«Cultura del discurso crítico»:
la identidad de los intelectuales
según la perspectiva sociolingüística de Gouldner

«Culture of Critical Discourse»: the Identity of Intellectuals according to the Sociolinguistic Perspective of Gouldner

Eugenia Fraga*

CONICET y Universidad de Buenos Aires (Argentina)

Palabras clave

Alvin Gouldner, Sociología de los intelectuales

Resumen: ¿Cuál es la identidad de los intelectuales? ¿Cuáles son los elementos que la definen? En este trabajo queremos responder a estas preguntas desde la perspectiva de una figura relevante pero parcialmente olvidada de la teoría social del siglo xx: Alvin Ward Gouldner. Gouldner se inscribe en el llamado «giro lingüístico»: el lenguaje, la comunicación y el discurso devienen el centro de sus preocupaciones. En particular, el modo en que el autor adopta dicho giro es a partir de la combinación creativa de la herencia de tres antiguos abordajes interesados en estas mismas cuestiones: el pragmatismo —enfocado en la argumentación y la lógica—, la hermenéutica —abocada a la interpretación y la comprensión—, y el «marxismo culturalista» —centrado en los símbolos y las representaciones—. Con todas estas herencias, da forma a una propuesta sociolingüística particular desde la cual construye una mirada novedosa acerca de la identidad específica de la clase intelectual, a la que denominará «cultura del discurso crítico». La definición de esta identidad y de sus elementos constituyentes la realizaremos a partir del estudio pormenorizado de la obra gouldneriana abocada a tal cuestión: sus textos producidos entre 1976 y 1981.

Keywords clave

Alvin Gouldner, Culture of critical discourse, Sociology of intellectuals

Abstract: What is the identity of intellectuals? What are the elements that define it? In this paper we want to answer these questions from the perspective of a relevant but partially forgotten figure in 20th century social theory: Alvin Ward Gouldner. Gouldner is part of the so-called «linguistic turn»: language, communication and discourse become the centre of his concerns. In particular, the way in which the author adopts this turn is from the creative combination of the inheritance of three previous approaches interested in these same questions: pragmatism —focused on argumentation and logic—, hermeneutics —dedicated to interpretation and understanding—, and «culturalist Marxism» —focused on symbols and representations—. With all these legacies, he shapes a particular sociolinguistic proposal from which he builds a new outlook about the specific identity of the intellectual class, which he will call «critical discourse culture». The definition of this identity and its constituent elements will be carried out from the detailed study of the Gouldnerian work devoted to this question: his texts produced between 1976 and 1981.

* Correspondencia a / Correspondence to: Eugenia Fraga. Universidad de Buenos Aires. Avenida de San Juan, 2190-13.° D (1213 CABA-Argentina) –
euge.fraga@hotmail.com – http://orcid.org/0000-0003-0102-2431.

Cómo citar / How to cite: Fraga, Eugenia (2023). «“Cultura del discurso crítico”: la identidad de los intelectuales según la perspectiva sociolingüística de Gouldner». Papeles del CEIC, vol. 2023/2, papel 289, -15. (http://doi.org/10.1387/pceic.24195).

Fecha de recepción: enero, 2023 / Fecha aceptación: junio, 2023.

ISSN 1695-6494 / © 2023 UPV/EHU

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1. Introducción: Gouldner y el giro lingüístico

¿Cuál es la identidad de los intelectuales? ¿Cuáles son los elementos que la definen? Estas inquietudes tienen relevancia contemporánea, no sólo por el hecho fáctico de que siguen existiendo y, aún más, se extienden cuantitativamente las profesiones científico-académicas en todo el globo, sino también porque, frente a un mundo en creciente estado de crisis, el rol intelectual puede y debe volver a preguntarse sobre las posibilidades, las limitaciones, y los modos deseables de intervenir en él.

En realidad, estas preguntas fueron realizadas e intentaron responderse muchas veces ya, desde perspectivas diversas que, sin embargo, pueden agruparse bajo el paraguas de lo que se conoce como sociología de los intelectuales. Desde la obra seminal de Karl Marx, y el debate abierto por él, por una vía, entre Vladimir Lenin y Leon Trotsky, y por otra vía, de Karl Mannheim y Antonio Gramsci, hasta Pierre Bourdieu y Jean-Paul Sartre —pasando por figuras menos famosas pero igual de relevantes, como Charles Wright Mills, Lewis Coser, Randall Collins o Edward Shils—, tal y como hemos desarrollado en otro texto (Fraga, 2021).Y esto por limitarnos a autores de los centros académicos mundiales, porque también podríamos incluir los debates sobre el rol intelectual desplegados en las periferias, desde José Ingenieros en Argentina hasta Edward Said en Palestina.

En este trabajo queremos responder a la pregunta por la identidad intelectual desde la perspectiva de una figura relevante pero parcialmente olvidada de la teoría social del siglo xx: ­Alvin Ward Gouldner, quien dedicó largas páginas a la cuestión, y en las cuales construyó una mirada singular sobre el tema. Sociólogo crítico estadounidense, Gouldner inscribió sus reflexiones sobre la identidad intelectual en aquella oleada de la segunda mitad del siglo pasado que cambió el énfasis de las explicaciones en las disciplinas humanísticas: el llamado «giro lingüístico». En efecto, en la obra de Gouldner, el lenguaje, la comunicación y el discurso devienen el centro de sus preocupaciones. En particular, el modo en que el autor adopta dicho giro es a partir de la combinación creativa de la herencia de tres antiguos abordajes interesados en estas mismas cuestiones: el pragmatismo —enfocado en la argumentación y la lógica—, la hermenéutica —abocada a la interpretación y la comprensión—, y el «marxismo culturalista» —centrado en los símbolos y las representaciones—. Así, a lo largo de su obra, Gouldner hace uso de la filosofía del lenguaje (Voloshinov, 1973) y la sociología del lenguaje (Fishman, 1968 y 1971), de la lingüística (Sebeok, 1974) y la sociolingüística (Gumperz, 1971; Gumperz y Hymes, 1972).

En primer lugar debemos señalar los antecedentes teóricos en los cuales el autor se apoya para desplegar su propuesta sobre la identidad intelectual, así como los pensadores contemporáneos a él con los que su propuesta dialoga, y finalmente cómo ella fue retomada por teóricos sociales posteriores a él.

