Espacio. Casa, calle y otro mundo:
el caso de Brasil

Space. House, Street and other World: the case of Brazil

Roberto DaMatta*

University of Notre Dame (EE.UU.)
y Pontificia Universidade Católica do Rio de Janeiro (Brasil)

Palabras clave

Espacio, Brasil, Casa, Calle

Resumen: Este texto es una traducción realizada en equipo por Ana Doldan, Julia Donley, Harol Gonzalez Duque, Denis Merklen y Maïwenn Raoul a partir del trabajo de Roberto DaMatta titulado «Espaço. Casa, rua e outro mundo: o caso do Brasil» y que fue publicado en el libro A casa e a rua. Espaço, cidadania, mulher e morte no Brasil por la editorial Rocco de Rio de Janeiro, en 19971. El texto propone un análisis de la sociedad brasileña a partir de tres espacios: «la casa», «la calle» y «el otro mundo». La movilización de referencias a diferentes grupos sociales y archivos sobre la sociedad brasilera del siglo xix aborda la compleja relación de contraste y oposición entre la construcción social del espacio y el tiempo. El análisis de las diferencias y porosidades entre estos espacios no solamente implican discursos, éticas y prácticas sociales específicas, sino que también constituyen un complejo entramado de complementariedades que por medio de rituales sociales pueden constituir una nueva ética sobre la cual se podrían articular e incluir los diferentes espacios.

Keywords clave

Space, Brazil, House, Street

Abstract: This text is a team translation by Ana Doldan, Julia Donley, Harol Gonzalez Duque, Denis Merklen and Maïwenn Raoul of Roberto DaMatta’s work entitled «Espaço. Casa, rua e outro mundo: o caso do Brasil» and published in the book by the Rocco Publishing House of Rio de Janeiro, in 1997. The text proposes an analysis of Brazilian society based on three spaces: «the house», «the street» and «the other world». The mobilization of references to different social groups and archives on nineteenth-century Brazilian society addresses the complex relationship of contrast and opposition between the social construction of space and time. The analysis of the differences and porosities between these spaces not only imply specific discourses, ethics and social practices, but also constitute a complex web of complementarities that through social rituals can constitute a new ethic on which the different spaces could be articulated and included.

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* Correspondencia a / Correspondence to: Roberto DaMatta. Pontifícia Universidade Católica do Rio de Janeiro, Centro de Ciências Sociais, Departamento de Ciências Sociais. Rua Marquês de São Vicente – Gávea. Rio de Janeiro, RJ (Brasil) – damatta.rlk@terra.com.br – http://orcid.org/0000-0002-0385-3805.

Cómo citar / How to cite: DaMatta, Roberto (2023). «Espacio. Casa, calle y otro mundo: el caso de Brasil». Papeles del CEIC, vol. 2023/2, papel 282, -17. (http://doi.org/10.1387/pceic.23872).

ISSN 1695-6494 / © 2023 UPV/EHU

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El espacio es como el aire que respiramos. Sabemos que sin aire moriremos, pero no vemos ni sentimos la atmósfera que nos nutre de fuerza y vida. Para sentir el aire es necesario situarse, ponerse en una determinada perspectiva. En un avión, sabemos que el aire existe no sólo como una cosa inefable, sino también como una fuerza y una densidad, ya que es él quien sostiene el avión de varias toneladas que nos lleva en un rápido viaje a donde queramos.

Del mismo modo, para poder «ver» y «sentir» el espacio, es necesario situarse. Los antropólogos sociales, que estudiamos sistemáticamente diferentes sociedades, lo hacemos cuando viajamos. En contacto con diferentes sistemas sociales, tomamos conciencia de diversas modalidades de ordenamiento espacial que aparecen ante nuestros sentidos de forma insólita, presentándonos así, importantes problemas de orientación.

En El Cairo me perdí una vez, pues las calles no seguían el mismo patrón al que estamos acostumbrados en Occidente. También fue curioso e intrigante descubrir en Tokio que las casas tienen un sistema de direcciones personalizado y no impersonal como el nuestro. Muy parecido a las ciudades brasileñas del interior donde, a pesar de que cada casa tiene un número y cada calle un nombre, la gente informa al extranjero la localización de sus viviendas de forma personalizada, e incluso íntima: «La casa de don Chico queda ahí arriba… al lado del árbol de mango... es una casa con sillas de lona en el balcón... Tiene ventanas verdes y un tejado muy antiguo... Está justo después del almacén de don Ribeiro…». Aquí, como podemos ver, el espacio se funde con el propio orden social de tal manera que, sin entender la sociedad con sus redes de relaciones sociales y valores, no se puede interpretar cómo se concibe el espacio.

Además, en estos sistemas se puede decir que el espacio no existe como una dimensión social independiente e individualizada, sino que siempre está mezclado, interconectado o «incrustado» —como diría Karl Polanyi— en otros valores que sirven de orientación general. En el ejemplo, subrayé la expresión «arriba» para señalar precisamente este aspecto, puesto que las indicaciones tan banalizadas en el universo social brasileño del «arriba» y del «abajo» no tienen nada que ver con altitudes topográficamente indicadas, sino que hacen referencia a regiones sociales convencionales y locales. A veces pretenden indicar antigüedad (la parte más vieja de la ciudad está más «arriba»), en otros casos pretenden sugerir una segmentación social y económica: quien vive o trabaja «abajo» es más pobre y tiene menos prestigio social y recursos económicos. Tal fue el caso de la ciudad de Salvador en el período colonial, cuando la llamada «cidade baixa», en palabras de un historiador de la época, «estaba dominada por el comercio y no por la religión» (dominante, junto con los edificios públicos más importantes, ubicados en la «cidade alta»). Y el autor continúa dando razón a nuestros argumentos: «En el muelle los marineros, los esclavos y los estibadores ejercían el control sobre la zona, y lo más probable es que la zona se agitara con el mismo bullicio que se puede encontrar allí hoy en día» (Schwartz, 1979: 85).

De la misma manera y por la misma suerte de lógica social, hay muchas ciudades brasileñas que tienen su «rua Direita» ¡pero nunca tendrán, creo, una «rua Esquerda»! Así fue en el caso de Río de Janeiro, que, además de tener su propia calle de la derecha, situada en realidad a la derecha de la plaza del Paço, tenía también sus calles de los Pescadores, de la Aduana, de la Quitanda (donde había comercio de hacienda), Orfebres —dominada por los joyeros y artesanos de metales raros— y muchas otras que denunciaban con sus nombres las actividades que allí se realizaban. Daniel P. Kidder (1980[1845]), misionero norteamericano que vivió [en Brasil] entre 1837 y 1840, escribió una vívida y sensible descripción de las calles de Río de Janeiro y de su «movimiento», no dejando de destacar en su relato cierta sorpresa ante sus extraños nombres y su notable, diría yo, metonimia o unidad de continente y contenido.

Ahora bien, todo esto contrasta claramente con la forma de indicar lugares en las ciudades norteamericanas, donde las coordenadas son positivamente geométricas, decididamente topográficas y, por esa misma razón están clasificadas por un código que se pretende mucho más universal y racional. Así, en las ciudades de Estados Unidos nos orientamos mucho más en función de los puntos cardinales —Norte/Sur; Este/Oeste— y de un sistema numérico de calles y avenidas, que por cualquier accidente geográfico, o incluso por características sociales y/o políticas. Nueva York, como es sabido, y a la imagen de Estados Unidos, es el mejor ejemplo de esto. Si a un brasileño le resulta más difícil navegar socialmente en aquellas ciudades y carreteras es simplemente porque no está acostumbrado a una forma de denotar el espacio en la que la notación aparece de manera mucho más individualizada, cuantificada e impersonalizada. Por la misma razón, es mucho más común el uso de mapas para la orientación en Estados Unidos, incluso para los antiguos habitantes de algunas grandes ciudades. Entre nosotros, en cambio, la orientación suele hacerse dentro de un espacio «incrustado» en lo social. En las ciudades brasileñas, la demarcación espacial (y social) se hace siempre en el sentido de una gradación o jerarquía entre centro y periferia, dentro y fuera. Para comprobarlo, basta con observar la expresión brasileña «centro da cidade», y también la connotación altamente negativa del espacio sub-urbano —suburbano—, de nuevo en contraste con los Estados Unidos. Podríamos incluso sugerir que la ausencia de una ocupación sistemática de los morros (asentamientos, barrios populares…) y colinas por parte de los sectores dominantes tendría alguna relación con esta obsesión por el «centro». Porque ¿cómo sería posible establecer la ecuación brasileña centro = dentro = superioridad social, si el morro aísla y puede apuntar a la periferia y a la individualización? En cualquier caso, la hipótesis puede ser interesante remitirnos a diferentes formas de concebir el espacio que el estudio comparativo ayuda a descubrir.

