios públicos. La dicotomía entre capitalistas o terratenientes y proletarios o trabajadores era insuficiente para reflejar la estructura social y, sobre todo, sus manifestaciones en la vida urbana. Había que derivar más identidades, puesto que se multiplicaban las variaciones de estilos de vida. Ni siquiera esa especie de cajón de sastre, que ha sido la categoría de clase media, podía contener las variaciones de comportamientos en el marco urbano.

No obstante y antes de que la sociedad de consumo explotara, ya tenía ilustres analistas que, como Simmel, introducían el estilo de vida en un proceso histórico de largo alcance. Casi en una filosofía de la historia caracterizada por un proceso que articulaba la individualización y la estilización, por el que todos los objetos se producen con voluntad de estilo y no solo los objetos de arte. La experiencia estética y sensual era extendida al conjunto de la sociedad y la vida cotidiana (Simmel, 2014; Featherstone, 1991; Sabido Ramos, 2017).

Si pasamos de la explosión estilizante a la implosión del estilo de vida en la sociedad, nos encontramos con una estructura social en progresiva segmentación, donde el concepto de clase social parece abarcar especialmente una gran clase media con una intensa movilidad interna. Una movilidad que enfrenta viejas clases medias (pequeños patrimonialistas y funcionarios) y nuevas clases medias (profesionales y técnicos), como apunta Gunn (2005); pero, también vieja clase obrera y nueva clase obrera, como analiza Hebdige (2004) con respecto al punk: estilo de vida en busca de lo sublime de jóvenes procedentes de una clase obrera que ha dejado de existir por la deslocalización y la retecnologización industrial.

Configuraciones del estilo de vida que parecen dejar la identidad en la periferia, como una especie de subproducto; de consecuencia. Sin embargo, está en el medio de la sociología del consumo. En el medio que va desde el fetichismo de la mercancía a la objetivización de los sujetos que denunciaba la teoría crítica y que renuevan y aligeran autores contemporáneos como Bauman (2007: 25). Desde el análisis que Marx emprende en las primeras páginas de El Capital sobre el fetichismo de la mercancía, se intentaba desmitificar la supuesta creencia de que el valor de las cosas estaba en las características de las mercancías o los objetos. Desde la teoría crítica, el consumo se percibía como una función de una nueva fase del capitalismo (Honneth, 1990), donde los sujetos —y, por lo tanto, su identidad— estaban subordinados a tal función. Pero, en medio de tales polos, se erige una sociología del consumo aplicado (­Cathelat, 1990), que encuentra en los diversos sistemas de comportamientos y actitudes de los consumidores nichos pertinentes en los que radicar las nuevas propuestas de consumo y, por lo tanto, el desarrollo de una sociedad de consumo en constante renovación. Entre tales polos, se dibujaban distintos estilos de vida como disponibilidades hacia nuevos consumos, obstáculos a otras prácticas de consumo existentes y, sobre todo, como nichos en los que se multiplicaban las identidades. El sistema de consumo prácticamente era simétrico a un sistema de estilos de vida, en las que los procesos de identificación parecen tener prácticamente el mismo peso que las condiciones materiales de vida.

El otro campo de especialidad sociológica que ha dado especial relevancia al concepto de estilos de vida es el de la salud. Sobre todo, en la medida que se desarrolla una medicina preventiva, importan los hábitos y rutinas de los ciudadanos. Por lo tanto, importan sus comportamientos más sistemáticos, con el objetivo de erradicar de los mismos aquellos con consecuencias perjudiciales para la salud y promover los más favorables al mantenimiento de esta.

Por supuesto, no quedan exentos otros campos, ni la convergencia entre algunos de los destacados. Así, por ejemplo, si consideramos un estilo de vida como el vegetariano, puesto que conlleva una importante sistematización de comportamientos, vemos que convergen, además de una apuesta de identidad, dimensiones de consumo —al menos, alimentario—, de salud y una cosmovisión que no parece lejana de las cosmovisiones religiosas. Y para subrayar aún más esa conexión entre consumo y religión, el antropólogo social Daniel Miller (1990) analiza las compras como un sacrificio.

3. Los contextos sociales de los estilos de vida: la búsqueda de identidad

Apuntamos ahora algunos contextos sociales que, formando parte de los primeros desarrollos del concepto de estilos de vida, lo vinculan con la identidad.