Para comenzar, entonces, veremos que Gouldner fundamenta su noción de un discurso crítico en los estudios sociolingüísticos de principios de la década del 70. En efecto, el discurso crítico es una profundización del sociolecto elaborado de Basil Bernstein, cuyos mecanismos difieren de su código lingüístico restringido, o causal en palabras de William Labov. En este marco sociolingüístico, Gouldner definirá sus conceptos centrales nutriéndose tanto de la filosofía europea como de la teoría social norteamericana. Así, lee y trae a cuento al marxismo culturalista, a la fenomenología existencialista, a la hermenéutica y al pragmatismo, dando una forma singular a la mezcla de ingredientes que típicamente da por resultado lo que desde mediados del siglo xx sería conocido dentro del ámbito académico como «nueva izquierda» en las disciplinas humanísticas. Más concretamente, para su desarrollo del concepto de la nueva clase profesional que hace uso de la CDC, Gouldner retoma de Antonio Gramsci su historización de principios de siglo acerca de los sectores intelectuales, así como el análisis crítico del mismo sector por parte de Charles Wright Mills, figura de la nueva izquierda, de mediados de siglo. En la estela de Gramsci, Wright Mills y Gouldner aparecerán finalmente los estudios empíricos críticos sobre el campo académico de Pierre Bourdieu, ya a finales del siglo xx. En otra línea, para contextualizar la aparición y difusión de la CDC ­Gouldner retomará de Robert Park su historización de principios de siglo acerca de la opinión pública y los medios de comunicación de masas, así como el análisis crítico de dichos medios por parte de los autores de la Escuela de Frankfurt, especialmente Theodor Adorno y Max Horkheimer, de mediados de siglo. En paralelo a esto, será su contemporáneo Jürgen Habermas quien se ocupará, en un tono muy similar y ya en la década del 60, de realizar una nueva historización crítica de la opinión pública, de la que Gouldner también será lector.

Por otro lado, para analizar las consecuencias del uso de la CDC en tanto identidad intelectual, Gouldner retoma los estudios empíricos sobre el vínculo entre universidad y política realizados por colegas de su país, por la misma época en que él estaba escribiendo. En simultáneo, desde los 60 y a lo largo de los 70, será otro frankfurtiano nuevaizquierdista, Herbert Marcuse, quien teorizará largamente sobre la politización de la universidad y la radicalización de los intelectuales, teorizaciones con las que Gouldner también entra en diálogo.

Finalmente, para la definición técnica de las características principales de la CDC en tanto identidad intelectual, Gouldner hereda las reflexiones de la primera mitad del siglo de Martin Heidegger acerca del proyecto matemático de autofundamentación de las ciencias. En el mismo camino y en contacto explícito con Gouldner, será de nuevo Habermas quien sistematizará, desde los 80 y con semejanzas notables, una teoría de la acción comunicativa y discursiva como distintas a la acción instrumental predominante en las sociedades modernas occidentales.

Luego de esta localización de los aportes de Gouldner en el marco de la historia de las ciencias sociales y humanas del siglo xx, podemos ver con más claridad cuál es la singularidad del aporte del autor dentro del amplio campo de la sociología de los intelectuales, pasada y presente. Pues ninguna de las otras figuras del campo combinó esta variedad de corrientes de pensamiento —a saber, el marxismo con el pragmatismo, la lingüística, la hermenéutica—. El único que realizó esta misma mezcla fue Habermas, pero este último no tiene una reflexión sistemática sobre la identidad y el rol de los intelectuales, como sí la tiene Gouldner.

La obra de Gouldner es extensa por lo que se presta a ser dividida en etapas: 1954-1969, 1970-1975 y 1976-1981. Durante la etapa de juventud, los textos más relevantes publicados por el autor fueron La burocracia industrial, de 1954, y La sociología moderna: una introducción al estudio de la interacción humana, de 1963. En otro lado (Fraga, 2022), hemos mostrado cómo de los elementos allí desarrollados puede destilarse una «teoría crítica de la comunicación», construida en torno a nociones como las de símbolos, significados, expresión, opinión, lenguaje verbal y corporal, habla, escritura y gestualidad, emisión y recepción de mensajes, codificación y decodificación, conversación y diálogo, entre las más relevantes. Durante la etapa intermedia de su obra, los textos centrales publicados por Gouldner fueron La crisis de la sociología occidental, de 1970, La sociología actual: renovación y crítica, de 1973, y El lado oscuro de la dialéctica: hacia una nueva objetividad, de 1975. Como hemos desarrollado con mayor profundidad en otro lado (Fraga, en prensa), de esta etapa intermedia de la obra gouldneriana puede sistematizarse una verdadera «teoría crítica del lenguaje», entendido este último como creador de realidades alternativas a las dominantes.

Pero en este artículo nos interesa profundizar en la etapa de madurez de la obra de Gouldner, pues es allí donde se localizan los elementos que nos permitirán sistematizar las dimensiones principales que hacen a la identidad específica de la clase intelectual. Específicamente, rastrearemos sus textos La dialéctica de la ideología y la tecnología, de 1976, El futuro de los intelectuales y el ascenso de la nueva clase, de 1979, y Los orígenes del marxismo y la sociología de los intelectuales, de 1981. En ellos se encuentran varios desarrollos que amplían sus contribuciones anteriores. En primer lugar, un análisis del nivel «paleosimbólico» de los discursos: de lo «prelingüístico» y «presimbólico», como distinto del nivel lingüístico y simbólico propiamente dicho. En segundo lugar, un análisis de la «revolución comunicacional» y sus efectos en los «discursos ideológicos» y su «gramática», con una propuesta de «política crítica de los medios informativos. En tercer lugar, la construcción de una teoría de la «clase intelectual» en tanto «comunidad de habla», asociada a lo que el autor denomina su «cultura del discurso crítico». Al respecto, se despliegan sus aserciones, justificaciones, autoridades, argumentaciones, refutaciones, «tecnicalidades», reflexividades, disciplinas, renuncias, explicitaciones, contextualizaciones, sensibilidades, etc. Por último, un análisis de los «binarismos», «paradojas», «confrontaciones» y «metaforicalidades» de tal cultura del discurso crítico. En otras palabras, es un intento de conectar los discursos con sus dimensiones sociales, históricas, políticas, pero también con sus dimensiones creativas y subjetivas. De todos estos elementos, en el presente escrito nos enfocaremos entonces, como hemos adelantado, específicamente en lo que hace a la cultura del discurso crítico, nombre que Gouldner le da a la identidad propia de la clase intelectual. Cabe aclarar, por último, que este escrito no realiza una simple lectura del trabajo de Gouldner, sino que se opera ampliando su propuesta, referenciando a otros autores y debates que son anteriores, contemporáneos y posteriores a la suya, y proponiendo ir «con Gouldner, más allá de Gouldner».

