¿Un «apartheid en las cabezas»? El genocidio como identidad heredada[1]

An «apartheid in the heads»? Genocide as inherited identity

Alejandro Baer*

Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

Palabras clave

Genocidio, Memoria, Derechos humanos, Identidad, Holocausto

Resumen: Genocidio es varias cosas al mismo tiempo: 1) un crimen codificado en la Convención de Naciones Unidas de 1948; 2) un término analítico desarrollado por académicos en distintas disciplinas; y, 3) un concepto vernacularizado que adoptan, habitan y despliegan de diversas formas individuos, grupos de víctimas y actores políticos. En los usos del término anida siempre una paradoja que me propongo desgranar en este artículo. Por un lado, permite que quienes sufrieron la violencia se reconozcan, nombren, y se entiendan como parte de una historia común. Facilita la visibilización y articulación de demandas de justicia y reparación al grupo que ha sido objeto de persecución. Sin embargo, en la medida que el crimen genocida conlleva necesariamente la designación de un grupo perpetrador y un grupo víctima, su recuerdo naturaliza y perpetúa en el tiempo las arbitrarias demarcaciones creadas o exacerbadas por los ideólogos y ejecutores de la violencia (por ejemplo: «alemanes» y «judíos, «hutus» y «tutsis», «serbios» y «bosnios»). Este ensayo introduce la historia del concepto y explora sus efectos sobre subjetividades, la transmisión intergeneracional y las relaciones inter-grupales.

Keywords

Genocide, Memory, Human rights, Identity, Holocaust

Abstract: Genocide is several things at the same time: 1) a crime codified in the United Nations Convention of 1948; 2) an analytical term developed by scholars in different disciplines; and, 3) a vernacularized concept adopted, inhabited and deployed in various ways by individuals, groups of victims and political actors. In the uses of the term nestles a paradox that I intend to unravel in this article. On the one hand, it allows those who suffered violence to recognize, name and understand themselves as part of a common history. It facilitates the visibility and articulation of demands for justice and reparation to the group that has been the object of persecution. On the other, to the extent that the crime of genocide necessarily entails the designation of a perpetrator group and a victim group, its memory naturalizes and perpetuates in time the arbitrary demarcations created or exacerbated by the ideologues and executors of violence (for example: «Germans» and «Jews,» «Hutus» and «Tutsis,» Serbs» and «Bosnians»). This essay introduces the history of the concept and explores its effects on subjectivities, intergenerational transmission and inter-group relations.

 

* Correspondencia a / Correspondence to: Alejandro Baer. Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC. C/ Albasanz, 26-28, despacho 1F20 (28037 Madrid) – alejandro.baer@csic.es – http://orcid.org/0000-0001-6855-872X.

Cómo citar / How to cite: Baer, Alejandro (2024). «¿Un «apartheid en las cabezas»? El genocidio como identidad heredada». Papeles del CEIC, vol. 2024/1, heredada 13, -19. (http://doi.org/10.1387/pceic.25992).

Fecha de recepción: enero, 2024 / Fecha aceptación: febrero, 2024.

ISSN 1695-6494 / © 2024 UPV/EHU

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1. Introducción

«Dakota y superviviente de genocidio de quinta generación»[2]. Con esta coda firmaba sus correos electrónicos un profesor y activista indígena que conocí durante la década que dirigí el Center for Holocaust and Genocide Studies en la Universidad de Minnesota. De forma similar los integrantes de grupo CHAIM (acrónimo de Children of Holocaust Survivors Association in Minnesota) se definían como supervivientes del Holocausto de segunda o tercera generación. Si entendemos por genocidio la acción intencional de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal, entonces estas formas en las que se presentaban mi colega indígena y los miembros de CHAIM cobran pleno sentido. Todo individuo que se identifica como miembro del grupo es un superviviente, con independencia del paso del tiempo, ya que hubo una intención de destruir al grupo en sí.

¿Cómo opera la denominación de un crimen como genocidio sobre las subjetividades, la transmisión intergeneracional y las relaciones intergrupales? ¿Qué formas de acción colectiva facilitan u obstaculizan su memorialización y su actualización en distintos contextos?

En las memorias del genocidio anida una paradoja. Por un lado, permite que quienes sufrieron la violencia y sus descendientes se reconozcan, nombren, y se entiendan como parte de una historia común. Reorientar las representaciones de la violencia en clave de genocidio, independientemente de su adecuación nominal o jurídica, forma hoy parte del utillaje simbólico en las luchas de colectivos dañados en sus demandas de justicia y reparación (Baer y Sznai­der, 2017; Miguez Macho, 2018). Por otro lado, recordar los genocidios, o narrar la violencia pasada como genocidio a menudo reproduce el pensamiento grupal esencialista que está en el mismo origen de las acciones genocidas. Puede perpetuar las divisiones introducidas por los perpetradores, que una sociedad post-genocida trata de superar. En la recepción y los usos sociales y políticos del genocidio hay, en definitiva, una estructura inherentemente particularista que opera performativamente sobre la realidad, al establecer una continuidad entre los acontecimientos recordados en el pasado y los acontecimientos que rodean al grupo en el presente. Porque a la identidad heredada de la víctima-superviviente le acompaña muy frecuentemente en este viaje en el tiempo también su némesis: un colectivo perpetrador.