Pero, ¿cómo se manifiesta el espacio en diferentes sociedades? Es bueno comenzar con una observación que ya hice anteriormente (DaMatta, 1979, 1982 y 1983), cuando insistí en que la sociedad brasileña se distinguía por el hecho de tener muchos espacios y muchas temporalidades que coexisten simultáneamente. Pero, ¿cómo podemos descubrirlo? La pregunta es aparentemente banal. Al fin y al cabo, el espacio se delimita cuando alguien establece fronteras separando así un terreno de otro. Pero no es tan sencillo, pues se debe explicar de qué modo son hechas estas separaciones y cómo son legitimadas y aceptadas por la comunidad de la propiedad privada y sus orígenes, lo cual sería un tema para deleite de los evolucionistas antiguos y contemporáneos. Sin embargo, sostengo que tanto el tiempo (o la temporalidad) como el espacio, son invenciones sociales.

No existe una medida orgánica, natural o fisiológica de una categoría de pensamiento y acción tan compleja como el espacio, al igual que no existe un órgano del cuerpo para medir el tiempo. Ambas categorías son fundamentales y hubo y todavía hay quien sostiene que son innatas precisamente porque tienen un complejo proceso de construcción social que desafía a las mentes de los mejores filósofos y pensadores. Entre ellos, destaco el trabajo de T­homas Mann y, en él, su esplendorosa y profunda obra, La montaña mágica, una obra llena de compasión por la humanidad, porque quizás ha hecho una reflexión detenida y justa sobre el tiempo (y el espacio) como categorías básicas del espíritu humano.

El hecho es que el tiempo y el espacio construyen y, al mismo tiempo, son construidos por la sociedad de los hombres. Sobre todo el tiempo que es y simultáneamente pasa, confundiendo nuestra sensibilidad y, al mismo tiempo, forzando su elaboración sociológica. Por todas estas razones, no existe ningún sistema social en el que no haya una noción de tiempo y otra de espacio. Incluso, en muchas sociedades, los dos conceptos se confunden y operan dentro de una compleja gradación. Es el caso del sistema social de los nuer, un grupo tribal de Sudán, estudiado por Evans-Pritchard (1978). En esta sociedad, el tiempo está calibrado por las condiciones ecológicas (el ritmo del día y la noche, las estaciones), pero también se refiere a aspectos singulares de la vida social nuer, como las clases etáreas.

Así, de la misma manera que ocurre entre los apinayé de Brasil Central2, grupo tribal que yo mismo estudié e investigué (DaMatta, 1976), la organización de los grupos etáreos ayuda a subrayar las etapas del tiempo por referencia a una formalización típica de estas sociedades que, obviamente, no depende de ninguna característica ambiental natural. Al igual que los nuer, los apinayé marcan una duración temporal o un acontecimiento del pasado refiriéndose a un pariente mayor; como, por ejemplo: «esto ocurrió en la época en que mi Geti (abuelo) era un joven...». Además, los nuer marcan el tiempo mediante ciertas actividades. Pero nunca se encuentra individualizado como algo concreto, como es nuestro caso. Evans-Pritchard dice:

«Los nuer no tienen una expresión equivalente al «tiempo» de nuestra lengua y, por tanto, no pueden, como nosotros, hablar del tiempo como algo concreto, que pasa, que se puede perder, economizar, etc. No creo que tengan nunca la misma sensación de lucha contra el reloj o de tener que coordinar las actividades con un paso abstracto del tiempo, porque sus puntos de referencia son principalmente las propias actividades sociales, que, en general, tienen el carácter de ocio.»

Y Evans-Pritchard concluye, irónicamente:

«Los nuer tienen suerte.» (1978: 116).

No sería necesario insistir en que las unidades de tiempo sólo pueden ser visibles como tales porque están vinculadas a alguna actividad socialmente bien marcada. Eso es precisamente lo que nos enseña el caso nuer. Pero la cuestión que quiero plantear es la siguiente: las actividades que delimitan el tiempo, o que ayudan a construirlo proporcionando una base para la noción de duración diferenciada y de paso, son aquellas actividades que siempre ocurren en espacios distintos. Hay un sistema de contraste o de oposición en el espacio, o mejor dicho, en la constitución del espacio como cosa concreta y visible; así como también hay actividades distintas.

Así, el año de los nuer se divide en dos grandes períodos que corresponden a la creciente de los ríos y a su bajante, pero que se viven, respectivamente, en las aldeas y en los campamentos. El tiempo, pues, corresponde a un espacio evidentemente oscilante que contrasta períodos de vida social en un entorno compacto (aldeas) y disperso (los campamentos). De manera significativa para lo que voy a sugerir, el sistema ritual nuer realiza bodas, iniciaciones, fiestas mortuorias y otros ceremoniales precisamente en el período que media entre estos dos momentos, como si se tratara de vincular dos espacios y actividades que ciertamente subrayan la apreciación de dos duraciones diferenciadas.

Todo esto indica que no podemos, de hecho, hablar de espacio sin hablar de tiempo —lo que nos lleva a acentuar de nuevo que debe ser sólo en el sistema occidental anglosajón, donde el capitalismo se convirtió en el sistema económico dominante con todas las consecuencias que vamos lentamente descubriendo con mayor profundidad, donde el tiempo y el espacio se presentan de forma más individualizada, «desincrustados» del sistema de acción social y encapsulados en un sistema homogéneo y hegemónico de duración, de medida e incluso de percepción y relación—. Es decir, es posible que sólo en los países occidentales, que llevaron a cabo la «revolución puritana o protestante» y adoptaron plenamente el capitalismo con su lógica cultural, el tiempo y el espacio tengan medidas únicas, coordinadas en un sistema de medidas también oficial y universal, formando parte de una ideología igualmente dominante. En estas sociedades, el tiempo estaba notablemente disciplinado y universalizado por el patrón (que lo compra) y el trabajador (que lo vende). El tiempo es realmente dinero en un sistema que ha terminado por individualizarlo todo, haciendo hegemónica su concepción como una forma cuantificable de «cosa» social o de mercancía que, en estas civilizaciones, puede ser siempre y en todo momento comprada y vendida (Thompson, 1967).

Pero no siempre funcionó así. El propio Thompson revela cómo se diferenciaban las concepciones del tiempo y cómo se medía el tiempo por las plegarias o por los actos naturales. Así, en el Chile del siglo xvii se medía con precisión el tiempo de un terremoto: ¡duraba dos credos! Y en Inglaterra, antes de que la «revolución individualista y puritana» tomara forma y ganase hegemonía, el tiempo podía medirse como el «tiempo de un padre nuestro» e incluso como el «tiempo de una meada» que, en el comentario de Thompson, sería «de alguna manera una medida arbitraria» (ibídem: 58).

Para nosotros, como quiero mostrar a continuación, coexisten formas paralelas de tiempo (así como de espacio). Y un trabajo que considero importante, realizado en esta misma línea por Lívia Neves de Holanda Barbosa (1984), revela cómo, en el caso brasileño, los días de la semana están marcados por concepciones del tiempo diferenciadas y complementarias. Los sábados y domingos son tiempos mucho más internos, de la casa y de la familia, mientras que los «días comunes de la semana» se viven como tiempos externos, marcados por el trabajo —y esto es muy importante sobre todo para el universo femenino—. Repito, porque este punto se retomará más adelante, que esto es muy diferente de un sistema donde las temporalidades tienden a estar todas ordenadas por los mismos ejes de clasificación, sistemas donde el reloj tiende a dominar todos los tiempos...

Pero el hecho es que el tiempo y el espacio necesitan un sistema de contrastes para ser concretados y sentidos como «cosas». Cada sociedad tiene una gramática de espacios y temporalidades para existir como un todo articulado, y esto depende fundamentalmente de actividades que también se ordenan en oposiciones diferenciadas, permitiendo memorias o recuerdos que difieren en calidad, sensibilidad y forma de organización. Es muy diferente el recuerdo de un examen final de portugués cuando se luchaba contra las preguntas y contra el implacable reloj que marcaba el momento y, también, nuestra ignorancia y angustia; a un recuerdo del primer beso o del primer baile, cuando se desea —precisamente por el uso tan diferenciado de la memoria— retener el tiempo y hacerlo algo perpetuo, controlado, capaz de volver cada vez que se lo invoca. Así es como cada sociedad ordena ese conjunto de experiencias que se encuentra socialmente probado y que debe ser recordado siempre como parte integrante y como fragmento de su patrimonio —como los mitos y las narrativas—, de aquellas experiencias que no deben ser activadas por la memoria pero que evidentemente coexisten con las otras de forma implícita, oculta e inconsciente, ejerciendo además una compleja forma de presión sobre todo el sistema cultural. De ahí que podamos hablar de cosas que fueron tan malas que «ni siquiera nos gusta recordarlas»; y —a la inversa— de cosas que nos encanta recordar y que, en el caso concreto de Portugal y Brasil, «¡nos dejaron saudade!» Es evidente que no se puede entrar aquí en una sociología de la saudade que sería, en rigor, una sociología de la memoria y del recuerdo: de aquellas que podrían tener o no reversibilidad y engendrar procesos de devoción y encantamiento por ser positivos para las instituciones y para la sociedad como totalidad viva y sensible. Pero se puede adelantar que tal investigación está en marcha y que ella nos remite, directamente, a estas cuestiones de espacios diferenciados, de medidas de temporalidad complementarias y opuestas, y —como consecuencia— a un sistema de memorias diferentes.