La estructura del artículo será la siguiente. Para poder responder a las preguntas que nos hicimos al inicio, y para probar la hipótesis de que la obra de madurez de Gouldner permite sistematizar una reflexión singular y relevante sobre el rol y la identidad intelectual —por lo cual, como se verá, muchas veces nos apropiaremos y haremos eco de la propuesta del autor—, dividiremos el escrito en varios apartados. Luego de esta introducción, iremos trabajando con cada uno de los textos mencionados en orden cronológico de su publicación por parte de Gouldner, señalando en cada caso los conceptos principales de cada uno. Así, de La dialéctica haremos hincapié, en un primer subapartado, sobre la gramática de la racionalidad y la discusión colectiva; en un segundo subapartado, sobre el consenso argumental y la reflexividad crítica; en un tercer subapartado, sobre la autofundamentación discursiva y la crítica de la autoridad; y en un cuarto subapartado, sobre la revolución comunicativa y la racionalidad pública. Luego, del libro El futuro haremos hincapié, en un quinto subapartado, sobre los conceptos de la comunidad lingüística y de la disciplina expresiva; en un sexto subapartado, sobre el sistema educativo y la radicalización política; y en un séptimo subapartado, sobre la alienación cultural y la militancia partidaria. Finalmente, de su último libro, Los orígenes, haremos hincapié, en un octavo subapartado, sobre los conceptos de igualitarismo, populismo y multiculturalismo discursivos. Para terminar, trazaremos unas conclusiones que, por un lado, resuman y organicen lo visto a lo largo del artículo, y, por otro, abran la puerta a ciertas inquietudes para retomar en trabajos futuros. Ahora sí, entonces, arranquemos.

2. La dialéctica de la ideología y la tecnología (1976): las bases lingüísticas

2.1. Gramática de la racionalidad y discusión colectiva

Empecemos bien por el principio. En el «Prefacio» a su seminal libro de 1976, La dialéctica de la ideología y la tecnología, Gouldner introduce por primera vez la propuesta de concebir a las «ideologías» como una «forma de discurso» especial a la que, basándose en una serie de estudios previos de carácter sociolingüístico en los que ahondaremos más abajo, llama «código lingüístico elaborado». A este tipo especial de código, típicamente usado por los sectores intelectuales de la sociedad en el marco de la lucha ideológico-política, Gouldner le va a asignar un nombre que será la noción clave en torno a la cual girará todo su propio proyecto intelectual desde este momento y hasta su muerte, pocos años después: la «cultura del discurso crítico», o CDC (Gouldner, 1978: 13)

En el contexto de una modernidad racionalizada como la que habitamos, y sobre todo dentro de los grupos sociales especializados en el uso de la palabra oral y/o escrita —desde la oratoria y la retórica políticas hasta la lógica y el lenguaje científicos—, los modos de alcanzar y construir consensos no pueden ya ser, como en el pasado, aceptados por la mera fuerza de las cosas —como la religión, la tradición o la autoridad—, sino que sólo pueden ser argumentales (Habermas, 2010). Sabiendo esto, Gouldner muestra cómo no solamente el contenido de los consensos a los que se arriba, sino que las reglas mismas de los procedimientos argumentales por medio de los cuales se arriba a esos consensos, son materia de discusión. Si para llegar a un consenso se requieren ciertas normas, entonces es un prerrequisito de todo consenso llegar a un consenso previo sobre las mismas, por parte del grupo que discute. Esto podría dar la imagen de una «regresión infinita» de las discusiones, y en efecto en la modernidad en principio todo puede discutirse, pero existen unos límites a la discusión racional que son, pues, los de la cultura del discurso crítico. En efecto, sólo pueden discutir los sujetos que se ajusten a alguna «gramática de la racionalidad», esto es, que entren en la discusión aceptando a la razón como parámetro último en función del cual evaluar lo discutido, tanto en su contenido como en su procedimiento. Así, por ejemplo, tanto las discusiones políticas como las discusiones científicas, además de ser discutidas internamente, se encuentran abiertas a su puesta en debate por parte de la comunidad más amplia de los «doctos no especialistas», es decir, de todas las personas con capacidad de raciocinio. Es a esta gran comunidad humana de debate el lugar a donde pueden remitirse en última instancia todas las discusiones especializadas, pues ella implica con su misma existencia un parámetro general de racionalidad que abarca los distintos paradigmas en disputa dentro de cada disciplina y esfera (­Gouldner, 1978: 43).

De este modo, se ve cómo toda la variedad posible de «lenguajes artificiales» técnicos y/o científicos son en última instancia variantes lingüísticas, esto es, «sociolectos» de un «lenguaje compartido» más amplio, del código lingüístico natural. En la modernidad, el lenguaje natural compartido adquiere un carácter fuertemente racionalizado, por lo que compartir la capacidad lingüística es también compartir una gramática de la racionalidad, y compartir una cultura del discurso crítico, pues es en función de dicha racionalidad que se pueden poner en cuestión las argumentaciones propias y ajenas. Por ello, en último término, la actividad intelectual, especializada en la crítica, puede ser no sólo referida por el lenguaje lego, sino incluso juzgada por no especialistas. Entonces, la validez que puedan o no poseer las diferentes «pretensiones de verdad» presentadas por los discursos especializados puede al fin y al cabo entenderse como la de «propuestas y contrapropuestas en un diálogo» entre una comunidad más restringida —por ejemplo, científica—, y la comunidad más amplia —de interesados que comparten la cultura del discurso crítico—. Por eso toda idea, toda teoría, toda ideología, etc. son en cierto sentido nada más —y nada menos— momentos en un proceso de «discusión en marcha». Son respuestas a preguntas anteriores, son contestaciones a afirmaciones precedentes, son observaciones que se añaden a miradas vigentes. Mediante su despliegue en el tiempo, de la discusión colectiva de cada alocución surgirán acuerdos y desacuerdos, rechazos y selecciones (ibídem: 44).