En las páginas que siguen introduciré el crimen de genocidio, su desarrollo y crítica por parte de sociólogos e historiadores, para a continuación ilustrar las contradicciones, paradojas y efectos de las memorias del genocidio con varios casos.

 

2. Genocidio: proteger al grupo

Genocidio es un neologismo acuñado por el jurista judío polaco Raphael Lemkin (1900-1959). Compuesto por la palabra griega «genos» (tribu, clan o raza) y el sufijo latino «cide» (matar), Lemkin quiso sintetizar en un solo término una práctica milenaria —la destrucción intencional de grupos humanos— que entre finales del siglo xix y mediados del xx había llegado a cotas sin precedentes. Tras huir de la Polonia ocupada por los nazis, Lemkin consigue emigrar a los EE.UU., donde publica en 1944 su libro El dominio del Eje en la Europa ocupada. Aquí aparece por vez primera el término genocidio. Para Lemkin:

 

«el genocidio no significa necesariamente la destrucción inmediata de una nación, salvo cuando se realiza por el exterminio masivo de sus miembros. En cambio, intenta significar un plan coordinado, comprensivo de diversas acciones, con el propósito de destruir los fundamentos esenciales de la vida de grupos nacionales y de aniquilar los grupos en sí. El genocidio se dirige contra el grupo nacional como una entidad, y las acciones del mismo son dirigidas a los individuos, no en su calidad de individuos, sino como miembros de un grupo nacional.» (1944: 79)

 

En los EE.UU. Lemkin dirige sus esfuerzos a que el genocidio sea codificado como un instrumento de derecho internacional mediante un tratado vinculante. Fue asesor jurídico en el proceso de redacción del texto de la Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio que aprueba la Asamblea General de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1948, y los debates estuvieron naturalmente influidos por su concepción del genocidio. El texto de la Convención, sin embargo, amplía los grupos protegidos más allá de los grupos nacionales de Lemkin. En su artículo II se define el genocidio enumerando una serie de actos (como matanzas, lesiones graves a la integridad física o psíquica o medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo) «perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal»[3].

El genocidio, al igual que el crimen contra la humanidad (aplicado por vez primera en la acusación del Tribunal Internacional de Núremberg en 1946), son hoy hitos indiscutibles en la historia del derecho internacional. Pero hay una diferencia importante entre ambos. El delito del crimen contra la humanidad protege al individuo. El genocidio protege al grupo[4]. En la definición citada más arriba, Lemkin señala que lo específico de este crimen es, por un lado, que la destrucción grupal no implica necesaria o inmediatamente el asesinato de sus integrantes y, por otro, que se atacaba a los individuos porque son miembros de grupos que un perpetrador tiene intención de destruir como tales.

Tanto la definición de Lemkin como la de la Convención se adaptan mal a las ciencias sociales como instrumento analítico[5]. Fundamentalmente, porque plantea dos interrogantes ineludibles: ¿qué es un «grupo»? y ¿qué explica la protección específica de estos cuatro grupos en el artículo II? El crimen de genocidio se entiende dirigido a grupos estables constituidos de forma permanente, en los que la pertenencia viene determinada por el nacimiento. La definición excluye a los grupos más «móviles» a los que las personas pueden unirse mediante un compromiso individual voluntario, como los grupos políticos. La socióloga Helen Fein puso en cuestión la estrecha definición de Lemkin y la Convención, al concebir el genocidio como «la acción deliberada y sostenida de un perpetrador para destruir físicamente a una colectividad directa o indirectamente, mediante la supresión de la reproducción biológica y social de los miembros del grupo» (1990: 24). Fein renuncia a nombrar grupos protegidos y a diferenciar entre el carácter duradero de las identidades adscritas (heredables por nacimiento) y las identidades «elegidas», como las de grupos de afiliación política. Daniel Feierstein (2007) y William Schabas (2000) también han cuestionado la diferenciación entre grupos o identidades «sólidas» y dinámicas. Schabas señala concretamente la paradoja que el día después de que la Asamblea General aprobara la Convención sobre el Genocidio, aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, «que proclama el derecho fundamental a cambiar tanto de nacionalidad como de religión, reconociendo así que distan mucho de ser permanentes y estables» (p. 382). Los estudios de genocidio señalaban además que el grupo víctima y los criterios específicos de pertenencia y distinción intergrupal son definidos por los perpetradores (Chalk y Jonassohn, 1990: 23).