En primer lugar, ciudades que crecen y se transforman aceleradamente. Muchos llegan rompiendo sus vínculos comunitarios, rurales. Buena parte de los que ya estaban en la ciudad, habían configurado otro tipo de lógica, societaria. Comunidad y sociedad (Tönnies, 2013) parecían mundos opuestos. Frente al conocimiento de los otros fundamentado en años de encuentros y relaciones entre individuos y grupos —y, más concretamente, individuos pertenecientes a grupos (familias, linajes)— la nueva ciudad aparece como un mundo de desconocidos, en los que hay que reconocerse en el orden social. Los aspectos externos ayudan mucho a ello. La propia ostentación en el campo del consumo, como marcador de pertenencia o de voluntad de pertenencia e identificación con las posiciones en la estructura social más elevadas, tienen un papel en ello. Razón por la cual el consumo tiende a soportar una connotación de exceso, incluso con calificativos como «consumismo»: se consume más de lo que materialmente se necesita, porque se necesita consumir simbólicamente. Un consumo simbólico que atañe directa y conjuntamente al estilo de vida, como conjunto de prácticas de consumo, y la identidad, como proyección de los sujetos en las estructuras simbólicas de una sociedad.

Buena parte de la mejor literatura, especialmente de los siglos xix y xx, se erige sobre esos esfuerzos de estilo de vida reconocidos como esfuerzos por la movilidad en la estructura social. La literatura de Austen, Stendhal, Balzac, Flaubert, Brontë, Tolstoi, Zola, Wharton, Proust, Mann, Waugh, etc. comparten el tener el esfuerzo por el estilo de vida en la gran ciudad en el centro de sus narraciones. La lucha en la sociedad aparece principalmente como una competencia en el diálogo de los estilos de vida que se establece en la ciudad.

Las ciudades mismas empiezan a vertebrarse a partir de grandes avenidas, que asumen el papel de catálogo de estilos de vida. Como describe Berman (1988), los talleres de sastrería dejan de estar en locales cerrados o en los pisos superiores de los edificios, incluso sus artesanos dejan de acudir a las viviendas de los clientes, para abrirse a la calle. Principalmente, para abrirse a las avenidas. Apertura de tiendas con grandes cristales, con escaparates, frente a la oscura exclusividad anterior. Las propias calles dejan de ser mero lugar de tránsito, para convertirse en escenarios. Por un lado, los de las tiendas, que alcanzarán su máximo esplendor con la apertura —no sin conflicto con las clases superiores— de los grandes almacenes: Harrods, John Lewis, Selfridges, etc., con un especial sentido del espectáculo. Por otro lado, el escenario de los paseantes por las aceras. Las calles y avenidas de las ciudades europeas —y las más europeas entre las norteamericanas, como Nueva York— devienen en los escenarios donde se visibiliza la sociedad (Sennet, 2001). Donde compiten los estilos de vida por su visibilidad, habiendo estado hasta entonces confinados en los grandes salones. Una visibilidad que se convierte en motor para su variabilidad y extensión. La ostentación alcanza a todas las clases sociales. Incluso se encuentra entre las más pobres (Veblen, 2014: 105).

En la ciudad, incluso los espacios privados de las crecientes clases medias y buena parte de las clases populares, devienen en escenarios para esa visibilidad de las expectativas de posición en la estructura social. La familia se convierte en hogar, como espacio de representación de la familia y especial territorialización del estilo de vida, dando lugar al nacimiento de nuevas figuras sociales, como la de ama de casa (Hollows, 2006). Como pone de manifiesto la escala Warner (1949), la casa pasa a ser el soporte del estilo de vida común de la familia: la muestra de identidad de la familia mononuclear.

