La trascendencia de la nación y de la persona: lo heroico, lo post-heroico y sus narrativas modernas

The Transcendence of the Nation and the Person: The Heroic, the Post-Heroic and their Modern Narratives

Josetxo Beriain*

I-Communitas. Institute for Advanced Social Research y Universidad Pública de Navarra (UPNA)

Javier Gil-Gimeno

Investigador independiente

Palabras clave

Nación
Sacralización de la persona
Narrativa heroica Narrativa post-heroica

Resumen: El presente trabajo tiene por objeto llevar a cabo un análisis de dos narrativas presentes en las sociedades actuales: la heroica-nacional y la post-heroica, que nos ofrecen una certera medida del carácter sacralizador o re-sacralizador de las sociedades modernas y seculares. Para llevar a cabo esta tarea, en un primer momento, estableceremos las bases conceptuales sobre las que se articulan los procesos de sacralización moderna, para lo que utilizaremos los conceptos de trascendencia y religiosidad en los trabajos de autores tan significativos como Georg Simmel, Émile Durkheim, Alfred Schütz y Thomas Luckmann o Max Weber. Una vez realizada esta labor, y en un segundo momento, presentamos dos de las sacralizaciones más importantes vinculadas a la «Era Secular»: las que se articulan alrededor de la nación y de la persona. De este modo, a partir de ellas y en un tercer paso, llevaremos a cabo un análisis en profundidad de las dos narrativas señaladas anteriormente, llegando a la conclusión de que las mismas conviven en la actualidad en un estado de tensión dinámica, actuando como claros símbolos de la vitalidad religioso-secular y de la gran heterogeneidad de fórmulas de sacralización que alberga esta época.

Keywords

Nation
Sacralization of the person Heroic narrative
Post-heroic narrative

Abstract: The purpose of this paper is to carry out an analysis of two narratives present in today’s societies: the heroic-national and the post-heroic, which offer us an accurate measure of the sacralizing or re-sacralizing character of modern and secular societies. To carry out this task, we will first establish the conceptual bases on which the processes of modern sacralization are articulated, using the concepts of transcendence and religiosity in the works of authors as significant as Georg Simmel, Émile Durkheim, Alfred Schütz and Thomas Luckmann or Max Weber. Once this work has been done, and in a second moment, we present two of the most important sacralizations linked to the «Secular Era»: those that are articulated around the nation and the person. In this way, based on them and in a third step, we will carry out an in-depth analysis of the two narratives mentioned above, reaching the conclusion that they currently coexist in a state of dynamic tension, acting as clear symbols of the religious-secular vitality and of the great heterogeneity of formulas of sacralization that this era harbors.

* Correspondencia a / Correspondence to: Josetxo Beriain. Universidad Pública de Navarra. Departamento de Sociología y Trabajo Social. Campus Arrosadia, s/n (31006 Pamplona-Navarra) – josetxo@unavarra.es – http://orcid.org/0000-0001-8654-2377.

Cómo citar / How to cite: Beriain, Josetxo; Gil-Gimeno, Javier (2022). «La trascendencia de la nación y de la persona: lo heroico, lo post-heroico y sus narrativas modernas». Papeles del CEIC, vol. 2022/2, papel 273, 1-16. (http://doi.org/10.1387/pceic.23253).

Fecha de recepción: diciembre, 2021 / Fecha aceptación: marzo, 2022.

ISSN 1695-6494 / © 2022 UPV/EHU

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1. Introducción. La dimensión trascendente de la nación y de la persona como formas de sacralización moderna

El trabajo que tenemos entre manos se articula a partir de la siguiente constatación: las narrati­vas heroico-nacional y post-heroica son dos claras manifestaciones del carácter sacralizador y/o re-sacralizador de las sociedades modernas y seculares, ya que nos permiten adquirir conciencia de los procesos de sacralización que se han producido en torno a dos tótems de las sociedades actuales: la nación y la persona. Contrariamente a lo que nos ha hecho creer otra gran narrativa, en este caso, la secular hegemónica, en la modernidad seguimos asistiendo a procesos de sacralización, lo que implica tanto el surgimiento de nuevas representaciones religiosas como la renovación de otras fórmulas de este tipo que ya existían en escenarios pretéritos.

Para llevar a cabo nuestra tarea hemos diseñado una propuesta que se inicia con el establecimiento de una serie de bases conceptuales sobre las que entendemos, de la mano de diferentes autores, se instituyen los procesos de sacralización moderna. Con este objetivo nos acercamos a trabajos de autores como Georg Simmel (2000), Émile Durkheim (1982b), Alfred Schütz y Thomas Luckmann (1984) o Max Weber (1978). Una vez contextualizado teóricamente nuestro objeto de estudio pasamos a presentar dos de las sacralizaciones seculares más importantes: la nación y la persona. Estas cuestiones las trabajaremos en los apartados 2 y 3. Finalmente, en la sección 4 realizamos un análisis en profundidad de las dos narrativas principales que se articulan a partir de estas dos formas de sacralización, señalando que ambas conviven en las sociedades actuales en un escenario de tensión dinámica, y que se presentan como signos de la vitalidad religioso-secular y de la pluralidad de formas de sacralización moderno-seculares.

Así pues, para comenzar a revelar las fórmulas sagradas modernas es importante detenernos en analizar los ejes o patrones a partir de los que se articula el hecho religioso en general y el moderno-secular en particular. Sin duda, uno de esos patrones es la idea de «trascendencia» (Simmel, 2000). La misma —en cualquiera de las formas que adquiere— lleva implícito un problematizar «lo dado por supuesto», provocando una situación de ruptura de algo y, a la vez, de apertura hacia un «más allá» de uno mismo, que puede ser (o no ser) interpretado religiosamente.