No cabe duda de que esto es lo que inventa el tiempo y el espacio como categorías sociológicas y ya no como conceptos filosóficos dotados de un contenido único y homogéneo. En el caso del tiempo, quizás el contraste más completo es lo que se puede establecer entre las rutinas diarias y las extraordinarias, anómalas o fuera de lo común, pero socialmente programadas e inventadas por la propia sociedad. Estas situaciones están definidas por lo que solemos llamar fiestas, ceremonias, rituales, solemnidades.

En esas ocasiones, no solamente hay un cambio en la manera de concebir y de medir la duración, como también una modificación concomitante del espacio. Sin duda, si el tiempo ordinario y rutinario es medido por medio de días, horas y minutos —la precisión de estas unidades siendo más que suficiente para la convivencia del día a día en la mayoría de las profesiones y rutinas—, en un espectáculo deportivo son apenas los segundos que pueden contar como unidades absolutamente determinantes para el desarrollo y el resultado de la ceremonia. Veamos lo que ocurre en una carrera de cien metros lisos… Así mismo, en una película o en una obra de teatro, las unidades de medida (del tiempo) son emocionales. El tiempo medido y cuantificado es sustituido por una duración vivida y concebida como emocional. No se habla más de horas o de minutos, pero de ese momento en que las lágrimas produjeron silencio y los suspiros dieron su medida a la gran cena final… Ya en los grandes festivales populares, los días son los que pueden ser las unidades de duración más significativas. La idea de tiempo cambia y, con ella, hay una variación notable de sus unidades. Lo que revela su naturaleza social es, además, su capacidad de variación. Mismo en un sistema imbuido de un tiempo altamente hegemónico, las unidades de duración inefable pueden ganar una importancia primordial.

Pero eso no es todo, pues tales cambios ciertamente corresponden a una dinámica de los grupos sociales que están implicados en cada forma de temporalidad. Hasta podemos decir que las temporalidades y «especialidades» diversas corresponden a la acción de diferentes unidades sociales, incluso opuestas. Así es que el tiempo ordinario del trabajo es marcado por la familia y las rutinas de manutención del cuerpo: comer, dormir, reproducirse, sostener niveles mínimos de satisfacción con la comunidad en general, con el grupo primario y con el individuo en particular. Pero el momento ritual exige la transformación de la familia, incluso su sustitución por otro grupo de la misma sociedad. De ese modo, la familia puede ser la unidad más importante y el sujeto de la mayoría de los procesos sociales básicos de un sistema, pero, una vez que las rutinas diarias vengan a ser modificadas —y es precisamente lo que es la acción ritual— esta puede ser reemplazada por un partido o una institución política si el ceremonial es cívico-político; por un club, si el ceremonial es deportivo; por una asociación, vinculada a un espacio básico de la ciudad (como lo es el sistema de barrios), si el ritual es una fiesta popular como el carnaval. De la misma manera, existen variaciones en términos de sujetos o de focos del ritual.

El mundo diario puede ubicar a la mujer como el centro de todas las rutinas familiares, pero los ritos políticos del poder destacan sólo a los hombres. La vida cotidiana centra la vida de la casa en los adultos, pero los niños adquieren una importancia extraordinaria en un ceremonial como el de la Navidad. Las reglas normales de la denominación y el trabajo aseguran el mantenimiento de la jerarquía y de los rígidos límites entre las personas que representan estas posiciones en el desarrollo de la vida ordinaria, pero en el «entrudo»3 y el carnaval estas posiciones pueden perfectamente invertirse. Además, todo puede cambiar de forma si el centro del ritual es una persona muy individualizada —como ocurre en las fiestas de cumpleaños y los ritos funerarios— o una relación, como ocurre en las bodas y los bautizos.

En un cuento extraordinariamente imaginativo titulado El diablo en el campanario (1839), Edgar Allan Poe parece captar de forma notable ese proceso de reorientación o recombinación de las unidades sociales en relación efectiva con la ordenación del espacio y el tiempo. Es la historia de una pequeña comunidad cuyas unidades sociales eran exactamente iguales y cuya forma, circular en su disposición espacial, era idéntica a la de un gran reloj. Este burgo estaba organizado como una perfecta máquina de medir el tiempo. Allí todos eran iguales y todos hacían sincrónicamente las mismas cosas en los mismos momentos. No podría haber mayor paz, ni mayor ausencia de conflicto y de tiempo diferenciado. Estamos ante una sociedad sin tiempo y sin variaciones: una utopía en el mejor sentido que se puede dar a ese término, sobre todo si tenemos en cuenta los procesos aquí descritos. De hecho, en el cuento de Poe la sociedad sólo tiene rutinas y, por ello, no puede ser consciente de sí misma desde un plano o perspectiva, una visión que viene dada por los grupos sociales y los espacios diferenciados. Pero si todo marchaba así, un día un diablo entra en el pueblo y se introduce en su campanario, donde un gran reloj central comanda todas las actividades de todos sus habitantes. Este demonio, que viene de fuera, adelanta el gran reloj de la comunidad y hace que las perspectivas de cada burgués se diferencien. Ahora, uno ya no sabe si es hora de dormir o de comer, de plantar o de cosechar, de ensuciar o de limpiar. Cada persona piensa de forma diferente. Desencantado, el pueblo comienza a vivir históricamente —como he insinuado en una interpretación realizada en 1973 (DaMatta, 1973: Cap. 3)—. Atrás quedaron los buenos tiempos en los que todo transcurría sin conflictos y sin humanidad...

Pero, debo señalar, la historia sólo hace vivir a esta comunidad utópica porque el diablo del campanario engendra con su acción la posibilidad de que cada burgués desarrolle su propia perspectiva, sobre las cosas, sobre las actividades que componen las rutinas diarias y, por supuesto, sobre el espacio... En lugar de una vida orientada al colectivo, se vive ahora, como nos dice irónicamente Poe, en plena confusión, es decir, de forma mucho más individualizada. El burgo se ajusta ahora a nuestro sistema, en el que el individuo es el centro de la mayoría de las acciones de la vida cotidiana y todos los espacios están marcados de modo individualizado.

De hecho, cabe recordar que en las rutinas de las sociedades así constituidas, todo es individual: las butacas de cine y teatro, el autobús, el avión y los lugares para comer. Las cabinas telefónicas también son individuales, al igual que la mayoría de los aparatos domésticos y de mesa. Pero es importante observar cómo el momento extraordinario nos transforma en seres ejemplarmente colectivos: o somos un dúo o somos una multitud, un partido político, un público, una muchedumbre. Son estas posibilidades de transformación las que crean enfoques diferenciados, haciendo posible experimentar diversas situaciones sociales como algo nuevo, emocionante o rutinario. Esas posibilidades también inventan las modificaciones sociales que llamamos «rituales» o «extraordinarias», y a veces se constituyen en los polos privilegiados de cambios sociales duraderos e históricamente importantes. Normalmente, estas transformaciones son reversibles y, por tanto, están controladas por gramáticas culturales rígidas. Sabemos cuándo vamos a celebrar la Caída de la Bastilla, la Independencia de Brasil, la muerte del abuelo, el carnaval y la «Nau Catarineta». Y también sabemos qué grupos sociales serán el centro de atención de cada una de estas celebraciones. Pero cuando hay un acontecimiento del que ya no tenemos ese control, entonces podemos decir que estamos ante lo nuevo o la nueva situación que puede desencadenar un proceso histórico innovador.