Si en los momentos iniciales de la expansión de la sociedad de consumo, ni una aún rígida estructura social —más desde la perspectiva actual, que, por supuesto, desde la comparación con momentos históricos precedentes— ni la propia rigidez del modelo fordista de producción masiva de bienes y trabajadores, permitían aún grandes diferenciaciones, la cosa cambió con los procesos de saturación del propio modelo fordista. La producción para la segmentación del consumo produce segmentaciones entre los consumidores. Las ciudades siguen creciendo; pero ahora mucho más segmentadamente. Ha de reconocerse que, incluso desde los inicios de la revolución industrial, siempre contuvieron ghettos, a los que respectivamente se les daba una categoría que identificaba a sus habitantes. Pero a medida que la segmentación se convierte en finalidad en la producción para el consumo —modelos de las marcas, personalización de los modelos, etc.— la segmentación en las propias ciudades parece hacerse del material de cuarzo, con el que social y casi materialmente (grandes espacios de piedra para la vigilancia y el control) se diseñan (Davis, 1990).

En el proceso de la sociedad de consumo, no puede dejarse de lado la capacidad del mismo para la generación de identidades (Bocock, 1993). El consumo como fuente de identidad, especialmente el consumo cultural, de bienes ociosos, se impone al trabajo (Bauman, 1999: 2007), al empleo o la profesión, sobre todo entre los jóvenes cuando, ante sus ojos, ven como muy lejana de sus vidas la imagen de una larga y lineal trayectoria profesional. Si el estilo de vida seguía estando determinado por los distintos capitales (económico, social, cultural), parecía borrarse tal determinación bajo la lógica de una elección personalizada por identidades en las que proyectan su vida. Identidades que conllevan la sistematización de comportamientos que caracterizan al estilo de vida.

Un último elemento que ayuda a pensar sociológicamente los estilos de vida es el desarrollo tecnológico para la gestión de un gran número de variables. La posibilidad de realizar análisis multivariante de una manera relativamente fácil puede parecer baladí y solo fruto de la razón instrumental; pero el hecho de poder operacionalizar lo que se había reflexionado, especialmente en el campo de la sociología de consumo aplicada, supone un importante impulso para la extensión del concepto. En especial, hay que destacar la aportación del análisis clúster, un tipo de análisis multivariante que articula dos tradiciones en el estudio del comportamiento de los consumidores. Por un lado, la tradición que puede denominarse de la profundidad, de la explicación de tal comportamiento en clave de las motivaciones y aspiraciones del consumidor. Una tradición que, durante los años sesenta del pasado siglo, pasó del lenguaje de los síntomas (Dichter, 1960), al lenguaje de las variables, a partir de lo que se conoció como variables psicográficas (Wells y Tigert, 1971). Por otro lado, el propio desarrollo de la aplicación de los avances informáticos a los estudios de mercado. Así, fue posible ir aumentando el número de variables que se introducían en los cuestionarios estandarizados para ser aplicados a una muestra representativa de los consumidores. Hasta que llegó la posibilidad de realizar análisis factorial y el propio análisis clúster, que permitió el uso de un número importante de variables para representar lo que ya se apuntaba teóricamente como estilos de vida (Seth, 1971). El cuestionario se diseña con baterías de preguntas sobre actividades de ocio, comportamientos de consumo, actitudes, opiniones e intereses y acaba con análisis clúster, agrupando patrones de respuestas, a los que, posteriormente, la más o menos brillante interpretación del analista pone etiquetas que fijan un sistema de identidades (Cathelat, 1990). La más que relativa coherencia del clúster, funcionando sobre la construcción estadística de un centro del grupo, soporta etiquetas de identidad. En otros casos —o junto a las anteriores baterías— a esa personalidad o estructura actitudinal del consumidor, se vinculan otro tipo de prácticas y los productos que consume.

4. El estilo de vida como identidad determinada

En la medida que el estilo de vida nace desde la estructura social y para dar explicación a la creciente complejidad y fluctuación de esta, la identidad del estilo de vida se analiza vinculada a la propia estructura social. Así, al iniciar su estudio de los estilos de vida, Chaney (1996: 5) habla de identidad estructural.

Ahora bien, lejos de plantear una relación causal entre estructura social e identidad a través de los estilos de vida, un concepto como el de identidad estructural conlleva una posición reflexiva en la estructura social. Es decir, una reflexión que tiene en cuenta la posición que se ocupa, las expectativas de movilidad y, sobre todo, el resto de posiciones y las posibilidades de movilidad hacia las mismas. Los estilos de vida se convierten en los significantes que alimentan tal reflexividad y una especie de diálogo en la propia estructura social. Un diálogo que, en la mayoría de las ocasiones, se establece sobre matices diferenciados. Un matiz en una práctica, en una actitud, en una postura. Ahora bien, la irrupción de significantes puede tomar también tonos más elevados, como tiende a pasar con algunos estilos de vida juveniles. En cuanto los jóvenes son los que se enfrentan al horizonte de sus posibilidades de movilidad en esa estructura social, sus voces tienden a estar dirigidas hacia el conjunto de la sociedad. Quieren llegar al total de la sociedad, pudiéndose presentar como identidades claramente diferenciadas y en conflicto con esa sociedad a la que aluden y, de paso, conforman.