Por lo tanto, trascender implica un «ir más allá de», esto es, un límite y el rebasamiento del mismo. Este sentido del término es el que utilizó Simmel en su célebre trabajo La trascendencia de la vida (2000). El límite, en cuanto tal, participa del aquende y del allende, de modo tal que el acto de la vida incluye ambos momentos, el del ser limitado y el de la «trascendencia» del límite: «Somos a cada instante aquellos que separan lo ligado o ligan lo separado» (­Simmel, 2000: 29). «Somos seres fronterizos sin ninguna frontera» (ibídem: 34). Esta misma idea la podemos desarrollar desde la perspectiva bergsoniana, cuando apunta que la realidad no se reduce a lo actualmente existente, sino que abarca el conjunto de posibilidades co-dadas en el presente, que precisan poder-ser realizadas trascendiendo, transgrediendo, yendo más allá, cruzando determinados límites (beyonding, transcending). Así pues, solo podemos hablar de los «límites de la experiencia» en la medida en que se produce una cierta «experiencia de los límites» de la realidad, tal y como afirman Schütz y Luckmann en su magnífico trabajo The Structures of the Life World (II, 1984: 142-147); solo cuando «cruzamos» un límite y nos situamos al otro lado podemos hablar de una experiencia del límite. Cuando esta experiencia implica un cuestionamiento reflexivo del propio self se convierte en auto-trascendencia (Joas, 2021).

Aunque no de un modo exclusivo (tal y como señalábamos un poco más arriba), el pensamiento y la acción religiosa se han especializado en confrontar al ser humano con su naturaleza trascendente, ofreciendo respuestas concretas —posiblemente las más elaboradas— a las incertidumbres que provoca ese «sabernos limitados y liminares». Dichas respuestas se centran, tal y como nos explica Durkheim, en la articulación de dos estados de la naturaleza: sagrado y profano (1982b). Las religiones —sobre todo las históricas (Bellah, 1969) o las universales (Weber, 1983)—, entendidas como formas sistematizadas y racionalizadas de creencia y acción religiosa, serían los ejemplos más significativos de lo que Schütz y Luckmann (1984) van a definir como «gran trascendencia».

En este sentido, la transición del mundo cotidiano ordinario (profano) al mundo religioso extra-ordinario (sagrado) se efectúa a través de un leap que se produce a partir de una «conmoción». Determinados personajes sociales que se convierten en tipos ideales —el mago-mistagogo, el profeta, el sacerdote, el líder carismático— ayudan a realizar este tránsito, como ha demostrado Weber (1978) en su sociología de la religión. Durkheim (1982b) va a situar esta «conmoción» en la práctica ritual, entendiéndola como ese «acontecimiento apropiador» que produce un tipo de realidad diferente. Estados como la «efervescencia colectiva», el «éxtasis colectivo», la «energía emocional», y medios como la danza, la orgía o el consumo de sustancias alucinógenas, el misticismo o el ascetismo, serían los modos a través de los que, históricamente, las sociedades habrían conseguido trascender religiosamente y, por lo tanto, trascenderse, como individuos o grupos.

A pesar de que asistimos —fundamentalmente en Europa— a una crisis de las fórmulas religiosas históricas y, por lo tanto, de los modos en los que estas proporcionaban acceso a la trascendencia, esto no implica que las sociedades modernas hayan dejado de buscar trascender-se o que hayan dejado de sacralizar. De hecho, las sociedades modernas generan sus propias nuevas formas de sacralización (Beriain, 2017; Beriain y Gil-Gimeno, 2016), que se suman a las antiguas compitiendo con aquellas, entre sí y con los discursos seculares, en una tensión que no culmina nunca. Hablar de lo sagrado en las sociedades modernas significa observar las situaciones históricas contingentes (Tweed, 2006: 54-79) que crean formas específicas de trascendencia. Es hablar de metamorfosis del don (Beriain, 2017). En este sentido, la nación y la persona (entre otros aspectos de la vida secular, como pueden ser los derechos del niño, el cuidado de la naturaleza o el carácter revolucionario) han sido sacralizados, no ya en el sentido de la «gran trascendencia», sino como «trascendencias intermedias» (Schütz y Luckmann, 1984).

Así, aunque el mundo secular —y su immanent frame (Taylor, 2007)— ha creado reglas de juego vinculantes más allá de toda creencia y práctica religiosas no ha generado una realidad post-dualista y post-religiosa. De hecho, el efecto más importante que ha provocado la secularización sobre lo religioso (y, también sobre la trascendencia), no es su declive, sino su apertura a la heterogeneidad. Las sociedades modernas ya no conforman una colectividad homogénea en sus creencias dentro de la cual sus miembros mantienen una única referencia y adscripción simbólica, a la manera del modelo de integración social simple que Durkheim describe en las sociedades tribales, sino que existe un «elenco múltiple de formas sagradas y seculares» (Lynch, 2012: 135), debido a que «la creencia en Dios ya no es algo axiomático, hay [otras] alternativas» (Taylor, 2007: 3). Hemos pasado de una sociedad donde era prácticamente imposible no creer en Dios, a una donde la fe, incluso para el más radical de los creyentes, es una posibilidad entre otras (Taylor, 1998).