Es porque realmente vivimos entre y en el paso de un grupo social a otro que podemos sentir el tiempo como algo concreto y la transformación del espacio como un elemento socialmente importante. Así, sabemos que las rutinas diarias preservan el tiempo en su duración «normal», mientras que en las fiestas el tiempo puede acelerarse o experimentarse como tal. ¿Por qué es posible esta experiencia? Pues porque, en las rutinas, los espacios específicos se equiparán socialmente a actividades específicas. No dormimos en la calle, no hacemos el amor en los balcones, no comemos con desconocidos, no nos desnudamos en público, no rezamos fuera de las iglesias, etc. Los ejemplos, como sabe el lector, son legión. Ahora bien, la fiesta promueve precisamente los desplazamientos de estas actividades de sus, digamos, «espacios normales». Esto, pues, permite la sensación de un tiempo loco, notablemente lento o, como ocurre con nuestro carnaval, una temporalidad acelerada, vibrante e invertida. En la vida cotidiana vivo un orden que me dice: me encuentro con la gente en la puerta; voy a un comedor, donde comemos, y luego voy a un dormitorio a dormir. En una fiesta, en cambio, todas estas acciones (y muchas otras) pueden ocurrir simultáneamente sin que haya una separación entre ellas y los espacios donde normalmente se desarrollan. En un baile de carnaval, por ejemplo, puedo acelerar el tiempo de forma radical, «saliendo», «comprometiéndome», «casándome» y «divorciándome» de una persona, todo ello en el mismo espacio de unas horas que dura la fiesta. De la misma manera y por la misma lógica, los rituales permiten la sensación de un «giro» en el tiempo, porque prescriben con nitidez y obsesión un lugar para cada cosa, y así el tiempo se congela. A pesar de todos los cambios que vive el mundo, sabemos que en un cumpleaños encontraremos comida y dulces, bebidas y refrescos, sonrisas abiertas en la recepción, ropa cuidada, una casa ordenada y alborotada; además de una tarta con velas y un conjunto de acciones que pretenden confirmar esa situación como «una fiesta de cumpleaños». Si esto no ocurre en un orden determinado, entonces puede ser cualquier cosa menos un cumpleaños. ¿No es precisamente así como comentamos estas fiestas?

Pues bien, eso es lo que permite controlar el tiempo. Y también es lo que permite equilibrar el espacio, haciendo que el mundo sea menos indiferente y totalmente significativo, ya que está ordenado por sus relaciones con los grupos que se combinan y reformulan en la compleja lógica social que cada sociedad ordena para sí misma y para sus miembros.

En el mundo occidental y en las sociedades en las que el capitalismo y el protestantismo están plena y dominantemente implantados, el movimiento más frecuente es el que mencioné hace unas líneas: de lo individual a lo colectivo. Es precisamente esto lo que crea el momento extraordinario, la situación mágica en la que todo puede suceder. Sin embargo, en las sociedades tribales, en los sistemas tradicionales y semitradicionales, donde el individuo es mucho menos visible y la relación, la pareja, la familia, el grupo y el parentesco son los sujetos de las rutinas sociales más importantes, es el estado individual el que engendra esas fases fuera de lo común. Así, para nosotros los modernos, que vivimos en una sociedad en la que la parte (el individuo) es más importante que el todo (la sociedad), el problema estaría siempre en lo colectivo y en la multitud, esos «estados» que serían lo inverso al individuo que el sistema consagra como normal e ideal. Para los sistemas tradicionales, donde lo colectivo es más importante que lo individual, el problema sería mucho más los estados de individualización, no consagrados como normales o rutinarios. Sin embargo, para cada uno de estos «estados» hay tiempos y espacios correspondientes. Veamos las formas espaciales más comunes entre nosotros.

* * *

No hace falta especular demasiado para descubrir que tenemos espacios concebidos como eternos y transitorios, legales y mágicos, individualizados y colectivos. En nuestra sociedad, todo lo que concierne al poder político se encuentra connotado como duradero o eterno y marcado por los monumentos y palacios. El poder como el ordenador supremo de un mundo penetrado por todo tipo de conflictos se sitúa en esos espacios de confluencia del tiempo y de unidades sociales contradictorias o problemáticas. Así, en las ciudades occidentales, las plazas y los patios de las iglesias (que constituyen espacios abiertos y necesariamente públicos) sirven de eje para la relación estructural entre el individuo (el líder, el santo, el mesías, el jefe de la iglesia o del gobierno) y el «pueblo», la «masa», la colectividad que se le opone y le complementa. También sirven como punto de encuentro entre alguien que interpreta (o inventa) un mensaje y la multitud que lo recibe y cristaliza en un drama que sugiere que la sociedad es algo inventado por el individuo, que, en estos momentos, transmite su verdad a la masa. Estas zonas también asumen la mediación de temporalidades diferenciadas y ciertamente problemáticas, pues una cosa es el tiempo de la persona y de la biografía individual con su fragilidad y su sorprendente finitud; otra cosa, sin embargo, es el misterio de la historia y la continuidad de la sociedad que, como sabiamente nos dijo Durkheim, existe antes de nosotros y seguirá existiendo después...

Pues bien, estos espacios están marcados por monumentos cuya función sería establecer en piedra, bronce, acero, hormigón o ladrillo —algún material supuestamente imperecedero— esa alianza entre el intérprete y la masa, el líder y el pueblo, ya que, en sentido estricto, ambos son complementarios y ambos están sujetos a determinaciones que provienen del pasado y del sistema de valores que opera por inercia e inconscientemente. No es, pues, por mera casualidad que señalamos los espacios urbanos que pretenden ser eternos como palacios e iglesias, mercados, cuarteles; es decir, todo lo que representa la posibilidad de enmarcar la vida social dentro de un sistema fijo de valores y poder. En nuestras ciudades, pues, y ahora quiero referirme especialmente a las ciudades ibéricas y brasileñas, la plaza abre un territorio especial, una región teóricamente perteneciente al «pueblo». Una especie de salón, donde el poder de Dios se sitúa cristalizado en nichos especiales cristalizados en la iglesia matriz (o iglesia central, a menudo la primera en haber sido fundada en ese lugar y que dio origen a la ciudad), y el poder del Estado, manifiesto en el palacio de gobierno.

Cabe destacar que algunas ciudades brasileñas crecieron así, como monumento a la voluntad del colonizador y sólo en raras ocasiones como el resultado directo de los intercambios comerciales, como fue el caso de muchas ciudades de Europa occidental, en la demostración clásica de Max Weber (1958: 80-ss). Véase también, para consideraciones importantes sobre las ciudades españolas y portuguesas, Sérgio Buarque de Holanda (1973: 62-ss); y, por supuesto, Richard M. Morse (1970: 7-24). La relación entre ciudad, mercado y comercio parece haber también marcado el caso estadounidense. Basta recordar que el centro de Nueva York era, y en cierto modo sigue siendo Wall Street, una zona comercial, portuaria y bursátil; mientras que Río de Janeiro, Recife y Bahía crecieron, como Brasilia, alrededor del Largo do Paço4, tal como Lisboa, en ese cruce típicamente ibérico entre la nobleza altamente asociada a las actividades comerciales, todo ello orquestado por un poderoso y omnipresente estrato tecnoburocrático, el de los «dueños del poder», en la consagrada expresión de Faoro (1975); los famosos «literatos», en la esclarecedora demostración de Stuart Schwartz (1979); y de Ma­galhães Godinho (1977: 43).

Pero nuestros espacios no siempre están marcados por la eternidad. Hay también espacios transitorios y problemáticos que reciben un tratamiento muy diferente. Así, todo lo que está relacionado con la paradoja, el conflicto o la contradicción —como las zonas pobres o de prostitución— está en un espacio singular. Suelen ser zonas periféricas u ocultas detrás de vallas o paneles. Nunca se las concibe como espacios permanentes o estructuralmente complementarios de las áreas más nobles de la misma ciudad, pero siempre se ven como lugares de transición: «zonas», «pantanos», «manglares» y «humedales». Lugares liminales, donde la presencia conjunta de la tierra y del agua marca un espacio físico confuso y necesariamente ambiguo.

Pero estos espacios eternos y esas «zonas» problemáticas forman parte de una estructura social que incluye necesariamente espacios y temporalidades permanentes que operan en todos los niveles de la sociedad. En el caso de la sociedad brasileña, ¿cuáles son esos espacios que permiten la actualización de la vida social en sí misma?

