Habitar las rajaduras: auto-etnografías y narrativas de la identidad en G. Anzaldúa y A. Lorde

Inhabiting the Cracks:
Auto-Ethnographies and Narratives of Identity in G. Anzaldúa and A. Lorde

Carolina Meloni González*

Universidad de Zaragoza

Palabras clave

Feminismo decolonial
Identidad
Racismo Gloria Anzaldúa
Audre Lorde

Resumen: Encontramos en la obra de Gloria Anzaldúa y Audre Lorde toda una narrativa sobre la identidad desde dos ejes fundamentales: por una parte, ambas llevan a cabo una suerte de auto-etnografía y viaje interior a través de la propia escritura, en la que el lenguaje y las palabras se entremezclan con la vida, los miedos y la memoria de las autoras; por otra, dicha escritura es entendida como el lugar para sanar las heridas, transformando el silencio y las opresiones sufridas en verdadera alquimia del alma. Se trata de nombrar lo que no tiene nombre, de repolitizar la rabia, de situarnos en las rajaduras del trauma, ese que la expropiación más absoluta que el racismo, el patriarcado y la colonización pueden provocar. Este artículo aborda este proceso de auto-construcción del yo en ambas autoras, proceso que es entendido siempre como trabajo colectivo y como herramienta de transformación del mundo. Para ambas, la escritura se transforma en un compromiso ético-político, suerte de imperativo que atraviesa no solo la forma y el estilo de escribir y hacer teoría, sino también de encarnar en nuestras propias existencias una conciencia feminista.

Keywords

Decolonial feminism
Identity
Racism Gloria Anzaldúa
Audre Lorde

Abstract: We found in the work of Gloria Anzaldúa and Audre Lorde a whole narrative about identity from two fundamental axis: on the one hand, both develop a kind of auto ethnography and inner trip through the writing itself, in which language and words are intertwined with life, fear and the memory of the authors. On the other hand, this writing is understood as the place to cure the wounds, transforming silence and the oppressions suffered into a true alchemy of the soul. It is about naming what has no name, repoliticize anger and situate us in the cracks of trauma, that the most absolute expropriation that racism, patriarchy and colonization could provoke. This article deals with this process of auto-construction of the self in both authors, process that is understood always as collective work and tool of world transformation. For both of them, writing transform itself in a ethic political compromise, a kind of imperative that not only goes through the form and style of writing and produce theory, but also the way to embody it in our own existences a feminist consciousness.

* Correspondencia a / Correspondence to: Carolina Meloni González. Universidad de Zaragoza. Facultad de Filosofía. Calle de San Juan Bosco, 7 (50009 Zaragoza) – cmeloni@unizar.es – http://orcid.org/0000-0002-3600-5298.

Cómo citar / How to cite: Meloni González, Carolina (2022). «Habitar las rajaduras: auto-etnografías y narrativas de la identidad en G. Anzaldúa y A. Lorde». Papeles del CEIC, vol. 2022/2, heredada 8, 1-11. (http://doi.org/10.1387/pceic.23692).

Fecha de recepción: mayo, 2022 / Fecha aceptación: junio, 2022.

ISSN 1695-6494 / © 2022 UPV/EHU

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«Soy quien soy y estoy haciendo lo que he venido a hacer, actuar en vosotras como una droga o un cincel para recordaros lo que de mí hay en vosotras a medida que os descubro a vosotras en mí.»

Audre Lorde (2003: 169)

«Saltó con su lengua afilada a trozar el mundo que le había sido asignado»

val flores (2010: 21)

1. Introducción: invocación a las comadres

Durante los últimos diez años de su vida, emprende Anzaldúa su más ambiciosa obra: Luz en lo oscuro, traducida recientemente en Argentina (2021). Sus traductoras, Valeria Kierbel y Violeta Benialgo, en un poderoso gesto político, han readaptado la lengua mestiza de la autora al castellano platense. Así, la lectora experimenta una extraña y bella vibración de verbos y pronombres al ver a Anzaldúa hablando la lengua del sur del mundo. En cuanto al propio texto, encontramos en sus páginas a una Anzaldúa madura, asediada por la enfermedad y el miedo a la muerte, enfrentándose a sus fantasmas, luchando contra la imposibilidad de escribir. La corpo-escritura, esa escritura orgánica definida ya desde su manifiesto-carta a las escritoras tercermundistas a comienzos de los 80, impregna cada una de las páginas del manuscrito, que exuda ansiedad, melancolía endémica, dolores musculares, náuseas causadas por la diabetes crónica. Hay, sin embargo, y de ahí su nombre, toda una apertura utópica al porvenir. Tras la bajada a las sombras, Anzaldúa nos increpa, nos reclama, nos invita a emprender la transformación. Como luciérnaga en la larga noche del expolio, Anzaldúa nos ofrece un puente, una travesía colectiva para crear nuevos mundos.

