Religión y espacio público
en los tiempos de la globalización
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Religion and Public Space in Times of Globalization

Judit Bokser Liwerant*

Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

Palabras clave

Globalización
Sociedad civil
Espacio público
Secularización
Laicidad

Resumen: Este texto fue originalmente publicado por Judit Bokser Liwerant en el año 2008 en forma de capítulo en el libro Los retos de la laicidad y la secularización en el mundo contemporáneo, coordinado por Roberto Blancarte para la editorial de El Colegio de México. En él la autora da cuenta de la centralidad que ha adquirido el fenómeno religioso en la época contemporánea, enmarcado por el carácter multidimensional y contradictorio de los procesos de globalización, así como por los cambios que rebasan la tradicional división entre lo privado y lo público. De igual manera, analiza los avatares de lo religioso en la modernidad y las complejas dinámicas de la secularización y la laicidad. Finalmente, explica la reconfiguración de los límites entre legalidad y moralidad, entre individuo y sociedad, entre familia, sociedad civil y Estado, así como el proceso de globalización que ha generado nuevas identidades e influido sobre el resurgimiento del fenómeno religioso a un nivel colectivo.

Keywords

Globalization
Civil society
Public space
Secularization
Laicité

Abstract: This text was originally published in 2008 by Judit Bokser Liwerant as a book chapter. The text was part of the book entitled Los retos de la laicidad y la secularización en el mundo contemporáneo coordinated by Roberto Blancarte for El Colegio de México editorial house. In the text, the author gives an account of the centrality that the religious phenomenon has acquired in the contemporary period, framed by the multidimensional and contradictory character of globalization processes, as well as by changes in the dynamics of the private/public spheres. It analyzes the avatars and challenges of religion in modernity and the complex dynamics of secularization and laicité. Derived from these crucial interactions, it explains the reconfiguration of the borders between legality and morality, between the individual and society, between family, civil society and the State. Singular relevance acquires globalization processes that have created new collective identities, enhancing primordial referents while promoting civic identification. It thus influences the resurgence of the religion, ethnicity and national identities in complex and even contradictory ways.

* Correspondencia a / Correspondence to: Judit Bokser Liwerant. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Circuito Mario de La Cueva, s/n. Ciudad Universitaria (04510 Alcaldía Coyoacán) – bokser@politicas.unam.mx – http://orcid.org/0000-0003-0771-7154.

Cómo citar / How to cite: Bokser Liwerant, Judit (2022). «Religión y espacio público en los tiempos de la globalización». Papeles del CEIC, vol. 2022/1, papel 256, -14. (http://doi.org/10.1387/pceic.23372).

ISSN 1695-6494 / © 2022 UPV/EHU

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El mundo contemporáneo asiste a profundas transformaciones en los diferentes ámbitos y dimensiones en los que transcurre la vida social. Política y sociedad, economía y cultura experimentan cambios que con inusitada intensidad manifiestan la especificidad de cada dimensión, así como sus interacciones y traslapes. De la amplia gama de novedosos procesos que se dan en escenarios locales, regionales y globales, ciertamente aquellos que acompañan al fenómeno religioso han adquirido una creciente centralidad. La sorprendente visibilidad y relevancia que la religión asume hoy contrasta con lo esperado en las previsiones sobre su desarrollo. La teoría clásica de la secularización no solo llamó la atención sobre la diferenciación estructural y la emancipación de las esferas seculares de las normas e instituciones religiosas en el mundo moderno, sino también predijo la inevitable privatización y desaparición de las religiones. Sin embargo, relevancia y visibilidad parecen hoy desafiar estos diagnósticos, al tiempo que la diferenciación de esferas reclama su permanencia frente a embates que procuran restituir integralidades pasadas.

El resurgimiento religioso tiene diversas manifestaciones que transcurren entre el reclamo de una nueva interacción entre la moralidad pública y la privada; la emergencia de nuevos movimientos y experiencias religiosas que ofrecen certezas individuales y pertenencias colectivas, y el extremo cuestionamiento, así como la reversión de los ordenamientos institucionales vigentes. Planteado en otros términos, el cambio de siglo, enmarcado por el carácter multidimensional y contradictorio de los procesos de globalización, asiste a una revivificación de la religión en clave de diferenciación interna. Los cambios en el mundo religioso y su proyección a las otras dimensiones de la convivencia social son a la vez convergentes y divergentes y se encuentran insertos dentro de los nuevos procesos de reconstitución de identidades y actores que rebasan el ámbito privado y buscan un reconocido lugar en la esfera pública, ámbito en el que se expresan, rearticulan y reclaman su derecho de expresión y acción.

Esta tendencia somete a un serio cuestionamiento la visión de las identidades colectivas como efectos laterales o marginales de los procesos estructurales, fundamentalmente aquellos conectados con procesos económicos y de poder y con la transformación estructural de la sociedad por el impacto de la modernización. Estas identidades fueron conceptualizadas como elementos primordialistas que habrían de diluirse o disolverse en el camino a la modernidad bajo las presiones universalistas, la convergencia social y la época moderna (Roniger y Sznajder, 1998). Sin embargo, contra este supuesto, las identidades colectivas organizadas alrededor de ejes primordiales —sean religiosos o étnicos— devienen núcleo de articulación grupal y se expresan también en movimientos sociales que persiguen su lugar en el espacio público. Desde esta óptica, la visibilidad de la religión debe también ser entendida a la luz de las transformaciones por las que la cultura atraviesa. Esta ya no es principalmente ámbito de articulación de la convivencia social sino espacio de diferenciación, confrontación y fragmentación social (Wieviorka, 1998; Benhabib, 2003). La cultura y dentro de ella las expresiones religiosas muestran el amplio significado que conlleva su organización. Por una parte, como terre­no de cuestionamiento en el que individuos y grupos reclaman su reconocimiento en clave de especificidad; por el otro, en la medida que se construye como significado que confiere relevancia a las relaciones, a los mecanismos y a los arreglos de la convivencia social, la cultura, al igual que la religión, expresa otras transformaciones. Se releva así el renovado y cambiante papel de la religión también en términos de performances, como recurso para otros sistemas, para resolver problemas generados en otros ámbitos (Luhmann, 1990), específicamente en su interacción con la política y como fuente de discurso ético (Voyé, 2000). Instituciones y organizaciones religiosas plantean cuestionamientos en torno a la interconexión entre la moralidad pública y la privada, desafiando las demandas de los subsistemas, en particular los mercados y los Estados, de estar exentos de consideraciones normativas externas. Una de las consecuencias de estos movimientos entre fronteras es el proceso dual de «repolitización de la religión y la moral privada» y de «renormativización de la esfera pública» de la economía y la política (Casanova, 2000).