He estado intentando revelar que, en el caso de la sociedad brasileña, lo que se percibe muchas veces como cambio o diferencia es apenas una parte de un sistema diferenciado, una constelación sociológica con por lo menos tres perspectivas complementarias entre sí. De verdad, si entrevistamos un brasileño común en su casa, él puede hablar de la moralidad sexual, de sus negocios, de religión o de la moda de manera radicalmente diferente de la que lo haría si estuviese en la calle. En la calle, él se arriesgaría a discurrir sobre la moral sexual, sería prudente al mencionar sus negocios y ultra avanzado cuando se habla de moda. Probablemente querrá escuchar y abrirse para comunicarse sobre religión. En casa, sin embargo, su comportamiento se caracterizaría, generalmente, por un conservadurismo palpable; ¡especialmente si fuera un hombre casado y hablara de moral sexual delante de sus hijas y su mujer!5 Por la misma lógica, una persona en una iglesia, un funeral, en un terreno Umbanda o un centro espiritista podría marcar sus actitudes con un discurso diferente a los requeridos por los espacios de la calle y la casa. Ahora podemos saber que no es por caso que tenemos un dicho que dice: «Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago». Entre decir y hacer hay un abismo que parece caracterizar a todo sistema dotado de lo que Weber llamó «doble ética», es decir, códigos de interpretación y de orientación de la conducta que se oponen y son válidos sólo para determinadas, personas, acciones y situaciones.

Así que si compro y vendo a un familiar o amigo no quiero obtener beneficios puesto que lo que importa no es el dinero. Pero si comercio con un extraño, entonces no hay regla sino para explotarlo hasta el último punto. Trueque y comercio, seamos precisos, requieren una ética social radicalmente diferente. Y, con ellos, los marcos de relaciones sociales también se evalúan de forma diferente. En casa no hablo de negocios; en la calle, soy un águila... Weber vio esto como una característica de la sociedad tradicional y enseñó que en el movimiento de la sociedad hacia el capitalismo, el establecimiento de una ética única, como sabemos, hizo que el comercio fuese considerado como algo positivo y por tanto universal, dotado de un único modo de valoración moral (Weber, 1967: 36-ss). Lo que estoy intentando hacer aquí es precisamente ampliar el marco de referencia de Weber, para demostrar que esa «ética» no se sitúa sólo en el ámbito económico, sino que contamina otros ámbitos de la conducta social. Más aún: que pueden convivir perfectamente en la misma sociedad, creo que es el caso de Brasil (y otros sistemas marcados por una tradición histórica y social común o semejante).

Sostengo, pues, que esta observación no es una mera cuestión de cambio de contexto, es decir, del hecho plenamente conocido y trivial de que todo ser humano cambia de opinión según las circunstancias. No estoy hablando de este hecho universal. Sé que esto también ­ocurre entre nosotros. Me refiero a los espacios, a las esferas de significado social —la casa, la calle y el otro mundo— que hacen algo más que separar contextos y configurar actitudes. Es que ellos contienen visiones del mundo o éticas particulares. No es una cuestión de escenarios o máscaras que un sujeto lleva o repudia —como en los libros de Goffman— de acuerdo con sus estrategias frente a la «realidad», sino de esferas de sentido que constituyen la propia realidad y que nos permiten normalizar y moralizar el comportamiento a través de perspectivas propias.

Aunque hay muchos brasileños que hablan lo mismo en todos los espacios sociales, lo normal —lo esperado y legitimado— es que la casa, la calle y el otro mundo demarquen fuertemente cambios de actitudes, gestos, ropas, sujetos, roles sociales y marco de evaluación de la existencia en todos los miembros de nuestra sociedad. El comportamiento esperado no es una conducta única en los tres espacios, sino diferenciada según el punto de vista de cada una de estas esferas de significación. En esta perspectiva, las diferenciaciones que se pueden encontrar son complementarias, nunca exclusivas o paralelas. En lugar de ser alternativas, con un código que domina y excluye al otro como ética absoluta y hegemónica, estamos ante codificaciones complementarias, lo que hace que la realidad se vea siempre como parcial e incompleta. Por eso también nos gusta decir, en Brasil, que «todo tiene otro costado».

Así, cualquier acontecimiento siempre puede ser «leído» (o interpretado) a través del código del hogar y la familia (el cual es reacio al cambio y a la historia, a la economía, al individualismo y al progreso), a través del código de la calle (que está abierto al legalismo jurídico, al mercado, a la historia lineal y al progreso individualista) y a través de un código del otro mundo (que se centra en la idea de la renuncia al mundo con sus dolores e ilusiones y, al hacerlo, intenta sintetizar los otros dos). Los tres códigos están diferenciados, pero ninguno de ellos es exclusivo o hegemónico en teoría. En la práctica, sin embargo, uno de estos códigos puede tener hegemonía sobre los demás, según el segmento social o la categoría a la que pertenezca la persona. Supongo, pues, y lo digo sólo para no perder la oportunidad de desarrollar lo que considero un punto sociológico crítico, que —en el caso de nuestra sociedad— las clases dominadas, inferiorizadas o «populares» tenderían a utilizar como fuente de su cosmovisión el lenguaje de la casa. Así, siempre producen un discurso fundamentalmente moral o moralizante, donde los estratos o actores en conflicto (como jefes y empleados) están casi siempre en oposición complementaria si dependen unos de otros (Caldeira, 1984 para un conjunto de datos en este sentido). Su punto de vista es, por tanto, considerablemente «humilde» y equilibrado, fundado a menudo en una naturalización bastante fantástica de las relaciones sociales que rara vez se perciben y se dicen como históricas y arbitrarias, sino, por el contrario, como si formaran parte de un orden cósmico, moral y dado por Dios. No es casualidad que esta perspectiva, en la que la casa y su ética son el punto exclusivo de una visión de la sociedad, tienda a ser tomada como un discurso pre-político o políticamente «alienado» o simplemente ingenuo. Pero es un discurso del mismo «orden» y del mismo «género» que la construcción populista, ambos fundados en un espacio de la sociedad brasileña que traduce el mundo como una cuestión de preferencias, lazos de simpatía, lealtades personales, complementariedades, compensaciones y bondades (¡o maldades!) ¡El espacio de la casa!

Ahora bien, este es muy diferente de los discursos de los segmentos dominantes que tienden a tomar el código de la calle y producir así un discurso totalizado, fundado en mecanismos impersonales (el modo de producción, la lucha de clases, la imposición de los mercaderes internacionales, la subversión del orden, la lógica del sistema financiero capitalista, etc.), donde las leyes, y nunca entidades morales como las personas, son los puntos focales y dominantes. Aquí, en lugar de la naturalización, hay una cosificación abusiva de los conceptos y las relaciones, en una visión en la que nadie puede modificar rigurosamente su lugar.

La síntesis, si realmente pudiera existir una zona neutra, la proporcionaría la perspectiva del «otro mundo» que simplemente abre la puerta a la renuncia ritualizada de este mundo con sus sufrimientos y sus contradicciones, luchas, falsedades e injusticias. La gran cuestión, sin embargo, es que tenemos un sistema social donde la diferenciación sería inclusiva, puesto que complementaria y estructural, ya que es constitutiva de la sociedad. Es aquí, creo, donde radica la especificidad de la variante «católica» y brasileña de ordenación social, en plena discrepancia con las demás formas de «asociación» vigentes en el mundo occidental. Se trata, como ya afirmé una vez, de un sistema que relaciona intrigantemente la igualdad superficial dada en códigos jurídicos de inspiración externa y generalmente divorciada de nuestra práctica social; con un esqueleto jerárquico, negándose a tomar uno de estos códigos como exclusivo y dominante, y prefiriendo siempre la relación entre ambos (DaMatta, 1979, 1982 y 1983).

Por todo ello, no se puede mezclar el espacio de la calle con el de la casa sin crear alguna forma de confusión grave o incluso de conflicto. Sabemos y aprendemos muy pronto que ciertas cosas sólo se pueden hacer en casa y, aun así, dentro de algunos de sus espacios. Debo comer en el comedor, puedo comer en la veranda en caso de fiesta, pero no puedo cambiarme de ropa en el salón. Sugerirlo es suficiente para provocar risa o mal-estar, esta es una señal de que tenemos dentro de la propia casa una estricta gramática de espacios y, naturalmente, de acciones y reacciones. De hecho, esto fue notado por todos los que visitaron Brasil y Río de Janeiro, como se revela en el texto de John Luccock, quien, entre 1808 y 1818, observó nuestra clásica división en salón y comedor, con estricta separación de dormitorios (que entonces eran alcobas) y balcones. Y como el espacio corresponde a actividades y categorías sociales, Luccock nos informa de lo que sigue siendo una característica permanente de nuestra sociedad hasta el día de hoy. Dice:

«La familia suele sentarse en la veranda, en la parte trasera de la casa, donde están casi tan aislados del mundo como si estuvieran en lo profundo de un bosque. Las mujeres, sentadas en círculo, en su postura habitual, cosen, hacen medias, encajes, bordados o cosas similares, mientras que los hombres se apoyan en cualquier cosa que pueda servir para ello o se ponen de pie con una vieja tabla colocada sobre dos caballetes...» (1975: 81)

Pero esto también ocurría en relación con ciertas actividades, como las comidas comunales y las ocasiones sociales en general, donde la división por sexo y edad era (como lo es hasta hoy) la norma.