Si Borderlands/La Frontera (1987/2016) puede considerarse el manifiesto inaugural de una consciencia mestiza, manifiesto que supuso un verdadero acontecimiento en el llamado feminismo decolonial, Luz en lo oscuro recoge gran parte de esta fuerza irruptiva, pero la mitiga en una profunda y elaborada teoría sobre la identidad. Anzaldúa nos presenta una compleja gnoseología, una onto-epistemología sobre la construcción del yo, en un recorrido teórico-existencial que va desde su reinterpretación del psicoanálisis jungiano, cierto materialismo encarnado, hasta el arte, la escritura, todo ello impregnado de espiritualidad. Asistimos en el texto a un verdadero cruce de géneros, entre cuerpo y palabra, allí donde la vida se entremezcla con lo onírico y la memoria ancestral. Así, en el texto titulado «Gesto del cuerpo», el cual sirvió de prólogo a la primera edición en inglés del libro de 2015, Anzaldúa describe sus propósitos de la siguiente manera:

«Mi trabajo es cuestionar, afectar y cambiar los paradigmas que gobiernan las nociones prevalentes de realidad, identidad, creatividad, activismo, espiritualidad, raza, género, clase y sexualidad. Para desarrollar una epistemología de la imaginación, una psicología de la imagen, he construido mi propio sistema simbólico. Mientras intento crear nuevos marcos epistemológicos, reflexiono constantemente sobre la actividad de idear. El deseo o la necesidad de compartir el proceso de “seguimiento” de las imágenes y la creación de “historias” y teorías me motivan para escribir este texto.» (2021b)

Más allá del aspecto metodológico y del cruce de disciplinas que lleva a cabo Anzaldúa, hay en toda la obra, como señalábamos, un componente claro de convocación, de invocación, de ritual: asistimos a toda una ceremonia, casi sagrada, de ruptura con cierta identidad y de mutación hacia una nueva subjetividad. Así, al comienzo del último capítulo, nos dice: «lo que sigue es tu intento de devolverle a la naturaleza, a los espíritus y a otrxs, un regalo arrebatado de los eventos de tu vida, un puente a casa, un puente al self» (2021a: 182). Se trata, además, de un requerimiento colectivo, dado que solo a través de la transformación de una misma, solo si enfrentamos el largo proceso de deconstrucción/construcción de nuestra propia identidad seremos capaces de transformar los dispositivos y estructuras de poder que configuran nuestro mundo. El camino que debemos emprender es arduo y doloroso. Y la herramienta más adecuada para llevarlo a cabo no es otra que la escritura. En ella, sin embargo, Anzaldúa se encalla y detiene, se hunde en ocasiones hasta enfrentarse a su propia bestia de la sombra.

Es precisamente esa concepción de la escritura, entendida tanto como imposibilidad y a la vez como refugio, la que aquí me interesa. Se trata de concebir un espacio, un emplazamiento literal, paradójicamente incómodo, pero al mismo tiempo absolutamente necesario en la construcción de nuestra identidad. Porque nos vemos obligadas a escribir, nos decía una joven Anzaldúa (Anzaldúa, 1988: 223). Y en esa obligación, en ese acto casi de constricción, está la clave de nuestra supervivencia. Survie es la palabra francesa que traducida como «supervivencia» es resignificada por Derrida como sobre-vida, donde el «sobre» señala ese plus, suerte de paso más allá de la vida que nos permite pensar la intersección entre la vida y la muerte. La sobrevida supone un exceso, una reafirmación, «la forma misma de la experiencia y del deseo irrenunciable» (Derrida, 2001: 41) ante la inminente presencia del duelo y la muerte. Estamos ante dos movimientos inseparables, dado que la inminencia de la muerte nos conmina a una mayor afirmación de la vida (Derrida, 2001: 41). Y esa aseveración, esa suerte de imperativo, acontece en el espacio de la escritura. La vie la mort. Todo se juega ahí, en las entrañas y heridas que sangran en cada palabra, en cada frase elegida.