2.2. Consenso argumental y reflexividad crítica

Pero eso no es todo lo que La dilaéctica tiene para decirnos. También nos explica que el discurso crítico es un discurso racional porque implica la aceptación de ciertas reglas a las que se intenta acomodar y en función de las cuales evalúa los distintos argumentos ajenos y propios. Pero esto no quiere decir que el discurso crítico sea un «modo teóricamente perfecto de cognición con validez intemporal» (Gouldner, 1978: 66), puesto que, por el contrario, la cultura del discurso crítico es una cultura históricamente condicionada que surgió en una época y lugar bajo ciertas circunstancias específicas relativas al grado de desarrollo de los procesos racionalizadores típicos de la modernidad. Entonces, se trata de una serie de reglas discursivas históricamente creadas, que pretenden cumplir cuatro puntos clave: obligan a la justificabilidad de las aserciones; desestiman las justificaciones que apelan a algún tipo de autoridad; orientan hacia justificaciones argumentales, es decir, que puedan ser comprendidas, explicadas y legitimadas discursivamente; con el objeto de, finalmente, alcanzar algún tipo de consenso voluntario, en lugar de una coacción forzada.

Este conjunto de reglas discursivas constituye lo que Bernstein (1972, 1973 y 1975) llamó en primera instancia «código lingüístico elaborado» y luego «variante socioingüística elaborada», para distinguirlos del código o sociolecto «restringido», que es el utilizado en el contexto de la vida cotidiana por todas las personas. Este último es el lenguaje natural, al que Labov (1972a) llamó «lenguaje causal», por su carácter práctico, instrumental, abocado a la resolución de los problemas típicos del día a día de cualquier ser humano. El lenguaje causal o sociolecto restringido es aquel en que el hablante presta la atención mínima requerida al lenguaje, utilizándolo de manera cuasi automática y naturalizada, es decir, de manera muy poco reflexiva. Frente a esto, los códigos elaborados, posibilitados por la cultura del discurso crítico, son altamente reflexivos, pues deben observar cuidadosamente su uso del lenguaje. Los niños, así, van adquiriendo esta capacidad sólo con el paso del tiempo y el aprendizaje, y dicha capacidad sólo adquiere su máxima expresión o su forma más desarrollada en los adultos que se han especializado en alguna de las variantes de código elaborado, como el lenguaje ideológico o el científico (Gouldner, 1978: 89 y 92).

La variante lingüística elaborada, como toda forma de lenguaje, presenta algunos beneficios y algunos perjuicios. Entre los beneficios, es notable que un lenguaje con tal nivel de reflexividad y de abstracción permite presentar «realidades alternativas» respecto de la realidad dada. En la medida en que no se limita a describir lo que ve, a re-presentar lo existente, y con ello, a conservar y re-producir el status quo, el tipo de código elaborado mantiene una relación crítica con dicho status quo, y una orientación de trascendencia respecto del mismo. Por otro lado y al mismo tiempo, entre los perjuicios de este sociolecto, se encuentra el hecho de que esa misma abstracción y su distancia reflexiva contienen la posibilidad de que el sujeto que lo utiliza se sienta y se vea «alienado» respecto de los demás sujetos, del resto del mundo cultural y natural, e incluso respecto de sí mismo (Bernstein, 1973).

La cultura del discurso crítico lleva entonces inscrita la potencialidad de una escisión entre sentimiento y pensamiento, entre práctica y teoría, entre objeto y sujeto, pues lo que se gana en reflexividad se pierde en espontaneidad. Y es que el discurso crítico implica una «disciplina autovigilante» respecto del propio lenguaje, para lograr que en toda circunstancia este se ajuste a las normas y convenciones de la racionalidad. El discurso crítico no es sólo un lenguaje, sino un metalenguaje; no sólo es una forma de comunicar, sino que constituye una «metacomunicación». Porque debe en todo momento y lugar prestar atención a lo que se expresa y a cómo se expresa, a su relación con otras expresiones hechas por uno mismo y por otro, y a la posibilidad de que en cualquier momento lo expresado pueda ser cuestionado o negado por otras expresiones posteriores. Esta posibilidad siempre latente de la crítica lleva a estar en un estado de alerta constante, único modo de estar listo frente a su eventualidad y tener argumentos y justificaciones a mano. La cultura del discurso crítico, en definitiva, implica el contacto constante con la incertidumbre, no sólo respecto a lo que vayan a hacer o decir los demás, sino incluso respecto de la continuidad y legitimidad de las propias ideas, saberes, convicciones (Gouldner, 1978: 91).

2.3. Autofundamentación discursiva y crítica de la autoridad

Continuando con un tercer bloque de contribuciones que podemos extraer de La dialéctica, vemos que la cultura del discurso crítico se manifiesta de modo paradigmático en el lenguaje de los intelectuales, sea en sus variante más científica o más ideológica. En efecto, el código elaborado constituye la «estructura profunda» del discurso y la racionalidad compartida por estos grupos. Es decir, más allá de las diferencias entre los múltiples y muy diversos paradigmas científicos y las múltiples y muy diversas posiciones ideológicas que los distintos grupos intelectuales puedan tener, todos ellos adhieren a una misma cultura discursiva crítica. Dicho de otro modo: la ideología común de todos los intelectuales es una «ideología del discurso», lo cual implica, asimismo, que toda ideología política específica defendida por un intelectual, esto es, que todo «proyecto de reconstrucción comunitaria» que proponga, siempre asigna, aunque sea tácitamente, un lugar de relevancia para la propia actividad intelectual. En pocas palabras, la ideología del discurso crítico considera central el estudio, la especialización y la utilización del lenguaje como medios de transformación social (Gouldner, 1978: 94; 174).

En toda sociedad histórica que tuviera algún grado de diferenciación interna entre funciones sociales existieron capas más o menos amplias, más o menos importantes, abocadas a la tarea intelectual. Sin embargo, los intelectuales sólo comienzan a ser producidos en masa a partir del advenimiento de la sociedad moderna, con su despliegue del sistema de educación pública, alejada del hogar y por ende distancia del sistema familiar. La intelectualidad moderna es producto del proceso de secularización de las anteriores capas medievales de intelectuales religiosos que, en tanto tales, solían estar sujetos a la supervisión estrecha de la organización eclesiástica. Esta falta de libertad profesional los obligaba a cumplir una función, por así decir, de respaldo a las autoridades feudales, por lo que se los suele catalogar como «intelectuales orgánicos» (Gramsci, 1984).