Una vez comentado lo anterior, pasamos a analizar dos modos concretos de sacralización secular: los que se articulan en torno a la nación y a la persona.

2. La sacralización de la nación. Tres hitos que nos ayudan a explicar cómo lo secular deviene sagrado en las sociedades modernas

La nación es el primer modo en el que nos vamos a detener. Con la llegada de la modernidad esta comunidad cultural se convierte también en comunidad moral. La nación es la base de la que nace la soberanía política y civil. El hecho de que cualquier sujeto pueda convertirse en ciudadano por el mero hecho de pertenecer a una nación lleva asociadas serias implicaciones de sentido en lo que respecta al imaginario social. Sin ir más lejos, el individuo ya no tiene por qué conformarse con unas condiciones de existencia dadas de antemano, sino que puede modificarlas a partir del ejercicio de sus derechos. Todos los miembros de la nación adquieren el estatuto de ciudadanos, adquieren el estatus de persona. Este hecho hace que se amplíen considerablemente nuestros márgenes de acción en el mundo a la vez que ayuda a re-encantar un mundo, que, en el imaginario cristiano, no es otra cosa que massa perditionis. Sin duda, esta función que cumple la nación como facilitadora de opciones de sentido e inclusión en el mundo para los sujetos está directamente relacionada con los procesos de sacralización que se articulan en torno a ella.

Aunque podríamos presentar varios ejemplos de hitos sociales que han conducido a que las sociedades desarrollen procesos de sacralización en torno a la nación, nos vamos a centrar en tres que, consideramos, son realmente representativos del fenómeno que estamos analizando: la Revolución Francesa, la Religión Civil Americana y la Sacralidad emergente del 11S.

2.1. La Revolución Francesa

El abate Sieyès afirma que la nación francesa era «un cuerpo de asociados que viven bajo leyes comunes y representados por la misma asamblea legislativa […] Fue algo anterior, preexistente a todos los fenómenos e instituciones sociales […] La imagen de la Patrie es la única a la que rendir culto» (1970: 10-11). De acuerdo con la cita que acabamos de reproducir, podemos observar cómo la comunidad de salvación —propia de las religiones universales— se transforma en una comunidad de culto, de prácticas, en una comunidad nacional imaginada (Anderson, 2006), en la que la nueva res sagrada es la nación, o, mejor dicho, «el pueblo de la nación». La «efervescencia colectiva» que origina la trascendencia del mundo ordinario crea un plus extra-ordinario, haciendo de la nación —posiblemente— la principal expresión proto-moderna de la identidad colectiva.

Para Durkheim (1982b) no habría una diferencia sustancial en cuanto a la forma ritual entre la reunión de los cristianos que celebran los principales hitos de la vida de Cristo, los judíos que recuerdan el Éxodo de Egipto, una reunión de ciudadanos que conmemoran la promulgación de una nueva moral o un nuevo sistema legal o un acontecimiento significativo de la vida nacional. Esto significa que en la Revolución Francesa podemos advertir una voluntad constituyente representada en una nueva fe cuyos principios están contenidos en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (Mathiez, 2012). Y es que:

«Esta capacidad de la sociedad para erigirse en un dios o para crear dioses no fue en ningún momento más perceptible que durante los primeros años de la Revolución Francesa. En aquel momento, en efecto, bajo la influencia del entusiasmo general, cosas puramente laicas fueron transformadas por parte de la opinión pública en cosas sagradas, así la Patria, la Libertad, la Razón. Hubo la tendencia a que por sí misma se erigiera una religión con sus dogmas, sus símbolos, sus altares y sus festividades. […] Queda el hecho de que, en un caso determinado, se ha visto que la sociedad y sus ideas se convertían directamente, y sin transfiguración de ningún tipo, en objeto de un verdadero culto.» (Durkheim,1982b: 201)

Este proceso de sacralización transforma una realidad secular como la nación en algo sagrado. Originariamente lo secular fue parte de un discurso teológico (saeculum), donde las formas seculares se autonomizaron progresivamente de la esfera religiosa, pero, más tarde, se invierte la dinámica social, ya que, como consecuencia del propio proceso de secularización, la categoría de lo religioso re-emergerá de y en los discursos políticos y científicos seculares, tal y como señala Weber (1987), algo que se pone de manifiesto en estas nuevas sacralizaciones (Asad, 2003: 192; Casanova, 2012: 213-214).

2.2. La Religión Civil Americana

Pero la efervescencia colectiva no es algo exclusivo de la revolución. El concepto de «religión civil americana» acuñado por Robert N. Bellah (2006: 225-245) nos proporciona otro ejemplo moderno de re-sacralización de la realidad secular de la nación. Bellah realiza un análisis a partir de «una colección de creencias, símbolos y rituales en relación con las cosas sagradas e institucionalizadas en una colectividad (la república americana)» (ibídem: 233). Para él, los hitos de este credo civil se desarrollan en medio de momentos de agitación social y de crisis, que ponen a prueba la creatividad y la capacidad social —esto es de actuar como una comunidad cultural y moral— de un colectivo que es capaz de crear una serie de constelaciones de sentido instituyentes que la propia sociedad se encargará de institucionalizar posteriormente. El primer estadio estaría representado por la guerra revolucionaria de independencia contra Inglaterra, en la que George Washington actúa como el Moisés que dirige a su pueblo hacia la victoria frente a la tiranía de la metrópoli. El segundo estadio se desarrolla en torno a la Guerra Civil, momento que recoge la profunda tragedia asociada a una lucha fratricida y especialmente sanguinaria. La Guerra Civil hizo que el pueblo norteamericano se confrontara consigo mismo, con las cuestiones de fondo de su ser como colectivo. En este escenario destaca la figura de Abraham Lincoln, «presidente mártir» (2006: 236), que aparecerá como el nuevo Jesús de Nazaret, profeta y sacrificado ad Majorem nación Gloriam. El tercer estadio, Bellah lo sitúa en medio de la crisis en la esfera pública provocada por el alto rechazo social hacia la Guerra de Vietnam y en la efervescencia colectiva que genera el movimiento de los derechos civiles, poniendo el acento en otro actor político básico, en otro profeta: Martin Luther King.