Aun cuando esta identidad estructural implica profundamente la subjetividad, parte de posiciones marcadas en la estructura social. Desde esta perspectiva, la concepción de una posición derivada de la distinta articulación entre los diferentes tipos de capital (económico, social o relacional, cultural o formativo) se debe a Bourdieu: «sistemas de propiedades en los que se expresan los distintos sistemas de disposiciones» (1988: 257), que, a su vez, expresan la articulación entre los distintos tipos de capital. Es una posición que se incorpora, que se hace cuerpo.

Esa sistematización de comportamientos no solo constituyen los respectivos estilos de vida. Constituyen también un sistema, en el que los propios estilos de vida se muestran como coherentes identidades en medio de luchas simbólicas. Esa perspectiva que ha sido criticada por dar un excesivo peso a la coherencia objetivada —a la sistematización relacionada de comportamientos y trayectorias vitales— que difícilmente se sostiene desde la observación empírica (Lahire, 2004).

5. La identidad y el «ser otro»

La riqueza económica de las sociedades desarrolladas ha traído bienestar y, entre otras cosas, ha aumentado nuestras esperanzas de vida. Pero, sobre todo, ha aumentado nuestras expectativas de vida —de buena vida— y de movilidad en la estructura social, incorporando ocasionalmente exigencias de diferenciación. De voluntad de «ser otro» (Sombart, 1979: 21). De «ser otro»; aun cuando ese «ser otro» de la diferenciación conlleve el «ser como los otros». Un ser otro que se escapa a la voluntad de uno, como lógica de la sociedad de consumo, tal como ilustra Baudrillard (2008) apoyándose en la película El estudiante de Praga.

Sin apartarnos demasiado de la perspectiva bourdiana, esos movimientos en la identidad pueden entenderse como transformaciones de unos tipos de capital en otros. El ejemplo más frecuentemente señalado es el del nuevo rico, que, intentando la metamorfosis de parte de su capital económico en capital simbólico, tiende a ser rechazado simbólicamente por quienes en mayor medida disponen de las competencias derivadas de este capital simbólico. Estos intentos de movimiento en la estructura social no están exentos de paradojas, como el enorme esfuerzo educativo para ser clase ociosa (Veblen, 2014; Sombart, 1979): aprender a comportarse en los momentos de ocio, en las conversaciones vacías, en los deportes más elitistas y excluyentes. El estilo de vida exige invertir muchas energías:

«Los miembros de cada estrato cuentan como su ideal de decencia el esquema de vida que está en boga en el estrato inmediatamente superior, y emplean sus energías en vivir según ese ideal» (Veblen, 2014: 104).

Estos movimientos de capitales no parecen tener conexión alguna con la identidad. Sin embargo, en el propio Bourdieu puede apreciarse tal conexión, aun cuando sea a través del concepto de personalidad. A través del estilo de vida, la posesión de objetos se transforma en posesión de identidad. Algo que especialmente salta cuando se observa la conexión entre una posesión exclusiva y una personalidad exclusiva: «lo que está en juego es, por supuesto, la «personalidad», es decir, la calidad de la persona, que se afirma en la capacidad para apropiarse un objeto de calidad» (Bourdieu, 1988: 281). Adquirir un objeto exclusivo no sólo es reforzar, ante los demás, una personalidad. También es adquirir una nueva identidad; aun cuando se limite —lo que nunca hace— a la de exclusivo propietario de ese objeto. Si la adquisición se extiende a un conjunto de objetos y prácticas, se refuerza la adquisición de nueva identidad.