Con el proceso de secularización, en cambio, los intelectuales van teniendo cada vez más espacio para «desacralizar las pretensiones de autoridad» de las instancias de poder social. Esto habilita el surgimiento de la cultura del discurso crítico, aquella que, como hemos visto, sostiene que todo enunciado puede ser negado, que todo argumento puede ser criticado, y que las razones dadas deben basarse no ya en estatus privilegiados o incluso sagrados, sino en su propia fuerza racional (Gouldner, 1978: 95). Así, la cultura del discurso crítico afirma que el discurso debe sostenerse por sí mismo, es decir, que toda alocución debe cumplir con su propia «autofundamentación». Se ve la relación entre esta cultura discursiva y el lenguaje científico pues, en última instancia, el «proyecto matemático» es el modelo paradigmático de un lenguaje que no se apoya en nada que quede por fuera de él mismo (Heidegger, 2012).

2.4. Revolución comunicativa y racionalidad pública

Para cerrar con los aportes de ese libro ya clásico que fue La dialéctica. Así como no podemos comprender la cultura del discurso crítico sin hacer referencia a los grupos «letrados», «cultos», «educados», a los grupos intelectuales, tampoco podemos comprender dicha cultura sin hacer referencia a los públicos. Los públicos modernos, emergidos a la par de la «revolución de las comunicaciones» —esto es, desde el periódico pasando por la radio y la televisión hasta la internet y las redes sociales—, constituyen la materia prima con la que se han creado, históricamente, desde los partidos políticos hasta la generalidad de los movimientos de masas, en función de su «interés por la opinión» pública y del debate en el espacio público (Gouldner, 1978: 156). Lo que esta relación entre código elaborado y público está indicando, es no solamente la necesidad de un estudio de la historia y de las posibilidades de los públicos en vinculación con las masas (Park, 1996), sino también la necesidad de un análisis crítico de los obstáculos que el funcionamiento real de los públicos modernos supone para el despliegue del debate racional (Adorno y Horkheimer, 2001).

Así, desde el surgimiento del espacio público moderno, la «noticia» en torno de la cual él siempre gira en última instancia fue sufriendo una serie de modificaciones (Habermas, 1981). A lo largo de los siglos, acaeció un desarrollo por medio del cual se obligó a que la noticia fuera cada vez más «interesante», pero por ello mismo también cada vez más «trivial». En consecuencia, en el fenómeno contemporáneo de la noticia se han separado interés e importancia. Aunque hoy nos encontramos con que los diversos medios de comunicación contienen un volumen de información mayor que nunca antes en la historia, y que esa información está más disponible y accesible que nunca, el modo de presentación de la información contribuye cada vez menos a la acumulación de «racionalidad pública». Cuanto más la meta de los medios es despertar el interés del público —en el sentido de atraer subjetivamente su atención—, más útil resulta a dicho fin el aumento del factor «entretenimiento», y la disminución del factor crítico. La actual promoción tan extendida de «diversiones narcotizantes» actúa inhibiendo la reflexión crítica sobre la información presentada (Gouldner, 1978: 160).

3. El futuro de los intelectuales (1979): la especificidad intelectual

3.1. Comunidad lingüística y disciplina expresiva

Tres años después de La dialéctica, en 1979, Gouldner publica un nuevo libro, El futuro de los intelectuales y el ascenso de la nueva clase, en donde profundiza en la vinculación entre la cultura del discurso crítico y la clase profesional, a la que ahora divide con mayor claridad entre su rama técnica y su rama intelectual. Desde hace un tiempo se viene hablando de cómo el capitalismo contemporáneo generó estructuralmente las condiciones para que una de las clases sociales emergidas en su seno cobrara cada vez mayor centralidad en la reproducción —o no— del sistema. Nos referimos a aquello que se ha venido llamando la «nueva clase media», o «nueva clase», constituida por los estratos profesionales; se la denomina «clase media» porque no es ni clase alta ni baja, ni la más poderosa ni la más carenciada, pero se le agrega el adjetivo «nueva» porque no se trata ya del estamento intermedio de la sociedad feudal —constituida por artesanos y pequeños comerciantes—, sino de una clase estrictamente moderna (Wright Mills, 1957).

La nueva clase profesional no es homogénea internamente, sino que puede dividirse claramente en dos partes: la «intelligentsia» y la «intelectualidad» —división que Gouldner hereda de la clásica distinción realizada décadas antes por Charles Percy Snow (1959), aunque le agrega sus propias torsiones—. La intelligentsia es el grupo de profesionales técnicos, expertos, generalmente empleados por burocracias tanto en el ámbito del estado como del mercado. Los intelectuales, en cambio, son el grupo de profesionales de corte más académico, asociados a las universidades, a los centros de investigación, al periodismo público y a los movimientos políticos. Por eso, aunque como veremos ambos sectores comparten la cultura del discurso crítico, no lo hacen del mismo modo, pues la «barrera burocrática» de la intelligentsia aparece más frecuentemente como obstáculo al rasgo crítico de dicha cultura discursiva, mientras que los intelectuales hacen uso más libre de la crítica, defendiendo generalmente algún tipo de emancipación social o incluso de revolución social. Dicho de otro modo, aunque la CDC es la ideología común compartida por la nueva clase, la intelligentsia técnica a veces la mantiene latente, mientras que los intelectuales humanistas suelen hacerla manifiesta (Gouldner, 1980: 71 y 76).

Lo que distingue a la nueva clase de intelectuales e intelligentsia es el hecho de que constituye una «comunidad lingüística»1: ambos grupos se expresan por medio de aquella variante especial de lenguaje elaborado de la que hemos venido hablando. En efecto, y más allá de los diversos lenguajes técnicos, expertos, y de los diversos paradigmas y posicionamientos de cada uno de los miembros de esa clase, todos ellos adhieren a la CDC. La CDC es entonces la «infraestructura latente pero movilizable» de todo lenguaje moderno especializado, y se caracteriza por su orientación hacia un tipo de discurso «cuidadoso» a la vez que crítico. Para ejercer ese tipo de discurso se requieren ciertas habilidades sociales que son precisamente las que los sectores profesionales poseen de modo particularmente desarrollado, luego de haber pasado por una educación especializada. Por ello, la CDC no es sólo un rasgo enfatizado de la nueva clase, sino un interés a defender: la supervivencia de dicha clase y su relevancia social vienen dadas por la defensa de su variedad lingüística, por el impedimento de cualquier tipo de censura hacia el discurso crítico, y aún más, de su reconocimiento como «patrón del buen lenguaje». Es en este sentido que puede afirmarse que la CDC es la ideología común de la nueva clase, producto de su específico «capital cultural», y el núcleo mismo de su identidad (ibídem: 48-50).