Tal sobrevida la encontramos también en los textos de Audre Lorde, quien apela a romper el silencio, a tomar la palabra, a arañar la superficie del dolor para reconstruir nuestras identidades heridas. En este sentido, nos dice:

«Para las mujeres, la poesía no es un lujo. Es una necesidad vital. Ella define la calidad de la luz bajo la cual formulamos nuestras esperanzas y sueños de supervivencia y cambio, que se plasman primero en palabras, después en ideas y, por fin, en una acción tangible. La poesía es el instrumento mediante el cual nombramos lo que no tiene nombre para convertirlo en objeto de pensamiento. Los más amplios horizontes de nuestras esperanzas y miedos están empedrados con nuestros poemas, labrados en las rocas de las experiencias cotidianas.» (2003: 15)

Nombrar lo que no tiene nombre, descender a lo más oscuro de nosotras para irradiar luz, repolitizar la rabia, sanar las heridas, transformar el silencio haciendo alquimia del alma, de las palabras, de los lugares asignados: son solo algunas de las expresiones y metáforas que comparten Anzaldúa y Lorde. Ambas situadas en las rajaduras del trauma, de la expropiación más absoluta, aquella que solo el racismo, el patriarcado y la colonización pueden provocar. Mi intención no es otra que visitarlas, convocarlas, hacerlas dialogar. Este artículo parte de la idea de llamar a las «comadres»1, aquellas que nos han guiado y ayudado a construir otras genealogías, otras memorias feministas. No tiene, por tanto, ningún afán comparativo, en cuanto a metodología académica se refiere, salvo aquel que rinde homenaje a aquellas que nos en­seña­ron a pensar el acto de escritura no solo como una herramienta de sanación individual, sino como una potente arma colectiva. Puesto que solo aquellas que han transitado por determinadas heridas, aquellas que han habitado cierta extranjería, han podido hacer del lenguaje un lugar para la alteridad y un espacio donde acontece la diferencia. Por ello, abordaré algunos aspectos de la obra de ambas autoras en los que considero resuenan la una en la otra, provocan ecos evocadores, generando cruces tanto de pensamiento como de palabra. Así, la cuestión de la identidad y la necesaria reapropiación de la misma a través de la escritura, será uno de nuestros ejes conductores. En este sentido, ambas serán entendidas como compañeras de viaje, como chamanas y ancestras que nos dejan asomarnos de manera impúdica a sus propios rituales creativos.

Afirma Lorde que cuando las mujeres hablan y escriben es nuestra obligación escucharlas, «es responsabilidad de cada una de nosotras hacer lo posible por escucharlas, por leerlas y compartirlas y analizarlas para ver como atañen a nuestras vidas» (2003: 24-25). Tal es el imperativo ético-político al que ambas autoras nos someten. Imperativo que atraviesa no solo la forma y el estilo de escribir y hacer teoría, sino también de encarnar en nuestras propias existencias una conciencia feminista transformadora de mundos. Se trata, en definitiva, de revisitar nuestras narrativas y memorias en un gesto político de recuperarlas, abrazarlas y habitar en ellas cual hogares en los que reconocernos. Se trata, también, de crear y tejer redes escriturales, en las que re-imaginar y crear nuevos conceptos. La escritura de las comadres parte así de la concepción y la clara certeza de que no hay pensamiento individual ni texto que no esté habitado por múltiples voces. Tal y como afirma Haraway, pensar es pensar-con, escribir-con y solo cuando nos enredamos con las otras somos capaces de acabar con el mito individualista que nos encierra y paraliza políticamente en nuestras falsas crisálidas autocom­pla­cien­tes. Este artículo debe, por tanto, leerse como una suerte de invitación, de visitación, de devenir compartido al que nos someten las voces de esas otras que nos han hecho pensar, crear, poetizar sobre otros deseos, hogares y mundos posibles. Se trata, en definitiva, de revisitar junto a ellas eso que val flores denomina «gramáticas afectivas» que rompen la idea del pensamiento entendido como propiedad privada exclusiva de un escritor o teórico y vienen a desordenar, a tramar, a proponernos «identidades abiertas a la reinvención, sin reclamar patrullajes de fronteras porque su potencia de vida se cultiva en el entre como experiencia del umbral» (2021: 43).

2. El arrebatamiento: los residuos del trauma

«Camina al borde filoso de esta rajadura.»

Gloria Anzaldúa (2016: 21)

En un vagón de metro, con destino a Harlem, una pequeña niña, acompañada de su madre, experimenta por primera vez la mirada blanca que atraviesa su cuerpo negro. En solo unos segundos, deviene negra2. Es resituada, emplazada en esa frontera simbólico-política que la separa del mundo blanco-hegemónico. El asco ante una cucaracha que se pasea por el suelo del vagón se amplifica ante el roce de su abrigo con el de una mujer blanca. El asco de la mujer ante ese pequeño cuerpo negro. La mirada racista que deshumaniza, bestializa, animaliza. El odio ancestral que marca una diferencia irreconciliable. «Está sucediendo algo que no comprendo, pero nunca lo olvidaré. Sus ojos. Las fosas nasales dilatadas. El odio» (Lorde, 2003: 167).