Pero nada estaba más alejado del pensamiento de Lemkin que la idea de que los grupos étnicos o nacionales son comunidades imaginadas o constructos socio-culturales cuyas fronteras pueden ser permeables y a menudo evolucionan con el tiempo. Su tendencia a tratar a los grupos étnicos como entidades reales surge de su propia historia y socialización como judío en la Polonia rural de principios de siglo veinte. Un mundo en el que la condición judía era una evidencia y su particularidad era igual de irreductible que la de otras minorías del mundo multinacional de Europa del Este (Moses, 2010). Como señala Butcher, «Lemkin era un pensador esencializador, y su formulación del genos representa la máxima expresión de su visión holística de la cultura humana, su creencia herderiana o malinowskiana de que cada grupo humano contiene un espíritu cultural particular e identificable» (2013: 266). Para Lemkin la protección del grupo se sustenta en la premisa comunitarista de que cada nación y grupo cultural tienen un valor intrínseco y un derecho natural de existencia. De ahí que la destrucción de un grupo cultural implique mucho más que la erradicación de sus individuos, sino una pérdida para la civilización mundial. Son acciones que disminuyen el potencial del cosmos humano[6].

Estas son las fuentes intelectuales del propio concepto de Lemkin y de la Convención sobre el genocidio de 1948. En el espíritu de la conceptualización del delito de genocidio —y a diferencia de otras codificaciones del derecho internacional— están el alma colectiva, las mentalidades, la comunidad; aunque no en versión exaltada del nacionalismo decimonónico, sino en el lenguaje protector y admonitorio de la ley.

La propia historia jurisprudencial del concepto en legislaciones nacionales y sentencias está entrelazada con su vida social. Como apunta Feierstein, el derecho tiene una capacidad perfor­ma­tiva y es gestor «de narraciones que alcanzan una fuerza muy superior a la construida en cualquier otro ámbito disciplinario» (2012: 126). A esto hay que añadir que los grupos que se piensan en términos étnicos, nacionales o religiosos están mejor posicionados para articular memorias colectivas y tienen más éxito como «agentes colectivos del proceso traumático» (Savelsberg, 2011: 133-134). En definitiva, a pesar de las aproximaciones críticas, la reificación grupal y el esencialismo inherente al concepto de genocidio permaneció inalterado en sus usos sociales y despliegues en forma de memoria.

 

3. «Judíos» y «alemanes» antes y después del Holocausto

 

«Mi pueblo es tu pueblo. Mi pueblo son los alemanes y nadie más.»

Walther Rathenau[7]

 

La historia de los judíos alemanes entre el siglo xix y el xx arroja luz sobre la problemática definición de genocidio y los grupos protegidos. Permite interrogar críticamente la arbitrariedad de los procesos de diferenciación intergrupales y examinar su trágica consolidación como efecto de la violencia genocida.

A diferencia de los judíos de Europa del Este, donde la nacionalización y el proceso de emancipación política eran aún recientes, los judíos de Alemania se consideraban ante todo alemanes y no una minoría nacional (Traverso, 2005). Entre finales del siglo xix y el periodo nacionalsocialista, fruto de la progresiva aculturación y desaparición de barreras legales al acceso de profesiones o instituciones, las fronteras residenciales y económicas entre alemanes judíos y cristianos se fueron difuminando. También la presión asimilatoria dio lugar a que instituciones judías se entendieran a sí mismas principalmente como alemanas, como por el ejemplo el «Consejo central de ciudadanos alemanes de confesión judía» que representaba a la mayoría de los judíos liberales asimilados de Alemania.

También hubo un porcentaje considerable de judíos que optaron por la conversión al cristianismo con el fin de completar así el proceso asimilatorio. Otros no se convirtieron, pero perdieron progresivamente el sentido de pertenencia y las características distintivas (lengua, tradición, indumentaria, afiliación comunitaria). Pero cuando se promulgaron en 1935 las leyes raciales nazis, estos últimos y también los conversos fueron sometidos a la misma discriminación que aquellos que permanecieron fieles a su comunidad de origen. Las leyes de Núremberg de 1935 definían y distinguían al «judío» y al «alemán» de acuerdo con un criterio «racial» o genealógico (un judío era quien tuviera al menos tres abuelos que pertenecían o habían pertenecido a la comunidad religiosa judía), independientemente de cuál fuera la afiliación institucional, vínculo comunitario o credo del individuo en cuestión. Es decir, que también afectó a quienes se consideraban plena y exclusivamente alemanes[8]. La discriminación efectiva que instauraban estas leyes y la posterior separación física —vía confinamiento en guetos y deportación a campos de concentración y exterminio, o la emigración— terminó por catapultar a quienes sobrevivieron el terror nazi a la comunidad de sus ancestros (Baer, 2016).