Así, Luccock muestra la extrañeza por la forma en que hombres y mujeres se acomodan en la mesa en Brasil. Vuelve a decir:

«En este caso, la disposición de la mesa nos pareció extraña: o bien las damas permanecían juntas a un lado y los caballeros al otro, o bien la señora de la casa se sentaba al lado de su marido, con otra dama a su lado de tal manera que dos esposas se situaban siempre en medio de sus respectivos cónyuges; una moda que indica una celosa precaución que no es en absoluto irrazonable entre un pueblo de cabeza tan caliente.» (Ibídem: 83-84)

Aún más sorprendente es la observación de Saint-Hilaire, que nos visitó en 1816 y 1822. Hablando del espacio de las casas, este viajero dice:

«En las casas de los pobres, así como en las de los ricos, siempre hay una habitación llamada sala, que da al exterior. Aquí se recibe a los extranjeros y se come, sentados en bancos de madera alrededor de una larga mesa. Las personas de dinero se preocupan por reservar delante de su casa un balcón o veranda, formada por un tejado que se extiende más allá de las paredes, y que se apoya en columnas de madera. En general, uno se aloja en estos balcones y en todas las estaciones se respira allí aire fresco, igualmente protegido de la lluvia y de las quemaduras del sol. El interior de las casas, reservado a las mujeres, es un santuario en el que nunca entran los extraños, y las personas que me mostraron la mayor confianza nunca permitieron a mi criado entrar en la cocina para secar el papel necesario para conservar mis plantas; estaba obligado a encender el fuego fuera, en las senzalas o en algún portal. Los jardines, siempre situados detrás de las casas, son para las mujeres una débil compensación de su cautiverio y, al igual que las cocinas, están escrupulosamente prohibidos a los extranjeros.» (1975: 96)

Esta observación, que denota un espacio que, además de ser común a varias categorías sociales, tiene una motivación sexual, se confirma en la observación de Louis y Elizabeth ­Agassiz, que nos visitaron en 1865-66. Nos informan que

«los brasileños, de hecho, tan hospitalarios y buenos, son muy formalistas, encaprichados con la etiqueta y la ceremonia. Las damas, a su llegada (al baile), se sentarán en fila en los taburetes colocados a lo largo de las paredes del salón de baile; de vez en cuando, un caballero se adelanta valientemente a esta formidable fila de encantos femeninos y dice unas palabras; pero sólo mucho más tarde, después de que los bailes hayan dividido a los invitados en grupos que se mezclan, la fiesta comienza a ser realmente alegre.» (Agassiz, 1975: 174)

Esta misma observación de que somos «formalistas» la hizo Thomas Ewbank, que nos visitó en 1845 y escribió sobre las costumbres religiosas de Río de Janeiro. También él percibió esta división entre la casa, la calle y el otro mundo, tras observar cómo delimitamos rígidamente las entradas y salidas de todas las situaciones en general, pero de las casas en particular. Así, las visitas siempre han sido un capítulo especial de nuestra vida social, y hay un espacio en la casa sólo para ellas: los salones o salas de estar. El ritual de recibir una visita tenía (y sigue teniendo) un refinamiento casi barroco, ya que significa abrir el espacio de la casa a un extraño.

Pero la gramática social de la casa brasileña no se queda ahí. Se desbor­da en algunas expresiones relacionales —que expresan la dramática conexión de la casa con la calle— como «¡vá para a rua!» («Ve para la calle») o «¡vá para o olho da rua!» («ojo de la calle», expresión de despido). Estas expresiones denotan la violenta ruptura con un grupo social, con el consiguiente aislamiento del individuo, que ahora se enfrenta al mundo «do olho da rua», es decir, desde un punto de vista totalmente impersonal e inhumano. Del mismo modo, se dice «estou na rua da amargura» («estoy en la calle de la amargura») para designar la soledad o la ausencia de solidaridad de un determinado grupo social. Las metáforas y los símbolos en los que la casa se contrapone a la calle son abundantes en una sociedad en la que la casa se concibe no sólo como un espacio que puede albergar a los iguales (como es el caso de la familia norteamericana) y que a su vez está sometida a las normas vigentes en la calle, sino también como un ámbito especial: donde no hay individuos y todos son personas, es decir, todos los que habitan una casa brasileña se relacionan entre sí a través de los lazos de sangre, edad, sexo y vínculos de hospitalidad y simpatía que permiten hacer de la casa una metáfora de la propia sociedad brasileña.

Pero hay que destacar que en este caso la sociedad se concibe como una entidad especial. Un santuario más que un lugar de lucha y discordia. Un nido, más que una fábrica, donde se trabaja y se vive en un tiempo controlado por un propietario, un jefe y una lógica impersonal e incontrolada. Un espacio hostil al tiempo lineal, donde las cosas «de fuera», del mundo y de la calle no alcanzan, con sus nuevos valores de individualización y subversión, al viejo y buen orden establecido por las diferencias de sexo, edad y «sangre».

Cuando Gilberto Freyre escribió sus muy originales Casa-grande & senzala y Sobrados e mocambos, estaba ciertamente estudiando uno de los espacios más significativos de nuestra estructura social, espacios que reproducían en sus divisiones internas la propia sociedad con sus múltiples códigos y perspectivas. Hoy podemos ver que no se trata sólo de dos modos específicos de habitar, sino que estos espacios son dominios a través de los cuales la propia sociedad brasileña se actualiza y cobra vida.

La prueba de esta importante metáfora es otra metáfora. El hecho de que también nos refiramos a «casa» como el lugar de trabajo o incluso el país en su conjunto. Porque si el lugar de trabajo es una casa, eso es señal de que los patronos son padres (las palabras tienen la misma raíz) y sus empleados son sus hijos (o sus esposas). No creo que haya otra forma de explicar la expresión igualmente metafórica que dice que las autoridades son los «hombres», si no es para indicar complementariamente que sus inversos simétricos son mujeres o niños. En cualquier caso, el simbolismo de la casa y a través de la casa es amplio en nuestra sociedad. De casa viene también matrimonio, boda y pareja6, expresiones que denotan un acto relacional, plenamente coherente con el espacio de la vivienda y la residencia. Por todo ello, «ser expulsado de casa» significa algo violento, porque si somos expulsados de nuestros hogares, nos vemos privados de un tipo de espacio marcado por la familiaridad y la hospitalidad perpetuas que tipifican lo que llamamos «amor», «afecto» y «consideración». Del mismo modo, «estar en casa», o sentirse en casa, habla de situaciones en las que las relaciones son armoniosas y hay que evitar las disputas. No puedo convertir impunemente la casa en la calle y la calle en casa. Hay reglas para eso. Las normas rituales importantes que permiten esta relación también logran una síntesis esperada de todo el sistema, como se destacará más adelante. Los dos ámbitos, pues, son —como subrayó Gilberto Freyre en 1936, en un estudio que analizó por primera vez esos espacios en la sociedad brasileña— «enemigos» (1936: 47, vol. 1).

Vemos que esta «enemistad» tiene un carácter especial. Es sobre todo complementario porque no se puede hablar de la casa sin mencionar su espacio gemelo, la calle. Pero también hay que tener en cuenta que la oposición casa/calle tiene aspectos complejos. Es una oposición que no es estática ni absoluta. Por el contrario, es dinámico y relativo porque, en la gramaticalidad de los espacios brasileños, calle y casa se reproducen mutuamente ya que hay espacios en la calle que pueden ser cerrados o apropiados por un grupo, categoría social o personas, convirtiéndose en su «casa» o «punto». En este sentido, como ya he subraya­do en alguna ocasión (DaMatta, 1979), la calle puede tener lugares permanentemente ocupados por categorías sociales que «viven» allí como «si estuvieran en casa», como se subraya en el lenguaje corriente.

No hace falta insistir en que es en la calle donde deben vivir los sinvergüenzas, los matones, los maleantes y los marginales en general, aunque estos mismos personajes en su casa sean seres humanos decentes e incluso buenos hombres de familia. Del mismo modo, la calle es un lugar de individualización, de lucha y de pillería. Una zona en la que cada uno debe cuidar de sí mismo, mientras Dios cuida de todos, como dice el refrán tantas veces citado en situaciones en las que ya no se puede dar sentido a través de una ideología del hogar y de la familia; contextos, repito, en los que ya no se puede utilizar como marco moral el aspecto relacional y jerarquizante de nuestra constelación de valores.