Ello necesariamente conduce a repensar la secularización, a explorar sus límites y novedosas dinámicas, su «desprivatización», su abandono del lugar asignado en la esfera privada para poblar la esfera pública de la sociedad civil y devenir actor de la propia discusión pública en torno a su lugar, sus límites, su papel. Así, el alcance cambiante de las esferas pública y privada, la diversificación y pluralización de las expresiones religiosas y las diversas modalidades de su expresión conducen a repensar los modos en que la religión puede habitar dicha esfera entre los márgenes de arreglos institucionales modernos y diferenciados y los riesgosos esfuerzos por revertir los logros de la modernidad.

* * *

En abril de 1966, la prestigiosa revista norteamericana Time Magazine publicó un número controversial. El tema principal se resumía en el título de la portada: Is God dead? ¿Está muerto Dios? El trasfondo de la época lo justificaba: la recomposición geopolítica de la segunda posguerra, la era atómica, la conquista del espacio, los movimientos de liberación nacionales anticolonialistas, los movimientos de protesta social —del antirracismo al an­tibe­li­cismo—, la liberación sexual, la rebeldía juvenil… En este marco, parecía totalmente pertinente la pregunta. El hombre había, como bien advirtió Friedrich Nietzsche (1996), «matado a Dios» desde hacía ya bastante tiempo. ¿Qué significaba ello? Desde luego, no su muerte física sino, más bien, la de su presencia en los asuntos humanos. La afirmación del filósofo alemán lejos estaba de destilar alegría; tras haber declarado la muerte de Dios, concluía con aquellas dolientes preguntas:

«Lo más sagrado y poderoso que poseía hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos lavará esa sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos? ¿Qué ritos expiatorios, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la grandeza de este acto demasiado grande para nosotros? ¿No tendremos que volvernos nosotros mismos dioses para parecer dignos de ella? (…) ¿Pues, qué son ahora ya estas iglesias, más que las tumbas y panteones de Dios?» (Ibídem: 125).

Como si el siglo xx necesitara constatar su modernidad en el ámbito religioso, afirmando la tendencia que el hombre moderno dejaba de ser hijo de Dios para ser adoptado como hijo de la Razón. Recuperaba así la trayectoria que va de los albores del pensamiento renacentista al Siglo de las Luces, en la cual el ser humano pavimentó el camino de su independencia. El resultado fue la conquista de su inmanencia y la independencia de la trascendencia de lo divino. En la era moderna, el hombre ya no necesitaría la idea-sentimiento de lo sagrado para funcionar; Dios podía quedar ausente en su diario existir. Resultaba más perentorio, entonces, conquistar los valores que la profanidad racional nos ha legado: derechos humanos, libertad de pensamiento, pluralismo, tolerancia, igualdad social, diversidad ideológica, autonomía, etc. La religión quedaba proscrita de todo poder civil. En este esquema, Dios, efectivamente, parecía estar ausente de la marcha de la historia.

Había sin embargo otra tendencia que se prefiguraba. En la medida en que la religión no es solo un repertorio de prácticas e interpretaciones, sino también un espacio que contiene principios normativos y fuentes de autoridad que disputan su lugar a la Razón y disputan entre sí su propia verdad, se abría la necesidad de construir una zona de «privacidad pública» que pensó Locke, que al tiempo que deslindaba el dominio privado del público, proveía vehículos institucionales para que las diferencias que habitaban el primero se expresaran sin obstaculizar la convivencia.

Se abría así una nueva y compleja dinámica entre secularización y laicidad. La primera, entendida como la separación entre lo profano y lo sagrado, es decir, «la creencia que los valores e instituciones religiosas no deben desempeñar más ningún papel en los asuntos temporales de las naciones-Estado» (Keddie, 2003: 14-15), refiere al proceso histórico en el cual el sistema dual dentro de este mundo, la división religioso-secular y las estructuras sacramentales de mediación entre ambos mundos se quiebran progresivamente, hasta que todo el sistema medieval de clasificación desaparece, para ser reemplazado por nuevos sistemas de estructuración espacial (Casanova, 2000). Sin embargo, la teoría de la secularización exhibió debilidades y limitaciones frente el propio proceso histórico en lo que respecta a las consecuencias previstas y anticipadas que estos procesos tendrían. Así, resulta necesario distinguir los diferentes supuestos que han nutrido lo que ha sido definido como una sola teoría de la secularización. La tesis central, que mantiene su vigencia, es la que alude al proceso de la modernización de la sociedad como un proceso de diferenciación funcional y emancipación de las esferas seculares, fundamentalmente el Estado, el mercado y la ciencia, de la esfera religiosa, y la concomitante diferenciación y especialización de la religión dentro de su esfera recientemente fundada. Junto a esta tesis, sin embargo, se sumaron la tesis de la declinación de la religión, que sostiene que el proceso de secularización va a conducir a su progresivo debilitamiento, hasta su eventual desaparición, y, en segundo lugar, su retracción a la esfera privada.

A su vez, la laicidad refiere a la separación entre el Estado y la Iglesia y como tal es entendida como un régimen social de la convivencia cuyas instituciones políticas están legitimadas principalmente por la soberanía popular y ya no por elementos religiosos (Blancarte, 2000).