En definitiva, un grupo pensado como real por los perpetradores se convirtió en un grupo real como consecuencia de la acción genocida (Hinton, 2002). También la negación y supresión del grupo imaginado de víctimas («judíos») confirma la autenticidad del grupo perpetrador (en este caso «alemanes»). Hay una ironía trágica en el hecho de que esta construcción de opuestos imaginada por el perpetrador se perpetúa de forma intergeneracional en las memorias del genocidio. También en las identidades heredadas de quienes pertenecen a la sociedad post-genocida.

 

3.1. Recordar y ser recordado en la Tätergesellschaft

El historiador Dan Diner (2003) acuñó el concepto de «simbiosis negativa» para referirse a las relaciones entre judíos y alemanes tras el Holocausto. Tanto para los alemanes como para los judíos, argumenta este historiador, el resultado del exterminio masivo se ha convertido en «una especie de reciprocidad opuesta que tienen en común, quieran o no» (ibídem: 55). «Judíos» y «alemanes» están intrínsecamente unidos dado que el Holocausto los ha ligado para siempre al pasado. Y este pasado siempre presente ha abierto una brecha insalvable que condiciona la relación mutua, así como la transmisión de la identidad de grupo —de víctimas, pero también de perpetradores atrapados en una posición permanente de culpabilidad— a las siguientes generaciones.

En Alemania se han acuñado una serie de términos muy sintomáticos, como Tätergesellschaft (sociedad de los perpetradores), Vergangenheitsbewältigung (superación y afrontamiento del pasado) y Erinnerungskultur (una cultura de la memoria materializada en ceremonias, medios y un profuso paisaje conmemorativo). En monumentos como el colosal «Memorial a los judíos asesinados en Europa», Alemania no sólo no esconde su pasado criminal, sino que muestra arrepentimiento y emerge como nación renacida. Como escribe el sociólogo Darius Zifonun (2002), el reconocimiento de la perpetración conduce a una identidad que puede volver a utilizarse porque ha sido «purificada».

Esta nueva identidad nacional alemana es, sin embargo, inevitablemente excluyente. El lenguaje en torno al memorial de Berlín es un ejemplo de ello. La periodista Leah Rosh, una de las principales promotoras del proyecto, entendía que el monumento debía tener una función creadora de comunidad (gemeinschaftsstiftend). Pero ¿cuál es la colectividad cuya identidad se está construyendo a través de este recuerdo? Sólo puede ser el colectivo formado por quienes se identifican como descendientes de la generación «perpetradora» y aceptan su responsabilidad por los crímenes que cometieron sus mayores. Se trata necesariamente de alemanes étnicos y excluye a los alemanes de origen inmigrante (30% de la población) e, inevitablemente, a las víctimas del nazismo y sus descendientes. Hay una ironía trágica en el hecho que la comunidad de memoria y responsabilidad no sea otra que la Volksgemeinschaft (comunidad nacional), primero imaginada y luego perpetrada por el nacionalsocialismo. Varios historiadores también han señalado esta desafortunada ironía. Hanno Loewy (1999) sostenía que el monumento de Berlín encarna el acto fundacional de la nueva Alemania unificada que se materializa en la penitencia colectiva por el genocidio de los judíos. Del mismo modo, Holger Kirsch (2003) considera que los judíos son el «gran otro», y al mismo tiempo cumplen la función de centro simbólico de la identidad alemana.

Pero una cosa es recordar y otra ser recordado/a. ¿Cómo gestionan y habitan la Erinnerungskul­tur, la materialización de este recuerdo penitente alemán, los descendientes de las víctimas? La escritora Hazel Rosenstrauch es hija de emigrantes que tuvieron que huir «porque eran judíos para los nacionalsocialistas» (2010: 20) y se resiste a ser absorbida por las lógicas de identidad que ratifican la memoria del genocidio. En su ensayo Juden, Narren, Deutsche (Judíos, necios, alemanes), señala, respecto a los monumentos y placas que han ido emergiendo en plazas y calles de Berlín, que «aparentemente nadie se ha parado a pensar que también “judíos” pasan por estas placas —o acaso es una ley no escrita que “nosotros” (¿nosotros?) estamos o debemos estar agradecidos por tales medidas educativas?» (ibídem: 22). Rosentrauch reclama poder salir a hacer la compra sin ser recordada en cada esquina por sus familiares asesinados. «Me recuerdan a diario que pertenezco a esos ‘otros’ y no hacen sino reforzar ‘el apartheid en las cabezas’» (ibídem: 21). La escritora va a contracorriente del sentido común que ha impuesto una binaria hegemonía de la memoria y señala sus fisuras y contradicciones. «Si entiendo correctamente el subtexto alemán de los discursos de conmemoración, el uso secundario de los judíos forma parte de la búsqueda de una identidad útil. Identidad alemana, identidad judía, identidad, identidad, una para los musulmanes alemanes, una para Europa, una para la Alemania multicultural» (ibídem: 53).