Tanto en la escritura de Lorde como en la de Anzaldúa encontramos el testimonio de un trauma, de una herida originaria. Hay un afán casi compulsivo por testimoniar ese momento, por transformar a través de la palabra lo inhabitable en habitable, por volver casi de manera iterativa al síntoma concreto que produjo el choque violento con lo real: ese afuera hostil que marca una infancia teñida por el racismo, la precariedad y la exclusión. Ambas emprenden una genealogía doliente de las heridas, de las cicatrices emocionales y físicas que se han ido sedimentando en sus pieles. Ambas han sido testigo de un «susto», un temblor originario cuyas réplicas no han dejado de abrir grietas en sus frágiles subjetividades. A dicho susto, Anzaldúa lo denomina «el arrebato», especie de shock, de golpe que te saca de tus goznes, de miedo que se instala en tu interior y te sitúa en un extrañamiento perpetuo. Un arrebato puede producirse por múltiples situaciones: desde la pérdida de un ser querido, una ruptura amorosa, hasta el exilio, el racismo, la colonización, la pobreza. El arrebato produce fundamentalmente una «pérdida del hogar», entendido este no como el lugar físico concreto localizado en la familia tradicional, sino como ese refugio simbólico que encarna tanto un país, una persona, la infancia o una temporalidad mítica en la que nos sentimos alguna vez protegidas y fuera de peligro. El arrebato trae consigo el miedo, la pérdida, el duelo. Nos sitúa al borde mismo del abismo. Sin tierra bajo nuestros pies. En un mundo que se desmorona y nos devora. Nos raja / nos raja. El resultado de todo ello no puede ser otro que una identidad partida en dos:

«Cada arrebatada pone tu mundo patas para arriba y raja las paredes de tu realidad […] No sos más quien solías ser. Mientras te movés de presunciones pasadas y marcos de referencia, dejando ir tus antiguas posturas, te sentís huérfana, abandonada de todo lo que es/era familiar. Expuesta, desnuda, desorientada, herida, insegura, confundida y conflictuada, sos forzada a vivir en la orilla —un borde filoso como una navaja que te fragmenta.» (Anzaldúa, 2021a: 190)

El trauma, tanto individual como colectivo, nos descoloca, nos deconstruye, nos hace temblar. Un gesto, una mirada, un recuerdo, un viaje, un encuentro, en cualquier trivial momento de nuestras vidas todo puede derrumbarse, todo puede venirse abajo con un mero cambio de atmósfera que deviene radicalmente ominosa y siniestra. Las identidades subalternas están siempre a la intemperie, prestas a ser engullidas por la gran maquinaria de la desposesión. De este modo, la capacidad narrativa de lo vivido viene inexorablemente teñida, marcada, incluso limitada, por ese trauma o catástrofe social del que procedemos. La rajadura se extiende y deja verdaderas huellas, ruinas, marcas simbólicas y materiales que impactan tanto en el individuo como en la colectividad. Cargamos un cuerpo repleto de cicatrices, estigmas y señales que constelan nuestra alma, que impactan en nuestros cuerpos, que nos recuerdan en cada momento la grieta de la que somos hijas. Así, la piel de la mujer negra, mestiza e india posee una memoria subterránea, capas y capas de un palimpsesto en el que se sedimentan siglos de expolio y violencia sufridas por aquellas que han sido subalternizadas, excluidas de los lugares-refugio en los que germina la subjetividad hegemónica, esa que siempre ha sabido protegerse con los muros y fronteras infranqueables de sus privilegios. Cada susto nos desarma, nos des-alma, nos desmiembra. Por ello, frente a ese sujeto moderno sin grieta alguna, sin falla ni mácula, la identidad mestiza se presenta como un conjunto de fragmentos esparcidos y dispersos que es preciso rehacer y conjuntar. Y es precisamente esto lo que nos obliga a un radical cambio de perspectiva:

«A partir de entonces vivimos sumergidas en el odio; por nuestro color, por nuestro sexo, por la desfachatez de atrevernos a suponer que tenemos algún derecho a vivir. De niñas absorbimos el odio, nos impregnamos de él, y, en general, todavía hoy seguimos viviendo sin reconocer qué es realmente ese odio y cómo funciona. Y nos llegan sus ecos en forma de ira y de crueldad en el trato entre nosotras. Pues todas y cada una de nosotras somos portadoras del rostro que busca ese odio, y en nuestras vidas todas sobrevivimos a grandes dosis de crueldad porque nos hemos acostumbrado a ella.» (Lorde, 2003: 168)