Ambos, secularismo y laicidad, moldearon el mundo contemporáneo durante el proceso histórico que los engloba, expresa y alimenta: la modernidad. Los avatares de la religión —como creencia e institución— reflejaron su pecado de origen en un mundo nuevo: ser rémora del pasado. Del pensamiento ilustrado al positivismo de Auguste Comte al evolucionismo de Herbert Spencer o al materialismo de Karl Marx, el progreso, el desarrollo y el destino, plenamente humanos, serían los ejes centrales de la recién conquistada cosmología optimista del devenir del hombre, que identificaba las «leyes de la historia» con las «leyes de la ciencia» (Munson, 2003: 19). La confianza en el poder de lo humano en los asuntos humanos se afirmaba por la distancia que asumía de la voluntad divina. Desde el siglo xx, entonces, se reconocían las más importantes batallas iniciales del secularismo, libradas entre la Revolución francesa y finales del xix2.

Si el hecho de la muerte de Dios parecía obvio en la década de los sesenta, ¿lo es ahora a principios del tercer milenio? La respuesta se antojaría evidente: durante la centuria pasada, en particular a partir de la segunda parte de la misma, el secularismo y la laicidad se consolidaron como los «motores» de la historia de Occidente. A pesar de los horrores de la sinrazón de la razón que hicieron del siglo xx un siglo de horror, en cuyo marco, el Holocausto fue el epítome, la secularización continuó su marcha y encontró su propia radicalización en la globalización.

Este proceso, caracterizado, entre otras cosas, por la sociedad del conocimiento, la economía de mercado libre, la cultura de lo universal y las vertiginosas revoluciones en la ciencia y las comunicaciones, ha rediseñado, amén de las relaciones económicas y políticas internacionales, el papel de la religión en las sociedades seculares. Sin embargo, justo en este marco somos testigos del rebrote de un espíritu de renovada religiosidad desde hace muchos siglos (Marty, 2003). Asistimos así, tal como señalamos, a la presencia de la religión en el espacio público y que busca un estatuto protagónico en la definición de las fronteras que deslindan y relacionan los diferentes dominios de la vida social. Simultáneamente, también gravitan radicalismos que esgrimen proyectos alternativos al concepto mismo de lo público.

La demografía del fenómeno religioso da cuenta de cada una de las grandes religiones del mundo que ha experimentado un considerable incremento en el número de sus fieles. Sin embargo, no se trata simplemente de un fenómeno numérico —importante ya de por sí—; son las pretensiones de legitimidad en la esfera pública o bien de universo moral alternativo lo que más llama la atención. En otras palabras:

«Lo que se ha visto como más sobresaliente a principios del siglo xxi no es el hecho de que mucha gente alrededor del mundo, incluida la que vive en los países de Occidente, sea religiosa, sino que un gran número de personas insisten, con una fuerza que cada vez gana más legitimidad política, que la religión tiene un lugar preponderante en el centro mismo de la vida pública y de la acción política» (­Moore, 2006: s/p).

Ante tiempos tan tremendamente seculares como el presente, la pregunta se impone: ¿Cómo explicar esta «religionalización»?

* * *

El alcance cambiante del fenómeno religioso en sus diferentes expresiones apunta hacia transformaciones internas, así como a sus interacciones con otros referentes espirituales, culturales e identitarios. Instituciones, organizaciones y movimientos religiosos aspiran a rebasar la dimensión privada que se les asignó teórica y prácticamente y demandan, en clave de interconexión entre moralidad pública y privada, una nueva visibilidad. Entendida la despri­va­ti­za­ción de la religión como:

«El proceso por el cual la religión abandona su lugar asignado en la esfera privada y entra en la esfera pública indiferenciada de la sociedad civil para tomar parte en el proceso de curso de debate: la legitimación discursiva y el nuevo trazado de las fronteras» (Casanova, 2000: 97).

La religión no solo buscaría resguardar sus espacios y/o funciones tradicionales sino participar, tal como señalamos, de forma activa en el establecimiento de los límites cambiantes entre legalidad y moralidad; entre el individuo y la sociedad, entre la familia, la sociedad civil y el Estado. En esta tendencia se vería el traslape teórico, histórico y normativo de la teoría de la secularización que ha conformado la sociología de la religión. Junto a su contribución descriptiva se sumaron elementos históricos normativos. Permítasenos un rodeo conceptual para llamar la atención a otros modos en los que dicho traslape cognitivo se ha hecho presente en la explicación de las transformaciones religiosas en la modernidad no solo frente a su reacomodo institucional sino también en su comprensión cultural. Mientras que los aportes de Max Weber resultan fundamentales para dar cuenta de los procesos de cambio de la religiosidad, su análisis de los procesos de creciente racionalización exhibe limitaciones frente a las interacciones entre práctica y fe, y entre individuo y comunidad. Tal es el caso frente al judaísmo, del cual celebra la contribución de los profetas de Israel a la secularización del cosmos y a la racionalización ética del mundo. A su entender, los profetas del Viejo Testamento desnudaron al mundo de sus deidades y dirigieron el culto hacia un solo Dios. Ese Dios, el creador, instruyó a los judíos a trabajar sobre la realidad en lugar de aceptarla y venerarla tal cual era. Sin embargo, paralelamente, Weber recupera una lectura cristiana y hegeliana del judaísmo, por lo que considera que desde entonces, el judaísmo se ha petrificado en ritual. La cita de Isaías en La ciencia como vocación (Weber, 1975), «Guarda, ¿qué de la noche?» con la que alude a los judíos contemporáneos refuerza la imagen-prejuicio de que nada se consigue con lamentar y recordar, hay que actuar de modo diferente. De este modo, la sociología de la religión, de Weber en adelante, cuestiona el ritual y la ética judíos en su especificidad que considera la causa que los mantiene separados, como pueblo paria.

Así, precisamente, los valores más sublimes se habrían retirado de la vida pública —donde se ubica la racionalidad— y localizado ya sea en la vida mística —el modo más irracional de comportamiento— o en las relaciones de hermandad, directas y personales —ajenas al cálculo racional— (Eisen, 1998). Esta percepción, a su vez, limitó el entendimiento del carácter colectivo, identitario y de pertenencia que el judaísmo implicó, y, por tanto, las dificultades y desafíos que la modernidad planteó ante él, tanto en términos de individuación como de culto privado (Bokser Liwerant, 2006). La intersección de elementos comunitarios y étnicos, históricos y religiosos, de normatividad, prácticas y rituales rebasó la óptica de esta mirada moderna que define al judaísmo exclusivamente como religión y niega sus características y nexos étnicos y toda forma de cohesión grupal. Cabría destacar que mientras que la secularización ilustrada significó para el cristianismo la pérdida de la dimensión de dominación institucional de la Iglesia, el cuestionamiento de las características histórico-grupales del judaísmo afectó la vigencia derivada de aquella. Los límites de los procesos de secularización estarían asociados así a la naturaleza imbricada de estos nexos.