Para Bellah, la religión civil es una comunidad nacional de culto, pero no una comunidad de salvación. En este sentido, la religión civil es una religión post-axial, ya que reordena la presencia de rasgos hebraicos y otros cristianos en un contexto nuevo en donde la religión civil compite con el nacionalismo religioso blanco y con el radicalismo secularista liberal (Gorski, 2017).

2.3. La sacralidad emergente del 11S

El terrorismo no es solo una forma de acción política, sino también una forma de acción «simbólica». El proto-evento del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York puede ser perfectamente analizado desde la perspectiva de un tipo particular de performatividad simbólica. Inicialmente, en el momento de la destrucción de las Torres Gemelas y del asesinato en masa de miles de inocentes, el acto terrorista, ritualmente significó un atroz derramamiento de sangre —tanto literal como metafóricamente— haciendo uso de los fluidos vitales de las víctimas para arrojar una pintura beligerante y horrenda sobre el lienzo de la vida social (Alexander, 2006: 91-115). Pero de esa pintura apocalíptica surgió una renovada comunión moral que integró a bomberos, brokers, policías, y, co-extensivamente, a toda la sociedad americana y mundial en el desarrollo de un ritual piacular guiado por el siguiente mantra: «We are all americans now», extendiéndose tanto la solidaridad nacional como la internacional. Ground Zero y 11S fungen como la contextura a partir de la que «algo profano se convierte en algo sagrado», convirtiéndose las cenizas de las torres y de los inmolados en un nuevo símbolo de trascendencia nacional. Lo que es interesante subrayar desde un punto de vista sociológico es que aquello que ha creado un tipo de comunión moral, no es el hecho de compartir todos las mismas creencias, sino el hecho de «compartir las mismas prácticas» orientadas tanto a re-encantar y re-unir a la comunidad moral civil como a expiar la tragedia (Gil-Gimeno, 2018, 2020).

3. La sacralización de la persona

La nación no es el único ámbito secular moderno que se ha sacralizado. La dignidad y el respeto por la persona humana se han convertido también en parte del núcleo sagrado de la sociedad moderna.

En este sentido, se puede interpretar la creencia en los derechos humanos como el resultado de un específico proceso de sacralización en el que todo ser humano ha sido convertido en algo sagrado, institucionalizándose en el derecho, y provocando crecientes y generalizados efectos de motivación y sensibilización en la sociedad moderna. Desde esta perspectiva, y tal y como afirma Hans Joas (2013), podríamos analizar los cambios acaecidos en el sistema penal a partir de las transformaciones en la comprensión de lo sagrado. Así pues, partiendo de lo comentado, las reformas en el derecho penal y en la práctica penal, así como la creación de los derechos humanos a finales del siglo xviii en el contexto de las principales revoluciones liberales (estadounidense y francesa), son una expresión de un profundo cambio cultural a través del que la persona humana se convierte en un objeto sagrado (Durkheim, 1973). Como dice el propio Joas (2013), la historia de los derechos humanos puede ser interpretada como una historia de sacralización (de la persona humana). Una historia en la que el año 1948 funge como un hito de primer orden, cuando las Naciones Unidas proclaman la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

En el código genético de las religiones históricas (Bellah, 1969) está impresa la idea de la sacralidad de la vida humana en la forma de un ethos del amor. El proceso de materialización de este último se desarrolla a partir de las ideas ilustradas y de los logros —teñidos de sangre— de las revoluciones liberales. Por lo tanto, tal y como defiende Georg Jellinek (1979), sería un error considerar que la sacralización de la persona tiene un origen genuinamente ilustrado o moderno, ya que significaría no tener en cuenta algunos procesos sociales pretéritos —como ese ethos del amor— que actúan a modo de catalizadores que conectan y que ayudan a con-formar, esto es, a dar forma, determinadas experiencias sociales concretas.

Para continuar urbanizando conceptualmente el terreno de la sacralización de la persona nos vamos a detener brevemente en un trabajo de Durkheim escrito en 1898 que arroja luz sobre el fenómeno que analizamos. Durante la agitación producida por el caso Dreyfus, Durkheim escribe lo siguiente:

«Esta persona humana (personne humaine), cuya definición es como la piedra de toque que distingue el bien del mal, es considerada sagrada en el sentido ritual del mundo. Participa de la majestuosidad trascendente que las iglesias de todos los tiempos han atribuido a sus dioses; es concebida como un ser investido con tal propiedad misteriosa que crea un vacío en torno a las cosas sagradas, sacándolas del contacto vulgar y retirándolas de la circulación habitual. El respeto que se le da procede precisamente de esta fuente. Cualquiera que atenta contra la vida humana, contra la libertad humana, contra el honor humano, inspira en nosotros un sentimiento de horror análogo al que experimenta el creyente cuando observa que su ídolo ha sido profanado. Tal moral no es simplemente una disciplina higiénica o una buena economía de la existencia, es una religión donde el hombre es, a la vez, fiel y Dios.» (Durkheim, 1973: 46)