Sumergidas en el odio y la ira, instaladas en el terror más incontrolable, nos cagamos de miedo ante los ecos y resonancias de ese arrebato originario, ese que configuró nuestro ser. Ontologías del espanto. Geografías del desahucio. Porque la violencia genera ecos, reverberancias, como el choque de placas tectónicas durante un temblor. Se producen así ruidos sociales y efectos tanto corporales como colectivos, sonidos que recuerdan ese trauma, esa mirada escrutadora que nos hizo conscientes del color infecto de nuestra piel:

«Sudando, con dolor de cabeza, sin querer comunicarme, temerosa de los ruidos repentinos, estoy asustada. En la cultura mexicana se llama susto, cuando el alma se sale del cuerpo por miedo. A la persona que lo sufre, se le permite descansar y recuperarse, retirarse al “in­framundo” sin atraer la condena de los demás.» (Anzaldúa, 2016: 99)

El cambio de perspectiva que ambas autoras van a proponernos tendrá que ver con dos procesos si bien distintos en ambas, pero con ciertos rasgos de similitud: Anzaldúa nos habla de esa «retirada del mundo», mientras que Lorde apela a romper los velos del silencio y pasar a la acción. Hay en las dos, sin embargo, una propuesta de autorrevelación, de acceso a la luz, de proyección hacia una nueva identidad. En ambas, se propone la idea del cruce. Se inicia un nuevo camino de resignificación del trauma. Estamos ante aquello que la escritora argentina val flores denomina «romper el corazón del mundo» (2021), esto es, escribir de modo fugitivo, desde las laceraciones y heridas, rehaciendo nuestras identidades fragmentadas no con un afán de totalidad, sino habitándolas desde la propia grieta. Hay que situarse en la escena de la ruina y, desde allí, «confiar en nuestras historias sin borrar los conflictos, los horrores, las dificultades, las crueldades, las pérdidas, las ambivalencias, que constituyen nuestras identidades sexo-políticas» (ibídem: 65). Hay que aprender a vivir en la casa de la diferencia, habitada por la contradicción, la partición, poblada por nuestras grietas. Se trata de atravesar el umbral con nuestros cuerpos rotos, arañando la superficie, con las otras, para las otras.

3. Nos/otras: re-escribir una nueva identidad

«Ella es gente, y no una sola persona.»

Gloria Anzaldúa (2021a: 111)

En su biomitografía, Zami, Audre Lorde rebusca en el lenguaje y la escritura las nuevas maneras de nombrarse a sí misma. Literalmente, Lorde teje una trama, en la que su genealogía familiar se entrelaza con la fantasía, los recuerdos de infancia y adolescencia, el amor y la sexualidad. Todo parece emplazarse en una cartografía inventada de países exóticos desconocidos. Como si esa serie de recuerdos y testimonios procedieran de ese lugar mítico e imaginado como es Carraiacou, lugar originario de sus padres, inencontrable en los mapas y cuya memoria visual, olfativa y táctil era transmitida por los relatos maternos3. Lorde se nombra y con ello nos increpa a nombrarnos a nosotras mismas. Sin embargo, esta búsqueda introspectiva de sí misma se aleja por completo de la clásica pregunta filosófica sobre lo que supone un proceso de subjetivación. No hay en Lorde nada parecido a la onto-interrogación moderna sobre el yo, sobre quiénes somos ni qué puedo llegar a ser para convertirme en un sujeto autónomo. Puesto que sabemos de sobra que el mito del hombre blanco y europeo nos situaba en ese cogito aislado del mundo, desde el cual emprendía la conquista epistémico-política de todo aquello que quedaba fuera de su esfera de reconocimiento4. Las preguntas lanzadas por Lorde nada más comenzar la obra vienen cargadas de memoria colectiva, de reconocimiento afectivo en torno a la construcción de una identidad; vienen, asimismo, impregnadas de resistencia política, de lucha antes las múltiples opresiones que atraviesan el cuerpo herido de la mujer negra:

«¿A quién le debo el poder que hay detrás de mi voz? ¿En qué fuerza me he convertido que leuda como brota de repente la sangre bajo la piel contusionada? […] ¿A quién le debo los símbolos de mi supervivencia? […] ¿A quién le debo la mujer en quien me he convertido?» (Lorde, 2009: 7-8)