A contracorriente de los planteamientos anteriores, los procesos de globalización han permitido, paradójicamente, tanto el refuerzo de la cultura secular como el resurgimiento del fenómeno religioso en el nivel colectivo y han arrojado nueva luz sobre los nexos entre religión y pertenencia; entre religión y comunidad. La desterritorialización y porosidad de las fronteras; las nuevas interacciones entre lo global, lo regional, lo nacional y lo local, cuyas lógicas interactúan hoy, de manera novedosa e impredecible, en diversos planos y sentidos; las transformaciones por las que atraviesa el Estado, en particular, la pérdida del monopolio estatal en varios ámbitos, especialmente en lo que respecta a su influencia en la construcción de los imaginarios políticos; y la incertidumbre que la rapidez e intensidad de los flujos globales producen, han influido sobre la reconfiguración del universo cultural, religioso e identitario. Junto a la emergencia de nuevas identidades asociadas a los espacios globales, cobran nuevos bríos los núcleos primordialistas de identificación (Bokser y Salas Porras, 1999).

Efectivamente, los procesos de globalización han generado nuevas identidades de diferente nivel de agregación y les han conferido una renovada relevancia a las identidades básicas —étnicas y religiosas— en la configuración de los espacios globales, nacionales y locales, así como en el reordenamiento de los espacios territoriales y aun geopolíticos, en las que se entrelazan, intersectan, traslapan y rearticulan. El resurgimiento de identidades nucleares que reclaman para sí la centralidad de la religión y la legitimidad de su expresión pública está asociado a la construcción de nuevos imaginarios colectivos así como de pertenencias. Estas últimas, en un tenor defensivo, pueden verse en la interacción entre etnicidad, nacionalismo y religión que han operado en circuitos de reforzamiento mutuo.

La relación entre Estado y nación es severamente cuestionada hoy en varios planos, en especial en el que se refiere al paradigma homogeneizador en que dicha relación se sustentó históricamente. En un contexto de incertidumbre, de transformaciones incontrolables y confusas, la búsqueda de identidad se convierte en uno de los recursos morales para alcanzar seguridad personal. La gente siente la necesidad de reagruparse en torno a sus identidades primordiales, religiosas, étnicas, territoriales o nacionales. Como señala Manuel Castells, «en un mundo de flujos globales de riqueza, poder, e imágenes, la búsqueda de una identidad, colectiva o individual, asignada o construida, se convierte en la fuente fundamental de significado social» (2008: 33). Esta no es, desde luego, una nueva tendencia, pero adquiere nuevas dimensiones con la intensidad de las interacciones globales y los desajustes que estas provocan. Sin embargo, habría que destacar que las identidades rebasan una exclusiva dimensión reactiva. Si bien ellas mismas son producto de procesos de construcción y reconstrucción —cultural y social, individual y colectivos— cuyas dinámicas lejos están de corresponder a visiones esencialistas, no podemos adoptar una aproximación situacionista extrema, cuyas limitaciones frente a las identidades básicas resulta evidente. Estructuras, interacciones y fronteras definen las identidades, por lo que cobra renovado significado la propuesta de un acercamiento comprensivo. Toda identidad conlleva estructuras profundas que se concretizan en la superficie como resultado de combinaciones diversas y formulaciones variadas; estructuras que pueden consistir, siguiendo a Lévi-Strauss, en cierto número de enunciados no unívocos sino conflictivos y aun contradictorios. Así, los procesos de diversificación identitaria expresan los procesos de reformulación que en parte pueden trazarse en líneas de continuidad y en parte de ruptura (Ben-Rafael y Sternberg, 2002). De allí también la comprensión de la permanencia y aun vigorización de los mundos religiosos y de sus transformaciones internas, así como de sus interacciones con otros referentes nucleares, sobre todo, etnicidad y nacionalismo.

Desde una perspectiva histórica, cabe recordar que el nacionalismo se conformó efectivamente como el sucedáneo de la religión como fuente de identidad y poder convocante. Pero más que desplazar al elemento religioso se combinó con él desde los aspectos más conflictivos hasta los más constructivos que han dado cuenta de las nuevas modalidades de identidad en el mundo moderno y contemporáneo. La primera dimensión nos remite al sinnúmero de conflictos entre creyentes y no creyentes y de embates y persecuciones religiosas, potenciados, hoy por hoy, en el seno de sociedades multiculturales. Desde este ángulo, se desarrollaron una diversidad de conflictos entre religiones dominantes, protegidas o preferidas y minorías religiosas; entre nuevas religiones y viejos ordenamientos, entre reclamos particulares y vocaciones universales. Es precisamente esta dimensión de la religión, en tanto componente central de la constitución de las identidades colectivas y por su papel en la esfera pública, la que ha conducido a formulaciones que enfatizan el lugar disruptivo de aquellas en la convivencia mundial.

El nacionalismo religioso ha operado también en forma de interacción entre identidades étnicas y religiosas (de movimientos de reivindicación nacionales a los de independencia o de liberación de regímenes opresivos). El resurgimiento de las primeras puede ser referido al desplazamiento y fragmentación de los discursos y referentes de la modernidad en el contexto de un orden global. Así, la globalización habría producido condiciones de modernidad radicalizada: las relaciones sociales y la comunicación en el mundo pueden ser una de las causas del debilitamiento de sentimientos nacionalistas vinculados con el Estado-nación, y por ello da lugar a otro tipo de identificación regional o étnica que refuerza la emergencia de conflictos con tintes localistas. En esta línea de pensamiento, a medida que las relaciones sociales se amplían, se fortalecen los procesos de autonomía local y de identidad cultural regional (Giddens, 1999).