Como vemos, Durkheim establece una relación entre las particularidades de la sociedad moderna y una energía, una fuerza (como la que existe tras el Mana o el Orenda en las sociedades primitivas, o el Tapas en la tradición hindú) creciente que procede del hecho de que «los sentimientos que tienen por objeto al hombre se han vuelto muy fuertes […] [provocando que] se ha[ya] convertido naturalmente en objeto por excelencia de la sensibilidad colectiva» (Durkheim, 2006: 133). Por lo tanto, la articulación de los derechos humanos no sería otra cosa que una de las principales manifestaciones del proceso de sacralización de la persona humana y de la co-extensiva sacralización de la humanidad.

Durkheim también aclara que este concepto no tiene nada que ver con comportamientos de tipo individualista, egocéntricos o egoístas, sino con la personalidad humana en general, concretamente en lo que respecta a su dimensión universal (Durkheim, 1973: 45). La idea fuerza de esta nueva fe en la persona no es el egoísmo, sino la simpatía por todo lo que el hombre representa. Es un gran sentimiento de empatía, de capacidad para ponerse en el lugar del otro-que-es-parte-de-mí (el otro que soy yo) ante él (su) sufrimiento, la tragedia, etc.

Ahora bien, el sufrimiento y la tragedia no engendran por sí mismos valores. Es preciso que en torno a ellos las sociedades creen una «narrativa» (Joas, 2013) que conecte el sufrimiento con la creación de nuevos valores, y conseguir que, posteriormente, dichos valores sean interiorizados por la propia sociedad, lo que hace que la experiencia traumática adquiera el estatus de «trauma cultural» (Alexander, 2012: 6-31) y, a partir de ahí, permitiéndole articular los mecanismos rituales (piaculares y conmemorativos) necesarios para gestionarlo.

4. Las narrativas heroicas y post-heroicas y su impacto sobre la sacralización de la nación

Partiendo de lo comentado un poco más arriba, y a partir de los procesos de sacralización estudiados, la modernidad-secular va a continuar produciendo sus propios héroes, que ya no van a presentar una única máscara, como ocurría en las sociedades pre-modernas. La hipótesis que va a guiar este apartado es que la heterogeneidad a la que están adscritas tanto las sociedades modernas como las formas religiosas que se desarrollan en ellas se manifiestan claramente en y a través de las diferentes máscaras que adquiere la figura del héroe en las mismas. Para ello, vamos a analizar dos narrativas vinculadas al status «heroico» que emergen de las dos sacralizaciones estudiadas previamente: la narrativa sacrificial del héroe nacional y la narrativa anti-sacrificial post-heroica que se deriva de la sacralización de la persona (Bröckling, 2020).

4.1. La narrativa sacrificial del héroe nacional

La nación, entendida como nuevo Dios-tótem, será fiel a la narrativa sacrificial (Kantorowicz, 2012: 266) pre-moderna del héroe —aunque renovada, fundamentalmente secularizada en los términos que vamos a analizar— y ocupará el lugar de la divinidad clásica creando sus héroes, sus altares, sus monumentos y sus conmemoraciones rituales sacrificiales.

Con las grandes revoluciones que se producen entre finales del siglo xviii y durante el primer cuarto del siglo xix emergieron nuevas formas de liderazgo asociadas, fundamentalmente, al carisma político (Bell, 2020). El advenimiento de la democracia supuso un cambio profundo a este nivel, articulándose una especie de nuevo magnetismo entre el líder y la masa, convirtiendo al primero en muchas ocasiones en un héroe, como muestran los casos analizados un poco más arriba en torno a Lincoln y Washington, o también en torno a Martin Luther King.

En el corazón de la mitología del héroe inhabita el impulso de transgredir los límites y las expectativas normativamente prescritos en aras de conseguir una nueva definición de la situación a través de la acción, en muchos casos violenta. El héroe hace frente a la contingencia, a la posibilidad de que ocurra lo contrario de lo deseado, a través de la acción. La clave de su mito-motor son los hechos y las acciones, o mejor, la voluntad de acción, y no tanto las intenciones ni las consecuencias de estas. Frente al «no deber actuar» expresado en determinadas formas proscritas normativamente, frente al «tu no puedes o no debes» de la institución, el héroe proclama: «yo deseo hacer aquello que no puedo» (Früchtel, 2004: 305) o también: «está escrito (por guerreros y sacerdotes), pero, yo en verdad os digo…» [como profeta o revolucionario] (Weber, 1978: 851). En este tipo de acción lo relevante no es tanto la dimensión racional técnico-instrumental como la dimensional agonal, el espíritu activista expresado ritualmente, dramatizado performativamente en la práctica ritual.