El «ser otro» implica tanto una dinámica de diferenciación de los demás, de ciertas categorías y posiciones sociales, como de uno mismo: de la familia de origen, de la comunidad de origen, de la identidad de partida. De aquí que el estilo de vida sea en parte ser estilo, como si el origen careciera de estilo. La renovación exige adscribirse a un «style», como señala, entre comillas, el sociólogo francés Goblot (2003). Exige ser expresión de una comunidad estética (Lash, 2001). Pero, también, voluntad de estilo, de adquisición de estilo. Cuestión que hace que los propios estilos de vida estén en continuo movimiento, distinguiendo entre lo que ya ha dejado de identificarlos y lo que toman. El estilo de vida también es siempre «otro».

Es así que la identidad que apuntan los estilos de vida ha de considerarse como una identidad en movimiento, dinámica. Podría hablarse, de manera complementaria al concepto de identidad estructural, de identidad sobresaturada, en la medida que requiere continua renovación para no quedar relegada, como podría quedar relegado a una situación periférica en el sistema de los estilos de vida aquel estilo de vida que no se renueva. Es por ello que tal vez quepa hablar más de una lógica de la identificación, considerada por algunos autores como más táctica y superficial, que de una lógica de la identidad, tal vez más profunda. Una lógica de la identificación en la que los individuos tomarían el estilo de vida como una especie de táctica máscara, que podrían cambiar en cualquier momento. Una máscara de dramatis personae (Maffesoli, 2004). Pero no nos engañemos, en el consumo, al menos, lo superficial es lo importante.

Una lógica de la identificación que tiene su base material principal en el consumo, tanto en el consumo de bienes duraderos ociosos —especialmente en las primeras fases de la sociedad de consumo— como en el consumo de bienes efímeros ociosos, más recientemente y referido a consumos de carácter comunicativo y claramente radicados en el tiempo de ocio: restaurantes, viajes, deportes, etc. El sistema de objetos (Baudrillard, 1979) sigue sosteniendo materialmente el estilo de vida, pero cada vez más comparte esta función con el sistema de prácticas ociosas, donde los sujetos parecen proyectar crecientemente su identidad (Jenkins, 1992; Bauman, 2007).

La materialidad del estilo de vida, el sistema de objetos, ha tendido a ser visto con sospecha desde la perspectiva académica de la identidad. Desde las corporaciones que actúan en los mercados, se asume que la personalidad del consumidor puede ser vista como resultado de la totalidad de los productos que consume (Levy, 1964, en Arvidsson, 2011: 278). Desde el campo académico, se reconoce que los objetos de la vida cotidiana ofrecen un confort prácticamente regresivo (Miller, 2009), dando gratificaciones, significados, estatus e identidad, pero como si no fuese una «verdadera» identidad (Langman, 1992: 62), especialmente si, tras el concepto de identidad, se encuentra una lógica de hierro de la identidad.

Parece que el éxito derivado del esfuerzo por «ser otro», configurado en un estilo de vida, se escurre continuamente. El estilo de vida es un horizonte prescriptivo muy exigente: «su vida de ocio debe ser vivida en la forma debida» (Veblen, 2014: 96). Un horizonte difícil de cumplir empíricamente, como apuntábamos más arriba (Lahire, 2004). Las transgresiones son frecuentes, ya sea condicionadas por los recursos —económicos, temporales, relacionales, formativos, etc.— ya sea incluso por un ejercicio de adaptación táctica a las situaciones concretas. La pretendida sistematización de los comportamientos se diluye en bricolaje (de Certeau, 1990). Las trayectorias vitales, lejos de ser lineales, son accidentales (Lahire, 2004). Queda así el estilo de vida como una línea tangencial a la que se tiende y que está en constante renovación, más que como un sistema fijo y bien armado de comportamientos. El estilo de vida no puede entenderse sino como cruce entre manera de ser, lo que nos lleva a la identidad, y manera de hacer (de Certeau, 1990: 151).

Si desde la perspectiva de la clase social, apenas se admitía una subjetividad que se integraba en la misma, transformando la clase social en sí en clase social para sí, siguiendo los términos de la tradición marxista, con el estilo de vida la integración de la subjetividad adquiere mayor margen. Sin dejar de lado la estructura social, el estilo de vida puede concebirse como el nicho en el que proyectar eso que hemos denominado identidad estructural.