A su vez, el resurgimiento de las identidades étnicas se da con el retorno a la religión y a las mitologías religiosas. La reapropiación de un pasado étnico ha ayudado al resurgimiento religioso. Puede ser visto, a título ejemplar, en el retorno de musulmanes seculares al islam en Bosnia; en la interacción entre islam e hinduismo en India; en el regreso de la ortodoxia nacionalista en Rusia, y también, en la presencia de movimientos islámicos entre las comunidades inmigrantes de Occidente. Estos casos están relacionados con la intensificación de identidades étnicas entre comunidades que se perciben en el seno de entornos ajenos, pero también en el seno de contextos occidentalizados: América, Japón, Polonia, Irlanda o México (Smith, 1995). En estos casos, las mitologías religiosas actúan como garantes de la redención de las etnias oprimidas o de la recuperación de valores o estilos de vida del pasado. Más aún, se ha destacado el modo cómo, mediante el mito de la religión resurgida y sus portadores, las fuerzas de la modernidad y de la globalización pueden ser controladas y orientadas a servir los intereses de etnias marginadas. De allí que autores como Smith consideren que el retorno a formas radicales de religión no es el resultado exclusivo del resentimiento o el miedo o como respuesta a crisis de valores y símbolos. Al enfatizar la propensión a la formación de comunidad de la mayoría de los mitos, símbolos y valores religiosos, así como la perdurabilidad y alcance de su influencia, se descubre su instrumentalidad para conferirle sentido a las oportunidades y a las tribulaciones de un cambio social rápido. El regreso a la religión y a los mitos étnicos permite a las élites y a las comunidades relativizar su experiencia inmediata por medio de las tradiciones religiosas (Smith, 1995; Bokser, 2002). En todo caso, a partir de nuevas necesidades se crean dinámicas de interacción entre referentes identitarios, pertenencia y producciones de sentido, siempre plurales.

Esta cuestión se ha visto parcialmente reflejada en la polémica tesis del choque civilizatorio que acentúa la cultura y las identidades culturales (que en su nivel más amplio son identidades civilizatorias) como los referentes que están configurando las pautas de cohesión, desintegración y conflicto en el mundo de la posguerra fría. En él, «las distinciones más importantes entre los pueblos no son ideológicas, políticas o económicas; son culturales [religiosas]» (Huntington, 1997: 21-22). Sin embargo, este difundido planteamiento deja fuera una visión plural de las culturas o civilizaciones y opera un acercamiento homogeneizante y, por ende, distorsionado a ellas. Las culturas nunca son unitarias, nunca indivisibles, nunca orgánicas; son siempre una conjunción de ideas, elementos, patrones y conductas distintivas, entre ellas, las religiones (Berlin, 1991). Este abordaje de la cuestión civilizatoria resulta de un acercamiento conceptual complejo, al tiempo sofisticado y reduccionista; comprensivo y simplificador3. La tipología de civilizaciones que nos propone Huntington no recupera la elaboración conceptual. Y ello, entre otras razones, porque no comprende que los procesos de construcción de identidades colectivas se dan en diversos ámbitos o paisajes institucionales y en diversos escenarios, en el marco de un contexto global en el que interactúan. Su acercamiento mismo a Occidente como sinonimia de cristianismo le resta amplitud y comprensión a su tesis, amén de que vulnera la propia vocación universal de Occidente.

Sin embargo, la oposición Occidente-islam parece haber encontrado eco y un reforzamiento práctico en los acontecimientos post-2001, generándose un círculo vicioso en el cual la búsqueda de hegemonía del islamismo pretende también acallar precisamente la diversidad interna del mundo del islam. Veamos. La conjunción entre nacionalismo y religión ha llegado a identificarse con su faz más extrema en el fundamentalismo. Los fundamentalismos comparten ciertas premisas básicas encabezadas por la profunda desilusión con respecto a la revolución de la modernidad y seguidas por algunas —o todas— de las siguientes características: sus proyectos de vida se basan en textos que son autoridad máxima, indisputables e imprescriptibles ante los cuales ninguna otra autoridad tiene competencia. Esta autoridad suprema debe prevalecer —y si es necesario, imponerse— sobre todas las demás leyes, estatutos, ordenanzas y constituciones de la sociedad moderna. Si bien son movimientos antimodernos, sin embargo, son modernizantes en el sentido de utilizar la ciencia, la tecnología y los medios de comunicación a su alcance para edificar, mediante ellos, una «modernidad» alternativa donde poder hacer prevalecer los valores religiosos. Son ultraconservadores para ojos extraños, pero, para los propios, revolucionarios radicales que tratan de tomar por asalto el mundo para transformarlo de raíz en una especie de «revolución hacia atrás», el retorno a una romántica «época dorada». Son milenaristas y/o apocalípticos que sostienen el fin de los tiempos como inminente y, por lo tanto, la urgente necesidad de transformarlo. El fundamentalista, en este sentido, se ve a sí mismo como «el último fiel de Dios» (Marty y Appleby, 1994; Armstrong, 2013).

Contra una visión prevaleciente que tiende a explicar el surgimiento del fundamentalismo como resultado de carencias y deterioro económico, los cuales ciertamente contribuyen de manera amplia a su desarrollo, entre los factores determinantes que lo alimentan destaca un proceso de cambio social acelerado que genera una creciente diferenciación y diversificación de los modos y estilos de vida prevalecientes, lo que conduce a la pérdida de los centros referenciales, tanto económicos como culturales y políticos (Eisenstadt, 1999). Mientras que en el plano cultural el impacto de los factores externos de cambio social es vivido como una amenaza de «contaminación» a las premisas religiosas o civilizatorias básicas, los grupos sociales portadores del fundamentalismo provienen de sectores —viejos o nuevos— que se sienten, o que en efecto han sido, desposeídos del acceso a los centros sociales, políticos o culturales (ello no excluye el uso y disfrute de los bienes de la modernidad secular como la ciencia, la tecnología y los medios de comunicación).