Rosenstrauch anticipaba en su libro un debate que, especialmente desde la llegada de un millón y medio de refugiados de Siria y otros países en 2015, ocupa un lugar central en la discusión pública sobre destinatarios de la Erinnerungskultur. ¿Cómo dar sentido al nazismo como configurador de memoria y cultura cívica cuando las historias familiares de los nuevos alemanes son ajenas a esta historia europea?

A continuación, señalo otros ejemplos en los que el esencialismo inherente a la memoria del genocidio representa un obstáculo en los intentos de mirar más allá de las fracturas que dejó la violencia. En estos casos, el potencial de repetición del conflicto de identidad se mantiene de forma latente como efecto del grupismo reificador y la «simbiosis negativa».

 

4. La nación y la muerte

Los males infligidos por un grupo externo —matanzas, esclavitudes, exilios— han alimentado la savia de las identidades colectivas desde la antigüedad. El «recuerda lo que Amalec te hizo»[9] ha sido para muchos pueblos una fuente de solidaridad y cohesión interna y de distinción hacia afuera.

Pero también desde la antigüedad existen llamadas a contener la memoria o, en otras palabras, a cultivar un olvido preventivo. El orador griego Andócides, en el siglo cuarto, señaló que los ciudadanos eligieron anteponer el bien común después de la derrota ateniense en la Guerra del Peloponeso: «les pareció bien a las dos partes no recordar los males de las cosas ocurridas» (Meier, 2010) y se promulgó un «decreto de olvido» para mantener la paz. Los textos de la Grecia clásica llegan a elevar el olvido de la violencia sufrida a virtud política. En plena efervescencia del nacionalismo, el filólogo Ernest Renan también defiende el olvido (en este caso de las violencias fundacionales de la nación) cuando aboga por un divorcio entre Estado y etnicidad en su conocida conferencia Qué es una nación (1983[1892]). Solo lo que une debe ser recordado, porque aquello que divide serviría para reproducir viejos conflictos en el presente. La teoría electiva (la nación como congregación de voluntades individuales), y la definición contractual de la sociedad se ha convertido en un clásico del liberalismo político. Su contrario, la idea del «alma colectiva», advertía Renan en Nouvelle lettre a M. Strauss, «solo puede conducir a guerras de exterminio, a guerras zoológicas» (p. 651, citado en Finkielkraut 2004: 46).

Las dos guerras mundiales y el Holocausto le dieron la razón a Renan. Sin embargo, la segunda posguerra mundial supone un punto de inflexión porque se comenzó a pensar la violencia y su reparación en términos de memoria y justicia. Podemos parafrasear el conocido dictum de Adorno y afirmar que olvidar después de Auschwitz es un acto de barbarie. La memoria en Europa (occidental) se configura en una verdadera clave de bóveda de las nuevas culturas políticas.

Pero mientras Alemania mira hacia adentro con «política del arrepentimiento» (Olick, 2007), los deberes de la memoria en torno al Holocausto se han extendido globalmente y han interactuado con otras narrativas de victimización que exigen el mismo trato. La llamada a la memoria, sin embargo, no era a reconocer un crimen cometido, sino el crimen sufrido. A excepción de Alemania, en el mundo de la memoria aparentemente sólo hay víctimas.

En Memory and Forgetting in the post-Holocaust era (Baer y Sznaider, 2017) planteamos que revisitar los acontecimientos bajo el marco representacional del genocidio y con analogías del Holocausto conlleva efectos y ramificaciones sociales no anticipadas de la cultura de la memoria y los derechos humanos. La «genocidización» de las violencias pasadas abre nuevos procesos de subjetivación e identificación, mundos de víctimas y comunidades afectivas (Gatti, 2022; Montoto, 2022); se brinda a su explotación nacionalista, creando, recreando o reforzando fronteras simbólicas y perpetuando o reinstaurando los binarismos agresor-víctima, tensando así las relaciones entre grupos. Siguen tres ejemplos.