La CDC, en efecto, es un lazo común entre los intelectuales y la intelligentsia pues, como lenguaje, los une de modo semejante como están unidos los hablantes de un mismo idioma —es su identidad compartida, podría decirse—. Toda lengua unifica a sus hablantes, facilitando la comunicación entre ellos, pero también funciona estableciendo ciertas fronteras, y con ello dificultando la comunicación entre los hablantes de lenguas distintas. Otro modo más general de decir lo mismo es que toda identidad instaura a su vez una diferencia. La CDC, como todo lenguaje, acerca a unas personas pero también aleja entre sí a otras. Por otra parte, así como dentro del grupo de hablantes de un mismo idioma existen multiplicidad de diferencias y distancias, también entre la clase especializada en la CDC existen un sinfín potencial de distancias, desde distancias teóricas o metodológicas hasta distancias políticas y valorativas, e incluso distancias estructurales como las económicas o las étnicas. Como todo lenguaje, entonces, la CDC es fuente de hostilidades como de solidaridades (ibídem: 51).

La CDC no busca lograr el consenso de aquellos a quienes de dirige por medio la fuerza, sino voluntariamente, por medio de un acto lingüístico específico que es la justificación argumental. En este sentido, el «buen lenguaje» o «lenguaje serio» es aquel que puede hacer y hace explícitos sus principios, y que se orienta por ellos una vez explicitados. Además, considera que la validez de los enunciados debe evaluarse sin referencia a la posición social de los hablantes. Por todo ello, el lenguaje de la CDC tiene algo de impersonal, de abstracto, de teórico. En otras palabras, se caracteriza por ser relativamente ajeno al contexto concreto de comunicación, por ser relativamente independiente de la situación en curso. Esto significa que es más reflexiva y autocontrolada, por dos motivos. Por un lado, al estar orientada por pautas generalizadas, supone que lo que se dice siempre puede ser erróneo o inadecuado, y por lo tanto la CDC está siempre sujeta a alternativas. Por otro lado, al hablar acerca del habla, es decir, al constituir una forma de metacomunicación, problematiza y escrutina su propio lenguaje, para corregirlo en función de esas reglas. La CDC, en definitiva, exige una fuerte «disciplina expresiva», sólo posible a partir de cierto grado de «renuncia a los instintos», a la comunicación automática (ibídem: 48-49). En efecto, más allá de «qué» se dice, lo más importante es «cómo» se dice, o aún mejor, cómo se argumenta lo que se piensa (ibídem: 83).

3.2. Sistema educativo y radicalización política

Otro punto central para nuestros intereses, que hallamos en El futuro, es que la producción en masa de la nueva clase profesional es consecuencia del sistema moderno de educación pública, no sólo en el nivel secundario sino también en el terciario o universitario. En efecto, toda escuela produce una «conversión lingüística» de sus alumnos, al apartarlos parcialmente de los lenguajes naturales de la vida cotidiana, especialmente familiar, y acercarlos crecientemente hacia el lenguaje especializado. En parte, lo que a los alumnos se les enseña es, sin quererlo, a pedir justificaciones por toda posición, y, con ello, a justificar toda autoridad, incluida la de sus padres o personas a cargo. Pues aunque las escuelas fueron creadas para ayudar a adaptar a los niños y jóvenes a las instituciones dominantes de la sociedad, al motivar a la adquisición de una CDC se genera, aunque inconscientemente, una promoción de la desviación, en la forma de un desafío, desde la gramática de la racionalidad transmitida, del status quo y sus instancias de poder. Así, el sistema educativo implica desde sus grados más iniciales un socavamiento de la autoridad y la tradición, y una tendencia sistemática al disenso (ibídem: 66-67).

Lo mismo sucede en la universidad, y a un grado aún mayor. La universidad fue pensada para integrar a los jóvenes adultos al sistema laboral existente y al orden social más en general. Sin embargo, y aunque de modo no siempre intencional, se enseña no sólo a argumentar y razonar sino a pedir de otros argumentos y razones que siempre pueden ser evaluadas y rechazadas (ibídem: 68-70). Así, existen múltiples estudios que muestran que durante los años de cursada en la universidad, los niveles de pensamiento crítico de los estudiantes —que incluye capacidades como el «reconocimiento de supuestos no explicitados» en la argumentación ajena— aumentan sustancialmente, sobre todo en los dos primeros años que constituyen, en este sentido, un verdadero salto respecto a la enseñanza básica. Del mismo modo, otros estudios muestran que pasar por la universidad inculca a los estudiantes una serie de habilidades fundamentales vinculadas al discurso crítico, como ser la disminución de toda forma de dogmatismo —incluidos el etnocentrismo y el fundamentalismo religioso—, o el incremento de la autonomía de juicio y de la complejidad en el razonamiento (Bowen, 1977).

Dadas estas capacidades, la CDC se convierte en una fuente de potencial radicalización política de los estudiantes universitarios —y a veces también de los alumnos secundarios avanzados—. Según estudios que analizaban esa radicalización estudiantil durante las décadas de 1960 y 1970 del siglo xx, los máximos niveles de rebelión y revuelta se dieron en las facultades y carreras de humanidades, de ciencias sociales, de artes liberales y otras ciencias teóricas, esto es, no casualmente en aquellas disciplinas donde más se enseñan lenguajes especializados, formas argumentales y discursos críticos, pero también donde más importa adquirir un tipo de pensamiento generalizado y abstracto, conceptualizador (Marcuse, 1969). La conexión entre la CDC y la radicalización política es que la primera entraña un modelo de educación que permite, a diferencia de los discursos y racionalidades autoritarios y dogmáticos, reconocer y valorizar las identidades «humildes», dominadas, subalternas, minoritarias, asegurándoles que toda voz tiene igual derecho a ser oída e incluso a triunfar en una disputa con tal de que pueda brindar buenas razones de su posición. Por esto, todo grupo inferiorizado material o simbólicamente en la sociedad —y no sólo los intelectuales— deberían tener un interés creado en la defensa de la cultura del lenguaje crítico (Gouldner, 1980: 99-100).