A pesar de sus características comunes, no todos los fundamentalismos comparten los mismos métodos de acción. De hecho, podemos distinguir por lo menos tres trincheras desde las cuales los fundamentalistas han defendido las bases de la religión versus la mundanidad de la secularidad: el alejamiento del mundo moderno y sus cambios y el enclaustramiento en sí mismos en pequeñas teocracias; la adaptación a las innovaciones científicas, culturales, tecnológicas y/o económicas, y el combate airado en defensa de la tradición (Munson, 2003: 32). Paradigma de la última trinchera ha devenido el islamismo en sus alianzas con regímenes autocráticos y con el ejercicio político de la violencia4 erigen en muyahidin —combatientes de la yihad, la guerra santa— que luchan por hacer prevalecer de nuevo la sacralidad en un mundo asfixiado de mundanidad y revertir los ordenamientos institucionales de la modernidad.

En este sentido, el islamismo o islam radical dibuja un escenario complejo. Al tiempo que ha reforzado los valores integristas del orden religioso, social y político y la superioridad del plano trascendente sobre el inmanente, avanza en la construcción de una hegemonía político-cultural. Si bien en la conquista del poder político no ha tenido grandes logros como en el caso de Irán, sí ha conseguido ser exitoso en la influencia cultural y espiritual en el mundo árabe y musulmán. Tal como Emanuel Sivan (1985) afirma, el fundamentalismo islámico ha conquistado el corazón y las mentes de las poblaciones musulmanas árabes, sustituyendo en el debate público al panarabismo y al marxismo. El significado cultural del islamismo supera por mucho su programa político. Su radicalismo exhibe, tal como señalamos, una naturaleza paradójica que conjuga una resistencia al conservadurismo religioso con una crítica a la modernidad en clave religiosa (Göle, 2000). La complejidad de este mundo en lo que compete a las diferentes dimensiones modernizadoras explica el que las principales fuentes problemáticas del arraigo del islamismo no provienen exclusivamente de su cuestionamiento de los procesos de secularización sino de su propósito de representar un programa alternativo y absoluto a la modernidad. Concebida e interpretada como «culturalmente constituida e institucionalmente atrincherada» (Wittrock, 2000: 38), la modernidad, en sus sucesivas transformaciones, planteó principios radicales que orientaron la construcción de la esfera pública, en la que diálogos y debates buscan orientar la construcción de ciudadanía. La esfera pública y en ella la sociedad civil se convirtieron en pilares de nuevas formas de vida colectiva, un mundo de valores e instituciones que generaron capacidad de crítica social e integración democrática; sentido de competencia partidaria, y desinterés cosmopolita (Alexander, 2018). En el contexto mismo de las especificidades culturales del mundo del islam, sus corrientes radicales han puesto en jaque el incipiente despertar de su sociedad civil al acallar las otras voces.

Sociedad civil, acción humana, libertad, tolerancia, pluralismo, democracia son a la vez valores e instituciones cuyo rechazo deviene el rechazo mismo del sustrato a partir del cual la convivencia diversa puede producirse. Sin ellas, toda crítica de la naturaleza homogeneizante de la modernidad deriva en su opuesto, una sanción del rechazo a la diferencia. Si el liberalismo, como metaideología (Bellamy, 1993), enfrenta hoy el reto de dar cuenta de la diversidad, muchas de las corrientes de rechazo de la modernidad encarnan su negación. Mientras que parte de su revisión crítica ha buscado conformar los cambios y evidenciar las «notas promisorias» incumplidas, otras corrientes descartan sus supuestos culturales, su trayectoria histórica y sus ordenamientos institucionales, convergiendo y legitimando radicalismos integristas.

Si bien hacemos nuestra la tesis de Eisenstadt (2000) sobre las diferentes formas de ser distintivamente modernos, sobre las «modernidades múltiples», toda vez que las tradiciones culturales son conjuntos de conceptos, entendimientos y prácticas compartidas que hacen posible la vida en común, la conjunción del islamismo radical con la violencia y con regímenes autocráticos no puede ser explicada en términos de singularidades culturales e identidades defensivas sin más. Se requiere repensarlas desde las posibles formas tolerantes y democráticas de la presencia religiosa en la plaza pública.

La laicidad también ha conocido transformaciones importantes en los marcos dinámicos de la globalización por lo que una última reflexión en torno a sus avatares en este contexto se hace, también, perentoria. Así como distinguimos varias dimensiones del proceso de secularización, resulta igualmente necesario deslindar y distinguir el núcleo esencial de la laicidad de aquellos otros fenómenos comunes que ella misma lleva aparejados. En este sentido, rasgos importantes como la separación de la Iglesia y el Estado, la afirmación de la pluralidad religiosa, el ejercicio de la tolerancia, el incremento de la libertad de credo y la neutralidad del Estado en materia religiosa —características típicas del Estado laico— surgieron a partir de la superación de la principal función política de la religión: facilitar la integración social y la unidad nacional en virtud del ejercicio legitimador que otorgaba el adoptar y compartir un credo determinado (Blancarte, 2000), de allí que el principio de laicidad perfile al Estado laico como un ámbito cuyas instituciones políticas están legitimadas por el principio moderno de la soberanía popular y ya no por elementos religiosos.

Siguiendo el planteamiento de Blancarte, mientras que la constitución moderna de la laicidad descansó histórica y analíticamente en estos supuestos, hoy, como resultado de las transformaciones que hemos venido señalando, asistimos a un segundo momento, al de la laicidad convertida en el marco institucional para la gestión de la tolerancia y la demanda creciente de libertades religiosas asociadas a los derechos humanos y a la diversidad. Ello ha llevado a un replanteamiento de las relaciones que se establecen entre Estado, sociedad y religión, que desemboca también en la recuperación del espacio público.

Sin lugar a duda, en el seno de estas transformaciones se encuentran las modalidades distintivas de la construcción de la modernidad, entendida, como señalamos, no solo como propuesta de ordenamiento institucional, sino también como programa cultural en cuyo seno valores básicos dieron forma y orientaron la construcción de instituciones. Al tiempo que ha habido diferentes patrones sociales y tradiciones culturales que han diversificado los caminos de la modernidad, no puede desatenderse el núcleo de los supuestos básicos en torno al ser humano, su razón y sus derechos, la libertad, la justicia. Ellos se continuaron en la concepción misma de la esfera pública.