A través de ellas, Lorde emprende su viaje de vuelta a casa, entendiendo por hogar el retorno a sí misma, a su propia identidad. Y en ese viaje, en esa travesía, su yo aparece cargado de voces femeninas, de esas otras que la han acompañado en su camino. Zami es el homenaje de Lorde a todas aquellas mujeres que han configurado su propio ser: a la memoria de su madre migrante, a todas aquellas que han sufrido violencia y rechazo, a la ternura de sus amigas y amantes. Colonización, racismo, sexismo y homofobia: en el cruce de las opresiones emergen las identidades partidas. Todo un caleidoscopio de subjetividades múltiples se despliega a través de una genealogía afectiva, onírica y doliente:

«Algunas imágenes de mujeres llameantes como antorchas adornan y definen las orillas de mi travesía, se yerguen como diques entre mí y el caos. Son imágenes de mujeres, amables y crueles las que me conducen a casa.» (Ibídem: 7)

Una llamada similar encontramos en Anzaldúa, quien nos invita a revivir el tallo, la rama, la raíz de nuestro árbol vital5, reorganizado con ello ese caos y esa desintegración para generar nuevas identidades, conceptos y hogares en los que reconocernos. En este sentido, Anzaldúa parte en dos la primera persona del plural y nos habla de nos/otras. El neologismo creado señala dos cuestiones fundamentales: por un lado, se trata de pluralizar la identidad, ya no encerrada en el mito solipsista de un yo. No hay «fantasía de la individualidad posible», entendiendo por la misma aquella separación radical entre razón y emoción que se produce durante la Ilustración europea y que sustenta, según Hernando, el orden patriarcal (2018: 15). Por el contrario, Anzaldúa nos propone una identidad relacional, conectada no solo con lxs otrxs, sino también con el resto de seres, desde plantas, animales que pueblan el mundo, a la memoria espiritual y fantasmal que nos acompaña de nuestxs ancestrxs. Por otro lado, la barra que parte en dos el pronombre nos habla ya de una identidad quebrada. Mitad/Mitad. Tal era la condición fundamental de esa nueva raza descrita en Bordelands/La frontera. Las mestizas se hallan rajadas en dos: atravesadas por las fronteras geográficas y sus alambres de púas, por las fronteras sexuales y de género, por las lenguas múltiples que colonizan su voz y escritura. Y es precisamente esa condición híbrida la que la hace ilocalizable, indefinible, acategorial. La conciencia mestiza asume la necesidad de vivir in between, vivir en el entre6, en la rajadura del mundo. Y desde ese entre no solo es capaz de desafiar los conceptos y categorías que pretenden apresarla en las jaulas de una identidad homogénea, sino que es capaz de proponer y crear nuevas categorías como telarañas, como redes y puentes que conectan los mundos diversos a los que pertenece:

«La rajadura nos da un tercer punto de vista, una perspectiva desde las grietas y una forma de reconfigurarnos a nosotrxs mismxs como sujetos fuera de las oposiciones binarias, fuera de las relaciones dominantes existentes […] Hacerse camino por las rajaduras entre los mundos es difícil y doloroso, como reconstruir una nueva vida, una nueva identidad. (Anzaldúa, 2021a: 124)

4. A modo de conclusión: la escritura como casa/self/identidad

«Yo soy

el sol y la luna y siempre estoy hambrienta

soy el borde afilado

donde día y noche habrán de encontrarse

y no ser

uno»

Audre Lorde (2019: 123)

Toda escritura es confesión, nos advertía Cherríe Moraga (2007: 90). Confesión y desvelamiento de cierta verdad falseada, tramposa, enmascarada. Trazamos líneas, puentes y metáforas sobre nosotras mismas. Devenimos puentes que transitan desiertos y nos conectan con las otras. Construimos relatos con los desperdicios de nuestras frágiles memorias. Merodeamos cual traperas, hurgando en los secretos familiares, en los silencios de nuestras alcobas, olisqueando los aromas de nuestras sábanas. Cosemos y sanamos las heridas, retornando a la tierra que perdimos, duelando a nuestrxs muertxs, recomponiendo las raíces resquebrajadas. «Todo es hambre», anhelo irrefrenable, según Moraga, de perfilar, aunque torpemente, nuestro poliédrico ser. Escribimos desde la vulnerabilidad más pura, encueradas y desnudas, sorteamos la violencia y los miedos, refugiándonos en la calidez de las palabras que hacen nido, en esas frases que son nuestros hogares. Solo y solo así asumimos las contradicciones originarias que nos caracterizan. Radicalmente fieles a nuestras más inconfesables incoherencias. Toda escritura es confesión, es herida.