 

4.1. Bosnia

En julio de 1995 más de ocho mil varones bosnios de origen musulmán fueron asesinados en las inmediaciones de la localidad bosnia de Srebrenica. Los hechos fueron calificados oficialmente de genocidio por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia y considerados el peor crimen cometido en suelo europeo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Para las víctimas de Srebrenica se hizo justicia con esa sentencia. Sin embargo, el mismo tribunal de La Haya que declaró culpable de genocidio al expresidente serbobosnio Radovan Karadzic (después de un juicio que duró siete años) también le absolvió del cargo de genocidio por las atrocidades cometidas en otros siete municipios bosnios. La explicación remite nuevamente a la definición de la Convención. Para demostrar un genocidio, hay que demostrar la intención de destruir a un grupo total o parcialmente. Este proceso reforzó el sentimiento de víctimas del grupo en cuestión y el odio hacia el grupo al que pertenecen los agresores. También el caso de Srebrenica es ilustrativo del problema que acarrea el prestigio macabro que ha adquirido el genocidio como el crimen más atroz en el escalafón de la maldad humana: aquellos grupos cuya victimización no es reconocida como genocidio se sienten agraviados.

No solo la falta de justicia y reparación sino la propia reformulación de los acontecimientos bajo la rúbrica del genocidio puede socavar los esfuerzos de superar las divisiones entre bosnios musulmanes y serbios cristianos en un post-conflicto que dura ya casi tres décadas (N­ettlefield y Wagner, 2014). El genocidio (tanto en la acción legal como en la producción cultural) promueve la inscripción retroactiva de identidades etno-nacionales. En Bosnia, de hecho, puede reforzar las fronteras imaginarias que antes del genocidio sólo percibían como reales, o como relevantes, los ideólogos y ejecutores de la violencia. En las obras conmemorativas, antiguos comunistas y ateos bosnios asesinados en Srebrenica son recordados retroactivamente como musulmanes y «shahids» (mártires). El nacionalismo étnico-religioso de los perpetradores pervive como memoria del genocidio entre las víctimas y sus descendientes.

Definir un acontecimiento como genocidio es un acto forzosamente fusionado con la memoria y la justicia (dado el origen del concepto y su articulación en una ley para la sanción de este crimen que protege a los grupos). La justicia no satisfecha —tanto la retributiva como la simbólica, como el acto de reconocer el crimen nombrándolo— está ahí para quedarse. Por eso también revisitar los acontecimientos como genocidio puede minar el camino hacia la reconciliación (Robben, 2012)[10].

 

4.2. Ruanda

Entre abril y julio de 1994, aproximadamente 800.000 ruandeses de etnia tutsi y hutus moderados fueron brutalmente asesinados por miembros de la mayoría hutu. El actual gobierno ruandés, dirigido predominantemente por personas de etnia tutsi, condena e incluso prohíbe el uso de marcadores étnicos de hutu y tutsi. El lema es «todos somos ruandeses». Al mismo tiempo, el gobierno insiste en denominar los acontecimientos de 1994 en ceremonias, monumentos, museos y libros de texto como «Genocidio de 1994 contra los tutsis». También prohí­be representaciones de los acontecimientos en las que los hutus aparezcan como víctimas de genocidio o los tutsis como perpetradores directos o responsables[11]. El recuerdo del genocidio invisibiliza otros actos de violencia y reprime su conmemoración porque perturban el binarismo que asigna diferente etnicidad a perpetradores y víctimas. Conmemorar estos otros actos es considerado por el gobierno ruandés una minimización del genocidio y una forma de negación, incluso una continuación del genocidio.

La investigación doctoral de Jillian LaBranche (Universidad de Minnesota, en preparación) muestra las dificultades que entraña la enseñanza del genocidio en las escuelas ruandesas, en comparación con Sierra Leona, donde la violencia sufrida en la década de 1990 y principios de 2000 se narra como una guerra civil. En el primer caso, los profesores se ven cons­treñi­dos por las políticas públicas de recuerdo del genocidio, temiendo incurrir en la «ideología de genocidio» (que puede castigarse con penas de cárcel) y temiendo al mismo tiempo ofender a los alumnos cuyos padres se identifican como hutus, o traumatizar a alumnos cuyos padres sobrevivieron a la violencia. En Sierra Leona, sin embargo, la violencia se nombra identificando a los perpetradores, pero sin atribuciones étnicas. Esto facilita una identidad nacional común que remite a la violencia del pasado pero sin crear una tensión permanente entre los grupos de víctimas y de perpetradores.

¿Es posible recordar y enseñar actos de violencia genocida como tales, sin reproducir dicotomías y normalizar diferencias construidas —o exacerbadas— por los perpetradores? Ruanda muestra que, treinta años después del genocidio, la sociedad está atrapada en la paradoja de perpetuar las mismas divisiones que intenta superar.