En este sentido, la modernidad occidental fue un punto de referencia, aunque ambivalente y conflictivo, ya sea para seguir sus premisas o para cuestionarlas. De hecho, sociedades y culturas desarrollaron dinámicas modernas por medio de un diálogo disputado con aquella, cuestionando sus fundamentos y las promesas incumplidas (Eisenstadt, 2000; Wittrock, 2003). Sin embargo, el rechazo teórico y práctico de sus mismos logros, entre otros, el de la autonomía humana, el de la reflexividad, el del pluralismo, el de los derechos humanos, no significa diversidad sin más, sino un relativismo arriesgado. Entendida la diferenciación cultural no exclusivamente como resguardo de un patrimonio del pasado sino como resultado de procesos de creación, invención, apropiación y construcción en el marco de identidades que se transforman y se recomponen, las culturas emergen en su propia distinción interna: nunca son unitarias, ni indivisibles u orgánicas; por el contrario, son una conjunción de ideas, elementos, patrones y conductas distintivas. Las culturas se definen por el pluralismo de «muchos fines, valores últimos, algunos incompatibles con otros, buscados por diferentes sociedades en tiempos diferentes o por diferentes grupos (etnias, Iglesias) en una sociedad o por una persona particular en ellos» (Berlin, 1991: 79). Paralelamente, sin embargo, no podemos abrirnos a un relativismo que conduce al hombre a ser cautivo de la historia sin la capacidad de ponderar, evaluar y juzgar, por lo que, así como con Berlin no aceptamos las jerarquías culturales impuestas por la fuerza, nos preocupa la posibilidad de un igualitarismo cultural que podría derivar en una barbarie consentida (Katznelson, 1996). La complejidad del siglo xxi refuerza su visión de que solo la inmersión en culturas específicas puede dar a los hombres acceso a lo universal, solo estándares universales pueden proveer los medios para evaluar aspectos específicos de las culturas desde fuera del marco de su propia exclusividad.

Hoy, sin embargo, en el contexto de una creciente diversidad alentada por los procesos de globalización, esta universalidad debe abrirse a nuevas posibilidades en las que el respeto universal y una reciprocidad igualitaria operen como base de la interacción humana y plural. La reivindicación del diálogo nos remite al hecho de que existen diferentes tipos de identidades colectivas, de prácticas culturales y de reclamos identitarios que conforman la diversidad. Los procesos de globalización no solo refuerzan pertenencias colectivas, sino también procesos de individualización, de autonomía y de auto-diferenciación que en su propia diversidad apuntan hacia la tensión entre los derechos —individuales— y los compromisos —de acción colectiva— (Bokser y Salas Porras, 1999). Ello remite a la relación paradójica que los sujetos modernos mantienen con las identidades colectivas: por una parte, participan voluntariamente en ellas y, por la otra, reclaman su libertad personal y su autonomía (Wieviorka, 2006). Esto último no puede ser minimizado sin abrir la puerta a prácticas que atentan contra la libertad y el ordenamiento democrático (Bokser, 2006). De allí que resulte necesario deslindar la amplia gama de identidades colectivas y de movimientos religiosos y étnicos cuyas demandas y expectativas remiten de lleno a las formas del ordenamiento político y cultural; estas oscilan entre el reconocimiento de la diferencia y su rechazo entre religiones que reclaman su voz en la esfera pública y aquellas que se autoperciben como un universo moral alternativo a la esfera pública.

Los alcances de la relación actual Estado-religión y los nuevos desafíos que enfrentan los principios de sustentación y organización de la convivencia social conllevan diferentes implicaciones sobre la cuestión de la propia libertad religiosa, de la institucionalidad democrática y de los espacios de regulación de la diversidad. En consecuencia, compete a la dimensión propiamente religioso-cultural, así como a la sociopolítica y a la normativo-jurídica. Desde estas diferentes ópticas, los desarrollos contemporáneos exhiben tendencias contradictorias: al tiempo que buscan legitimar las pertenencias y filiaciones religiosas, operan en el horizonte de una laicidad en parte asumida y en parte cuestionada. La dinámica de una sociedad de redes que ha puesto al alcance de las comunidades particulares recursos de comunicación para hacer valer y defender su derecho a la diferencia en planos globales, en el marco de los flujos migratorios que acompañan la globalización, ha propiciado el encuentro y el desencuentro entre sociedades y grupos étnicos y religiosos. El desafío que de ello se deriva es la necesidad de garantizar un sólido pluralismo religioso y cultural que conlleve, a su vez, un pluralismo institucional y político. Solo así podrá darse cabal cauce a las nuevas dinámicas de presencia del fenómeno religioso y de la libertad religiosa, entendida esta como un derecho humano fundamental que el Estado debe fomentar y promocionar entre sus ciudadanos. Siendo el Estado la forma por medio de la cual las sociedades encuentran su unidad sometiéndose a la ley, es una figura que tiene importantes funciones que cumplir aun ante la redefinición de aquellas en el marco de los procesos de globalización. La presencia y la fuerza de actores e instituciones transnacionales, supranacionales o globales han transformado radicalmente las funciones del Estado, sus facultades, espacios y territorios en los que concentra su actividad. Parece claro a estas alturas que, lejos de lo que sostenían algunas previsiones apresuradas (Ohmae, 1991; Fukuyama, 1992), los Estados no solo no desaparecen, sino que siguen siendo actores que influyen decisivamente en muchos terrenos, en los niveles nacional e internacional. Se consideran incluso entre las fuerzas más activas y comprometidas de la globalización. La soberanía estatal, según la cual los Estados ejercían un control supremo, comprehensivo y exclusivo sobre su territorio, es un fenómeno o categoría histórica que, como principio organizador, surge en el siglo xvii (Held, 1997; Scholte, 1998). Hoy por hoy, dicha soberanía pierde fuerza porque, junto a las transformaciones globales, los Estados enfrentan nuevas formas de reagrupamiento de la sociedad civil, de participación y de reclamos de normativización, entre los cuales los religiosos ocupan un espacio destacado.