3.3. Alienación cultural y militancia partidaria

Según consta también en El futuro, la CDC tiene, por todo lo visto anteriormente, la consecuencia de generar grados variables de «disolución cultural», es decir, aquella situación por la cual los sujetos se ven más o menos alienados respecto de la tradición a la que pertenecen por azar. Por su distancia respecto de los lenguajes naturales y sus contextos de situación, trae aparejado un cosmopolitismo que aleja a sus usuarios respecto de los localismos y particularismos culturales. Trae también aparejada una democratización de las pretensiones de verdad de enunciados y de hablantes. Participar de la CDC es emanciparse virtualmente de las jerarquías sociales convencionales, al ponerlas en cuestión y proponer otras alternativas; en otras palabras, es verdaderamente un «acto político». Utilizar un discurso crítico no sólo subvierte el orden presente, sino que implica en cierto sentido una «revolución permanente», fundada en su insistencia en la reflexividad como proceso constante y omnipresente. Todo el tiempo, todo debe ser enjuiciado, puesto en cuestión, examinado. Todo presupuesto debe transformarse en problema, todo recurso en tema de conversación. Bajo el modo de la CDC, la vida ya no es simplemente vivida, esto es, gozada y sufrida, sino pensada y repensada, evaluada y reevaluada (ibídem: 76 y 84-85).

Pero la relación entre CDC y política no es unilineal. A veces, por el contrario, la participación en instituciones políticas puede coartar, antes que incentivar, el pensamiento crítico. En efecto, sobre todo la militancia en organizaciones partidarias trae aparejada unas exigencias asociadas a seguir cierta línea, cierta obediencia a ciertos liderazgos, etc., que suponen ponerle un límite a la discusión y a la polémica. Pero es que los intelectuales, como cualquier persona, pueden elegir renunciar a ciertos valores para lograr realizar otros. Así, mantener la crítica permanente es una opción coherente pero con pocas chances de estabilizarse como posición universalmente o siquiera mayoritariamente aceptada en la sociedad; en cambio, mediante la participación política organizada probablemente se abran más posibilidades de transformar realmente la sociedad, incluso en una dirección cercana a la que la crítica sugiere. Optar por la crítica permanente, quizás lamentablemente, es renunciar a todo poder de «poner las manos sobre la rueda de la historia» (ibídem: 107 y 110).

4. Los orígenes del marxismo y la sociología de los intelectuales (1981): la propuesta final

4.1. Igualitarismo, populismo y multiculturalismo discursivos

Dos años después de El futuro, en 1981 Gouldner publica su último libro, Los orígenes del marxis­mo y la sociología de los intelectuales. Allí acaba de sistematizar sus reflexiones sobre la cultura del discurso crítico, a la que pone en relación comparativa tanto con el positivismo como con el marxismo. Para comenzar, muestra que la CDC permite a los intelectuales entrar en contacto y adquirir más cercanía con creencias, ideas, valores y saberes de lugares y tiempos distantes. En la medida en que su gramática dicta que todo hablante y que todo enunciado deben ser tratados por igual, las antiguas consideraciones en función de categorizaciones sociales como la clase, el sexo, la etnia o cualquier otra se vuelven en principio superfluas, cayendo las tradicionales barreras divisorias entre grupos, culturas, geografías e historias diversas, pues ahora todas pueden aportar a la discusión. No tener en cuenta esa diversidad de aportes a la conversación equivaldría a ir en contra de la universalidad de la razón y del juicio crítico. Por el contrario, sí tenerlas en cuenta facilita la evaluación crítica de las pretensiones del establishment. Es que la epistemología misma en la que se basa la CDC encarna la posibilidad, y aún más, la obligación, de poner en cuestión y examinar todo orden estatuido en función de todos sus discursos vigentes (Gouldner, 1985: 30-31).

Hay entonces un vínculo intrínseco entre los intelectuales y los dominados sociales. En este sentido, aunque la nueva clase profesional tiene un interés creado en el mantenimiento de la CDC y en la reproducción de su capital cultural, no puede decirse, a pesar de todo, que esa simpatía por las clases populares o por las otredades nacionales sea entonces puro cinismo. Por el contrario, la CDC entraña de manera ineluctable un igualitarismo que se encuentra arraigado en sus propias premisas y puntos de partida, toda vez que prescribe que todo discurso tiene el mismo derecho a expresar sus razones. Esto explica también por qué la CDC interpela especialmente a las personas más jóvenes, pues por una cuestión temporal son aquellas que en general aún no han alcanzado algún tipo de éxito o notoriedad en su vida, y que ven en quienes ya están establecidos y quienes ya han logrado renombre o recursos, corporizaciones de obstáculos para el despliegue de sus propias oportunidades. Al revés, los logros pueden traer aparejados cierta actitud de comodidad con respecto a las cosas como son, de tal modo que el uso de la CDC se vuelve más infrecuente o se vuelve más latente, incluso suspendiéndose en los casos extremos. Hay entonces una relación inversa entre la adquisición de las distintas formas del poder y puestos de autoridad, por un lado, y la puesta en práctica del juicio crítico (ibídem: 31-32; 47; 98). Todo esto es especialmente visible, por ejemplo, dentro del campo académico (Bourdieu, 2008).

Justamente dentro del ámbito académico ha habido dos tradiciones de pensamiento que se han vinculado de distintos modos con la CDC. Por un lado, el positivismo adhiere a una forma limitada de discurso crítico, pues, en tanto defiende el pensamiento científico, considera que muchos de los saberes por los cuales los seres humanos se orientan corrientemente deben ser puestos en cuestión y modificados en tanto carecen de fundamentación en razones válidas. Pero por otro, considera que la discusión puede siempre saldarse a partir de la observación empírica de la realidad desde un punto de vista de neutral, lo cual la CDC en su sentido profundo rechaza, puesto que toda observación y aún más, todo hecho, no es más que un constructo conceptual también abierto a disputas interpretativas (Gouldner, 1985: 259).

Por su parte, también el marxismo se vincula a la CDC. La CDC exalta la teoría sobre la práctica o la reflexión sobre la acción, toda vez que está más preocupada por el carácter racional de los argumentos expuestos que por éxito de las actividades desarrolladas. El marxismo, con su materialismo y su historicismo, ayuda a equilibrar las cosas haciendo hincapié en el lado práctico, concreto y material de la vida humana (Marx y Engels, 1970). Esto, a su vez, puede ayudar a la CDC a recordar no solamente el abstracto llamado marxista a la «unión de teoría y práctica» y la prescripción universal a la contextualización histórica de las situaciones discursivas analizadas, sino más concretamente aún, a no caer en un exceso de formalismo con consecuencias políticamente debilitantes para una forma de vida con pretensiones de transformación social progresistas como las de la CDC (Gouldner, 1985: 38).