A partir de las obras tardías de Durkheim (1982b), Caroline Marvin y David Ingle (1999) sitúan en la bandera (en su caso, en la estadounidense) el tótem moderno. Los miembros del grupo totémico nacional se enfrentan a los límites de lo familiar y conocido, llegando, en ocasiones, a un área liminar donde las identidades son intercambiadas —pero sobre todo intercambiables— entre insiders (ciudadanos de la nación) y outsiders (héroes nacionales inmolados), y cruzan los límites, articulando episodios de trascendencia. Este encuentro con la muerte marca el borde exacto de la comunidad. Para Marvin e Ingle (ibídem), los que cruzan esa frontera se convierten en outsiders (héroes) pro patria mori. La bandera marca el punto de dicha transgresión. Así pues, lo que hace la comunidad nacional es conmemorar y venerar a aquellos que han dado el «gran salto», que han sido capaces de trascender a través de un acto heroico de entrega y renuncia, y lo hace venerando su principal símbolo-tótem: la bandera. La comunidad da la bienvenida a los que han cruzado el límite. De esta guisa, «la muerte sacrificial de un héroe nacional por la libertad y el honor de su pueblo representa un logro supremo que afectará a nuestros hijos y a nuestros nietos. No existe mayor gloria, ni existe un fin más preciado que morir de esta forma y para muchos la muerte otorga una perfección que la vida les habría negado» (Weber, 1995: 724). Esta es la misma idea que defiende Benedict Anderson en su texto «The Goodness of Nations» (1999). Es la violencia del sacrificio la que activa los marcadores de las fronteras entre un mundo y otro. El trauma de matar a una víctima converge con la construcción triunfante de un vínculo entre la comunidad y su dios (Gatti, 2017; Giesen, 2004: 23). El triunfo del héroe y el trauma de la víctima no son sino dos caras de una misma moneda. Tal víctima es mirada como algo contaminado y, por tanto, situado fuera de la comunidad —extranjeros que pasan por ahí, vagabundos, homosexuales, mujeres mayores solteras, discapacitados o personas «dementes», etc.—. Matar a la víctima, por tanto, no es un homicidio (Agamben, 1998).

La reapropiación moderna del sacrificio del héroe va a provocar un giro en la semántica de la muerte. De la condición existencial humana, apuntada por Heidegger (2012), del «ser para la muerte», el héroe se desliza por la pendiente del «ser para matar» —aunque ese matar signifique matar-se, esto es, esté orientado hacia uno mismo—. Mientras que el morir es un acto solitario, sin embargo, para matar a otro hacen falta dos. Puesto que los mortui viventes obligant. Para justificarlo, la sociedad introduce una nueva performatividad política a través de una serie de acontecimientos apropiadores que conforman una nueva mística, en este caso nacional, que se materializa en una nueva comunidad cultual y moral en la que los caídos se convierten en uno de los elementos más significativos, y que adquiere forma física a través de monumentos —pirámides, obeliscos, torres, estatuas, sarcófagos— de identificación (Koselleck, 2020: 66) que representan la eternidad del tiempo —y, por lo tanto, la idea de la salvación en y a través de la nación— y en donde son acogidos los asesinados y los caídos. Esta nueva cultura de la conmemoración pretende elevar a los seres humanos por encima de sí mismos a partir del trasfondo re-ligador que proporciona la nación sublimada.

4.2. La nueva narrativa post-heroica

Pero al mismo tiempo que desarrolla una narrativa claramente sacrificial-heroica, la modernidad engendrará otro tipo de heroísmo de nuevo cuño, y una nueva figura: la del héroe post-heroico (Bröckling, 2020), que no por ser post-heroico deja de ser héroe, sino que transforma los atributos del héroe proveyéndoles de un marcado carácter anti-sacrificial. Analicemos brevemente los antecedentes y los perfiles de esta nueva figura.

Comenta Durkheim:

«Hay en cada una de nuestras conciencias, dos conciencias: una que es común en nosotros a la de todo el grupo a que pertenecemos, que, por consiguiente, no es nosotros mismos, sino la sociedad viviendo y actuando en nosotros; otra que, por el contrario, solo nos representa a nosotros en lo que tenemos de personal y de distinto, en lo que hace de nosotros un individuo.» (1982a: 124)

Las dos formas de conciencia que acabamos de presentar a través de la cita de Durkheim se interpelan, interactúan constantemente, adquiriendo nuevas texturas y con-texturas en las sociedades modernas. En este sentido, y en el escenario de las sociedades diferenciadas funcionalmente, cuanto más indeterminada es la conciencia colectiva, más fuertes y pujantes son los procesos de individualización de la conciencia individual. Mientras en las sociedades pre-modernas nos encontramos, normalmente, con una única representación colectiva predominante que impregnaba toda la conciencia colectiva, en estas nos encontramos sistemas con funciones diferentes, algo que va a permitir y provocar la aparición de diversas formas post-heroicas para dar respuesta a dicha diversidad funcional. Por lo tanto, actualmente ya no existe un héroe dominante que ocupa sin oposición toda la conciencia colectiva, sino un marcado «politeísmo» de representaciones colectivas en plural donde luchan héroes y post-héroes.

Sigmund Freud nos ofrece una argumentación en gran parte afín a la durkheimiana: «Allá donde era el “Ello” debe advenir el “Yo”» (1981: 3146), es decir, el ser humano debe transitar desde la heteronomía institucional pre-moderna o característica de las primeras fases de la modernidad hacia la autonomía de un yo racional. En este sentido, de lo que se trata es de apostar por desarrollar prótesis liberadoras-transgresoras, y no tanto proteger las aseguradoras de lo existente. La modernidad acentúa la tensión entre los gatekeepers que tratan de blindar sus posiciones heredadas y los pioneers que tratan de transgredir tales posiciones como ya lo vio Saint-Simon en Le Systeme Industrial en 1822. El poder de la voluntad deviene máxima social; la singularidad, esto es, el re-afirmar mi posición ante mi y ante los demás, principio de acción.