Escribimos incluso en contra de nosotras mismas, como señala val flores, interviniendo con palancas deconstructoras en esa tecnología productora de sujetos como es el lenguaje y el discurso. Para «ensayar una modalidad des-esencializante de la escritura que tenga proximidad con una reprogramación de los códigos de escritura del yo» (flores, 2009: 5). Escribimos para descender a las profundidades de los miedos, para enfrentar a nuestra bestia de la sombra y desde allí iniciar la resignificación de lo que somos. Porque solo tomando la palabra seremos capaces de afrontar la transformación, de iniciar el cruce, de hacer habitables nuestras rajaduras. De este modo, podremos desarmar esa identidad impuesta y estereotipada, cuestionando los lugares devaluados en los que nos han condenado a vivir. Lugares de violencia, de opresión, de silencio y muerte.

Tanto para Lorde como para Anzaldúa, el espacio de la escritura deviene así el instrumento más seguro para resignificar la subjetividad. Por una parte, gracias a la escritura, nuestras autoras inician ese viaje instrospectivo hacia el interior de yo, camino que sirve para enfrentar los miedos, las huellas de la violencia y de las opresiones sufridas. Al escribir se hace alquimia del alma, se sanan las heridas. Por otro, la escritura es entendida siempre, en ambas, como espacio de colectividad, de memoria compartida, de proyecto comunitario para transformar el mundo, negociando identidades heterogéneas, diversas, subversivas. Juntas, nos dice Lorde, compartimos el compromiso con la palabra, la necesidad urgente de recuperar «un lenguaje que se ha vuelto contra nosotras» (2003: 23). En la escritura, devenimos pueblo, tribu, manada. Deconstruimos el falso mito del yo autónomo y somos capaces de tejer políticamente redes y proyectos comunes. La escritura es el estilete con el que tallar nuestras nuevas historias:

«Te das cuenta de que la realidad personal/colectiva es creada (usualmente de manera inconsciente) y que sos la artista guionando la nueva historia de esta casa/self/identidad ensayo en construcción.» (Anzaldúa, 2021a: 212)

Tanto para Lorde como para Anzaldúa, la escritura es un cruce: cruce de caminos, bifurcación de identidades partidas, aporías de la deconstrucción y medio para la reconstrucción del yo. La escritura habita la rajadura, nos instala en el entre, en la barra diferenciadora del nos/otras, esas que merodean las fronteras. Solo desde allí, en esas narrativas auto-etnográficas que se hunden en las heridas, es posible comenzar a reescribir nuestras propias historias. Desde ese lugar indecidible, «examino mis heridas, toco mis cicatrices, mapeo la naturaleza de mis conflictos, canturreo a las musas que persuado para inspirarme, me arrastro en la forma que toma la sombra, y trato de hablarles» (Anzaldúa, 2021b). De este modo, la rajadura produce también rasguños, «pequeños rasguños como experiencias de ensayarse a una misma en el relato de la herida y con la capacidad de herir» (flores, 2021: 53-54). Porque al convocar la palabra, invocamos a las otras, abriendo el umbral hacia otros mundos posibles. En este sentido, asimismo, la escritura es entendida como encuentro: con la memoria, con la tierra perdida, con lxs muertxs, con todas aquellas a las que se les ha negado la voz. «El escribir es un instrumento para agujerear ese misterio, pero también nos ampara, nos da un margen de distancia, nos ayuda a sobrevivir» (Anzaldúa, 1988: 223). Por todo ello, gracias al ritual de la escritura es posible la transformación hacia una nueva identidad, un nuevo yo que asume sus contradicciones, su ontología fragmentada y fragmentaria. Casa/self/identidad, espacio amoroso de mutación y cambio, de apertura política y de propuesta para reencantar el mundo.

5. Referencias

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Anzaldúa, G. (1988). Una carta a escritoras tercermundistas. En A. Castillo y C. Moraga (1988), Esta puente, mi espalda. Voces de mujeres tercermundistas en los Estados Unidos (pp. 219-231). San Francisco: ISM Press.

Anzaldúa, G. (1987/2016). Borderlands/La Frontera. Madrid: Capitán Swing.

Anzaldúa, G. (2021a). Luz en lo oscuro. Buenos Aires: Hekht Libros.

Anzaldúa, G. (2021b). Gestos del cuerpo – escribiendo para idear. Buenos Aires: Hekht Libros.

Derrida, J. (2001). ¡Palabra! Madrid: Editorial Trotta.

flores, v. (2010). Deslenguada. Desbordes de una proletaria del lenguaje. Neuquén: Ají de pollo editorial.

flores, v. (2009). Escribir contra sí misma: una micro-tecnología de subjetivación política. I Coloquio Latinoamericano sobre «Pensamiento y Praxis Feminista». Buenos Aires.

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Hernando, A. (2018). La fantasía de la individualidad. Madrid: Traficantes de Sueños

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Lorde, A. (2009). Zami. Una biomitografía. Madrid: horas y Horas.