Un lugar también preponderante lo tiene la sociedad civil ante las transformaciones de los ordenamientos políticos y sociales entre el Estado y la religión. La idea, en su desarrollo histórico, remite inicialmente al ámbito de la mutualidad social, al espacio público de seres privados; como tal, se basó en la concepción del individuo como sujeto y agente moral e implicaba la conjunción del bien público y privado, por lo que incorporó un ideal ético del orden social que, si no superaba, por lo menos armonizaba las demandas conflictivas de los intereses individuales y el bien social (Seligman, 1992). El concepto mismo de sociedad civil, que se desarrolló junto al de la tolerancia religiosa, se formularía en el siglo xix en términos de ciudadanía. Esta, y con ella los valores de membresía y de participación en la vida colectiva, se convirtió en el nuevo modelo para representar tanto los atributos individuales-privados como los colectivos-públicos, tanto los valores de autonomía como los de mutualidad.

En su derrotero posterior, la idea de sociedad civil incorporó una concepción dicotómica entre ella y el Estado, como si fuesen elementos excluyentes. De allí que el reclamo por la sociedad civil aparecería como recurso y respuesta para enfrentar los abusos del poder de un Estado autoritario y compensar las experiencias no participativas. El ámbito de la sociedad civil plantea hoy el desafío de constitución de sustratos para una convivencia en la que se aspira a ventilar y resolver las renovadas contradicciones entre individuo y comunidad; entre libertad e igualdad; entre solidaridad y justicia. Según Michael Walzer (1993) la civilidad que hace posible la política democrática puede solamente ser aprendida en las redes asociativas, que ahora pueden tener un alcance global a partir de las interacciones transfronterizas que se desarrollan entre sus miembros. Paralelamente, los derroteros de la política hoy se expresan en la pérdida de credibilidad, de representatividad y la inconformidad ciudadana con el desempeño de los actores gubernamentales y las instituciones públicas (Przeworsky, 1998). La incertidumbre de una ciudadanía que no se reconoce en los actores políticos tradicionales y un minimalismo de la política, expresado en el desplazamiento de las demandas ciudadanas hacia el espacio social (mismo que se correspondería con una visión de la creciente «privatización» de la ciudadanía, anclada ya no tanto en representaciones comunes normativamente universales e incluyentes sino en diferencias, particularidades y fracturas), han actuado contra la necesidad y posibilidad de construir un sustrato común de pertenencia y acción. Ello ha causado que un número creciente de personas se vuelquen cada vez más al elemento capaz de dotar justamente de ese sustrato común de pertenencia y acción: el religioso. A la luz de la renovada visibilidad y fuerza del fenómeno religioso, podría afirmarse que, si las voces de los profetas no se han apagado, la inmanencia de la secularidad tampoco por lo que el mundo contemporáneo parece haber superado las antinomias polarizadas de la modernidad y se ha abierto, en clave de complejidad, al binomio que Marty (2003) denominó religioso­-secular. Un amplio círculo parece entonces cerrarse ante la presencia y acción de la religión en el espacio público, en el cual se enmarca la búsqueda de nuevas formas de articular las relaciones entre individuo, religión y sociedad. Esta búsqueda se da entre los márgenes de aquellas nuevas expectativas religiosas que, sin negar los alcances de la modernidad y sus indiscutibles logros, pretenden contribuir a dar una nueva dimensión pública al mundo del sentido y a la normatividad ética, por una parte, y aquellos otros intentos fundamentalistas cuyo escenario deseado es precisamente el de la reversión de los presupuestos y logros de la modernidad. Los tiempos de la globalización, con su carácter multidimensional y contradictorio, han precipitado estos nuevos desarrollos.

Referencias

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1 Deseamos agradecer a la autora, Judit Bokser Liwerant, a Roberto Blancarte, coordinador del libro en el que originalmente se publicó este texto, así como al servicio editorial de El Colegio de México la autorización para reproducir aquel capítulo en este número monográfico de Papeles del CEIC. La referencia de búsqueda del texto original es la siguiente: Bokser Liwerant, J. (2008). Religión y espacio público en los tiempos de la globalización. En R. Blancarte (Coord.), Los retos de la laicidad y la secularización en el mundo contemporáneo (pp. 59-84). Ciudad de México: El Colegio de México.

2 Como sostiene Eric Hobsbawm: «la religión tradicional fue retrocediendo con una rapidez nunca antes vista, tanto como fuerza intelectual como entre las masas. Ello fue, en parte, una consecuencia casi automática de la urbanización (…). En los países católico-romanos, que comprendían un 45% de la población europea (a mediados del siglo xix), la fe se batía en retirada rápidamente (…) ante la ofensiva conjunta del racionalismo de la clase media y el socialismo de los maestros de escuela pero, especialmente, de la combinación de los ideales emancipatorios y el cálculo político que había hecho de la lucha contra la Iglesia el tema clave de su quehacer» (1989: 265-266).

3 Huntington pretende remontar la tradición conceptual de Durkheim, Weber, Braudel y Wallerstein, entre otros. Pero también las de Spengler y Toynbee que lo conducen, por una parte, a una aproximación amplia y, por la otra, a visiones permeadas por estereotipos y prejuicios. Con Braudel descubre la dimensión civilizatoria como ámbito cultural, y con Mauss y Durkheim como ambiente moral que abarca unas cuantas naciones, siendo cada cultura nacional solo una forma particular del todo. A su vez, recupera la concepción de la civilización como una particular concatenación de cosmovisión, costumbres, estructuras y cultura, de acuerdo con Wallerstein.

4 Aplicar el término «fundamentalismo» al mundo musulmán no es del todo correcto ya que se trata de un vocablo acuñado por los protestantes norteamericanos a principios del siglo xx en su defensa de los fundamentos de la religión contra el darwinismo como teoría creacionista alternativa. A cambio, se utiliza mejor la palabra «islamismo» pues con ella se entiende la ideología que sostiene que el islam no es meramente una religión sino también un sistema político que gobierna los aspectos legal, económico y social del Estado de acuerdo con la interpretación de la sharía o ley islámica. En este sentido, el islamismo es contrario a la secularización y a la laicidad.