En la obra de Weber también podemos encontrar al héroe post-heroico. Occidente necesitaba, desde su punto de vista, nuevos medios de autodominio, que conformarían algo así como una «post-metafísica individualista» dirigida por una voluntad fáustica, como acertó a proponer Paul Honigsheim:

«Max Weber se empeñó en una lucha a muerte contra cada Institución, Estado, Iglesia, Partido, Fundación, Escuela, (…) es decir, contra toda estructura supraindividual de cualquier tipo que reclamase entidad metafísica o validez general. Amaba a cualquier hombre, incluso a un Don Quijote que buscase, contra la injustificada pretensión de una institución cualquiera, afirmarse a sí mismo y al individuo como tal. Gradualmente tales hombres se acercaron a él automáticamente; en efecto, el “último héroe humano” les atraía a su círculo ejerciendo un poder realmente mágico (…) En aquellos días este arquetipo de todos los archi-herejes reunió a su alrededor una verdadera horda de hombres cuyos rasgos más distintivos, quizá sin saberlo ellos mismos, residían en el hecho de que todos ellos eran, de una manera u otra, por lo menos “outsiders”, si no algo más.» (apud Mitzman, 1976:16)

Así pues, acción y renuncia serán las máximas de este nuevo «héroe realista de la objetividad» (Sachlichkeit): acción individual orientada al dominio del mundo, el individuo como instrumento de Dios que, con la palanca del ejercicio metódico y disciplinado de la profesión, mueve el mundo y, correlativamente, renuncia a la universalidad fáustica de lo humano, al agonismo y al derramamiento de sangre que caracterizaron al héroe trágico. Una personalidad que se anuncia claramente en su conferencia Ciencia como vocación (1987). El empresario, el científico, el político, la celebridad artístico-cultural son, desde la perspectiva weberiana, nuevos héroes post-heroicos. La «personalidad total» (self) constituye «una unidad de estilo de vida regulada «de dentro a fuera (von innen heraus)» por algunos principios centrales propios» (Weber, 1983: 423). Así pues, en una suerte de transición secular, el virtuoso de la profesión del capitalismo avanzado (de Ciencia como vocación) vendría a sustituir al virtuoso religioso de comienzos del capitalismo europeo (de La Ética Protestante). Weber está planteando un renacimiento de la «llamada secularizada». Según él: «Hay que ponerse al trabajo y responder, como hombre y como profesional, a las “exigencias de cada día” (die Forderungen des Tages). Esto es simple y sencillo si cada cual encuentra el daimon (duende) que maneja los hilos de su vida y le presta obediencia» (Weber, 1987: 230-231).

Otro escenario desde el que analizar la figura post-heroica del héroe es el nuevo imperativo herético de las singularidades modernas (Reckwitz, 2012: 13), que reúne dos aspectos importantes, por una parte, el deseo de creatividad, y, por otra parte, la obligación de ser creativo. En el ámbito de la creación empresarial y la riqueza económica, Joseph Schumpeter (1984) trazará una trayectoria que lleva del heroico «destructor creativo» característico de la primera Revolución Industrial, al post-héroe pacífico actual en donde el mánager (Bradford y Cohen, 1984) asume en plural —técnico, líder, desarrollador— la función de reducir la complejidad sin perder nunca de vista el objetivo del beneficio económico. En este sentido destacan las figuras post-heroicas technonerds de Steve Jobs, Jeff Bezos y Elon Musk.

En el ámbito de la guerra la situación ha cambiado enormemente. Frente a los medios de aniquilación masiva de la era atómica ya no sirven las concepciones napoleónicas y clausewitzianas del campo de batalla (de muerte) del héroe clásico (Keegan, 2015). El mando moderno tiende a la evitación de bajas propias y a la evitación de lo peor, la agresión atómica (Luttwak, 1995; Moyn, 2021). El militar actual, frente al héroe-victima clásico, es más bien un profesional y un técnico que hace carrera dentro del ejército (Janowitz, 2000). No debemos olvidar que el servicio militar obligatorio ya no existe, por tanto, los Estados se ven obligados a contratar los servicios de no nacionales ante la ausencia de espíritu de sacrificio entre los nacionales (Münkler, 2010). Por tanto, a pesar de las tendencias post-heroicas mayoritarias existentes dentro de las sociedades actuales, surgen comunidades heroicas entre los soldados que están en el frente de batalla. Richard Lachmann y Abby Stivers muestran, en una investigación reciente (2016) cómo se ha producido una transformación en la cultura del sacrificio analizando el significado y los motivos de concesión de las Medallas al Honor entregadas a las familias de los caídos en combate entre 1861 y 2014 por el Gobierno de Estados Unidos. En la «pirámide de honor» de los homenajeados hasta 1918 se premia la valentía y la intrepidez del soldado que arriesga su vida más allá de la llamada del deber. A partir de 1963, las narrativas post-Vietnam cambian el significado de la Medalla enfatizando la bravura no combatiente, manifestada realizando proezas cuya consecuencia ha sido salvar vidas militares y civiles en los tiroteos o en los bombardeos. La evitación de víctimas, situando como prioridad salvar vidas, en lugar de la fabricación de víctimas representa un giro narrativo importante en el culto nacional y sus conmemoraciones. Asimismo representa una forma de rendir honores militares a los soldados tanto en la victoria como en la derrota, y, eventualmente, socava el ethos del autosacrificio de la narrativa trágica. Sin embargo, en las info-guerras actuales —from soldier to drone driver—, los contendientes se enfrentan en guerras asimétricas en donde unos aparecen como cazadores con armas y sistemas técnicos sofisticados y los otros como presas con una tecnología inferior que les lleva a asumir un papel heroico ante la muerte invisible (Zulaika, 2020).