5. Conclusiones: la identidad intelectual, su legado y su utopía

Ahora sí, luego de haber analizado en detalle la obra de madurez de este autor tan injustamente olvidado, estamos en condiciones de pasar al análisis de los conceptos clave, tanto de la propuesta gouldneriana, como de la de nuestra propia. Por supuesto, al menos en las tres obras de madurez de Gouldner estudiadas aquí, la noción central es la de la cultura del discurso crítico, la cual se vincula de manera paradigmática a aquella otra noción gouldneriana, la de una nueva clase profesional, dividida a su vez en los sectores de la intelligentsia técnica y de la intelectualidad crítica. Lo que sigue, entonces, es, más que una reconstrucción de las palabras del autor —lo que hicimos en los apartados anteriores—, una construcción nuestra.

La definición básica de la CDC como identidad intelectual es ser (a) una forma especial de reflexividad crítica, que (b) se apoya en una gramática de la racionalidad pública, esto es, que (c) promueve la discusión colectiva en la búsqueda de (d) un consenso alcanzado argumentalmente. Esto último significa que (e) todo discurso sólo puede justificarse discursivamente, lo cual lleva a (f) la crítica de toda forma de autoridad a partir de (g) una modalidad lingüística compartida basada en (h) la disciplina y el autoexamen expresivos. El contexto histórico de despliegue de tal CDC es el de (i) la revolución en las comunicaciones y (j) la universalización del sistema educativo. La consecuencia del carácter crítico de la CDC es (k) la tendencia de sus usuarios a la radicalización política producto de (l) la alienación cultural que genera la tendencia a la puesta en duda de todo enunciado. Finalmente, la CDC puede volverse latente cuando (m) la radicalización política deviene militancia partidaria.

Si bien estos 12 son los elementos de la cultura crítica del discurso, nos gustaría proponer aquí la idea de que los mismos puntos podrían retraducirse, más allá de la pregunta por la identidad intelectual, como lo que podríamos denominar las 12 «dimensiones de la crítica». Esto, toda vez que creemos firmemente en que una teoría crítica, junto a una práctica crítica —entendidas en el sentido trabajado—, es lo único que permitirá comenzar a salir de un mundo desigual y violento como aquel en el que nos encontramos inmersos. Esta es, también, la medida en la que responder a la pregunta por la identidad intelectual desde la perspectiva crítica de Gouldner es relevante en la actualidad.

Justamente, para terminar, nos gustaría enfatizar en lo que podríamos llamar la dimensión utópica del planteo de Gouldner. La CDC, con su crítica a todo discurso defendido de modo dogmático, fundamentalista y autoritario, adquiere un rasgo de igualitarismo que lo vuelve atento defensor de clases populares, minorías culturales y grupos dominados de cualquier tipo. Es justamente este igualitarismo de la CDC gouldneriana el que nos interesa resaltar y con suerte ayudar a extender, en la búsqueda de la constitución de prácticas, instituciones y sociedades cada vez más plurales. Ayudar a extender la CDC sería profundizar e intentar ampliar el alcance de cada una de las ocho dimensiones aquí trabajadas: gramática de la racionalidad pública; discusión colectiva; consenso argumental; reflexividad crítica; autofundamentación discursiva; crítica de la autoridad; disciplina expresiva; radicalización política; y, multiculturalismo discursivo.

Antes de acabar, entonces, quizás debiéramos aclarar una última cosa. En este trabajo, no nos ha interesado la cuestión empírica acerca de si existe aún hoy —o si de hecho en algún momento existió— algo así como una clase intelectual, es decir, un grupo profesional de personas que compartieran todas las características que el autor plantea. Más bien, y casi al contrario, en esta reflexión teórica nos interesó ver no lo dado, sino cómo lo dado puede trascenderse; no el ser, sino el deber ser; no lo real, sino su concepto; no la existencia actual de una casta profesional, sino sus potencialidades más elevadas. Nuestra meta no ha sido entender mejor o describir mejor a nuestro objeto de estudio, sino, usándolo como excusa, proponer, de la mano de una teoría crítica particular —y parcialmente olvidada—, un modelo de inspiración, una imagen ideal que nos movilice a intentar su realización, una utopía a la que acercarnos, al menos, asintóticamente. Esa ha sido la preocupación de fondo de toda la mejor tradición de la sociología de los intelectuales, de aquella que, a pesar de su antigüedad, puede seguir teniendo vigencia: no porque las cosas no hayan cambiado, sino precisamente porque no han cambiado lo suficiente, o no lo han hecho en la dirección de una sociedad más humana. No tememos, entonces, sino que subrayamos como necesaria, esta «romantización» de la identidad intelectual.

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1 Acerca del concepto de comunidad lingüística, valga profundizar un poco más en su historia. Gouldner utiliza este concepto de manera desarrollada por primera vez en 1979. Sin embargo, el mismo ya estaba siendo utilizado hacía unos años por John Gumperz (1968a; 1968b; 1968c) y por William Labov (1972b), aunque el primero refería más bien a la noción de comunidad de habla, y el segundo implicaba sentidos distintos al gouldneriano, y, sobre todo, una escala menor, ya que no señalaba a toda una clase mundial, sino a los grupos que comparten jergas culturales —por ejemplo, la jerga afroamericana dentro del inglés estándar—. Por otro lado, la comunidad lingüística y la comunidad de habla siguieron siendo desplegados conceptualmente en tres nuevas variantes: la comunidad de comunicación (Habermas, 2010), la comunidad discursiva (Nystrand, 1982; Swales, 1990), y la comunidad de práctica (Lave, 1991 y 1992; Lave y Wenger, 1991 y 1999; Eckert y McConnell, 1992a y 1992b). Mientras la variante habermasiana es de escala incluso más amplia que la de Gouldner —pues refiere, potencialmente, a todo sujeto de habla, es decir, a toda la humanidad—, las demás variantes prosiguen la vertiente laboviana de la pequeña escala grupal —como comunidades de pares en escuelas, etc.—.