 

4.3. La nación post-soviética

Los países del bloque oriental que se independizaron o desprendieron de la influencia rusa tras el desmoronamiento de la Unión Soviética se acercaron a Occidente en todo menos en la adopción de una memoria introspectiva y crítica. Aunque estados como las repúblicas bálticas, Polonia o Hungría se unieron formalmente a las organizaciones que representan la memoria cosmopolita del Holocausto, como la International Holocaust Remembrance Alliance (IHRA), la europeización en el campo de la memoria significó principalmente la adopción de sus formas pero no de sus sentidos. La tesis del «doble genocidio» (nazi y soviético) sufrido por la nación construyó una memoria de victimización, incluso de un Holocausto propio. Se trataba de una estrategia política de los Estados postcomunistas, cuya legitimidad está basada en el carácter étnico-nacional del Estado. El acercamiento al Holocausto se producía por una identificación narcisista con el sufrimiento judío (Subotic, 2019). En las políticas públicas de memoria nacionales (leyes contra el negacionismo, conmemoraciones, museos) se adoptó y adaptó el repertorio visual y simbólico del Holocausto para reposicionar los crímenes del estalinismo y la ocupación soviética como el legado criminal dominante del siglo xx, igualando y a veces superando el Holocausto.

El marco del genocidio eleva la victimización intra-grupal y señala la culpabilización fuera del grupo, lo cual conlleva necesariamente la des-responsabiliación y la invisibilización de las alianzas locales con un totalitarismo u otro. La heroización y el martirologio del anticomunismo nacionalista invisibiliza a sus víctimas, ya que individuos u organizaciones (por ejemplo, la Organización de Nacionalistas Ucranianos) toleraron, simpatizaron e incluso colaboraron con el régimen nazi.

En 2006, Ucrania aprobó la Ley ucraniana nº 376-V «Sobre el Holodomor de 1932-33 en Ucrania», que declaraba la hambruna inducida por Stalin como un acto de genocidio contra el pueblo ucraniano (Zhurzhenko, 2014: 222). Desde la independencia en 1991 el Holodomor se convirtió en un símbolo central del sufrimiento nacional, que a su vez permitió unirse a la comunidad transnacional de víctimas de la violencia interétnica. Ya antes de las agresiones rusas de 2014 y de 2022, este recuerdo abría una brecha entre la narrativa de la memoria ucraniana y la rusa, a su vez antagónica. La política de memoria ucraniana también implica una nacionalización retroactiva de todas las víctimas de la hambruna, independientemente de su etnicidad.

 

5. Conclusión

Raphael Lemkin encontró una calificación precisa para los crímenes de destrucción grupal, en cuyo estudio se sumergió desde que supo de la matanza de los armenios de Anatolia durante la Primera Guerra Mundial. Luego el proyecto genocida de la Alemania nazi amenazó su propia existencia. Como jurista sentó las bases para el castigo de un tipo de crimen que exigía una respuesta internacional. Al llamarlo genocidio, quiso reconocer la identidad de los grupos victimizados y su derecho a existir.

Pero en su afán de preservar al grupo de ataques aniquiladores, no reparó en que su concepto iba a tener una vida social compleja, anidar en imaginarios políticos excluyentes o servir de arsenal retórico para demonizar al adversario. Son efectos no deseados, pero al mismo tiempo congénitos al concepto que alumbró. Lemkin dejó al genio —de cuyos zarpazos quiso protegernos— fuera de la lámpara. Aquí es el «genio nacional», el Volksgeist —o, en su traducción moderna, las identidades etno-culturales— a las que iteraciones de la violencia insuflan siempre savia nueva. El genio —el genos—, como hemos visto, nos puede atrapar en nuestra diferencia, en una otredad asignada, heredada y actualizada en cada ciclo de sufrimiento. El genocidio sanciona que el genos atacado se perciba homogéneo y necesariamente antagónico a otro u otros. Conlleva también la percepción de que los perpetradores no son sólo individuos específicos, sino colectividades que persisten en el tiempo y con quienes no es posible la reconciliación o una agenda política orientada al futuro.

El «deber de memoria» que acompaña al genocidio como identidad heredada, solo puede ser al mismo tiempo una llamada a su contención o, al menos, a su interrogación crítica. Esto concierne en primer lugar al propio significante «cultura» o «grupo cultural», consustancial al crimen de genocidio, con el fin de limitar los estragos de la naturalización de los contenidos que se le atribuyen (Devillard y Baer, 2010). De otra manera, sancionar y recordar las violencias masivas como genocidio continuará reproduciendo formas de pensar y actuar en la esfera social en términos exclusivamente grupales, abonando así las condiciones para su repetición.

 

6. Referencias

Baer, A. (2016). «Kinder, sprecht Deutsch!» Ein Familienporträt aus drei (vielleicht vier) Generationen. Münchner Beiträge Zur Jüdischen Geschichte und Kultur, 2, 60-65.

Baer, A., y N. Sznaider (2017). Memory and Forgetting in the Post-Holocaust Era: The Ethics of Never Again. London: Routledge.

Butcher, T. M. (2013). A ‘synchronized attack’: On Raphael Lemkin’s holistic conception of genocide. Journal of Genocide Research, 15(3), 253-271.