Quizás donde mejor se ve esa racionalización del heroísmo clásico es en el ámbito del deporte (Gil-Gimeno, Beriain y Sánchez Capdequí, 2018). Ningún otro ámbito social es capaz de producir héroes hoy como lo son los deportes de élite con su producción continua de triunfos y derrotas, de records espectaculares, de tensiones excitantes y manifestaciones corporales virtuosas (Bette, 2019: 5). Los atletas individuales o las selecciones crecen más allá de sí mismos, produciendo un encantamiento en el público con consecuencias físicas, psíquicas y técnico-tácticas, fomentando la emergencia de un héroe de nuevo cuño. En contraposición a las figuras de la ficción, que en los antiguos mitos, leyendas, epopeyas y dramas, así como en las novelas modernas, en los films de ciencia ficción o en los comics, los héroes deportivos son, sin embargo, de carne y hueso, y realizan sus actividades performativas en el marco de concurrencias organizadas formalmente ante un público encendido (co-presente o medialmente virtual), en medio de un juego reglado profano, cuyos códigos son ganar/perder, batir records. El deporte recupera la figura del héroe desprovista de sus ropajes sacrificiales e inmolatorios, centrada en una competición por batir records, produciendo un tipo de jouissan­ce, de efervescencia colectiva, una intensidad emocional, que da lugar a una nueva socialidad post-sacrificial y post-heroica.

El ámbito de los superhéroes y superheroínas de los comics y films es otro ámbito donde comparece la figura del héroe transformada. Superman, Batman, Spiderman, las figuras de Marvel, producen fascinación, representan espejos donde se agrandan, crecen y se distorsionan las emociones, las fantasías y los afectos, de las narrativas mitológicas clásicas, hasta el punto de que se convierten en «hechos sociales reales» en las mentes individuales (Dath, 2016). Los superhéroes representan mecanismos de compensación, de superación, de evasión, de las rutinas de muchos trabajos alienantes, de la repetición de tareas poco atractivas. El superhéroe representa una maximización de la fuerza, de la inteligencia, del rendimiento de la persona humana. Representan un «más allá», un depassement de lo humano.

5. Conclusión

Comenzábamos el presente trabajo señalando que las sociedades modernas y seculares desarrollan sus propias formas sagradas, y que entre ellas destacan la nación y la persona. En torno a ellas se articulan dos narrativas que han ejercido una gran impronta en la vida social desde que se produjeron las revoluciones liberales, a finales del siglo xviii. En primer lugar, surge una primera narrativa heroico-sacrificial vinculada a la nación sublimada, en la que el elemento inmolatorio representa un papel de primer orden. En este escenario, el héroe es aquel que pone en juego su vida, o que efectivamente entrega su vida, en un acto de servicio a su patria. Dicha narrativa entra en crisis al mismo tiempo que la persona adquiere estatuto de sacralidad tras las trágicas experiencias vividas durante la primera mitad del siglo xx. Como dijimos anteriormente, este proceso no se inaugura con la Declaración de los Derechos Humanos en 1948, sino que esta declaración es la consecuencia de un proceso social desarrollado a lo largo del tiempo del que se pueden considerar hitos tanto el pensamiento ilustrado como el ethos del amor judeo-cristiano, por señalar, a modo de ejemplo, algunos de los más destacados. En este sentido, las sociedades occidentales ya no están en condiciones de movilizar a grandes masas de población para que entreguen su vida heroicamente en el nombre de los «dioses de la tribu» nacional (Marvin e Ingle, 1999). En cierta medida, la sociedad termina por cansarse de un exceso de emocionalismo, de testosterona o de culto a la muerte. Los héroes y heroínas modernos se caracterizan mucho más por su anticonformismo, por la lucha contra las injusticias o frente a las acciones agresivas contra sus prójimos, ya sean estos, humanos, animales o vegetales. El impulso heroico se manifiesta como coraje cívico. Al mismo tiempo, lo heroico se ha democratizado y se ha hecho algo cotidiano. El héroe ya no es una persona excepcional, que destaca entre y sobre el resto, sino que se ha instalado en la conciencia social la idea de que cada uno debe convertirse en un héroe, o, por lo menos, intentarlo, aunque sea, como decía Andy Warhol, durante quince minutos.

Así pues, después de la Revolución Francesa y, sobre todo, tras una primera mitad del siglo xx que nos dejó dos guerras mundiales, el auge del totalitarismo bajo las máscaras del fascismo, del nazismo y del comunismo, y un sueño de la razón produciendo los monstruos de la Shoah y del Gulag, la narrativa anti-sacrificial post-heroica ha adquirido un gran peso en la esfera civil, compitiendo en términos de tensión dinámica con la narrativa heroico-nacional. Como acabamos de señalar, esta tensión se aprecia magníficamente en el caso del deporte. Dicha narrativa post-inmolatoria entiende que no hay valor por encima del de la sacralidad de la vida y, por lo tanto, que no existe motivo alguno válido (religioso-histórico o nacional) para exponer la vida de una persona humana, entendida como bien sagrado, como res (cosa) sagrada. Por lo tanto, nos encontramos con un nuevo escenario en el que a la narrativa sacrificial clásica del héroe se le une otra —claramente pujante— que aboga por un tipo de heroicidad marcadamente anti-sacrificial.

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