Pero decir que «cada um está por si» («cada quién para sí») equivale a renunciar a un rígido control social que, en cierto modo, garantiza la pacificación de los ánimos y proporciona el orden de las cosas. Es un dicho que presenta el individualismo y los derechos individuales negativos, algo peligrosos, cercanos al conflicto abierto. De hecho, en la calle se pueden admitir contradicciones propias de este espacio. Pero en la casa hay que desterrar las contradicciones, so pena de provocar un mal-estar intolerable. Al fin y al cabo, la casa no admite contradicciones, si esas contradicciones no pueden ponerse inmediatamente en orden: en jerarquía o gradación. La equivalencia entre los sentimientos o la moral, común en la calle, es peligrosa en casa. Así, «em casa de enforcado não se fala em corda» («En casa del ahorcado no se habla de la cuerda»).

Pero, al igual que la calle tiene espacios habitables y/o ocupados, la casa también tiene sus espacios «callejeros». Ya sea porque hacen de puente entre el interior y el exterior —como las ventanas, los balcones, los salones, las cocinas, las entradas de servicio, los cuartos de los empleados y los patios traseros—, o porque el propio diseño de la casa urbana tradicional brasileña, precisamente la descrita con detalle por John Luccock, tiene un corredor de circulación que en un sentido muy preciso es igual a la calle como espacio único y exclusivo de relación de todas sus partes que funcionan como si fueran «casas». Así, la calle es a la casa como el pasillo con claraboya es a todas las habitaciones de la casa tradicional brasileña. Recorrer los pasillos equivale a caminar por las calles de una ciudad. Las puertas que daban a él eran como puertas de la calle, y los salones o balcones, las cocinas y los patios traseros eran como zonas de la propia ciudad: plazas y suburbios.

Pero todos sabemos que la casa delimita un espacio tranquilo, dominado por un grupo social que, en Brasil, se concibe como «natural». De hecho, entre nosotros la familia es igual a «sangre», «carne» y tendencias innatas que pasan de generación en generación, ya que una persona «puja» y «sale» como la otra, es decir, como su padre, su madre o sus abuelos (el excelente estudio de Abreu Filho, 1982). Es un discurso poderosamente implicado en la naturaleza y en la premisa de que esta naturaleza es independiente de las condiciones sociales, como lo demuestran hasta hoy los dramas policiacos de niños abandonados por sus padres y que son encontrados años después; o las ficciones antiguas y contemporáneas que, sobre todo en las telenovelas, abordan el tema con gallardía, imaginación y hasta alto dramatismo. Existen por lo tanto muchos dramas en los que por violar el espacio de la casa alguien es echado a la calle, para después de mil aventuras y sufrimientos, regresar al hogar con todas las ventajas que ello implica.

En cualquier caso, mientras la casa se distingue como un espacio de calma, descanso, recuperación, hospitalidad y en definitiva, como todo aquello que define nuestra idea de «amor», «afecto» y «calor humano», la calle se define como un espacio contrario. Como la tierra que pertenece al «gobierno» o al «pueblo» y que siempre está llena de fluidez y movimiento. La calle es un lugar peligroso. De hecho, siempre ha sido así, y las descripciones de este espacio cómo zona libre son copiosas. Así lo cuenta, por ejemplo, Hermann Burmeister, que, en 1850, paseando por las calles de Río, dijo:

«En ningún lugar encontré nada que mereciera la pena y la población no me pareció atractiva por su aspecto. En Río de Janeiro se encuentra mucha más gente de color, harapienta o semidesnuda, que blanca con ropa adecuada. Se nota, sobre todo, la ausencia de damas bien vestidas.» (1980: 63)

Más adelante, el mismo viajero habla exactamente como Ferdinand Denis, quien, en 1880, también vio a la gran sociedad o a la élite de Río, viviendo en lejanas casas de campo y dejando la «ciudad» con sus calles entregadas a capoeiras, vagabundos y gente de todo tipo. Ewbank hace la misma observación sobre este movimiento callejero cuando seña­la:

«Los gritos de los comerciantes de Londres son minucias comparadas con los de la capital brasileña. Los esclavos de ambos sexos pregonan mercaderías por toda la calle. Verduras, flores, frutas, raíces comestibles, aves de corral, huevos y todos los productos rurales: tartas, pasteles, rosquillas, dulces y caramelos, «tocino de cielo», etc., pasando continuamente bajo las ventanas.» (1976: 79)

Como se puede ver, las ventanas sirven de mediación entre el espacio interior de las casas y el espacio exterior de la calle. Tal vez una descripción más vívida de la calle, con su movimiento, nos ha sido legada por C. Carlos J. Wehrs, que dice en una página de su diario:

«Era una vida comercial ajetreada. Los portugueses, con pantalón y camisa, los más modestos iban descalzos, los que estaban un poco mejor, con zuecos, y los ricos con zapatos de cuero, sino que caminaban con las mangas de las camisas dobladas portando gruesos anillos de oro en los dedos… Se quedaban en las puertas de sus establecimientos o dentro de ellos, o bien bajaban a la calle donde sus vecinos o al mercado que estaba cerca, al principio de la calle [esta es una descripción de la calle Rosário a mediados del siglo xix], llevando su inevitable cigarrillo en la boca o, apagado, detrás de la oreja (...) alegremente, escupiendo a su alrededor. Cuanto mejor conociera esa palabrería, mejor podría tratar con esas personas y cerrar tratos con ellas.» (1980: 107)

Otro viajero, Daniel P. Kidder, que estuvo en Río de Janeiro también en torno a 1845, dice en su informe:

«Debido a la indulgencia e incluso a la indiferencia de la policía, un gran número de vagabundos deambulaba constantemente por las calles pidiendo limosna; indigentes de todo tipo se instalaban en determinados lugares de las calles de la ciudad, donde saludaban a los transeúntes en lamentos: “Favorece a tus pobres por el amor de Dios”.» (1980: 92)

Estas descripciones no revelan una realidad que ha cambiado drásticamente. Por el contrario, aún hoy la sociedad parece fiel a su visión interna del espacio de la calle como algo ajetreado, propenso a la desgracia y al robo, un lugar donde la gente puede ser confundida con indigentes y tomada por lo que no es. Nada peor para cada uno de nosotros que ser tratados como «gente común», como «zé-povinho sem eira nem beira» («ese pueblo que no tiene donde caerse muerto»). Nada más dramático para alguien de «buena familia» que ser tomado como un «niño de la calle»; o para una chica ser vista como una «mujer de vida alegre» o a alguien que pertenece al mundo del movimiento y del más pleno anonimato. Hacemos una ecuación reveladora entre el «nadie conoce a nadie», el «nadie es de nadie» y estados sociales altamente liminales como la bohemia, el carnaval y, por supuesto, la pre-criminalidad. No hay nada peor que tener que hacer una necesidad fisiológica en la letrina pública; o ponerse enfermo en un entorno desconocido. Hay gente que está realmente obsesionada con la idea de desmayarse en la calle, y no hay imagen más desgarradora que ver, en plena calle de la ciudad, a alguien teniendo un «ataque» de algo, perdiendo totalmente el control de sí mismo. Pero peor que todo esto es, evidentemente, morir fuera y lejos de casa, como un mero indigente con un periódico en la cara y ese cerco de cuatro velas amarillentas y baratas que representan, de una manera muy brasileña, una compasión y un respeto tan anónimos como los que vienen de los más profundo, cuando todos somos, sorprendentemente ¡pueblo!

Todo esto revela descaradamente lo peligroso que es el espacio público y cómo todo lo que lo representa es, en principio, negativo porque tiene un punto de vista autoritario, impositivo, viciado, fundado en el desprecio y en el lenguaje de la ley que, al igualar, subordina y explota. El punto crítico de la identidad social en Brasil es, sin duda, el aislamiento (y la individualización), cuando no hay posibilidad de definir a alguien socialmente a través de su relación con algo (ya sea una persona, una institución o incluso un objeto o actividad). No hay nada peor que no saber responder a la tremenda pregunta: «¿De quién se trata?».