6. Como conclusión: los intensos roces del estilo de vida con la identidad

En una sociedad en las que las raíces en la comunidad son débiles, el término de identidad social se volatiza. Mientras la voz comunidad camina a la deriva teórica, desde la semilla de Tönnies o la «comunidad reflexiva» de Giddens (de Marinis, 2010), y a la deriva experimental, desde la regresión a lo local o las comunidades virtuales (Reinhold, 2009), la identidad se evapora de la misma. Sin embargo, el estilo de vida consigue fijar colectivamente las dinámicas de identificación. Por un lado, anclándolas con su adscripción a una dinámica perteneciente a un grupo, una categoría social o un movimiento social. Por otro lado, adscribiendo a ella una representación de la sociedad y demandas sobre la sociedad. Pero, sobre todo, las fija en la medida que todo estilo de vida requiere ser reconocido por los otros. Sin tal reconocimiento, el estilo de vida carece de sentido.

Como última reflexión, ha de subrayarse que la relación entre estilo de vida e identidad puede considerarse tan intensa como poco definida. De hecho, mientras en algunas monografías dedicadas exclusivamente al concepto de estilo de vida apenas hay referencias a las lógicas de la identidad (Chaney, 1996), en otros, como la editada por Shields (1992), ocupan un lugar vertebral. Aquí, se ha querido destacar que la lógica de la identificación es sustancial al concepto de estilo de vida.

El estilo de vida es un concepto que sirvió de puente entre los límites que tenía una rígida explicación en clave de clases sociales de la variedad de comportamientos y estilización general de la vida, que se derivaba de la modernización, y los límites de una explicación de la sociedad de consumo en clave de masificación alienada de la mayor parte de los integrantes de esa sociedad. Se conseguía cierta apertura en la concepción de la estructura social, al mismo tiempo que se incluía una herramienta estructurante de una pretendida amorfa sociedad de masas. De manera simétrica, parece establecerse en puente entre una explicación de los comportamientos a partir de la determinación de las condiciones materiales de vida y una explicación en clave de elecciones individualizadas de identidad, como si se tratase de seleccionar identidades entre las propuestas de un catálogo.

A lo largo de este escrito, la identidad ha ido tomando distintas posiciones con respecto al estilo de vida; ya sea en su periferia, ya sea en su centro. Como si un concepto tuviese que integrar al otro. Tal vez quepa hablar de articulación entre ambos o, utilizando un lenguaje que ya puede sonar viejo, de relación dialéctica entre estilo de vida e identidad, evitando así la tentación de poner en lugar preferente a uno, en detrimento del otro.

Ambos conceptos se completan y niegan. Se alimentan y empujan recíprocamente, teniendo como resultado sus propios movimientos, quedando lejos de ser entes fijos y cerrados. Cuando el estilo de vida es asumido por los actores, deviene identidad. Así, la identidad ofrece una especie de molde que el nunca del todo coherente conjunto de prácticas del estilo de vida (Lahire, 2004) tiene imposible alcanzar. Ello forzará un movimiento en la identidad: identidades reformadas, identidades adaptadas, nuevas identidades, que arrastran las autopercepciones de lo auténtico. Desde la identidad, está más a mano la autopercepción de lo auténtico, aunque su ajuste material a la práctica del estilo de vida esté atravesado de ruidos y roces. Pero es una autenticidad frente a los otros. Como el burgués, que se autopercibe como auténtico frente al artificial aristócrata y el campesino dominado por la tradición y el control social directo (Dubet, 2010: 35).

Los estilos de vida anudan sintagmáticamente los comportamientos; mientras que la identidad lo hace paradigmáticamente1, como modelo. Soy esto; pero no otra cosa. Por momentos, estilos de vida e identidades quedan anudados. Estilo de vida e identidad se articulan y alimentan dialécticamente. La identidad completa imaginariamente —en el imaginario y como ideología— el relativamente informe y lleno de roces conjunto de prácticas del estilo de vida. Estos dan materialidad a una identidad tendente a la evanescencia. Las prácticas del estilo de vida generan significantes que soportan identidades. Algo que hacen desde el margen que posibilitan las condiciones materiales de vida. Por ello, ningún estilo de vida es puro, ni completo, ni coherente, más que como ideal, como identidad.

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1 La oposición entre relación sintagmática y paradigmática tiene su origen en Saussure (2009).