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[1] Gracias a Alfons Aragoneses y a los editores de la sección por las valiosas sugerencias y correcciones al texto. También agradezco a mi amigo Natan Sznaider por casi dos décadas de conversaciones y co-escritura sobre violencias, alteridades e identidades heredadas.

[2] Como en otros lugares en que avanzaba la conquista y colonización del oeste de los EE.UU., el pueblo Dakota (o Sioux) fue confinado a pequeñas reservas. En el verano 1862, tribus dakota atacaron poblamientos blancos iniciando una guerra suicida que resultó en su desplazamiento forzoso del Estado de Minnesota.

[3] Disponible en: https://www.ohchr.org/es/instruments-mechanisms/instruments/convention-prevention-and-punishment-crime-genocide. Última consulta: 31/01/2024.

[4] En East West Street: On the origins of genocide and crimes against humanity (2016), Philippe Sands contrasta las perspectivas de Hersch Lauterpacht (1897-1960), a quien debemos el concepto de «crímenes contra la humanidad», y Raphael Lemkin sobre el foco —en el individuo o en el grupo— que debía tener el derecho internacional para evitar los crímenes de un estado asesino. Según el Estatuto de Roma de 1998, son crímenes contra la humanidad, o de lesa humanidad, once tipos de crímenes (entre ellos, asesinato, tortura, deportación, violación), siempre que sean «parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque».

[5] La definición inicial de Lemkin y la atención a «destruir los fundamentos esenciales de la vida de grupos», ha sido sin embargo fecunda para pensar la naturaleza de los crímenes coloniales.

[6] Es importante señalar aquí el trabajo del antropólogo Frederick Barth (1928-2026) quien rompe con el canon herderiano heredado por Lemkin, según el cual cada grupo étnico representaba una flor históricamente cultivada y con formas únicas en el jardín de las culturas humanas. En lugar de estudiar cada una de estas culturas en una etnografía separada, Barth y sus colaboradores observaron cómo se mantienen las fronteras entre dos grupos étnicos, aunque sus culturas puedan ser indistinguibles y aunque los individuos y los grupos puedan pasar de un lado a otro de la frontera inter-grupal (Wimmer, 2014: 971).

[7] Walther Rathenau (1867-1922) fue un político, escritor y empresario alemán asesinado por un grupo ul­trana­cio­na­lista y antisemita. En alocución a la conocida frase del libro de Ruth del Antiguo Testamento —cuyo mensaje es que la fidelidad es más importante que el origen étnico— la mención de Rathenau aparece como respuesta en un intercambio epistolar con su amigo Wilhelm Schwaner. Este último se había referido a «tu pueblo» por la ascendencia judía de Rathenau (Kobler, 1935: 396).

[8] El escritor Ernst Kantorowitz, por ejemplo, que procedía de una familia judía asimilada de Poznan, era un ferviente nacionalista. Tras la aprobación de las leyes raciales en 1935 se le retiró la licencia de enseñanza. Kantorowitz protestó airadamente ante el Ministerio de Educación aduciendo que su trayectoria como patriota no contenía traza alguna de sentimiento anti-alemán. No obstante, tras los pogromos del 9-10 de noviembre de 1938 decidió abandonar Alemania y emigrar a Estados Unidos (Traverso, 2005).

[9] Esta es una exhortación del Antiguo Testamento. Amalec es la nación (los amalekitas) que primero atacó a los israelitas a su salida de Egipto, y representa, encarnado en diversos pueblos a lo largo de la historia, al eterno enemigo del pueblo de Israel.

[10] La investigación de Tony Robben (2012) sobre los distintos marcos interpretativos que se sucedieron en los debates públicos sobre el pasado en Argentina (guerra sucia, terrorismo de Estado y genocidio) muestra cómo cada uno de ellos exigió distintas formas de reconciliar a la sociedad. El marco más reciente, la comparación de las desapariciones perpetradas por el terrorismo de Estado (1976-1983) con el Holocausto y la representación de la violencia como un genocidio transformó la culpabilidad individual en responsabilidad colectiva. R­obben sostiene que esto no favoreció la coexistencia de grupos enfrentados, sino que intensificó su enemistad e incluso reavivó ciertas prácticas represivas.

[11] Las investigaciones han demostrado que, a lo largo de los 100 días de genocidio, muchos hutus fueron asesinados en casos de identidad equivocada (percibidos como tutsis), como víctimas de la guerra civil en curso, debido a sus opiniones políticas moderadas o por no participar en la matanza genocida. Alison Des Forges (1999) y Tim Longman (2017) se refieren también a las matanzas del Frente Patriótico Ruandés (FPR), y presentan al ejército dirigido por los tutsis como autores de crímenes de guerra.