En el próximo capítulo se investigará esto en detalle y desde otra perspectiva. Ahora basta con decir que constituye un ritual muy importante y altamente sombrío la primera vez que alguien (niño o niña) sale a la calle solo, siguiendo su propia cabeza, acompañando sólo a las personas de su edad, estando «naturalmente» sujeto a todos los peligros y tentaciones que llenan ese espacio. Es un momento opuesto a la visita, pero igualmente dramatizado por los consejos, las recomendaciones y las aflicciones. De hecho, no hay nada que se conserve mejor que estos pasos de la calle a la casa (en el caso del ritual de las visitas) y de la casa a la calle (en los momentos en que se sale de la casa, sobre todo cuando esto ocurre por primera vez). Es como si pusiéramos en contacto no sólo dos espacios, sino también dos tipos de temporalidad. El primero es el tiempo de la casa, de la familia y de los amigos, una duración cíclica que se reproduce cada vez que alguien sale de casa o entra en ella. Tiempo que se rehace en cada reunión de parientes, amigos y compadres en los almuerzos dominicales y en las fiestas donde se celebran las relaciones sociales. El segundo es un tiempo lineal: la duración acumulada e histórica. Una temporalidad impersonal que no da derecho a la nostalgia ni a la plena reversibilidad. El tiempo de la calle con sus movimientos desordenados y sus «disturbios»: en ocasiones, un tiempo de cambio inmoral...

En consonancia con esta visión de la casa y la calle, concebimos el movimiento como un modo típico de la calle. Algo así como un río que pasa y puede (o debe) verse con cuidado desde las ventanas, al amparo de las paredes y personas de la casa. Pero estos espacios, aunque tienen una relación compleja entre sí, no están separados. Se relacionan entre sí por sus subespacios (plazas, patios de iglesias, mercados, jardines, puertos, ventanas, cocinas y balcones) y también por las ocasiones especiales en que su comunicación es posible, obligatoria o deseable. Ya he hablado de las visitas y de la primera vez que uno sale de casa. También he comentado, aunque muy brevemente, cómo se celebran todos los cambios de posición dentro de la casa (nacimientos, cumpleaños, bautizos, compromisos, fallecimientos) y en la calle (nombramientos, ascensos, jubilaciones, etc.). Sin embargo, ahora es el momento de hablar más sobre estas relaciones y sus implicaciones sociológicas.

* * *

Es mi tesis que el sistema ritual brasileño es una forma compleja de establecer e incluso de proponer una relación permanente y fuerte entre la casa y la calle, entre «este mundo» y el «otro mundo». Es decir: la fiesta, el ceremonial, el ritual y el momento solemne son formas de relacionar conjuntos que constituyen a la vez partes separadas y complementarias del mismo sistema social. Su importancia, como he señalado sistemáticamente, no está en función del espíritu fiestero, cínico o irresponsable del brasileño. Es mucho más un mecanismo social básico mediante el cual una sociedad hecha con tres espacios puede intentar rehacer su unidad. Así, si el mundo cotidiano se hace a través de tres espacios y tres cosmovisiones diferenciadas y complementarias, el mundo de las fiestas —o el universo oficial— se hace siempre con dicotomías. En una de ellas tenemos la división entre «este mundo» y el otro, cuando enfocamos Brasil a través de un prisma moral y trascendente, religioso. El otro es un prisma político, igualmente moral, pero en el que el vínculo no se hace a través de oraciones, milagros y gracias (que, señalo, son formas de relacionar los dos mundos), sino a través de leyes, cartas, discursos, análisis y diagnósticos político-económicos. Siempre tenemos, en este vínculo, un modo «oficial» y otro popular. Como si la casa y la calle estuvieran siempre librando un combate civilizado y bien llevado por la posesión hegemónica, que no alcanzaran, de todo el sistema.

El hecho social importante, repito, es el descubrimiento de esa posibilidad de «leer» la sociedad brasileña, con su extenso sistema de rituales, como una sociedad que se debate en torno a visiones diferenciadas de sí misma. Así, todos los ritos públicos que asumen un aspecto legal, solemne, y que son controlados por el Estado o la Iglesia, vienen siempre de la calle (y, naturalmente, del «otro mundo») a la casa; mientras que todas las ceremonias domésticas tradicionales (nacimientos, bautizos, cumpleaños, bodas y funerales) hacen el movimiento contrario: abren la casa a la calle, transformando el espacio doméstico de la vivienda en algo público, un espacio donde los extraños pueden circular libremente. En cierto sentido, lo que sorprende es la observación de que, en Brasil, tenemos momentos rituales —fiestas— en los que el punto de partida es uno de estos espacios. Las fiestas callejeras son carnavalescas y unifican el mundo a través de una visión en la que la calle y la casa se convierten en espacios contiguos, unidos por una coexistencia temporalmente utópica de espacios rígidamente divididos en el mundo cotidiano.

El intercambio de lugares que define la civilización es la marca de un vínculo exitoso entre la calle, la casa y el otro mundo, ya que del carnaval pueden participar hasta la muerte y los santos. Pero las fiestas de la iglesia o del «otro mundo» son ocasiones en las que la sociedad se une del lado del espacio de la renuncia y el abandono del mundo. Espacio que delimita el poder del otro lado de las cosas, algo así como una realidad que permite llegar al extremo de la compensación moral. Por último, el espacio de la calle puede servir de soporte para los festivales patrocinados por el Estado nacional. Aquí no tenemos ni una tendencia a la inversión (como en los carnavales y fiestas populares en general), ni una tendencia a la neutralización (como en las fiestas del «otro mundo»). Pero tenemos un orden relacional marcado por la diferenciación, en el que las posiciones sociales externas se acentúan y se refuerzan indudablemente.

Tenemos, como ya indiqué una vez (DaMatta, 1979), tres focos de fiesta, pero tres momentos en los que se pretende la relación, la circulación y la religión del sistema como tal. ¿Serán las fiestas movimientos que parten de espacios específicos? ¿Se trata de discursos y llamamientos destinados a lograr la coherencia en una sociedad cuya piedra angular es la heterogeneidad? Es posible que esta sea una hipótesis productiva e interesante. Si se configura así, podemos formular la cuestión diciendo lo siguiente: en las sociedades tradicionales y semitra­di­cio­na­les, donde el sistema funciona siempre con la casa, la calle y el otro mundo como espacios sociales y principios de ordenación de la vida diferenciados pero complementarios, los rituales servirían como un mecanismo que apunta a la unificación general del sistema y tendrían siempre un carácter inclusivo. Más que celebraciones o conmemoraciones de un determinado ámbito, fecha, principio estructural, categoría social, serían verdaderos focos a través de los cuales se podría ver todo el sistema como una totalidad. Así, en estas sociedades, las conmemoraciones e inauguraciones serían menos importantes que los ritos que revitalizan el cosmos y buscan alcanzar, movilizar y transformar la propia sociedad en sus divisiones. Para utilizar una expresión de Weber, los ritos serían aquí espacios para crear una ética única en sistemas divididos por una doble o triple ética.

Pero el punto básico se mantiene, ya que es estudiando el espacio de una sociedad que se pueden abordar cuestiones tan importantes como su sistema ritual y la forma en esta sociedad crea su dinámica.

Jardim Ubá, septiembre de 1983
enero de 1985

Referencias

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1 Una versión preliminar de este trabajo fue publicada en el número 19 de la Revista do Patrimônio Histórico e Artístico Nacional, en 1984. El autor desea agradecer a João Leite, editor de la revista, y a Lélia Coelho Frota la invitación que le llevó a escribir este ensayo.

2 Nota de los traductores: Expresión que se utilizaba para designar los estados del interior de Brasil. Actualmente oficializado, Brasil Central se constituye como un grupo con los siguientes Estados: Maranhão, Rondônia, Mato Grosso, Mato Grosso do Sul, Tocantins, Goiás y el Distrito Federal.

3 Nota de los traductores: «Entrudo». Tal como lo propone el diccionario Reverso, «entrudo» es comúnmente traducido como «Carnaval». Se trata de una fiesta de origen portugués celebrada durante los tres días que preceden la cuaresma. En Brasil el «entrudo» se festejó como tal hasta mediados del siglo diecinueve para dar lugar luego al Carnaval.

4 Nota de los traductores: Organización urbana de la época del Imperio que consiste en una plaza (largo) alrededor de la cual se sitúan edificios de arquitectura colonial que generalmente albergan los órganos políticos (el Palacio o paço), religiosos (iglesias y conventos) y económicos (Casa da Moeda) de la ciudad.

5 Para que no piensen que estoy inventando, cito el significativo caso del escritor Aníbal Machado, porque estoy seguro de que hay una legión de otros hombres brasileños como él. Su hija María Clara dice en una conmovedora declaración sobre él: «Nada nuevo para el minero de Sabará [ciudad del Estado de Minas Gerais] que educó a sus hijas dividido entre su lado «machista patriarcal», hasta el punto de inscribirlas en un colegio de monjas, y el liberalismo de quien recibía en casa las audaces Pagu y Eneida o el modernista Oswald de Andrade» (Jornal do Brasil, Caderno a, 14 de febrero de 1984).

6 Nota de los traductores: En portugués, casamento, casadouro y casal, respectivamente.