Lorde, A. (2019). El unicornio negro. Madrid: Ediciones Torremozas.

Moraga, C. (2007). La última generación. Madrid: Horas y Horas.

1 La figura de la «comadre» aparece en los textos de Anzaldúa en el sentido de aquellas amigas, amantes, hermanas que te amadrinan en el proceso de creación. Uno de los pasos necesarios para que se produzca el ritual de la escritura, considerado por la autora como una suerte de acto sacrificial y, por ende, sagrado, es la puesta en común con sus «comadres». Rompe así Anzaldúa con el mito del creador individualista, encerrado en su interioridad, desde la cual se produce el acto escritural entendido como la creación ex nihilo del genio narcisista. No hay proceso creativo en solitario, sino que la escritura es entendida como una ceremonia colectiva, que se teje en común gracias a la mirada y la palabra de la otra. Por otro lado, no debemos olvidar que esta apertura a la otra de la escritura está asimismo relacionada, tanto en Lorde como en Anzaldúa, con la recuperación de una genealogía distinta, con la búsqueda de una memoria ancestral, familiar y política de ambas autoras. Escribir es realizar arqueología individual y colectiva, es dialogar con nuestras ancestras (madres, abuelas, diosas), en convocar un festín entre todas en el que entrelazar-nos política y amatoriamente.

2 «Nosotras no nacimos mujeres de color —nos dicen Alexander y Mohanty—, nos convertimos en mujeres de color» (2004: 136).

3 Zami es el nombre usado para describir una forma especial de amarse que tienen las mujeres de Carriacou. A lo largo de las páginas de la obra de Lorde, la historia de esta pequeña isla del Caribe se encuentra teñida por toda la fantasía y mitología del exiliado. Carriacou porta esa melancolía endémica que acompaña la pérdida del hogar, de los vínculos familiares y amorosos. Se trata de una especie de paraíso perdido, de patria fantasmal e inventada, cuyas características y costumbres son transmitidas por vía matrilineal: «Carriacou, nombre mágico que evoca la canela, la semilla y la cáscara de la nuez moscada» (Lorde, 2009: 23). No es casual que sea una memoria materna, impregnada de olores a vainilla seca, guayabas y chocolate, la que se evoque y retorne en las descripciones de este pequeño lugar. En Lorde, es siempre la voz de una mujer la que nos ayuda a reencontrarnos con nuestra identidad; es la figura materna (también mítica) la que rompe con la lengua del amo y nos conduce a formular nuestra propia lengua. Todo esto forma los contornos de ese emplazamiento desconocido llamado Carriacou. En una nota al pie, Lorde afirma haberlo por fin encontrado en un mapa, concretamente en Atlas of the Encyclopedia Britannica, gracias a sus estudios como documentalista cuando ya contaba con 26 años de edad (ibídem: 24).

4 «Los padres blancos nos dijeron: pienso, luego existo. La madre Negra en cada una de nosotras, la poeta, nos susurra en sueños: siento, luego soy libre» (Lorde, 2003: 16)

5 Recupera Anzaldúa con esta figura otro mito mexicano en el que también subyace la idea del paraíso perdido, como veíamos en el caso de Lorde. Se trata del «árbol de la vida», origen de los dioses, cuya estructura tripartita le sirve a la autora para describir el mapa del aparato psíquico. En su descripción de la subjetividad, resuena cierta interpretación de la tópica freudiana: el inframundo o inconsciente vendría representado por las raíces (poblado de seres espirituales, vivos y muertos); el tronco podría entenderse como la consciencia y el presente vital del yo; pero, a diferencia de Freud, las ramas o mundo superior nada tendrían que ver con una suerte de Superyo, sino con todo el entramado espiritual que recoge Anzaldúa en su resignificación de la identidad. Asimismo, la idea de unas raíces desvinculadas de su tierra natal sirve a Anzaldúa para describir la condición migrante y mestiza. El concepto de rizoma de Deleuze y Guattari es utilizado para explicar esa condición desmembrada que sufren aquellxs que han perdido su hogar (Anzaldúa, 2021a: 110-111).

6 Este «entre» es definido por Anzaldúa con el término náhualt de «nepantla»: espacio intermedio y liminar que permite pensar en momentos de indefinición, transición y cambio. Las neplanteras son «las cruzadoras de fronteras», aquellas que por su condición ontológica híbrida son capaces de «devenir puente», de ser un pasaje, un camino que conecta los mundos pretendidamente homogéneos y cerrados (Anzaldúa, 2021a: 224-225). Son las que habitan los intersticios, allí donde surgen los brotes de un nuevo mundo.